ESCENA VII
Siguiendo a SIMONA entran al cuarto dos hombres vestidos de mecánicos. Sostienen soportes horizontales de madera, un aparato cubierto de bolsas. Los presentes se miran sorprendidos. Depositan la carga en el lugar donde estaba la mesa, simétricamente, de manera que el bulto queda encuadrado sobre el fondo rojo que traza el trono junto al muro.
HOMBRE 2.º. —Hay que firmar aquí. (Le entrega a SAVERIO un talonario que éste firma. SAVERIO les da una propina. Los hombres saludan y se van. SIMONA queda de brazos cruzados).
SAVERIO. —No la necesitamos, Simona. Puede irse. (SIMONA se va de mala gana).
SAVERIO (cierra la puerta, luego se acerca al armatoste). —Señoritas, doctor, no podrán ustedes menos de felicitarme y reconocer que soy un hombre prudente. Vean. (Destapa el catafalco[12], y los espectadores que se acercan, retroceden al reconocer en el aparato pintado de negro una guillotina).
LUISA. —¡Jesús! ¿Qué es eso?
SAVERIO (enfático). —Qué va a ser… Una guillotina.
PEDRO (consternado). —¿Pero, para qué una guillotina, Saverio?
SAVERIO (a su vez asombrado). —¿Cómo para qué?… y para qué puede servir una guillotina.
ERNESTINA (asustada). —Santísima Virgen, qué bárbaro es este hombre…
SAVERIO. —¡Y cómo quieren gobernar sin cortar cabezas!
ERNESTINA. —Vámonos, che…
PEDRO. —Pero no es necesario llegar a esos extremos.
SAVERIO (riéndose). —Doctor, usted es de esos ingenuos que aún creen en las ficciones democráticas parlamentarias.
ERNESTINA (tirando del brazo de PEDRO). —Vamos, Pedro…, se nos hace tarde.
PEDRO. —Saverio… no sé qué contestarle. Otro día conversaremos.
SAVERIO. —Quédense…, les voy a enseñar cómo funciona… Se tira de la soguita…
PEDRO. —Otro día, Saverio, otro día. (Los visitantes se van retirando hacia la puerta).
SAVERIO. —Podemos montar las guillotinas en camiones y prestar servicio a domicilio.
ERNESTINA (abriendo la puerta). —Hasta la vista, Saverio. (Los visitantes salen).
SAVERIO (corriendo tras de ellos). —Se dejan los guantes, el sombrero. (Mutis de SAVERIO un minuto).