La ciudad de piedra
(Martes 8 de abril de 1930)

Hay momentos en que, paseando por estas calles, uno termina por decirse:

—Los portugueses han fabricado casas para la eternidad. ¡Qué bárbaros!

Todas, casi todas las casas de Río son de piedra. Las puertas están engastadas en pilares de granito macizo. Casas de tres, cuatro, cinco pisos. La piedra, en bloque pulimentado a mano, soporta, en columna sobre columna, el peso del conjunto.

Nada de revestimiento

Las primeras veces yo creía que se trataba de pilares de mampostería revestidos de placa de granitos, como en nuestra ciudad, es decir, abajo ladrillo, arriba el trajecito de piedra. Estaba equivocado. He recorrido calles donde se están demoliendo algunos edificios y he visto derribar columnas de granito que en nuestro país valdrían un capital. Y he visto romper tabiques con martillo y cortafierro, pues los tabiques, en vez de estar construidos de ladrillos, son murallas de mezcla de mortero y piedra y cal hidráulica; en definitiva, lo que en nuestra ciudad se emplea para hacer lo que se llama una armazón de cemento armado, aquí lo han utilizado para construir la casa completa.

Y si fuera la excepción, no sería de extrañarse; pero, por el contrario, en Río la excepción la constituye la casa de ladrillo. Se denominan construcciones modernas, y en las proximidades de Copacabana he visto los que se llaman barrios nuevos, construidos de ladrillo. El resto, la casa del pobre, la casa de la mayoría, el conventillo y casa pequeña, están construidas de esa ciclópea manera: piedra, piedra y piedra.

En bloques descomunales. En bloques que fueron trabajados en la época del Segundo Imperio por negros y artesanos portugueses.

Veo demoliciones que asombrarían a nuestros arquitectos; demoliciones cuyo material podría soportar el paso de un ferrocarril sin quebrantarse. Por donde se camina —y vea que Río es grande— piedra, piedra y piedra… Ello explicaría un fenómeno. La falta de arquitectura, es decir, de molduras.

La casa aquí…

La casa, así como en Buenos Aires —en nuestro arrabal— el tipo de vivienda es un jardín de cuatro o cinco por cuatro, seguido de tres o cuatro piezas con galería, la casa, aquí en Río de Janeiro, saliendo de la Avenida Río Branco (nuestra Avenida de Mayo), es de frente liso, con balconadas separadas quince centímetros de ese frente, es decir, casi pegadas a él. Ventanas perfectamente cuadradas y el portal, o mejor dicho las columnas que soportan las puertas, es de granito. Los lienzos de muralla que quedan entre dichas columnas están pintados de verde, rojo-hígado, ocre, azul de lejía, blanco. Casi todas las puertas tienen para defenderlas una primera puerta de mitad de altura de la principal y de hierro, de modo que para entrar a una casa, usted tiene que abrir primero la puertecita de hierro y después el portalón de madera, alto y pesado. Una defiende a la otra.

Estas puertas de hierro trabajadas a mano reproducen dibujos fantásticos, dragones con colas de flores de azucena encrespados frente a escudos. Todo el conjunto pintado de color plata, de modo que en la noche, sobre la miserable tristeza de una fachada roja, se destaca el balcón o la puerta plateada, revelando interiores domésticos de toda naturaleza.

Así le ocurre a usted pasar por la calle y ver cosas como estas: un chico lavándose los pies en un dormitorio. Una señora peinándose frente a un espejo. Un negro mondando papas. Un ciego repasando un rosario en una silla de esterilla. Un cura viejo meditando en una hamaca, al margen de su breviario. Dos muchachas descosiendo un vestido. Un hombre ligero de ropas. Una mujer en idénticas condiciones. Un matrimonio cenando. Dos comadres echándose las cartas. La vida privada es casi pública. Desde un segundo piso se ven cosas interesantísimas; sobre todo si se utiliza un largavista (no sea curioso, amigo; lo que se ve con el catalejo no se cuenta en un diario).

Volviendo a las casas (dejémonos de digresiones), este conjunto uniforme, pintado de lo que yo llamaría colores agrios y marítimos porque tienen la misma brutalidad que el azul de las camisas marineras, produce en la noche una terrible sensación de tristeza, y en el día, algo así como la presencia de una fiesta sempiterna. Fiesta ruda, casi africana; fiesta que al rato de presenciarla le fatiga los ojos, lo aturde, dejándolo mareado de tanto colorinche.

La ciudad, bajo el sol, merece otra nota. La ciudad nocturna es descorazonadora. Usted camina como si se encontrara en un convento; siempre los mismos frentes, siempre un interior anaranjado o verdoso. En alguna parte una hornacita enclavada en un segundo piso; un fanal que contiene la dorada imagen de la Virgen con el Niño y abajo, colgando de cadenas, una lámpara de bronce cuya llama fluye hacia arriba moviendo sombras.

Un silencio que sólo interrumpe la vertiginosa carrera de los tranvías. Luego nada. Puertas cerradas y más puertas. De distancia en distancia una negra gorda sentada en el umbral de su casa; un negrito con la cabeza apoyada en el alféizar de granito de un primer piso y luego el silencio; un silencio cálido, tropical, por donde el viento introduce un craso perfume de plantas cuyo nombre ignoro. Y la pesadez de la piedra, de los bloques de piedra de que están construidas todas esas casas, termina por aplastarle el alma, y usted camina cabeceando, en el centro de la ciudad, en una casi soledad de desierto a la diez de la noche.