La belleza de Río de Janeiro
(Sábado 3 de mayo de 1930)

El visitante no puede darse cuenta de lo que es Río de Janeiro, sin subir al Pan de Azúcar y para resolverse a subir al Pan de Azúcar, por lo general, se medita una hora. Porque son trescientos metros de altura y…

Una obra de ingeniería brasileña

Pongamos que usted se encuentra en la avenida Rio Branco y mira hacia el Pan de Azúcar, que es un monte; no: es la punta de una granada gigantesca, medio clavada en la tierra. Un casco de proyectil verde. Entre este proyectil y Monte Vermello, hay un socavón inmenso, cierto valle boscoso. Un telón de cielo azul; y si usted mira insistentemente, entre los dos montes, distingue, suspendido, un hilo fino, negro. Luego, si usted mira mucho, ve que por ese fino hilo se desliza un rectángulo negro, velozmente. De pronto desaparece. La punta del Pan de Azúcar lo ha tragado. Es el funicular.

Se llega a la estación del funicular en tranvía. Cuesta nueve centavos el viaje y usted se harta de andar tanto.

Además, se cansa de decirse a cada momento: «¡Qué bárbaros estos brasileños!». Tienen un país magnífico y ni por broma le hacen propaganda para que vengan turistas. Bueno, se llega a Playa Vermella y allí está el monte: piedra gris, un bloque sin declive, que cae a pico sobre la Avenida Beira Mar. Enfrente, una garita de cemento armado. De esta garita salen los cables de acero de unos tres centímetros de diámetro. Con un declive de sesenta grados más o menos. Es brutal. Usted mira los cables de acero, el funicular y de pronto piensa: «Si se rompen los cables van a tener que juntarnos con pinzas». Altura inmensa que se le cae sobre la cabeza. Una emoción extraordinaria de ascender a esa altura en un declive semejante. El viaje de ida y vuelta al Pan de Azúcar cuesta seis mil reis: un peso ochenta de nuestra moneda. Bueno: usted sube, con cierta ansiedad, a la garita encapsulada. El guarda cierra la puerta y de pronto la garita está arriba de la calzada. Usted ha creído que sentiría vaya a saber qué emociones, y no siente nada.

Más emocionante es un viaje en colectivo. Sobre todo cuando el volante o las ruedas están descentradas. Se encuentra ahora a ciento ochenta metros de altura y el Pan de Azúcar le tapa los ojos; está frente a usted. Tiene la sensación de que si estira el brazo lo toca; y entre Playa Vermella y el Pan de Azúcar hay como doscientos metros. De allí, y con una rampa mucho más pronunciadísima, parten otros dos cables de acero, que por su propio peso trazan una curva sobre el abismo, mientras que al llegar a la cresta del monte ascienden perpendiculares a él. Y la emoción de cruzar suspendido sobre el bosque que está allá en el fondo, se repite en usted. Ahora sí que viene lo bravo. Pero sube al funicular: el guarda cierra la puerta y el funicular comienza a ascender los doscientos metros de altura que faltan para llegar al Pan de Azúcar. Un viento tremendo cruza las ventanillas de la garita. Esta conserva siempre su posición horizontal. Usted asoma la cabeza al abismo. Abajo, cascadas de árboles, cúpulas verdes y la arenosa curva de la playa. Ahora parece que el Pan de Azúcar viene velozmente a nuestro encuentro. La piedra se agiganta, la garita sube como ascensor; oscila en el interior de un nicho de piedra y ya está arriba. Abajo, los trece montes en cuyos valles se aloja Río de Janeiro muestran sus lomos cubiertos de casas, o sus frentes azulencos. Los diques fracturados, un puente, el agua verdosa, y ahora comprendo lo que es Río de Janeiro. Una ciudad fabricada en los valles que dejan los montes entre sí. Las casas trepan por las faldas, se interrumpen; el bosque avanza, luego desciende. Rayas asfaltadas avanzan hacia la distancia, luego una sierra, peñascos y en el valle subsiguiente, otra lonja de población, techos rojos, azules, blancos, cubos que, como una vegetación de líquenes, asciende y se interrumpe, manchando de color tinta, de color engrudo, de morados y de óxidos de hierro y de verde de sulfato, las pendientes de piedra. Son las casas de dos millones de habitantes. Ahora se explica usted las vueltas de los tranvías. Para entrar a las calles de un valle, el tranvía tiene que pasar por las espaldas de este, un zig zag prolongado. La bahía, con una tersura de espejo de acero, se bisela un verde sauce junto a la costa. Pasa un transatlántico y tras él queda el agua en una estela, revuelta en suciedades de marisco. Distribuidas irregularmente, hay naves ancladas.

Cúpulas de cobre, de porcelana, de mosaicos y de azulejos; techos que parecen rectángulos de hierro colado; rascacielos cúbicos, honduras arboladas; un espectáculo feérico es el que ofrece esta ciudad de edificios escalonados en la pendiente de la sierra, que de pronto se anula misteriosamente o confunde su bisectriz con el ángulo de otro monte, cubierto de techos rojos a dos aguas y de avenidas asfaltadas. Usted mira y cierra los ojos. Quiere conservar un recuerdo de lo que ve. Es imposible. Los cuadros vistos se superponen, uno desvanece al otro, y así sucesivamente. Usted lucha con esa confusión, quiere definir geométricamente la ciudad, decir: «Es un polígono, un triángulo». Es inútil… Lo más que podría decir es que Río de Janeiro es una ciudad construida en el interior de varios triángulos, cuyos vértices de unión constituyen el lomo de los cerros, de los morros, de los montes…

De pronto la ciudad ha desaparecido de sus ojos. Tiembla de frío. Mira en rededor. Todo es absolutamente gris. El Pan de Azúcar ha sido envuelto en una nube que pasa. Más allá hay sol.