Vento fresco
(Lunes 12 de mayo de 1930)
Nada hay más emocionante para un viajero en tierra extraña que la llegada de fin de mes y la entrada del primero, si el treinta y el quince hay un alma perfecta que se acuerda que debe girarle vento fresco.
¡Con qué solicitud amorosa y conmovedora hace, entonces, acto de presencia en la casilla de Poste restante para indagar si ha llegado o no el aviso del banco, la notificación de que hay un buen paco de reis esperando su respetable visita, la chimentería reveladora de que no lo han olvidado, por más que a veces la gente no tenga motivo para recordarlo bien a un emigrado!
Tierra extraña
Estar en tierra extraña es estar completamente solo. La amabilidad de la gente es de dientes para afuera. Rápidamente lo comprende el viajero, que no es un otario ni un caído del catre.
Cuando se hace esta composición de lugar, así como el marino en tiempos de tempestad pone su alma y pellejo en su brújula, y el aviador en el sextante, usted pone sus sentidos, sus pies y su cuerpo, en el banco con el cual opera. Y el banco, que en otros tiempos era para usted una institución vaga e irreal, con la cual no había tenido, ni aún queriéndolo ardientemente, nada que ver; el banco, que en su imaginación de pato crónico se representaba como una casa donde los que amarrocan llevan su vento para que no se lo volatilicen los ladros; el banco, del día a la noche, en el extranjero, se convierte en su «amigo» y usted en su «cliente y amigo». ¿No ha leído, acaso, los avisos en que hacen sus propagandas las instituciones bancarias: «Nuestros clientes son nuestros amigos»?
En consecuencia, yo soy amigo del Banco Portugués do Brasil, situado en la Rua de Candelaria 24. Este banco, quiero decir «mi amigo», todos los primeros y los quince de cada mes, me dirige la carta, cuyo texto reproduzco:«Ilustríssimo senhor… (¿se dan cuenta?, ¡me tratan de ilustrísimo!) Temos a vosa disposicao o equivalente de pesos argentinos, por orden do Banco de la Provincia de Buenos Aires. Va. Mt. Ats e Vrs».
Las dichas iniciales corresponden a una multitud de saludos que me hacen los que incluyen el tratamiento de «vueselencia», etc. ¿Se dan cuenta? ¡Ilustrísimo y vueselencia!
Así se trata a la gente en este país. Vean si no da gusto vivir y tener que codearse con semejantes «amigos».
Bueno; hay que ver la emoción con que cualquier fulano ausente de su bendita tierra acoge la susodicha chimentería.
Porque…
Porque el veintinueve o catorce de cada mes, el ciudadano emigrado o expulsado de su país empieza a hacerse la pasada al Poste restante, saluda con amabilidad a los carteros que son dueños de su destino; aunque le duelan las muelas le sonríe al funcionario grone que barre los escupitajos en torno de la casilla; se informa con tono melifluo de las horas de distribución de la correspondencia y una dulce pavura penetra en su alma.
¿Y si el aviso no ha llegado? ¿Y si el barco que lo traía equivocó la ruta y en vez de embicar para el Brasil, agarró para el lado de África? ¿Y si se fue a pique? ¿O si se robaron la correspondencia? Eso sin contar que el encargado de girarle puede haberse muerto de un síncope cardíaco, de una angina pectoral, de cualquier cosa…
El asunto es grave y bravo porque aunque el banco lo llame «ilustrísimo señor» y se titule, amplia y pomposamente, amigo suyo, mientras que no haya aviso de que puede y debe palmar, lo dejará en el estuario sin consideración alguna. Además que usted no descuenta la posibilidad de que los encargados de girarle, si no se les ha ocurrido morirse, pueden, en cambio, haberse olvidado de hacerlo por exceso de fiaca.
Y su espíritu se estremece cuando medita la infinidad de causas, motivos, accidentes imprevistos e inesperados que pueden hacer que la plata no llegue a sus ansiosas manos. Y el día veintinueve usted se acerca a la Poste restante, diciéndose:
—Es una fija que no llegó el aviso.
Y no se equivoca. Le queda la inmensa satisfacción de no haberse equivocado y de salir a la calle, diciéndose:
—El corazón me lo decía.
Al día siguiente vuelve. ¡Allí está el aviso! Una mano misteriosa lo ha echado al buzón, otra lo ha recogido y… Usted tiene el infinito placer de enterarse que el Banco X, «su amigo», por intermedio del Banco XX, su «otro amigo», le ruega (aunque no le rogaran usted iría lo mismo) pasar por las oficinas de la institución a retirar el vento.
También es otra fija que el día treinta usted tiene por todo capital algunas chirolas, reis, pfennigs o liras. No importa: ha llegado el aviso. Y entonces, magnánimo, opulento, se sienta en cualquier café y pide. El mal momento ha pasado. El Banco, al fin y al cabo «su amigo», tiene en sus monumentales cajas de acero escrupulosamente guardados, los billetes indispensables para que la gente no tenga inconveniente en continuar siendo amable con usted.