Elogio de la triple
amistad
(Domingo 11 de mayo de 1930)
El domingo a las siete y treinta de la tarde, este servidor de ustedes, mal comido y bien aburrido, merodeaba desde hacía una hora por la Avenida Rio Branco, masticando su pésimo mal humor. Y de pronto todo su fastidio se derritió como la nieve al sol, y aunque andaba solo, comenzó a sonreír graciosamente.
Yo sé que ustedes supondrán: «¿Habrá visto pasar un señor en salida de baño por la rua?». No. Los que tienen inverosímiles salidas de baño, deshilachadas y mugrientas, las lucen por la calle y se pavonean con ellas a las once de la mañana y a las cinco de la tarde.
«¿Habrá visto algún negro de frac, algún mulato de alpargatas y monóculo, algún dependiente de panadería con cuello palomita y bastón forrado de piel de víbora?». ¡No!
«¿Habrá observado algún matrimonio bien vestido meditar media hora frente a un café, si entrarían o no a tomar algo… e irse luego sin resolverse a entrar?». ¡No! «¿Detendría sus ojos en laguna dama de cincuenta años con el vestido hasta las rodillas y bucles sueltos por las espaldas?». ¡No!
«¿Se habrá fijado en la inquilina de algún inquilinato, fajada en seda y que, para mirar a sus prójimos ha adquirido un “impertinente”?». ¡No!
«Entonces, ¿qué diablos es lo que ha visto?».
Lo único que sé es que este servidor sonrió graciosamente, dulcemente, melíficamente…
¡Explíquese hombre!
—Caminando en dirección contraria a la mía venía un matrimonio en compañía de su fiel e inseparable amigo, no aquel matrimonio que va al restaurante Labarthe, sino otro matrimonio.
Descripción
Él, cien años. Si no los representa, merece tenerlos. Alto, flaco, cascado: la dentadura, pura encía, la piel con más arrugas que un acordeón.
Ella, cuarenta y cinco a cincuenta otoños: un crepúsculo magnífico; ojos pirotécnicos, curvas como para dedicarse a estudiar de inmediato la trigonometría e investigar de qué modo matemático es posible tirar una cotangente a un seno sin tocar el coseno, en fin, ríanse ustedes de la Pompadour, de Recamier y de todas las grandes madamas de que habla la historia.
Mujer para ser vista a la luz artificial, como diría un cronista social.
Él (el otro él) treinta y cinco abriles, barbilindo, al decir de los clásicos españoles; pura línea de caballero galgo, bien fajado de gomina, empolvado, ceñido, uñas a la manicura y pies a lo bailarina, y aquí tienen ustedes al terceto que derritió mi mal humor.
Y es que donde va el anciano, allí encuentra usted a su amigo, y ella ¿cómo lo va a dejar sólo al esposo? ¿No sería una crueldad, una acción incalificable? Y he aquí entonces que momia, barbilindo y dona, hacen un conjunto delicioso.
Pero no vayamos por mal camino. No. Lo que ocurre es que ese joven está ansioso de ilustrar su espíritu con las verdades y conocimientos que atesora el anciano. Y no puede resistir a su desmedido afán de acumular experiencia. Ella, a su vez, amorosa y diligente, tampoco puede resignarse a perder la compañía del hombre que tanto adora. ¿Y si lo pisa un carro? (A los ómnibus los llaman «carros» en este país. A los carros, no sé cómo los llaman).
¿Cuál es la consecuencia de dichas dos solicitudes que llevan una dirección contraria, es decir, la del joven que quiere enriquecer su intelecto con la experiencia del carcamal y la de la esposa en cuidar a su museo andante? Que siempre donde está uno puede usted encontrar a los tres. Y luego San Agustín se rompía la cabeza para comprender el misterio de la Santa Trinidad.
Mal haría en suponer alguien que los tres se aburren. Por el contrario; se llevan que da gusto verlos. El joven no hace nada más que abrir la boca de admiración y respeto, escuchando todo lo que dice el anciano. Y a ella el ver este tipo de armonía la pone tan contenta que va bailando casi de feliz. Y es lógico: ama tanto a su esposo, que ¿cómo no le van a agradar esas muestras de admiración que el joven barbilindo produce con su boca, nariz, orejas y oídos? Y tanto la alegran que a veces, dejándose llevar de su entusiasmo, le da unas palmaditas en las espaldas al joven, y el joven comprende que son como las palmadas de una hermana. El anciano se da cuenta de que son puras caricias fraternales… y aquí no pasó nada.
¿Qué corazón, por duro que sea, no se enternecería frente a dicho espectáculo? ¿Qué alma, por insensible y malvada, no se emocionaría de dulzura al contemplar al anciano que desparrama su sabiduría caudalosa como un río de leche y de miel, en los oídos de un joven ansioso de conocimiento y de una mujer que rabia por enterrarlo… quiero decir, por cuidarlo? (Freud tiene razón cuando estudia las palabras equivocadas).
¿Se dan cuenta, ahora, por qué mi mal humor perrero se derritió, como la nieve al sol, o como la melancolía de un L. C.[3] al que le notifican que la portación de armas quedó sin efecto y puede salir del cuadro 5.º para ir a robar otra vez?