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EN 1893 Cuba ya era un gran productor mundial de azúcar, aunque mucho debió suceder para llegar a eso.
La época de las primeras raíces de caña de azúcar traídas por Colón durante su segundo viaje eran parte de una historia lejana. Sus comienzos no fueron tan pro-misorios para la actividad cañera en la isla. El predominio de la región estaba marcado por La Española, Santo Domingo, que era en esa época el gran proveedor de azúcar para la corona española.
En 1535 se concedió la primera licencia en Cuba para construir un trapiche, pero los colonos dependían todavía de las decisiones tomadas allende los mares y debieron esperar varias décadas para permitirles introducir miles de esclavos más y el acceso a un crédito de cincuenta mil ducados para el desarrollo de esa actividad.
Hacia fines del siglo XIX se logró una producción mayor a los seis millones de arrobas.
Estos hechos fríos y lejanos nacieron ensangrentados por la mano de obra barata que aportaba la esclavitud. Pero no era lo que más le preocupaba a Toribio Montañez, quien a sus trece años nunca imaginó que tendría que correr durante tantos días para salvar su vida. El hambre y el cansancio no le permitían pensar con claridad. Sólo tenía presente que, unos días atrás, su único hermano le había prometido una noche que nunca iba a olvidar por el resto de su vida.
Fue la última promesa que Encomendado Montañez pudo hacerle. El nombre o apodo de Encomendado le llegó sabe Dios cómo, pero según el comentario entre los macheteros, la virtud «del gran mandado» más la musculatura de la que su duro oficio le había provisto fueron suficiente para que su fama se regara por toda la finca, a tal punto que llegó a oídos de Natividad Montañez de González, esposa de uno de los más ricos hacendados de la época, el cual se jactaba de tener tantas tierras cultivadas que ni en un día a caballo podía recorrerlas.
Natividad, de treinta y dos años de edad, estaba acostada en su cama matrimonial junto a su marido. Llevaba un negligee blanco de brocado con encajes, tan ajustado al cuerpo que sus senos parecían a punto de estallar. Su pelo castaño liso estaba recién peinado, olía a esencia natural.
—¿Sabes, amor, que deseo tener mi propia huerta? Creo que para satisfacer tu apetito salvaje, lo mejor es que todo comience a preparártelo yo misma —dijo, pasando su mano por el abdomen de Homero González Mirabal, que parecía una seta.
Llevaba un pijama negro de algodón, con una camisa con botones que le quedaba holgada.
—Hueles a violetas —le dijo, antes de continuar haciendo cuentas en una libreta.
—Es la colonia que me trajeron de Francia, junto con varios libros de cocina
—le rozó un mechón de pelo por la nariz.
—No me lo acerques, que me da por estornudar.
Natividad tragó saliva y realizó una inspiración profunda.
—Como te decía, necesito elegir a varios de los peones para poder crear la huerta, ¿me das tu autorización? —le preguntó, acercándole los senos a la libreta.
—Por supuesto, ¿cuántos te hacen falta?
—Con un par es suficiente.
Natividad, mujer de gran curiosidad, no tardó en entrar en contacto con Encomendado, que al ser uno de sus esclavos, llevaba su apellido. Él fue uno de los dos que eligió para que trabajasen su pequeño huerto. Y junto con el cuidado de sus vegetales, nació la preparación de apetecibles manjares para el paladar de su marido.
El plato amado por Homero era el chateaubriand al horno —aunque prefería el solomillo de vaca al de buey, y que el vino fuese español—. Lo degustaba fascinado, mientras escuchaba su origen.
Su esposa poseía un don de lenguas que hacía más peculiar su cocina. Estudiaba cada particularidad y buscaba que ese placer culinario fuese deseado y esperado por su marido. Le recordaba que François-René de Chateaubriand, como gran diplomá-
tico, había conseguido varios de los logros para Francia gracias a su cocinero Montmirail, que tenía presente hasta el más mínimo detalle en sus presentaciones.
Como entremés, su marido prefería las almejas al cava, y las requería a diario, tal vez por los comentarios de Natividad sobre sus poderes afrodisíacos, aunque también ayudó en ese sentido el hecho de haber seguido los consejos de ella.
Consiguió una buena partida de champán, ingrediente que hasta ese entonces no formaba parte de la receta, y logró tal sensación que no había día sin solicitarlas.
El hacendado, con el pasar de los meses, se había hecho un adicto a la cocina francesa.
Y ni hablar de aquellos días en que Natividad preparaba de postre el budín de limón glaseado. Le encantaba cómo ella pronunciaba la palabra budín en un perfecto francés, mientras le relataba que su origen venía del latín botellus, que significaba morcilla de pequeño tamaño, y que esa explicación procedía de la forma que lucía su presentación durante la Edad Media.
A todo le hallaba la vuelta para que formase parte de su gastronomía, al punto de que en una ocasión encontró que cientos de caracoles se habían apoderado de su huerto. La salvación estuvo en sus libros de cocina. Buscó varios kilos de moluscos y, aprovechando que en su casa no faltaban los chorizos ni el jamón serrano, los preparó en salsa. Esos escargots fueron una delicia para el paladar de su marido, por lo que debió incluirlos en su menú.
En cada día de la semana las especialidades de la comida francesa se hacían presentes. Pero eran los domingos los momentos más especiales. Ese día, Natividad se esmeraba en la cocina, entre otras razones, porque descansaban los trabajadores. Y necesitaba que tras el postre francés, su complaciente esposo durmiera su siesta.
Comenzaba desde temprano a ofrecerle el pastries de queso, el cual se disfrutaba con un buen vino como aperitivo. Para eso disponía de una gran bodega y bastante queso camembert. De plato principal le preparaba quenelles de poisson.
Nunca podían faltar en su casa el lenguado ni los camarones frescos, y menos un domingo.
Ese día el postre era la torta de chocolate francesa. Le llevó su tiempo tomarle el punto al fondant. Esa sensación de masa tan blanda que parecía no estar coci-nada requirió de muchas horas de horno, hasta lograr el punto exacto.
Encomendado, mientras tanto, compartía su vida entre las aventuras con Natividad y la crianza de su hermano menor, el cual con trece años recién cumplidos ya tenía su estatura y fortaleza. Para entonces, decidió que su regalo de cumpleaños le sería inolvidable.
Esa tarde de domingo, cuando todo el mundo disfrutaba de la siesta, en un galpón cercano al huerto lo esperaba Natividad, sin saber ella que ese día tendría un disfrute extra. Encomendado había preparado para Toribio su primer placer como hombre. Sin mencionarle a la patrona, le explicó a su hermano todo lo que iba a suceder en ese cobertizo, y cómo a partir de ese momento se convertiría en un hombre cabal. Y así fue. Cuando Natividad supo que Encomendado no estaba solo, primero se puso tensa y con deseos de salir corriendo, pero eso duró lo mismo que el budín de limón en las manos de su marido. La siguiente reacción fue la de entregarse a todo aquello que hasta entonces le era desconocido. Esa relación con dos hombres le provocó tal placer que perdió el control, a tal punto que no se midió con sus gritos, un elemento que siempre había tenido en cuenta para no despertar sospechas. Y en esta ocasión, con tanta mala suerte, que fue escuchada por su servidumbre, que corrió a despertar al hacendado.
—Patrón, a la señora Natividad la están atacando en el galpón. Sus gritos son de pánico.
Homero, que para esa altura tenía ciertas sospechas, prefirió ir solo, pero armado.
Ése fue el final de Encomendado, y la razón de tantos días de huida de Toribio, que se salvó porque después de recibir su hermano el primer disparo, el arma se atascó, lo cual le dio tiempo para huir a campo traviesa. Nunca supo qué fue lo que realmente ocurrió, y por qué su regalo de cumpleaños había terminado en una ba-lacera que le había arrebatado la vida a su hermano.
La muerte de Encomendado se regó como pólvora entre los esclavos con disímiles versiones, pero en todas se hablaba de maltrato y abuso del patrón. Ese elemento, más el afecto y don de liderazgo del difunto, provocaron la rebelión, con quema de campo incluida. Las horas del hacendado estaban contadas. Salió a enfrentarlos con sus hombres de confianza, pero nada pudieron hacer frente a una carga a pie de machete de cientos de esclavos.
Natividad Montañez de González pasó a ser la única dueña de aquella hacienda, o mejor dicho, de lo que quedaba en pie de ella. Una de las primeras cosas que hizo cuando se recuperó de lo acontecido fue quemar los libros de cocina francesa y sacar de la casa todo lo que le recordaba a su marido. Sabía que esa felicidad de la que Encomendado le proveyó durante meses sería irrecuperable, y se dispuso a erradi-car de su vida todo lo relacionado con el ser que le había quitado sus grandes momentos de placer.
Intentó regresar a su rutina, comenzó con la reparación de la hacienda, mientras su mente seguía recordando el último momento tan especial que le había brindado su esclavo favorito.
Se hallaba en la sala, leyendo una revista francesa, cuando llamó a su ama de llaves.
—Rudecinda, estaba pensando en donar toda la ropa de mi marido, creo que alguna familia necesitada podrá aprovecharla, acá sólo será alimento de las polillas.
—Como considere, señora. ¿Desea que la junte y la lleve al pueblo?
—Es una buena... —Sintió que un volcán estaba a punto de hacer erupción en su interior—. ¡Qué sensación más desagradable! —dijo Natividad, mirando a su ama de llaves con los ojos ausentes.
—¿Qué le ocurre, señora? ¿Se siente mal?
—No es nada, tráeme un té de manzanilla, por favor.
Se dirigió al baño, y antes de ingresar, un aroma a especias proveniente de la cocina la envolvió. Alcanzó a entrar y vomitó hasta sentirse agotada.
Percibió en el espejo su rostro descuidado, en donde sobresalían sus pronunciadas ojeras. Había dejado de utilizar el maquillaje Leichner y la crema de día Pondś desde el fallecimiento de Encomendado. Pero en ese instante, al sentir una nueva arcada, observó que sus mejillas crecían y sus labios se tensaban. Fue su primera sonrisa en semanas, y se acompañó de una necesaria pregunta: ¿sería posible que, gracias a aquella tarde única e irrepetible, Encomendado siguiera presente?
Esta nueva alegría fue motivo de una audaz decisión. Siguiendo los pasos de don Alfonso XII, resolvió darle la libertad a todos sus esclavos. Su generoso corazón no podía ser menos que la corona española, como tampoco se permitiría traer al mundo a su futuro vástago, producto de un placer que hasta entonces la mantuvo encadenada a un esclavo.
La palabra libertad se acompañó de varios días festivos; danzas, tambores y alcohol de caña fueron propicios para nuevas emociones y futuras descendencias.
*
Toribio Montañez no sabía cuántos días habían transcurrido desde su huida, ni cuántas noches pasó convaleciente. Gran parte de sus recuerdos los había perdido, al punto que le fue muy difícil decir su nombre, cuando insistentemente una monja intentaba comunicarse con él. Su último recuerdo era el de un grito lejano y apa-gado que le decía: «¡Corre, Toribio, corre!».
—Me llamo Toribio —balbuceó.
—Es suficiente, hijo, ya recordarás más —le dijo la hermana Concepción, mientras seguía poniéndole paños fríos en la frente y el abdomen para bajarle la fiebre.
Lo mantenían en una habitación individual, en donde era diario el peregrinar de las hermanas para acompañarlo, orar por él y asearlo.
Ya había transcurrido una semana desde que lo encontraron perdido y sin rumbo en un camino secundario. Toribio sólo atinó a cumplir con las últimas palabras de su hermano. Los lugareños que lo llevaron al orfanato donde lo cuidaban comentaron que intentaba correr cuando lo hallaron, al menos así interpretaron el movimiento que sus brazos y piernas hacían mientras estaba tirado en el suelo.
Su estado para entonces era pésimo; estaba muy desmejorado y enfermo. Las primeras convulsiones producto de su fiebre alta hicieron temer lo peor a las monjas, pero la buena alimentación, los profundos rezos y su juventud lo trajeron a la vida.
Una vez recuperado, se fue adaptando a la rutina del orfanato. Se levantaba a las seis de la mañana y le daba gracias a Dios por otro día vivido. Luego desayu-naba, previa bendición de los alimentos, y comenzaban sus tareas de limpieza. Por la tarde, después del almuerzo y del cuidado del huerto, recibía clases.
Poco a poco fue aprendiendo la lectura y la correcta escritura, y fue conociendo el mundo de las matemáticas y la geometría. Era del asombro de todas las hermanas su diario progreso.
—Eres un ángel, Toribio. Da gusto ver cómo te has recuperado. A ver, date la vuelta, para enjabonarte la espalda. Eres puro músculo. Tanta fortaleza, mi niño, seguramente la habrás logrado trabajando de sol a sol —le dijo la hermana Alegría, mientras se esmeraba en su aseo.
Toribio se dejaba llevar con obediencia, pero en silencio.
Antes de que transcurriese el primer año de su llegada al orfanato, ya le daba clases al resto de los niños huérfanos que las monjas cuidaban.
Sentía que por primera vez en su vida tenía un hogar y era tratado con amor y respeto.
Conoció el agua caliente para sus baños, y los jabones con aroma a flores.
También supo mucho más sobre su existencia y su Creador.
En su mente se presentaban con menos asiduidad aquellas palabras que le de-cían: «¡Corre, Toribio, corre!», pero sin embargo regresaban los recuerdos, sobre todo durante sus sueños, que eran de un placer tremendo, orgásmicos y asociados a su historia olvidada. No pocas noches despertaba todo sudado y mojado de un líquido espeso y pegajoso que le daba una gran vergüenza, de sólo imaginarse la actitud de las hermanas frente a ese episodio.