Hablemos de cultura
(Domingo 6 de abril de 1930)
Respeto para el hombre… para la humanidad que lleva el hombre en sí. Es lo que encuentro en Río. Aquí, donde la naturaleza ha creado seres voluptuosos, mujeres de ojos que son noches turbias y perfiles con calidez de fiebre, sólo encuentro respeto; un dulce y profundo respeto, que hace que de pronto usted se detenga y se diga en conversación consigo mismo:
—La vida, así, es muy linda.
Yo no quiero buscar las razones históricas de dicho fenómeno. La historia me importa un pepino. Que hagan historia los otros. Yo no tengo nada que ver con la literatura ni el periodismo. Soy un hombre de carne y hueso que viaja, no para hacer literatura en su diario, sino para anotar impresiones.
Diré que estoy entusiasmado…
¿Diré que estoy entusiasmado? No. ¿Diré que estoy asombrado? No. Es algo más profundo y sincero: estoy conmovido. Ese es el término: conmovido.
La vida, así, es muy linda.
Y no me refiero a las atenciones que se reciben de las personas con quienes se trata. No. Me refiero a un fenómeno que es más auténtico: la atmosfera de educación colectiva.
¿Qué importa que una persona sea atenta con usted, si cuando usted sale a la calle, el público destruye la impresión que el individuo le ha producido?
En cambio, aquí, usted se encuentra cómodo. En la calle, en el café, en las oficinas, entre blancos, entre negros…
Cuando usted sale de su casa está en la calle, ¿no es así? Bueno, aquí, cuando usted sale a la calle, está en su casa… Un ritmo de amabilidad rige la vida en esta ciudad.
En esta ciudad, que tiene un tráfico y un público dentro de su extensión, proporcional al de Buenos Aires. Con la sola diferencia de que, en las bocacalles, usted levanta la vista y se encuentra con un cerro verde dorado de nubes y una palmera en lo alto, con sus cuatro ramas recticulando lo azul.
Sin excepción
¿Son distintos los brasileños de nosotros?
Sí, son distintos en lo siguiente: tienen una educación tradicional. Son educados, no en la apariencia o en la forma, sino que tienen el alma educada. Son más corteses que nosotros, y sólo se puede comprender el sentido verdadero de la cortesía por la sensación de reposo que reciben nuestros sentidos. Es como si de pronto usted, acostumbrado a dormir sobre adoquines, recibiera para acostarse un colchón.
Piense usted en esto. Una muchacha puede aquí caminar tranquilamente por las calles a media noche. Una muchacha decente, ¿eh?, ¡no confundamos! Y si no lo es, también… Usted puede ir a cualquier parte, aun a la más atorranta, en compañía de cualquier tipo de mujer, honesta o no. Nadie se meterá con usted.
En Buenos Aires, en casi todos los cafés, usted encuentra compartimentos para familias. Aquí no se conoce esa división. Cuando salen de su empleo, las muchachas entran a los cafés, toman sus pocillos de bocequín y lo hacen con tranquilidad: la tranquilidad de la mujer que sabe que es respetada.
En Buenos Aires, el trato general para con la mujer revela lo siguiente: que se la tiene por un ser inferior. La continua falta de respeto de que se la hace víctima lo demuestra.
Aquí no. La mujer está acostumbrada a ser considerada una igual del hombre y, por consiguiente, a merecer de él las atenciones que este tiene con cualquier desconocido que se le presenta.
Y de pronto, quiera usted o no, siente que una fuerza lo subyuga, que ellos están en el camino de una vida superior a la nuestra. Comprendemos que con nuestra grosería hemos desnaturalizado muchas cosas bellas, incluso destruido la femineidad de la mujer porteña.
¿Será, acaso, que la vida es aquí más linda porque es menos difícil? ¡Vaya uno a saberlo! Lo cierto es que este pueblo se diferencia en mucho del nuestro. Los detalles que se advierten en la vida diaria nos lo presentan como más culto. Creo que todavía predominan, con incuestionables ventajas para la colectividad, las ideas europeas. Si no fuera demasiado aventurado lo que voy a decir, al siempre correr, no de la pluma, sino de las teclas de la máquina de escribir, lo transformaría en una categórica afirmación. Se me ocurre que de todos los países de nuestra América, el Brasil es el menos americano, por ser, precisamente, el más europeo.
Ese respeto espontáneo hacia el prójimo, sin distinción de sexo ni de razas; esa linda indiferencia por los asuntos ajenos es, dígase lo que se quiera, esencialmente europea.
Y el paisaje es lindo; las montañas azules, los árboles… Pero ¿qué importancia puede tener el paisaje ante las bellas cualidades del pueblo?