¡Pobre brasilerita!
(Domingo 4 de mayo de 1930)

He recibido una impresión dolorosa.

Cada vez que subía la escalera de la pensión donde vivo, venía a mi encuentro una india color café, que con las manos me hacía señas para que subiera despacio. Hoy, intrigado, le he dicho:

—Pero ¿qué diablos pasa, que no se puede caminar? Y la sirvienta me ha contestado:

La mociña está muito enferma.

—¿Quién es la mociña?

A filha da patrona.

—¿No se la puede ver? Me hicieron pasar.

La enfermita

En una cama ancha, sobre una amplia almohada, reposaba la cabeza de una muchacha de diez y nueve años. Grandes ojos negros, cabello enrulado enmarcando las mejillas. La saludé y ella movió ligeramente los labios. De una ojeada la observé. Tenía la garganta envuelta en un pañuelo; bajo las sábanas blancas, se adivinaba un pobre cuerpo enflaquecido.

Amigas, maduras como grandes frutas, la rodeaban. Me presentaron:

—El señor es el periodista argentino, el nuevo pensionista.

—¿Qué tiene? —pregunté.

Me explicaron. Pleuresía, la garganta, en fin, esas medias palabras que disfrazan la terrible enfermedad. Tuberculosis pulmonar y laringitis. Con razón no hablaba. Le sonreí y le dije esas palabras tristemente dulces que uno se considera obligado a dar a una pobre criatura a la que ninguna fuerza humana puede salvar.

Ella me miraba y sonreía. Le daba risa el idioma, como a nosotros nos hace reír el portugués. Por momentos, un golpe de tos la crispaba bajo las sábanas y las amigas solícitas la rodeaban.

Cuando salí me dedicó una sonrisa que sólo tienen los labios de las enfermas incurables.

Entré a una florería e hice que preparasen un ramo de rosas blancas, y a la tarde se lo di a la india sirvienta para que se lo llevara. Que al menos tuviera en el cuarto un pedazo de primavera. Y que fuera un argentino el que se lo había llevado…

Esta noche

Esta noche ha tosido mucho. Pero tanto que cuando bajé y entré al dormitorio, las amigas la sostenían, desvanecida, entre los brazos. Tenía la cabeza caída sobre el hombro de la india, de cuyos ojos caían lágrimas.

Se va a morir la muchachita del Brasil. ¡Diez y nueve años! Y he salido a la calle entristecido, pensando: «Es una iniquidad. Dios no existe. Esas cosas no deberían ocurrir».

He repetido exactamente todo lo que dice un hombre cuando cae sobre su cabeza una gran desgracia. Y sin embargo no conozco casi a esta criatura. La vi por primera vez ayer a la mañana; pero había tanta dulzura en sus ojos renegridos, que he sentido pena por esa vida que se le escapaba del pecho, minuto a minuto.

Con razón me decían que caminara despacio. No puede dormir. A cada momento la despiertan los tranvías que pasan haciendo ruido. Si no son los tranvías, es la tos.

¡Y con este calor, todo el día en la cama! Está tan débil que ya no puede caminar. Sólo conserva la carita con el óvalo perfecto y los grandes ojos que hablan, porque la garganta ya no tiene casi cuerdas vocales.

Ahora voy a visitarla todos los días. Le digo al entrar: «¿Cómo le va a la menina?». Y ella se ríe; porque ella hace un buen rato que ha dejado de ser menina y es señorita ya.

Yo sé que le causa gracia el idioma «aryentino». Se queda ratos mirándome.

Entonces le digo que el Brasil es muito bonito, que ella tiene que tener esperanzas en la Virgen que tiene a la cabecera (¡yo, hablando de la Virgen!); que no tiene que afligirse, que pronto se curará, que esas enfermedades así son muy fantásticas, y que «ya va a ver, pronto se podrá levantar y salir a caminar».

Ella me mira en silencio. Comprende que estoy mintiendo. Mira a la Virgen, a las amigas y sonríe. No es posible engañarla. Ella sabe cuál será el paseo que la espera. El último…

Y yo me acuerdo del Sanatorio Santa María en las sierras de Córdoba. Me acuerdo de las quinientas muchachitas que en el Pabellón Penna están postradas como esta muchachita de diez y nueve años para quien la vida sólo debía ser felicidad. Y de pronto una pena enorme me sube del corazón hasta la garganta. La sonrisa y los chistes se me terminan, y salgo a la calle diciendo, como diría un pobre negro o un pobre blanco, que no entiende de libros ni filosofías: «Y después dicen que Dios existe. Cosas así no deberían suceder».