Algo sobre urbanidad popular
(Jueves 10 de abril de 1930)

Voy por una calle oscura, entre fachadas de piedra. Los arcos voltaicos lucen colgados de cables alquitranados. Hombres en mangas de camisa conversan sentados en los umbrales de las puertas. Mujeres achocolatadas, apoyadas con los brazos cruzados en los hierros de los balcones, siguen el movimiento de la rua. En una lechería esquinada, negros en patas beben cervezas. De pronto: una señora oscura ha tomado a su nene de seis años, color café con leche, de la mano. Va a llevar a dormir al chico. El pibe ha estado jugando con una nena de su edad, blanca y rubia. Y veo: el nene alarga gravemente su mano a la chiquita. Ella también, con seriedad, le corresponde; los dedos se apretan y se dicen:

Boa noite. (Buenas noches).

Segundo cuadro

Voy por una calle abierta entre un bloque de granito escarlata. Sobre mi cabeza cuelgan amplias hojas de bananero. La calle asfaltada desciende hasta la playa. Vienen: un muchacho y una menina. Diez y siete años, quince años. Él, color tabaco rubio. Ella, cobre, que parece cubrir un mimbre de carbón, tan flexible es la muchacha de ojos verdes. ¿Cuántas razas se mezclan en esos dos cuerpos? No sé. Lo único que veo es que son magníficos.

Él sonríe y muestra los dientes. Ella, un paso atrás, se ríe también. Trae en la mano una varita verde y le hace cosquillas en la oreja. Van solos. Aquí, los novios salen solos. Ellos son hombres y ellas bien mujeres. Cuando dos novios salen solos es porque son prometidos. La vida es seria y noble en muchos aspectos. Y este es un aspecto de esa vida seria y noble.

Se ríen y van hacia la playa. La playa extiende sobre el río una bandeja de arena. Los bananeros dejan colgar sus hojas verdes y un perfume de violeta impregna densamente una atmósfera de tempestad.

Tercer cuadro

Avenida de Río Branco. Oleaje de gente. Fachadas de azulejos recamados de oro, azul y verde. El Café Morisco con cúpulas de escamas de cobre. Tranvías verdes. Ráfagas de jazmín. En el fondo, el cerro Pan de Azúcar, color espinaca. A un costado el morro de Santa Teresa, color naranja. Automóviles que pasan vertiginosamente, gente que en sillas-cestas de mimbre beben sorbetes. Él y ella. Ella de negro. Él de blanco. Un escote admirable. Caminan lentamente. No tomados del brazo, sino de los dedos. Como criaturas. Y de pronto escucho que ella dice:

Meu bem. (Mi bien).

Este «meu bem» ha salido de la boca de la mujer impregnado de dulzura espesa, lenta, sabrosa. Se han bebido en una mirada; y siguen caminando, despacio, hombro con hombro, los brazos caídos, pero tomados fuertemente de los dedos. Me han dicho que cuando un hombre y una mujer caminan así es porque su intimidad es completa y ellos van cantando, con estos dedos engrapados, una felicidad magnífica y cálida.

Cuarto cuadro

Restaurante. Hora de almuerzo. Él, cuarenta y cinco. Ella, treinta. Él tiene los cabellos blancos. Ella es rubia magnífica, alta, flexible; ojos tan lindos como agua sobre arena de carbón y oro. Se han sentado y el mozo ha traído la lista. Piden y el mozo se va. Trae platos distintos. De pronto ella alarga el tenedor y pone en la boca de su compañero un trozo de carne. Él sonríe golosamente. Entonces ella le toma la barbilla con la punta de los dedos y sacude lentamente la mano. Frente a todos, que permanecen indiferentes. Aquí se vive así. Han traído el postre. Han pedido postres distintos. Entonces ella retira un trozo de dulce del plato del hombre y mueve la cabeza; él se ríe y le da unas palmadas en la mejilla.

Delicadeza

Por donde se camine, la delicadeza brasileña ofrece espectáculos que impresionan. Hombres y mujeres siempre se acarician con la más penetrante dulzura que darse puede, en el gesto y la expresión. Está en el ambiente el espíritu de dicha conducta. Aquí va un ejemplo. Entré a un cafetín de la O’Gobernador. Sonaba una vitrola. Cuando el chico que me atendió, oyó que yo hablaba en castellano, me dijo sonriendo:

¿O senhor e español?

—Argentino, pibe…

El chico avanzó hasta el mostrador, le habló unas palabras al patrón y al minuto sonaba en la vitrola un tango cantado por Maizani: Compadrón.

Donde se va… donde se va, sólo se encuentra muestras de gentileza, de interés, de atención. Salvo excepciones, la gente es tan naturalmente educada que uno se asombra. Entré a la Nyrba[1] para pedir detalles de cómo debía certificar una carta aérea. Inmediatamente un empleado hizo que un cadete me acompañara hasta el correo.

Necesitaba conocer una calle. Me acerco a un diarero. Hay que ver la cortesía con que me explicó el recorrido que yo debía hacer.

¿Gentileza? Si hay una tierra de América donde el extranjero pueda sentirse cómodo y agradecido al modo natural de ser de la gente, es esta del Brasil. Niños, hombres y mujeres engranan sus acciones dentro de la más perfecta urbanidad.