Tipos raros
(Domingo 13 de abril de 1930)
Mi amigo es una excelente persona. No se encuentra otra mejor. Si no fuera porque tiene el defecto de contraer deudas, de comprar artículos y no pagarlos, sería lo que podríamos llamar un honorabilísimo caballero. Y lo es… casi lo es. En Río de Janeiro se ha rodeado de un prestigio único. Es respetado. Me ha hecho la confidencia de que el Presidente del Brasil lo estima mucho. Como nada me cuesta creerlo, admito este fenómeno de simpatía del doctor Washington Luis Pereira de Souza por el señor a quien me refiero. Más, íntimamente me ha confesado que el doctor Washington Pereira de Souza desea su amistad.
Como les contaba en otra oportunidad, mi amigo es el propietario de la caverna, o inquilino, donde pernocta el hombre del pijama a rayas, y donde yo dejé una vez mis maletas con desconfianza. Estas cosas suelen ocurrirle a uno con los amigos.
El hombre de pijama a rayas
El hombre del pijama continúa siendo un misterio para mí. Trabaja todo el día como un ratón. Estoy llegando a la conclusión de que mi amigo es el que alquila la casa y el otro el que paga el alquiler. Sí. Albergo esta convicción basada en el profundo conocimiento que tengo de ciertas naturalezas humanas. ¿De qué trabaja? No lo sé. Corre todo el día bajo el ardentísimo sol brasileño, con una cartera bajo el brazo, mientras mi amigo dice:
—Yo tengo condiciones de financista. He preparado unos proyectos bestiales. Pienso interesar a todo el comercio de Sao Paulo en la confección de una revista redactada en castellano.
Yo fumo y lo miro. No me canso de mirarle la cara de cabra que tiene y la ingenuidad que alberga en su corazón. Porque todos estos aventureros son ingenuos. Creen en los negocios de millones. Se las componen admirablemente para clavarlo al bolichero de la esquina, es decir, que su astucia no pasa de la sastrería y de la proveeduría, y luego entran en el terreno de las imaginaciones, como esos pésimos cuentistas, que después de escribir penosamente un cuento de ochocientas palabras, os anuncian una novela de tres tomos, «con continuación…».
Buena persona
Seriamente: es una buena persona… mejor dicho… un bohemio… con un montón de cabellos blancos, mi amigo o huésped cree en la poesía, cree… cree en todo lo que es increíble a cierta edad…
Yo lo miro. Lo dejo hablar y le digo:
—Cuéntame la historia del mariscal Temístocles. Es fabulosa.
Mi amigo estaba en la mala. No tenía ni un tostón, que son seis reis o tres centavos de moneda argentina. Había vendido todo lo que se puede vender y lo que no se puede, también. El último resto del naufragio era un retrato al óleo que le había hecho un pésimo pintor. Imagínense ustedes qué malo sería el retrato que mi amigo se lo puso bajo el brazo, fue a verlo al mariscal Temístocles, un negro con más charreteras que los mariscales de cine, y le dijo:
—Traigo aquí el retrato… del general Mitre. Es un deber de conciencia que me lo compre Sua Excelencia.
El mariscal miró el retrato; lo miró a mi amigo y le hizo dar un conto. Fíjense cómo se parecería el retrato al original.
Se enamoró de una muchacha, hace muchos años. A ella le gustaba la poesía y mi amigo tomó un libro de versos, el primero que le llegó a las manos, lo copió íntegro y le dijo a su futura:
—Estos poemas me los has inspirado tú.
Y se casaron. A los tres meses, ella descubrió que el libro de poemas era un plagio y le tiró el tomo por la cabeza.
Su aspecto
Es reposado, grave y sesudo. Ha echado un poco de vientre, respetabilidad, lentes, el conocimiento, canas, experiencia. Sonríe, inclina la cabeza al hablar, lo cual produce la sensación de que mastica mucho lo que va a decir. Es aristócrata, no sé si por parte de Adán o Eva. Tiene en la cartera tres billetes de cincuenta mil reis, que son tres billetes eternos; el golpe de efecto… para engrupirlo al proveedor.
No dice nunca malas palabras y quiere mucho a todos los jóvenes escritores de la nueva generación argentina.
Un hombre excelente. Insisto. Bueno. Decente. Tiene sus defectos, pero ¿quién no los tiene? Su indulgencia es enorme. Su comprensión de los motivos que rigen los actos humanos, fabulosa.
—Si yo era juez, no condenaba a nadie —me dice.
Y lo creo. Lo que él no agrega es esto: «Si yo era juez no condenaba a nadie que me pagara»… pero eso se sobreentiende.
En tanto vive. Vive florido y contento, rozagante y optimista. Sueña en un sindicato monstruoso, periodístico, a base de millones de contos. No hace mal a nadie, al contrario; si puede ayudar a alguien, encantado. En definitiva, es muchas veces superior a esos fariseos que, como dice Nuestro Señor Jesucristo, «son sepulcros llenos de podredumbre por dentro y encalados por fuera».