Los pescadores de perlas
(Lunes 7 de abril de 1930)

Se me ha ocurrido llamarla «plazoleta de los pescadores de perlas» porque me recuerda una novela de Emilio Salgari, La perla roja. Hay que viajar un poco para darse cuenta de que Emilio Salgari, el novelista que nos ruborizaríamos de confesar que leemos después de haber leído a Dostoievski, es el más potente y admirable despertador de la imaginación infantil. Hoy he recordado la novela de Emilio Salgari con la misma emoción que cuando tenía trece años y la leía a saltos bajo la tabla del pupitre de la escuela mientras el maestro explicaba un absurdo teorema de geometría. La he recordado con emoción porque la «reconocí» en cuanto la vi. Y la denominé en seguida «plazoleta de los pescadores de perlas».

Caminando

Caminando por la rua Carioca, hacia el Oeste, se llega al mar. Siguiendo por unos callejones estrechos, calientes de sombras, por un piso de piedras cuadradas y pulidas por el roce, de pronto la perspectiva se abrió.

Apareció un pedazo de cielo celeste y dos galpones chatos, largos, encalados, con techo de tejas acanaladas y formando entre sí un ángulo recto. Negros, descalzos unos, con sobretodos raídos otros, y en camiseta casi todos, cubiertos de sombreros grasientos, rotos, miraban cómo el sol descomponía pedazos de pescados colocados sobre esterillas sostenidas por palos en cruz. Un hedor de pescadería, de sal y de podredumbre infectaba el rincón. Ellos recostados al sol miraban a un muchacho motudo color carbón, con los brazos y los pies desnudos, que sostenía una jaula con pájaros de plumaje azul, mientras que en la encogida mano derecha soportaba un loro verde diamante. Acurrucado junto a un cesto había un gato blanco con un ojo celeste y otro amarillo.

Me detuve junto a los negros y comencé a mirarlos. Los miraba y no. Estaba perplejo y entusiasmado frente a la riqueza de color. Para describir a los negros es necesario frecuentarlos, ¡tienen tantos matices! Van desde el carbón hasta el color rojo oscuro del hierro en la fragua. Luego seguí caminando y a los tres pasos entré en una plazoleta de agua… ¡Allí estaba!

La calle descendía en declive. En vez de detenerse junto al agua, esta vereda de piedra entraba en ella. Y en el declive, acomodadas una junto a la otra, lanchas estrechas y largas como piraguas (estas definiciones se las debemos a Salgari) pintadas de color carne, de color lechuga, de azul puerro. Pero no barcas nuevas, sino roñosas, rotas, cargadas de piolines para pescar, llenas de escamas; algunas con las tablas hendidas, aseguradas con parches de madera clavados; otras parecían fabricadas con restos inservibles de cajón de querosén y en el interior, tendidos a lo largo sobre la ropa, hombres que dormían.

Esta plazoleta de agua estaba cerrada a los cuarenta metros por dos brazos de piedra, que dejaban una abertura de algunos pasos. Por allí entraban y salían las chalupas.

Y me acordé de los pescadores de perlas, de La Perla Roja. El mismo rincón de la novela de Salgari, la misma mugre cargada de un hedor penetrantísimo, cáscaras de bananas y tripas de pez. De pie, junto a las piraguas —no merecen otro nombre— había ancianos barbudos, descalzos, mulatos, roñosos, rojizos, componiendo lentamente una red, raspando con un cuchillo la quilla de sus embarcaciones, acomodando cestos de mimbre amarillo con una tagarnina entre los labios hinchados como leprosos.

Charlaban entre sí. Un cafre canoso con facha de pirata, barba rala, el pecho de chocolate, le decía a un muchacho amarillo que apretaba el extremo de la red, con los sucios pies desnudos, contra el suelo: «Toda a forza que ven de acima, e de Deus…». (Toda fuerza que viene de arriba es de Dios).

Quietud

No sé si serán desdichados o no. Si pasarán hambre o no. Pero estaban allí bajo el sol que hacía fermentar la suciedad de sus embarcaciones y la propia, y los pescados destripados en las cestas, como si se encontraran con el paraíso prometido a los hombres de buena voluntad y simple entendimiento.

Sin hacer barullo, sin molestarse ni molestar a nadie, indiferentes. El sol era tan dulce para el que tenía sobretodo como para el que estaba desnudo porque en verdad hacía un calor como para andar desnudo y no de sobretodo.

Una brisa suave movía el agua de aceite gris al acuarela. Me senté en un pilarcito de piedra y quedéme mirando. La plazoleta de agua bien podría situarse en el África, en Ceilán o cualquier rincón de Oriente. Y aunque negros, agua y pescado despedían olor a salazón insoportable, sé que cualquiera de los que me leen se hubiera apretado apresuradamente las narices al tener que estar allí; pero yo permanecí mucho tiempo con los ojos fijos en el agua, en las piraguas rotas, pobres, remendadas. De la plazoleta acuática emanaba una sensación de paz tan profunda que no se puede describir… Hasta llegué a pensar que si uno se arrojaba al agua y tocaba fondo podía encontrar la perla roja…