Ciudad sin flores
(Lunes 14 de abril de 1930)
No les cause asombro lo que les voy a decir: Río de Janeiro da la sensación de ser una ciudad triste porque es una ciudad sin flores. Puede usted andar media hora en tranvía que no va a encontrar un solo jardín.
¡Cuántas veces me he acordado estos días de un balcón que hay en la calle Talcahuano, entre Sarmiento y Cangallo! Este balcón se encuentra en un segundo piso, tiene una enredadera y entre la enredadera una jaula con pájaros. ¿Y qué calle de nuestra ciudad, qué casa más o menos linda, qué buhardilla de pobre, qué zahúrda de dependiente de almacén y cuchitril de cargador del puerto, no tiene en el alfeizar de la ventanita un tachito con un poco de tierra y un rasposo geranio que se muere de sed?
Nada de verde
Si algún día usted llega a pisar las calles de Río, se dirá: Arlt tenía razón. No hay flores de malva, ni para darse baños de asiento, cedrón, ni para tomar un té, nada y nada absolutamente de verde. Las ventanas, sean pobres o no, las casas están más peladas que cabeza de calvo. Piedra, eso sí, por lujo. ¿Azulejos? Ríase usted de los arcoiris, aquí hay fachadas de casa hechas con azulejos amarillos, blancos, verdes, rojos, azules. ¿Pero flores, jardines? ¡Ni para remedio!
Los primeros días me decía que los jardines estarían en los alrededores de la ciudad; pero he ido a los alrededores, ¡y minga de botánica casera! Piedra, piedra y piedra.
Le he dicho al periodista portugués, con quien alcanzo a entenderme un poco ahora:
—Allá, en nuestra ciudad, nosotros, quien más quien menos, tenemos un jardincito atorrante. Usted recorre las calles de las parroquias que son las freguecias de aquí, y ¡qué diablo! No hay casa que no tenga su jardincito; y si la casa da a la calle, ponen macetas en la ventana y tiene que ser muy turro el habitante de una buhardilla para no tener en el marco una plantita cualquiera que sirve de campo de sport a todos los pájaros que pasan.
No hay gorriones
El hombre que anda en paños menores, me contesta roncamente: «Aqui temos urubus, nao passaros» (aquí tenemos cuervos, no pájaros).
Efectivamente, una nube de cuervos se cierne todo el día sobre los cerros o morros de Río. Como en los altos de los cerros viven personas que no son duques ni barones, sino negros y pobres, y hay allí una mugre que merece capítulo aparte, desde que se levanta hasta que se acuesta, usted puede ver bandadas de aves negras que trazan círculos oblicuos en el aire.
Y los gorriones, que no querían saber ni medio de semejante vecindad, rajaron. ¡Ah! Otro detalle. Tras de los cerros cuyo frente se mira desde Río, están los barrios obreros (nota para otro día). Barrios obreros que son inmensamente tristes y sucios. Barrios de los que usted sale con el alma encogida de tristeza. Tampoco allí hay jardines. En ninguna parte.
He ido a Nicheroy, la capital de Río de Janeiro (cada ciudad tiene su capital). Nicheroy tiene playas preciosas, calles abiertas en roca escarlata; montes de verduras y bananos; calzadas asfaltadas y, salvo en los chalets de construcción moderna, no he visto uno que otro raro jardín. Esto en uno de los barrios considerados como más lindos de Río.
—Es la influencia de los portugueses —me dice el hombre del pijama a rayas—. Somos gente triste. ¿No ha observado que aquí no hay ninguna alegría? Y, sin embargo, Río tiene dos millones de habitantes…
—¿Cómo, dos millones?…
—Y un poco más. Y para estos dos millones de habitantes hay tres teatros habilitados… salvo la docena de cinematógrafos que trabajan.
¡Dos millones de habitantes y ningún jardín, ninguna flor! ¿No es triste y significativo el detalle?
Se vive, como en una nota anterior dije, sombríamente. Los que trabajan van del empleo a su casa. En los cafés usted no encuentra a un trabajador más de cinco minutos sentado frente a su taza, a un empleado, quería decir. Los trabajadores no entran a los lugares frecuentados por la gente bien vestida (nota aparte). En Buenos Aires, un obrero termina su trabajo y se cambia de ropa. En la calle está a la par del comerciante, del rentista y del empleado. Aquí no. El trabajador es siempre lo que es en todas partes. Va a su casa, el caserón sombrío, y no sé si de cansado o desespiritualizado, no encuentra en su voluntad las fuerzas de mantener un clavel floreciendo en un ex tachito de conserva.
—En Petrópolis, paraje donde veranea el Presidente de la República, hay jardines —me dice un señor—. Mas es curioso: allí las flores no tienen perfume.
Yo no termino de explicarme ciertas contradicciones. En Petrópolis las flores no tienen perfume; aquí las mujeres son aficionadísimas como los hombres a los perfumes. Y, sin embargo, en toda la ciudad ni una sola flor… ni un solo jardín.
—Es la tristeza portuguesa —insiste el amigo lisbonés—, sumada al enervamiento que produce el sol.
¡Y vaya uno a saber si no es así!