Elogio de una moneda de cinco centavos
(Lunes 5 de mayo de 1930)

Una señora argentina residente aquí me ha regalado una moneda de cinco centavos argentinos. Y yo he mirado la moneda matrera, perdida en este país de chirolas grandotas, y le he dicho:

¿Cómo te va, queridita? Aquí vas bien muerta entre estos tostones (moneda de tres centavos brasileros) y estos platos (porque no son otra cosa que platos) de cuatrocientos reis, que le agujerean a uno los bolsillos. Pero yo te saludo respetuosamente, querida chirolita. Te saludo con la emoción del porteño que ha perdido hace rato de vista su hermosa calle Corrientes y su magnífica Avenida de Mayo, su Florida cursilera y su majestuosa Callao. Cierto es que te baten prepotencia las monedas de esta patria brasileña; cierto que el vulgar tostón, grandote y retobado, te intimida; pero no le llevés el apunte; son tres centavos argentinos… y vos ¡sos cinco! Los cinco guitas atorrantes con los que arreglamos al mozo de feca en tiempo de crisis.

¡Cómo cambian los tiempos, querida chirolita! ¿Eh? Allí no te llevamos el apunte.

Le damos al primer turro limosnero que se nos cruza al paso, te dejamos abandonada en la mesa de cualquier lechería mugrienta y facinerosa. Sos el cambio indispensable para el subte y en concepto de tal, se te da categoría; pero aquí en Río, querida, no vas a correr aventuras. Estarás en mi bolsillo como un talismán que me dé suerte; y para hacerlos broncar de paso a todos estos reis, que de tantos miles que son no me duran nada.

Te trajo una señora argentina que quería llevarse un recuerdo de su linda tierra; te trajo para mirarte en los días que sintiera nostalgia de su ciudad, la más linda de SudAmérica; te trajo para que respiradas aires nuevos, adquirieras experiencias y aprendieras a falar portugués y conocieras, de paso, a los chirolones tábanos, los monedazos de doscientos reis, los de cuatrocientos, los de mil y los de dos mil, que son pura moneda de bronce y aluminio; minga de níquel, como te han fundido a vos.

Yo te miro con cariño, querida monedita. Te miro con esa dulce pavura que se nos entra en el alma cuando nos acordamos de los tiempos mishos; de las épocas en que teníamos los tarros rotos, las medias a medias, la corbata como una lonja, el jetra averiado por cuanto ángulo tiene. Te miro y me recordás las magníficas tenidas de lechería, las discusiones filosóficas de los vagos del barrio, la hora postrera en la que el más reo dice: «Me tiro a muerto»; la hora del juicio final, cuando el menos pato exclama:

—¡No se aflijan, yo tengo cinco guitas para dejarle de propina al mozo!

Te miro y pienso: cinco guitas. Pienso que Buenos Aires está a cerca de tres mil kilómetros de aquí; pienso que esto puede ser SudAmérica como la costa de África; y al verte tan chiquita, tan menudita, tan flaca entre estas monedas que pesan kilos, me da miedo. No te morirás de tristeza perdida entre los reis, apelmada entre los tostones. Pero no tengas cuidado. Te voy a colocar en un marquito en mi pieza. Cuando entre y salga, cuando esté solo, meditando macanas y pensando pavadas, levantaré los ojos, te junaré de rabillo y diré: «Bueno; no estoy tan solo, tengo una compañera». Charlaremos. Nos batiremos nuestros mutuos infortunios. Vos me contarás la angustia de los crostas por cuyos bolsillos pasaste peregrina, sin poder durar en ninguno; me narrarás la odisea de innumerables vagos acosados de mil necesidades y yo te contaré, a mi vez, las broncas que no puedo escribir; alacranearé a esta gente y ¡pobre los dos!, nos consolaremos como hacen los patos de verdad, pero que hablan el mismo idioma.

Esto es lo que le he dicho a la chirolita de cinco guitas, que me ha regalado una señora argentina. La tengo encima de mi mesita de noche. Cuando llego de atorrantear por esas ruas negras, sucias y estrechas; cuando salgo echando pestes de los cafés, protestando de la cocina del restaurante del maldito Pierre Labarhte, inventor del tóxico «o soberanno dos vinos brasileiros»; cuando llego desesperado y sudando de las caminatas interminables que me hago en busca de motivos que no existen, la monedita fiel, lustrosa, fina, menuda, bonita, me recibe como un consuelo; los ojos de la cabeza de la República parece que me dicen al mirarme: «No me vas a abandonar» y yo le contesto: «Te soy fiel. Te soy fiel, porque a pesar que aquí no servís para nada, me ligas a un pasado misho; te soy fiel porque me recordás mi ciudad, más querida ahora que nunca, porque está lejos; te soy fiel a pesar de que llevo los bolsillos reventados de tostones, porque hablás el idioma nuestro, resonante, machoso, bravo, retobado, compadre; te soy fiel porque en tu compañía el corazón me dice que llegarán buenos días en que tendré compañeras tuyas en el bolsillo y seré personaje importante diciendo, en una mesa de café: “Cuando anduve esgunfiado por el Brasil…”».

Y la monedita me relojea. Parece que sonríe y me responde:

—Es inútil… Tenés el alma de un vago.

Y a ustedes les parecerá mentira, pero yo tengo la impresión de que el alma de la chirola se desprende de su disco de níquel y me da un abrazo grandote y consolador. Y entonces me duermo tranquilo.