33
—¿Y bien? —inquirió Jubal—. ¿Qué hizo usted? ¿Aplaudir?
—Y un infierno. Me largué de inmediato de allí. Fui corriendo a la puerta de salida, agarré mis ropas y mis zapatos, olvidé mi maleta y no volví por ella, hice caso omiso del letrero, salí y me precipité a ese tubo impulsor con mi ropa en los brazos. ¡Vaya! Me fui sin siquiera decirles adiós.
—Una actitud más bien brusca.
—Me sentía brusco. Tenía que irme. De hecho, me fui tan aprisa que casi estuve a punto de matarme. Ya sabe cómo son los tubos impulsores normales…
—No, no lo sé.
—Bueno, a menos que aprietes el botón correspondiente para subir o bajar hasta un cierto nivel, simplemente te hundes con suavidad, como a través de melaza fría. Pero yo no me hundí, yo caí… y estaba a unos seis pisos de altura. Pero justo cuando ya pensaba que había cometido mi último error, algo me atrapó. No una red de seguridad, sino un campo de alguna especie. Ni siquiera reboté. Pero Mike necesita pulir un poco ese artilugio, o poner en su lugar un tubo de impulso normal.
—Yo me limito a las escaleras y, cuando es inevitable, a los ascensores —dijo Jubal.
—Bueno, yo no me había dado cuenta de que aquél pudiera ser tan arriesgado. Pero el único inspector de seguridad allí es Duque… y para Duque todo lo que dice Mike es el Evangelio. Jubal, todo ese lugar se encamina al desastre. Están todos hipnotizados por un solo hombre…, que no está en sus cabales. ¿Qué se puede hacer al respecto?
Jubal proyectó los labios hacia delante y luego frunció el entrecejo.
—Veamos primero si lo ha analizado bien. ¿Exactamente qué aspectos de la situación le parecen inquietantes?
—¿Eh? ¡Todo el asunto!
—¿De veras? En realidad, ¿no fue sólo una cosa? Y ésa cosa es un acto esencialmente inofensivo que ambos sabemos que no es nada nuevo… y que fue, puedo suponer de una forma bastante definitiva, realizado inicialmente en esta casa o sobre estos terrenos hará un par de años. Entonces yo no puse ninguna objeción… ni usted tampoco, cuando supo de él, fuera cuando fuese. De hecho, tuve la sensación de que usted mismo había participado en otras ocasiones en ese mismo acto con la misma joven dama… y ella es una dama, pese a lo que cuenta usted ahora. Usted ni negó mi suposición, ni actuó ofendido por ella. Para decirlo claramente, hijo… ¿qué es lo que le remuerde las tripas?
—Bueno, por el amor de Dios, Jubal… ¿Lo aceptaría usted, en su propia sala de estar?
—Decididamente no… a menos que lo hubiera hecho, si ha tenido lugar tan clandestinamente, de noche tal vez, de modo que nadie se haya dado cuenta. En cuyo caso hubiera sido, o ha sido quizá, algo que no me ha despellejado la nariz. Pero el asunto es que no fue en mi sala de estar, ni presumo que haya roto las reglas de la sala de estar de ninguna otra persona. Fue en casa de Mike… y con su esposa, según la ley común o cualquier otra; no hace falta ahondar en el asunto. Así que, ¿qué me importa eso a mí? ¿O a usted, de hecho? Si entra usted en la casa de un hombre, acepta las reglas de su hospitalidad. Ésa es una ley universal del comportamiento civilizado.
—¿Quiere decir que no lo encuentra ofensivo?
—Oh, acaba de plantear usted un tema completamente distinto. La exhibición pública de la lujuria es algo que considero muy desagradable, ya sea como participante o como espectador; pero asimilo que esto refleja mi educación primaria, nada más. Una minoría muy grande de la humanidad, posiblemente una mayoría, no comparte mis gustos sobre esta materia. Decididamente no… porque la orgía posee una historia larga y amplísima, aunque no sea de mi agrado. Pero, ¿ofensiva?… Mi querido señor, sólo puedo considerar ofensivo lo que me ofende éticamente. Las cuestiones éticas están sujetas a la lógica; pero éste es un asunto de gusto y cabe aplicarle el viejo dicho: de gustibus non est disputandum.
—¿Opina usted que una copulación en público es un simple «asunto de gusto»?
—Exactamente. Respecto a lo cual admito que mi propio gusto, arraigado en mis enseñanzas primarias, reforzado por algo así como tres generaciones de hábito, y ahora, creo, calcificado más allá de toda posibilidad de cambio, no es más sagrado que el muy diferente gusto de Nerón. Menos sagrado aún, puesto que Nerón era un dios; yo no lo soy.
—Bueno, que me condenen…
—Probablemente, a su debido tiempo… si es posible la condenación. Pero, Ben, eso no fue en público.
—¿Eh?
—Usted mismo lo ha dicho. Describió ese grupo como un matrimonio plural… un grupo teógamo, para ser precisos. No fue público, sino enteramente privado. «No hay nadie aquí excepto nosotros los dioses». Así que, ¿cómo podía alguien sentirse ofendido?
—¡Yo me sentí ofendido!
—Eso fue porque su propia apoteosis fue menos completa que la de ellos. Me temo que le juzgaron por encima de sus posibilidades; les llevó usted a una conclusión errónea. Usted mismo les invitó a ello.
—¿Yo? Jubal, no hice nada de eso.
—«Tommy le pegó a mi muñeca… yo le pegué en la cabeza con ella». El momento adecuado para echarse atrás fue cuando llegó, porque vio usted de inmediato que sus costumbres y actitudes no eran las propias. Pero se quedó allí… y gozó de los favores de una diosa… y se comportó como un dios con ella. En pocas palabras, captó el panorama, y ellos se dieron cuenta. Me parece que el error de Mike fue simplemente aceptar su hipocresía, tomándola por moneda de curso legal. Pero él tiene la debilidad, muy propia de los dioses, de no dudar nunca de sus «hermanos de agua». Incluso Júpiter cae en ello, y su debilidad… ¿o es una fuerza?… procede de su educación primaria; no puede evitarlo. No, Ben; Mike se comportó con una absoluta propiedad; la ofensa contra los buenos modales reside en la conducta de usted.
—Maldita sea, Jubal, está retorciendo de nuevo las cosas. Hice lo que tenía que hacer… ¡estaba a punto de vomitar sobre su alfombra!
—Así que ahora alega que fue un movimiento reflejo. De acuerdo; sin embargo, cualquiera con una edad emocional por encima de los doce años hubiera encajado las mandíbulas, se hubiera ausentado discretamente al lavabo, con el peligro máximo de que se le obstruyeran los senos nasales, en vez de lanzarse presa del pánico hacia la puerta de la calle… y hubiera regresado después, cuando el espectáculo hubiese terminado, con una excusa más o menos aceptable.
—Eso no hubiera sido suficiente. ¡Le digo que tuve que marcharme!
—Lo sé. Pero eso no fue reflejo. El reflejo puede vaciarle a uno el estómago, pero no puede impulsarle los pies hacia un camino determinado, moverle los brazos para recoger su ropa, llevarle a través de algunas puertas y hacerle saltar por un agujero sin mirar antes. Eso es pánico, Ben. ¿Por qué le dominó el pánico?
Caxton tardó largo rato en contestar. Luego suspiró y dijo:
—Supongo que fue eso, ahora que lo dice. Soy un puritano.
Jubal negó con la cabeza.
—Su comportamiento fue momentáneamente puritano, pero no por motivaciones puritanas. Usted no es un puritano, Ben. Un puritano es una persona que cree que sus propias reglas de decencia son leyes naturales. Usted se halla casi completamente libre de ese frecuente mal. Usted se acomoda, al menos con pasable urbanidad, a muchas cosas que no encajan con su código del decoro… mientras que un puritano se habría sentido afrentado ya por aquella deliciosa dama tatuada y se hubiera ido pisando fuerte. Profundice más. ¿Quiere algún indicio?
—Hum, quizá fuera lo mejor. Todo lo que sé es que me siento confuso e infeliz respecto a toda la situación… ¡por mí y también por Mike, Jubal!… y es por eso por lo que me tomé un día libre para verle a usted.
—Muy bien. Establezcamos una cuestión hipotética para que usted la evalúe. Mencionó a una dama llamada Ruth a la que conoció de pasada… un beso de hermandad y una conversación de unos pocos minutos, nada más.
—Sí.
—Supongamos que los actores en el salón hubieran sido Ruth y Mike. Que Gillian no hubiese estado presente. ¿Se habría sentido desagradablemente ofendido?
—¿Eh? ¡Demonios, sí, me habría sentido desagradablemente ofendido!
—¿Desagradablemente hasta qué punto? ¿Hasta la náusea? ¿Hasta el pánico y la huida?
Caxton adoptó una expresión pensativa, luego avergonzada.
—Supongo que no. Me habría sentido igualmente ofendido, sí. Pero supongo que simplemente me habría ido a la cocina o algo así… y luego habría hallado alguna excusa para marcharme. Todavía me sigo sintiendo como un estúpido por haber salido de aquel modo.
—¿Hubiera buscado realmente una excusa para marcharse? ¿O hubiera esperado expectante su propia fiesta de «bienvenida a casa» de aquella noche?
—Bueno… —Caxton meditó unos instantes—. En realidad no pensé en nada de eso cuando ocurrió. Me sentía curioso, lo admito… pero no estaba completamente decidido.
—Muy bien. Ahora ya tiene usted su motivación.
—¿De veras?
—Dígala usted mismo, Ben. Sáquela de donde está escondida y mírela… y descubra cómo desea enfrentarse a ella.
Caxton se mordisqueó el labio y adoptó una expresión de infelicidad.
—De acuerdo. Me habría trastornado un poco si hubiera sido Ruth… pero realmente no me habría sentido ofendido. Demonios, con sólo ojear los titulares de los periódicos uno puede sentirse ofendido por cualquier cosa, pero… Bueno, usted mismo lo expresó muy bien: algo que corta muy profundo acerca del bien y del mal. Maldita sea, si hubiera sido Ruth, quizá incluso habría echado una mirada… aunque sigo pensando que habría abandonado la habitación. Esas cosas tendrían que ser… o al menos yo creo que tendrían que ser… privadas —hizo una pausa—. Fue porque se trataba de Jill. Me sentí herido… y celoso.
—Al menos es usted sincero, Ben.
—Jubal, hubiera jurado que no estaba celoso. Sabía que había perdido… y lo había aceptado. Fueron las circunstancias, Jubal. No me interprete mal ahora. Seguiría queriendo a Jill aunque fuera una puta de dos dólares, cosa que no es. Ese harén de manos unidas me trastorna malditamente. Pero, según sus propias luces, Jill es altamente moral.
Jubal asintió.
—Lo sé. Estoy seguro de que Gillian es incapaz de ser corrompida. Posee una invencible inocencia que le hace imposible el ser inmoral —frunció el entrecejo—. Ben, nos acercamos a las raíces de su problema. Me temo que usted… y yo también, debo admitirlo… carece de la angélica inocencia necesaria para practicar la moralidad perfecta bajo la que viven esas personas.
Ben pareció sorprendido.
—Jubal, ¿cree que lo que están haciendo es moral? ¿Todo eso, propio de monos en el zoo, y lo demás? Todo lo que quiero decir, es que Jill ignora realmente que lo que hace está mal. Mike ha conseguido hechizarla… y hasta el propio Mike, tampoco sabe que está actuando mal. Él es el Hombre de Marte, no tuvo un punto de partida honesto. Todo lo nuestro resulta extraño para él… probablemente nunca ha llegado a asimilarlo.
Jubal pareció turbado.
—Acaba de suscitar una cuestión difícil, Ben. Pero le daré una respuesta directa. Sí, creo que lo que hace esa gente… todo el Nido, no sólo nuestros chicos… es moral. Tal como usted me lo describió. No he tenido oportunidad de examinar los detalles, pero sí lo creo. Orgías en grupo, abiertos y desvergonzados cambios de parejas… su forma comunal de vivir y su código anarquista… todo. Y muy especialmente, su desinteresada dedicación a ofrecer su perfecta moralidad a los demás.
—Jubal, me deja absolutamente abrumado —Caxton se rascó la cabeza y frunció el entrecejo—. Si ése es su criterio, ¿por qué no se ha unido a ellos? Será bienvenido; le desean a su lado, le están esperando. Le organizarán un jubileo… Dawn aguarda ansiosamente poder besarle los pies y servirle en todas las formas que usted le permita; y no estoy exagerando.
Jubal negó con la cabeza.
—No. Si eso hubiera sido hace cincuenta años, lo hubiera hecho. Pero… ¿ahora? Ben, hermano mío, el potencial para tamaña inocencia ha desaparecido hace mucho tiempo de mí, y no me estoy refiriendo a la potencia sexual, así que borre esa sonrisa cínica de su rostro. Quiero decir que llevo muchos años revolcándome en el fango de mi propia maldad y desesperanza para que ahora su agua de vida me limpie y me haga inocente de nuevo. Si es que alguna vez fui inocente.
—Mike cree que posee usted esa «inocencia», así es como él también la llama, totalmente y ahora. Dawn me lo dijo, hablando extraoficialmente.
—Entonces Mike me hace un gran honor; no debería desilusionarle. Mike ve su propio reflejo. Yo soy, por profesión, un espejo.
—Jubal… Lo que es, es un gallina.
—¡Exactamente, señor! Lo que más me preocupa es si esos inocentes pueden hacer que su esquema encaje en un mundo malvado. ¡Oh, se ha intentado antes!… y cada vez el mundo los ha arrojado a un lado como ácido. Algo de los primitivos cristianos: anarquía, comunismo, matrimonio de grupo… vaya, incluso ese beso de hermandad, posee un fuerte aroma de cristianismo primitivo. Puede que sea de ahí de donde lo cogió Mike, puesto que todas las formas que utiliza son abiertamente sincréticas, en especial ese ritual de la Madre Tierra —frunció el entrecejo—. Si recogió eso del cristianismo primitivo, y no sólo por la oportunidad de besar a las chicas, lo cual le encanta, lo sé… entonces cabría esperar que los hombres besaran a los hombres también.
—Lo ha adivinado… lo hacen. Pero no es un gesto homosexual. Fui atrapado una vez en ello; después conseguí eludirlo.
—¿De veras? Encaja. La Colonia Oneida era muy parecida al «Nido» de Mike. Consiguió durar bastante, pero con una escasa densidad de población, no como un enclave en una ciudad residencial. Ha habido muchas otras, todas con la misma triste historia: una planificación para compartir en forma perfecta y un amor perfecto, gloriosas esperanzas y altos ideales… todo ello seguido por persecución y el fracaso final… —suspiró—. Me preocupó Mike antes; ahora estoy preocupado por todos ellos.
—¿Usted preocupado? ¿Cómo cree que me siento yo? Jubal, no puedo aceptar su teoría de la dulzura y la luz. ¡Lo que están haciendo es erróneo!
—¿De veras? Ben, es ese último incidente lo que no ha conseguido digerir usted.
—Hum… quizá. No del todo.
—En su mayor parte. Ben, la ética del sexo es un problema espinoso, porque cada uno de nosotros ha de hallar una solución pragmática compatible con un ridículo, completamente impracticable y nocivo código público: la llamada «moralidad». La mayoría de nosotros sabemos, o sospechamos, que ese código público está equivocado, y lo violamos. Pero pagamos nuestro tributo aparentando estar de acuerdo en público y sintiéndonos culpables por quebrantarlo en privado. Queramos o no, ese código nos gobierna, nos pone alrededor del cuello un albatros muerto y pestilente. Usted piensa en sí mismo como un alma libre, lo sé, y también rompe ese código nocivo. Pero enfrentado a un problema de ética sexual nuevo para usted, lo sitúa inconscientemente delante del mismo código judeo-cristiano que usted conscientemente rechaza obedecer. Todo ello de una forma tan automática que empieza a sentir arcadas, y pese a todo llega a la conclusión, y sigue creyéndolo, de que sus reflejos demuestran que usted está «en lo cierto» y los demás «se equivocan». ¡Uf! El utilizar su estómago para probar la culpabilidad no es más que otra variante del juicio de Dios. Todo lo que su estómago puede reflejar son los prejuicios que le inculcaron antes de que tuviese uso de razón.
—¿Y qué me dice de su estómago?
—El mío es tan estúpido como el suyo… pero no le permito que gobierne mi cerebro. Al menos, puedo ver la hermosura del intento de Mike de proyectar una ética humana ideal, y aplaudo su reconocimiento de que un código así debe estar fundado en un comportamiento sexual ideal, aunque exija cambios tan radicales en las costumbres sexuales como para asustar a la mayoría de la gente, incluido usted. Por eso le admiro… Debería proponerlo como miembro de la Sociedad Filosófica. La mayor parte de los filósofos morales suponen, consciente o inconscientemente, que nuestro código sexual cultural es esencialmente correcto: familia, monogamia, continencia, el postulado de intimidad que tanto le trastornó a usted, restricción de las relaciones sexuales al lecho matrimonial, etcétera. Una vez estipulado nuestro código cultural como un conjunto, juguetearon con los detalles… ¡hasta insignificancias tales como discutir si el pecho femenino era o no una visión «obscena»! Pero sus debates principales se refirieron a cómo el animal humano podía ser inducido o forzado a obedecer este código, ignorando imperturbablemente las altas posibilidades de que los corazones rotos y las tragedias que presenciaban a su alrededor tuvieran su origen en el propio código antes que en el fracaso en respetarlo.
»Y ahora llega el Hombre de Marte, examina ese código sacrosanto… y lo rechaza in toto. No capto exactamente cuál es el código sexual de Mike, pero resulta claro, por lo poco que me ha dicho usted, que viola las leyes de todas las naciones importantes de la Tierra y ultrajará la «honesta forma de pensar» de los que observan las normas de todas las principales religiones… y de muchos agnósticos y ateos también. Y, sin embargo, ese pobre muchacho…
—Jubal, se lo repito… no es ningún muchacho, es un hombre.
—¿Es un hombre? Me lo pregunto. Ese pobre sucedáneo marciano está diciendo, según su informe, que el sexo es una forma de ser felices juntos. Hasta aquí estoy de acuerdo con Mike: el sexo debería ser un medio hacia la felicidad. Lo peor acerca del sexo es que lo utilizamos para hacernos daño los unos a los otros. Jamás debería hacer daño; sólo debería traer felicidad o, por lo menos, placer. No hay ninguna buena razón por la cual debería ser menos que eso.
»El código dice: No desearás la mujer de tu prójimo. ¿Y el resultado? Castidad reluctante, adulterio, celos, amargas peleas familiares, golpes y a veces asesinatos, hogares deshechos y niños traumatizados… pequeñas insinuaciones furtivas en los bailes de los clubes de campo y lugares así, que degradan tanto a la mujer como al hombre, se consumen o no. ¿Se obedeció alguna vez esa prohibición? Me refiero al mandamiento de «no desear». Me lo pregunto. Si un hombre me jurara sobre un montón de sus propias Biblias que se había abstenido de desear la mujer de su prójimo porque el código se lo prohibía, me atrevería a suponer que es un tipo que se engaña a sí mismo, o un subnormal sexual. Cualquier hombre lo bastante viril como para procrear ha codiciado muchas, muchas mujeres, tanto si ha hecho algún avance al respecto como si no lo ha hecho.
»Y ahora llega Mike y dice: No es necesario que desees a mi mujer. ¡Ámala! Su amor no conoce límites, todos lo tenemos todo por ganar, y nada que perder excepto el miedo y el pecado, el odio y los celos. Esta proposición es tan ingenua que resulta increíble. Por todo lo que yo recuerdo, sólo la precivilización de los esquimales fue alguna vez tan ingenua… y sus miembros estaban tan aislados del resto de nosotros que casi podrían ser calificados como «hombres de Marte». Sin embargo, pronto les transmitimos nuestras virtudes y ahora, en vez de su alegre compartir, tienen la misma castidad y el mismo adulterio que el resto de nosotros. Me pregunto qué salieron ganando. ¿Qué piensa usted, Ben?
—No tengo ningún interés en ser esquimal, gracias.
—Ni yo. El pescado podrido me produce bilis.
—Bueno, sí… pero yo pensaba en el agua y el jabón. Supongo que soy decadente.
—También yo, Ben. Nací en una casa con menos cañerías que un iglú, y no quiero repetir mi infancia. Aunque supongo que las narices endurecidas por el hedor de la grasa de ballena podrida no se sentirán molestas por el olor de los cuerpos humanos sin lavar. Pero, de todos modos, y pese a su curiosa cocina y sus lamentables posesiones, los esquimales han sido siempre considerados el pueblo más feliz de la Tierra. Jamás podremos estar seguros de por qué eran felices, pero sí podemos afirmar absolutamente que cualquier desdicha que sufrieran no estaba causada por los celos sexuales. Se prestaban sus esposas los unos a los otros, tanto por conveniencia como simplemente para divertirse, y eso no les hacía desgraciados.
»Uno se siente tentado a pensar: ¿quién es más lunático? ¿Mike y los esquimales, o el resto de nosotros? No podemos juzgar por el hecho de que usted y yo no tenemos estómago para practicar ese deporte de grupo; nuestros gustos canalizados son irrelevantes. Pero eche un vistazo a este malhumorado mundo que le rodea y luego dígame: los discípulos de Mike, ¿parecen más felices o más desgraciados que las demás personas?
—Hablé sólo con más o menos una tercera parte de ellos, Jubal, pero… sí, son felices. Tan felices que me parecieron atolondrados. Pero no confío en ello. Tiene que haber una trampa en alguna parte.
—Hum… quizá la trampa fuera usted mismo.
—¿Cómo?
—Estaba pensando que es una pena que sus gustos se hayan visto canalizados siendo tan joven. Ahí estaba, lloviendo sopa a su alrededor… y usted atrapado sin una cuchara. Incluso tres días de lo que le estaban ofreciendo, a lo que le estaban incitando… hubieran sido algo que atesorar cuando alcanzase mi edad. ¡Y usted, joven idiota, permite que los celos le expulsen de allí! Créame, a sus años yo me habría convertido en esquimal a lo grande, agradecido de que se me ofreciera un permiso de libre circulación en vez de tener que asistir a la iglesia y estudiar marciano para calificarme. Me siento tan indirectamente vejado por su acción, que mi único consuelo es la hosca certidumbre de que lamentará lo que ha hecho. La edad no proporciona sabiduría, Ben, pero sí perspectiva… y la más triste perspectiva de todas es ver hasta muy lejos, muy lejos detrás de ti, las tentaciones que dejaste pasar por tu lado. Yo también tengo esos remordimientos, pero todos ellos juntos no son nada comparados con la terrible paliza de remordimientos que estoy felizmente seguro de que va a sufrir usted.
—¡Oh, por el amor de Dios, deje de restregármelo!
—¡Cielos, hombre! ¿O es un ratón? No le estoy restregando nada; sólo estoy intentando hacerle ver lo obvio. ¿Por qué está aquí sentado gimiéndole a un viejo, cuando lo que debería hacer es encaminarse inmediatamente al Nido, como una paloma que vuelve volando a su casa? ¡Antes de que los polis arrasen el lugar! Demonios, si yo tuviese aunque sólo fuesen veinte años menos, yo también me uniría a la Iglesia de Mike.
—Hábleme de eso, Jubal. ¿Qué opina realmente de la Iglesia de Mike?
—Usted me dijo que no era una Iglesia… sólo una disciplina.
—Bueno… sí y no. Se supone que está basada en la Verdad, con «V» mayúscula, tal como Mike la recibió de los Ancianos de Marte.
—Los Ancianos, ¿eh? Para mí siguen siendo pura basura.
—Mike cree en ellos.
—Ben, en una ocasión conocí a un fabricante que creía que consultaba con el fantasma de Alexander Hamilton todas sus decisiones de negocios. Lo único que demuestra eso es que él lo creía. Sin embargo… ¡Maldita sea!, ¿por qué tengo que convertirme siempre en el abogado del diablo?
—¿Qué es lo que le remuerde ahora?
—Ben, el más inmundo de los pecadores es el hipócrita que convierte la religión en un fraude organizado. Pero debemos dar al demonio lo que es suyo. Mike cree en esos Ancianos, y no está montando un fraude. Está enseñando la verdad tal como él la ve, aunque haya considerado conveniente tomar prestadas cosas de otras religiones para ilustrar sus enseñanzas. Ese rito de «La Madre de Todos», por muy poco que me guste, parece que tiene simplemente por misión ilustrar la universalidad del Principio Femenino, independientemente de nombre y forma. Lo cual es bastante honesto. En cuanto a sus Ancianos, por supuesto no sé si existen o no; simplemente considero difícil de tragar la idea de que todo planeta esté regido por una jerarquía de fantasmas. Por lo que se refiere a su credo del «Tú eres Dios», para mí no resulta más creíble o increíble que cualquier otro. Es posible que el día del Juicio Final, si llega, descubramos todos que ese espantajo del Dios del Congo era el Gran Jefe desde un principio.
»Todos los nombres se hallan aún en el sombrero, Ben. El hombre consciente de sí mismo ha sido creado de tal forma que no puede imaginar su propia extinción, y esto conduce automáticamente a una infinita invención de religiones. Mientras esta involuntaria convicción de inmortalidad no demuestre por algún medio que la inmortalidad es un hecho, las preguntas generadas por esta convicción son abrumadoramente importantes, podamos responderlas o no, o demostrar las respuestas que sospechamos. La naturaleza de la vida, cómo se introduce el ego en el cuerpo físico, el problema del ego en sí mismo y por qué cada ego parece ser el centro del universo, la finalidad de la vida, la finalidad del universo… Ésas son cuestiones importantes, Ben; nunca pueden ser triviales. La ciencia no puede, o no lo ha conseguido todavía, resolver ninguna de ellas… ¿y quién soy yo para burlarme de las religiones por intentar resolverlas, aunque sus explicaciones no me parezcan convincentes?
»El viejo Espantajo todavía puede devorarme; no puedo echarlo a un lado porque no se hayan erigido en su honor fantásticas catedrales. Ni puedo desdeñar a un muchacho tocado por la divinidad, que capitanea un culto sexual en un ático completamente acolchado: puede ser el Mesías. La única opinión religiosa de la que me siento seguro es ésta: ¡la autoconsciencia no es sólo un puñado de aminoácidos chocando unos contra otros!
—¡Caramba! Jubal, hubiera debido ser usted predicador.
—Me lo perdí por el filo de una navaja, muchacho… y le agradeceré que mantenga una lengua educada dentro de su cabeza. Le diré una palabra más en defensa de Mike, y luego lo arrojaré a merced del tribunal. Si es capaz de mostrarnos una forma mejor para gobernar este enmarañado planeta, su vida sexual queda vindicada de una forma automática, independientemente de los gustos suyos o míos. Los genios son notoriamente indiferentes a las costumbres sexuales de la cultura en que se hallan; promulgan sus propias leyes. Esto no es una opinión, fue demostrado por Armattoe allá en 1948. Y Mike es un genio; lo demuestra en más de una forma. En consecuencia, puede esperarse que haga caso omiso de la señora Gazmoñería y avance por el camino que crea más conveniente para él. Los genios se muestran justificablemente desdeñosos de las opiniones de sus inferiores.
»Y, desde el punto de vista teológico, la conducta sexual de Mike es tan kosher como un pescado en viernes, tan ortodoxa como Santa Claus. Predica que todas las criaturas vivas son colectivamente Dios; eso hace de él y sus discípulos los únicos dioses conscientes de sí mismos en este panteón… lo cual les adjudica una tarjeta de afiliación al sindicato, según las reglas para la divinidad en este planeta. Estas reglas siempre permiten a los dioses disponer de una libertad sexual limitada sólo por su propio juicio; las reglas mortales nunca se aplican. ¿Leda y el Cisne? ¿Europa y el Toro? ¿Osiris, Isis y Horus? ¿Los increíbles juegos incestuosos de los dioses escandinavos? Eche una buena mirada a las relaciones familiares del Uno y Trino de la más ampliamente respetada religión occidental… Y no citaré las religiones orientales; ¡sus dioses hacen cosas que no toleraría un criador de visones!
»La única forma en que las extrañas interrelaciones de los distintos aspectos de lo que significa ser un monoteísta pueden reconciliarse con los preceptos de la religión, es aceptando que las reglas para la deidad en esos asuntos no son las mismas reglas que para los vulgares mortales. Por supuesto, la mayoría de la gente no piensa en ello; lo compartimentan en su mente y lo etiquetan: Sagrado - No molestar.
»Pero es preciso concederle a Mike la misma dispensa concedida a todos los demás dioses. Hay reglas para este juego: un dios único se divide al menos en dos partes: masculina y femenina, y procrea. No únicamente Jehová; todos lo hacen. Por el contrario, un grupo de dioses procrearán como conejos, sin que les importen mucho las formalidades humanas. Una vez ingresado Mike en el negocio de la divinidad, esas orgías de su grupo eran algo tan lógico y seguro como que el domingo sigue al sábado. Así que deje de utilizar los estándares de Podunk y júzguelos solamente por la moral olímpica; creo que entonces descubrirá que han estado mostrando una sorprendente moderación. Además, Ben, este «acercamiento» a través de la unión sexual, esta unidad en la pluralidad y pluralidad de vuelta a la unidad, no puede tolerar la monogamia dentro del grupo divino. Cualquier emparejamiento que excluyera a los demás sería inmoral y obsceno, bajo el credo postulado. Y si ese congreso sexual compartido por todos es esencial para su credo, como asimilo que tiene que serlo, entonces, ¿por qué espera que escondan esta sagrada unión detrás de una puerta? Su insistencia de que deberían esconderse convertiría un rito sagrado, cosa que era, en algo obsceno, cosa que no era. Usted simplemente no comprendió lo que estaba sucediendo.
—Tal vez no —admitió Ben, hosco.
—Voy a ofrecerle un premio de tapa de cereal, como incentivo. Se preguntaba cómo consiguió Mike desembarazarse tan rápidamente de sus ropas. Se lo diré.
—¿Cómo?
—Fue un milagro.
—Oh, por el amor de Dios…
—Pudo serlo. Le apuesto mil dólares a que fue un milagro según las reglas usuales de los milagros… y usted mismo decide el resultado. Vuelva y pregúntele a Mike cómo lo hizo. Pídale que le haga una demostración. Luego me envía el dinero.
—Demonios, Jubal… No quiero ganarle de esa forma.
—No lo hará. Poseo información de índole interna. ¿Apuesta o no?
—No, maldita sea. Jubal, vaya usted allí y vea de qué se trata. Yo no puedo volver… no ahora.
—Le recibirán con los brazos abiertos, y ni siquiera le preguntarán por qué se marchó tan bruscamente. Van otros mil a esto también. Ben, estuvo usted allí menos de un día, unas quince horas… y pasó más de la mitad del tiempo durmiendo y jugando a la pata coja con Dawn. ¿Les echó acaso una buena mirada? ¿Usó la meticulosa investigación que le dedica a alguien de la vida pública que huele mal, antes de crucificarlo en su columna?
—Pero…
—¿Lo hizo o no lo hizo?
—No, pero…
—¡Oh, por el amor de Dios, Ben! Afirma usted que está enamorado de Jill… y, sin embargo, no le concede siquiera la misma consideración que le concede a un político deshonesto. Ni una décima parte del esfuerzo que ella hizo por ayudarle a usted cuando estaba secuestrado. ¿Dónde se hallaría usted ahora si esa muchacha no se hubiese preocupado por usted como lo hizo? ¡Criando malvas! La emprende con esos chicos por culpa de un poco de fornicación amistosa, pero… ¿sabe lo que realmente me preocupa a mí?
—¿Qué?
—Jesucristo fue crucificado por predicar sin permiso de la policía. Piense bien en eso.
Caxton se puso en pie.
—Me voy.
—Hágalo después del almuerzo.
—No. Ahora.
* * *
Veinticuatro horas más tarde, Ben envió a Jubal un giro telegráfico de dos mil dólares. Cuando, al cabo de una semana, Jubal no recibió ningún otro mensaje, remitió una comunicación a la oficina de Ben: «¿Qué diablos está haciendo?».
La respuesta tardó un poco en llegar: «Estudio marciano y las reglas de la pata coja. Fraternalmente suyo, Ben».