24
Una vez en el aire, Jubal preguntó:
—Bien, Mike, ¿qué piensa de ello?
Mike frunció el entrecejo.
—No asimilo.
—No es usted el único, hijo. ¿Qué tenía que decirle el obispo?
Mike titubeó largo rato; finalmente dijo:
—Hermano Jubal, necesito meditar hasta la asimilación.
—Entonces medite todo lo que quiera, hijo. Eche una cabezada. Eso es lo que voy a hacer yo.
—Jubal —dijo de pronto Jill—, ¿cómo piensa esa gente salirse de todo eso?
—¿Salirse de qué?
—De todo. Eso no es una Iglesia; es un manicomio.
Ahora fue el turno de Jubal de meditar antes de contestar.
—No, Jill, está equivocada. Es una Iglesia… y un ejemplo del eclecticismo lógico de nuestra época.
—¿Eh?
—La Nueva Revelación, y todas las doctrinas y prácticas bajo su nombre son materia antigua, muy antigua. Todo lo que se puede decir acerca de ellas es que ni Foster ni Digby tuvieron nunca una idea original en sus vidas, pero sabían lo que debían vender en este día y época. Fueron reuniendo un centenar de viejos trucos gastados por el tiempo, les dieron una nueva capa de pintura y se lanzaron al negocio. Un negocio de éxito fulminante, además. Lo que más me preocupa es que puedo llegar a vivir lo suficiente como para comprobar que se vende demasiado bien… hasta que todo el mundo se sienta obligado a comprarlo.
—¡Oh, no!
—Oh, sí. Hitler empezó con menos, y todo lo que tenía para cambalachear era odio. El odio siempre se vende bien, pero, a base de repetirla comercialmente, la felicidad demuestra ser una mercancía más sólida. Créame, lo sé; pertenezco al mismo gremio… como Digby me recordó muy bien —Jubal esbozó una mueca—. Debí haberle hurgado un poco. En vez de eso, dejé que me cayera simpático. Por eso le temo. Es bueno en ello, es astuto. Sabe lo que la gente quiere: felicidad. El mundo ha sufrido un largo y oscuro siglo de culpabilidad y de miedo, y ahora Digby les dice que no tienen nada que temer, ni en esta vida ni en la futura, y que Dios les ordena que amen y sean felices. Un día sí y otro también, insiste, y no deja de martillearlo: no tengáis miedo, sed felices.
—Bueno, esa parte está muy bien —aceptó Jill—, y admito que el hombre lo trabaja a fondo. Pero…
—¡Tonterías! Juega a fondo, en todo caso.
—No, a mí me dio la impresión de que realmente está dedicado a su trabajo, que lo ha sacrificado todo a…
—¡Tonterías!, he dicho. Mire, Jill: de todas las estupideces que contorsionan el mundo, el concepto de «altruismo» es la peor. La gente hace lo que quiere hacer, siempre. Si a veces les produce dolor elegir… si la elección parece un «noble sacrificio», entonces puede estar segura de que, pese a todo, no es más noble que la aflicción causada por la codicia, la desagradable necesidad de elegir entre dos cosas cuando las dos te gustan y no puedes obtenerlas ambas. El individuo corriente sufre esa aflicción cada día, cada vez que tiene que elegir entre gastarse un dólar en cerveza o guardarlo para sus hijos, entre levantarse cuando está cansado o pasar el día en su caliente cama y perder el empleo. No importa lo que haga, siempre escoge lo que le lastima menos o le complace más.
»El individuo medio pasa toda su vida atormentado por esas pequeñas decisiones. Pero el auténtico truhán y el perfecto santo efectúan las mismas elecciones a gran escala. Como Digby hizo. Santo o truhán, no es uno de los tipos medios.
—¿Qué cree que es, Jubal?
—¿Quiere decir que hay alguna diferencia?
—¡Oh, Jubal, su cinismo es una postura, y usted lo sabe! Claro que hay una diferencia.
—Hum. Sí, tiene razón, creo que sí. Confío en que sea simplemente un truhán, porque un santo podría ocasionar un daño diez veces mayor. Anote esto: usted lo etiquetaría como «cinismo», como si con el hecho de etiquetarlo demostrara que es un error. Jill, ¿qué fue lo que le preocupó de esos servicios religiosos?
—Todo. No irá a decirme que eso es un culto.
—¿Lo cual significa que no hacen las cosas igual que en la Pequeña Iglesia de Ladrillos Rojos del Centro del Valle, a la que asistía usted cuando niña? Tranquilícese, Jill; tampoco las hacen de ese modo ni en San Pedro. Ni en La Meca.
—Sí, pero… Bueno, ¡nadie las hace tampoco así! Danzas serpenteantes, máquinas tragaperras… ¡incluso un bar en medio de una iglesia! Eso no es reverente, ¡ni siquiera es digno! Sólo asqueroso.
—Supongo que la prostitución en el templo tampoco era una cosa muy digna.
—¿Eh?
—Yo imaginaba más bien que la bestia de dos cabezas era algo igual de trillado y cómico cuando el acto se realizaba al servicio de un dios que en cualquier otra circunstancia. En cuanto a las danzas de la serpiente, ¿ha visto alguna vez un servicio religioso de los shakers? No, por supuesto que no, y yo tampoco; cualquier Iglesia que esté absolutamente en contra de las relaciones sexuales de todo el mundo (como ellos), no dura mucho. Pero bailar a mayor gloria de Dios es algo que cuenta con una larga y respetada historia. No es imprescindible que sea una danza artística; según los informes de los testigos oculares, los shakers nunca hubieran podido crear el Bolshoi… Basta con derrochar entusiasmo. ¿Considera irreverentes las antiguas danzas indias de la lluvia, de nuestro sudoeste?
—No, pero eso es distinto.
—Todo lo es, siempre… Y, cuanto más cambia, más idéntico es. Ahora, respecto a las máquinas tragaperras… ¿No ha asistido nunca a un bingo en una iglesia?
—Bueno… sí. Los feligreses de nuestra parroquia solían organizar sesiones de bingo para pagar la hipoteca. Pero sólo los viernes por la noche; nunca durante los oficios.
—¿De veras? Eso me recuerda el caso de una mujer casada, que se enorgullecía de su virtud: sólo se acostaba con otros hombres cuando su marido estaba ausente.
—¡Oh! ¡Jubal, los dos casos son completamente distintos!
—Es probable. La analogía siempre es más escurridiza que la lógica. Pero, mi querida «damita»…
—¡No me llame así!
—Era una broma. ¿Por qué no le escupió en la cara? Él tenía que mantenerse de buen humor, no importaba lo que nosotros hiciéramos; Digby lo deseaba así. Pero… Jill, si algo es pecaminoso en domingo, también es pecaminoso en viernes. Al menos así lo asimila alguien desde fuera, como yo… o quizá un hombre de Marte. La única diferencia que puedo ver es que los fosteritas entregan, absolutamente gratis, un texto de las Escrituras, aunque el jugador pierda. ¿Sus partidas de bingo pueden alegar lo mismo?
—Falsas Escrituras, querrá decir. Un texto de la Nueva Revelación. ¿Los ha leído, jefe?
—Los he leído.
—Entonces ya lo sabe. Los textos están redactados en lenguaje bíblico. En su mayor parte son simplemente dulces pero sin sustancia, como una tableta de sacarina; pero casi todos son puras tonterías… y algunos incluso son odiosos. Ninguno tiene sentido, ni siquiera moralidad.
Jubal guardó silencio durante tanto rato que Jill pensó que se había quedado dormido. Por último dijo:
—Jill, ¿está usted familiarizada con los escritos sagrados hindúes?
—Me temo que no.
—¿Sabe algo del Corán? ¿O de algunas otras escrituras importantes? Podría ilustrarla acerca de mi punto de vista respecto de la Biblia, pero no deseo herir sus sentimientos.
—Oh, me temo que no soy exactamente del tipo erudito, Jubal. Siga adelante; no herirá mis sentimientos.
—Bueno, entonces me atendré al Antiguo Testamento, escogiendo fragmentos que normalmente no escandalizan a la gente. ¿Conoce la historia de Sodoma y Gomorra? ¿Y de cómo Lot fue salvado de esas ciudades abominables poco antes de que Yahvé las arrasara con un par de bombas atómicas celestiales?
—Oh, sí, por supuesto. Su esposa quedó convertida en estatua de sal.
—Atrapada por la precipitación radiactiva, quizá. Se demoró y miró hacia atrás. Siempre me pareció un castigo demasiado duro por el pecadillo de la curiosidad femenina. Pero hablábamos de Lot. San Pedro lo describe como un hombre justo, temeroso de Dios y recto en su conducta, exasperado ante la grosera forma de hablar de los inicuos. Creo que debemos estipular que San Pedro era una autoridad en lo que a virtud se refiere, puesto que le fueron entregadas las llaves del Reino de los Cielos. Pero si uno busca las únicas referencias a Lot en el Antiguo Testamento, resulta difícil determinar exactamente qué hizo o no hizo para establecerse como ejemplo a seguir.
»Repartió unos pastos a sugerencia de su hermano. Fue capturado en una batalla. Salió de la ciudad a tiempo para salvar su pellejo. Bueno, albergó y dio de comer a dos desconocidos, pero su conducta indica que sabía que eran personas de importancia, supiera o no que eran ángeles. Y, de acuerdo con el Corán y con mis propias luces, su hospitalidad hubiera tenido más valor si hubiera creído que se trataba de simples mendigos sin importancia, necesitados de un poco de pan y cobijo. Aparte esos detalles y la referencia de San Pedro sobre el personaje, sólo hay una cosa que hizo Lot mencionada en la Biblia sobre la cual pueda juzgarse su virtud. Una virtud tan grande, no lo olvide, como para que una intercesión divina salvara su vida. Eche un vistazo al capítulo diecinueve del Génesis, versículo ocho.
—¿Qué dice?
—Léalo cuando lleguemos a casa. No espero que me crea a mí.
—¡Jubal! Es usted el hombre más exasperante que he conocido en mi vida.
—Y usted es una muchachita preciosa y una excelente cocinera, así que no me importa su ignorancia. De acuerdo, se lo diré; pero compruébelo luego. Algunos de los vecinos de Lot llamaron a su puerta y dijeron que deseaban conocer a aquellos dos tipos de fuera de la ciudad. Lot no discutió con ellos: en vez de eso, les ofreció un trato. Tenía dos hijas vírgenes (al menos, ésa era su opinión…), y dijo a aquel grupo de hombres que les entregaría a esas dos muchachitas para que las usasen como les viniera en gana: que las violasen en masa, que las prostituyesen como y con quien quisieran, les suplicó que hiciesen cualquier maldita cosa que les apeteciera con sus hijas, a cambio de que, por favor, se marcharan y dejasen de aporrear su puerta.
—Jubal… ¿de veras dice eso la Biblia?
—Mírelo usted misma. He modernizado un poco el lenguaje, pero el significado es tan inconfundible como el guiño de una ramera. Lot ofreció a un grupo de hombres, «jóvenes y viejos», dice la Biblia, que abusaran de dos jóvenes vírgenes bajo su protección a cambio de que no echaran abajo su puerta. ¡Vaya! —se inclinó hacia delante, y sus ojos chispearon—. ¡Quizá hubiera debido probar eso cuando los de los Servicios Especiales estaban rompiendo mi puerta! Quizá eso me hubiera valido el Cielo… y San Pedro sabe que mis posibilidades no son muy buenas de otro modo… —frunció el entrecejo y pareció preocupado—. No, no hubiera funcionado. La receta exige claramente «virgins intactae»… y no hubiera sabido a cuáles ofrecer.
—¡Hum! No lo hubiera sabido de mí.
—Posiblemente no hubiera podido averiguarlo de ninguna. Incluso Lot pudo haberse equivocado. Pero eso es lo que les prometió: sus hijas vírgenes, jóvenes, tiernas y asustadas. Animó a aquella pandilla callejera a que las violase… ¡con el exclusivo objeto de que le dejasen a él en paz! —Jubal soltó un bufido—. Y la Biblia cita a este tipo de escoria como un hombre justo.
—No creo que nos lo enseñaran de ese modo en la escuela dominical —dijo Jill lentamente.
—¡Maldita sea, examínelo usted misma! Probablemente le ofrecieron una versión expurgada. Y ésa no es la única sorpresa que aguarda a cualquiera que realmente lea la Biblia. Considere a Eliseo. En la Biblia se dice que Eliseo estaba tan repleto del fuego sagrado, que devolvía la vida a un hombre muerto con sólo tocar sus huesos. Pero era un viejo cascarrabias calvo, como yo. Y así, un día, algunos chiquillos la tomaron con él y empezaron a burlarse de su calvicie, como esas díscolas muchachas de mi alrededor hacen con la mía. De modo que Dios intercedió personalmente y envió un par de osos, que redujeron a cuarenta y dos niños pequeños a ensangrentados jirones de carne. Eso es lo que dice la Biblia: capítulo segundo del libro dos de los Reyes.
—Jefe, yo nunca me he burlado de su calva.
—¿Quién envía entonces mi nombre a todos esos curanderos charlatanes que dicen ser repobladores de cabezas? ¿Dorcas, quizá? Quienquiera que sea, Dios lo sabe… y vale más que esa muchacha se mantenga atenta, por si los osos. Podría volverme piadoso en mi chochez, y empezar a gozar de la protección divina. Pero no voy a ofrecerle más ejemplos. La Biblia está repleta de relatos así: léala y descúbralos. Crímenes que le revuelven a uno las tripas son presentados como hechos ordenados por la divinidad o sancionados por ella… junto con, debo reconocerlo, muchos ejemplos de sentido común y valiosas normas prácticas de conducta social. No trato de desprestigiar la Biblia; soporta bastante mejor el examen que algunos otros escritos sagrados. No es ese parche cosido sobre sádica y pornográfica basura que pasa por ser los escritos sagrados de los hindúes. O una docena de otras religiones.
»Pero tampoco condeno a ninguna de ésas. Resulta enteramente concebible que alguna de tales mitologías mutuamente contradictorias sea la palabra literal de Dios… que Dios sea en verdad el tipo de paranoico sediento de sangre que hace pedacitos a cuarenta y dos niños pequeños por haber tenido la osadía de burlarse de uno de sus sacerdotes. No me pregunte a mí cuál es la política de la Gerencia; yo sólo trabajo aquí. Mi punto de vista es que la Nueva Revelación de Foster, hacia la que tan desdeñosa se muestra usted, es por lo menos tan dulce y luminosa como las escrituras de cualquier otra confesión. El patrón del obispo Digby es un Don Fulano jovial; quiere que la gente sea feliz aquí en la Tierra sin perder su opción a la bienaventuranza eterna en el Cielo. No espera que uno castigue su carne «aquí y ahora», a fin de alcanzar las recompensas una vez muerto. ¡Oh, no! Ése es el paquete económico gigante moderno. Si a uno le gusta la bebida y el juego y el baile y las mujeres, como les ocurre a la mayoría, pues adelante, que acuda a la Iglesia y lo haga bajo los sagrados auspicios. Que lo haga con la conciencia libre de cualquier rastro de culpa. Que se divierta realmente. ¡A vivir! ¡A ser feliz!
Jubal distaba mucho de parecer feliz. Prosiguió:
—Naturalmente, hay una pequeña contrapartida: el Dios de Digby espera ser reconocido como tal. Pero eso ha sido siempre una debilidad de los dioses. Quienquiera que sea lo bastante estúpido como para negarse a ser feliz de acuerdo con sus condiciones es un pecador, y como tal merece cualquier cosa que le ocurra. Pero ésta es una regla común a todos los dioses y diosas de la historia; no puede reprochársele sólo a Foster y a Digby, siendo que ellos no la inventaron. Su aceite de serpiente marca registrada es absolutamente ortodoxo en todos los aspectos.
—Jefe, habla usted como si estuviera medio convertido.
—¡En absoluto! No me gustan las danzas de la serpiente, desprecio las masas y no consiento que mis inferiores sociales y mentales me digan dónde debo ir los domingos… y no me gustaría el cielo si esas masas tuvieran que ir a él. Me limito simplemente a poner objeciones a que les critique por cosas equivocadas. Como literatura, la Nueva Revelación presenta un nivel por encima de la media, y eso es lógico: fue compuesta a base de plagiar otras escrituras. En cuanto a la consistencia lógica e interna, las reglas mundanas no se aplican a los textos sagrados. Pero incluso sobre esta base, la Nueva Revelación debe ser considerada superior a la media; difícilmente se morderá alguna vez la cola. Intenta reconciliar a veces el Antiguo Testamento con el Nuevo, o la doctrina budista con los apócrifos budistas.
»En cuanto a la moral, el fosterismo es simplemente la ética freudiana endulzada para personas incapaces de aceptar la psicología a palo seco, aunque dudo que el viejo libertino que la redactó… perdón, que «fue inspirado a escribirla», lo supiese; no era ningún erudito. Pero estaba en tono con su tiempo, pulsaba bien el zeitgeist. Miedo, sensación de culpabilidad y la pérdida de la fe… ¿Cómo podía fallar? En fin, calle un poco ahora; voy a echar una cabezada.
—¿Quién está hablando?
—«La mujer me tentó». —Jubal cerró los ojos.
* * *
Al llegar a casa, descubrieron que Caxton y Mahmoud habían ido allí a pasar el día. Ben se había sentido desilusionado al saber que Jill estaba ausente, pero soportó la decepción sin echarse a llorar gracias a los buenos oficios de Anne, Miriam y Dorcas. Mahmoud siempre les visitaba con el propósito declarado de ver a Mike, su protegido, y al doctor Harshaw; sin embargo, él también mostró una valerosa fortaleza de ánimo al conformarse sólo con la comida, el licor, el jardín y las odaliscas de Jubal para entretenerse durante la ausencia de su anfitrión. Estaba tendido boca abajo y Miriam le frotaba la espalda, mientras Dorcas le acariciaba la cabeza.
Jubal le miró.
—No se levante.
—No puedo, ella está sentada encima de mí. Hola, Mike.
—Hola, hermano Stinky doctor Mahmoud —Mike saludó después gravemente a Ben, y pidió permiso para retirarse.
—Adelante, hijo —concedió Jubal.
—Un momento, Mike —dijo Anne—. ¿Ha almorzado?
—Anne, no tengo hambre. Gracias —dijo Mike solemnemente; se dio la vuelta y entró en la casa.
Mahmoud se retorció, derribando casi a Miriam de su asiento.
—Jubal, ¿qué preocupa a nuestro hijo?
—Sí —confirmó Ben—. Parece mareado.
—Tranquilícense. Déjenlo solo y se pondrá bien. Se trata de una sobredosis de religión. Digby lo ha estado trabajando… —y les explicó a grandes rasgos los acontecimientos de la mañana.
Mahmoud frunció el entrecejo.
—Pero, ¿era necesario dejarle a solas con Digby? Me parece que eso… perdón, hermano, fue una imprudencia.
—No ha resultado herido, Stinky; se va a encontrar a cada paso con situaciones análogas, y tiene que aprender. Usted le ha estado predicando su rama de la teología… sé que lo ha hecho; él me lo dijo. ¿Puede citarme una buena razón por la cual Mike no deba disponer de su oportunidad de examinar las otras ramas? Respóndame como científico, no como musulmán.
—Soy incapaz de responder de otra forma que como musulmán —dijo el doctor Mahmoud con voz queda.
—Lo siento. Reconozco lo correcto de su respuesta, aunque no esté de acuerdo con ella.
—Pero, Jubal, he empleado la palabra «musulmán» en su sentido exacto, no en la forma sectaria que Maryam denomina, incorrectamente, «mahometano».
—¡Y seguiré llamándole así hasta que aprenda usted a pronunciar «Miriam» correctamente! Y deje de retorcerse; no le estoy haciendo daño.
—Sí, Maryam. ¡Ay! Las mujeres no deberían ser tan musculosas. Jubal… Como científico, considero a Michael el premio máximo de mi carrera. Como musulmán, hallo en él una magnífica predisposición para someterse a la voluntad de Dios, y eso hace que me sienta feliz por él… aunque existen grandes dificultades semánticas, y seguirán existiendo mientras no asimile lo que significa la palabra musulmana «Alá» —se encogió de hombros— o la palabra cristiana «Dios».
»Pero, como hombre, y siempre Siervo del Altísimo, amo a ese muchacho, nuestro hijo adoptivo y hermano de agua, y no me gustaría que cayese bajo malas influencias. Dejando aparte su credo, ese tal Digby me parece que es una mala influencia. ¿Qué opina usted?
—¡Olé! —aplaudió Ben—. Ese Digby es un bastardo baboso… y la única razón de que no le haya sacudido fuerte en mi columna es simplemente porque la sindicación tiene miedo a publicarlo en letras de imprenta. Siga hablando, Stinky, y me tendrá estudiando árabe y comprando una alfombra.
—Así lo espero. Aunque la alfombra no es imprescindible.
Jubal suspiró.
—Estoy de acuerdo con ustedes dos; preferiría ver a Mike fumando marihuana que convertido por Digby. Pero no creo que haya la más ligera posibilidad de que Mike caiga en ese lío sincrético que pregona Digby. Y además, tiene que aprender a plantar cara a las malas influencias. A usted le considero una buena influencia, pero en realidad creo que no tiene muchas más probabilidades que Digby… El chico posee una mente propia, y asombrosamente firme. Mahoma hubiera tenido que hacer sitio para un nuevo profeta.
—Si ésa es la voluntad de Dios —respondió Mahmoud con calma.
—Eso no deja espacio para la discusión —admitió Jubal.
—Estábamos hablando de religión antes de que usted llegara a casa —indicó Dorcas en voz baja—. Jefe, ¿sabía usted que las mujeres no tenemos alma?
—¿De veras?
—Eso es lo que dice Stinky.
—Maryam —explicó Mahmoud— quería saber por qué nosotros, los «mahometanos», creemos que sólo los hombres tienen alma. Así que le cité las Escrituras.
—Miriam, me sorprendes. Ésa es una creencia errónea tan vulgar como la idea de que los judíos sacrifican a los bebés cristianos en secretos y obscenos ritos. El Corán es explícito en media docena de lugares acerca de que familias enteras entran en el paraíso, hombres y mujeres juntos. Por ejemplo, lee «Ornamentos de oro», versículo setenta, ¿no es así, Stinky?
—«Entrad en el jardín, tú y tus esposas, para alegrarte». Poco más o menos, ésa es la mejor traducción que puedo hacer —admitió Mahmoud.
—Bueno —dijo Miriam—, había oído referencias de las hermosas huríes que los hombres mahometanos encuentran para entretenerse cuando llegan al cielo, y no me pareció que quedase mucho sitio para las esposas.
—Las huríes no son mujeres —indicó Jubal—. Son creaciones aparte, como los djinn y los ángeles. No necesitan almas humanas; son en principio espíritus, eternos, invariables y hermosos. Hay también huríes varones, o el equivalente masculino de las huríes. Las huríes no tienen que ganarse el derecho a entrar en el Paraíso; pertenecen a la plantilla. Sirven interminables y deliciosos manjares, reparten bebidas que nunca producen resaca y entretienen de cualquier otra forma que se les solicite. Pero las almas de las esposas no tienen que hacer ningún trabajo de la casa. ¿Correcto, Stinky?
—Bastante aproximado, aparte la ligereza en escoger las palabras. Las huríes… —se detuvo y se alzó con tanta brusquedad que derribó a Miriam—. ¡Alto! ¡Tal vez sea posible que estas muchachas no tengan alma!
Miriam se sentó en el suelo y dijo amargamente:
—¡Ey… desagradecido perro de un infiel! ¡Retráctese de inmediato!
—Paz, Maryam. Aunque no tenga alma, será inmortal de todas formas y no la va a echar en falta. Jubal… ¿es posible que un hombre muera sin darse cuenta de ello?
—No lo sé decir. Nunca lo he intentado.
—¿Es posible que yo haya muerto en Marte y simplemente esté soñando que he vuelto a casa? ¡Mire a su alrededor! Un jardín que complacería al mismísimo Profeta. Cuatro hermosas huríes que sirven manjares espléndidos y deliciosas bebidas a todas horas. Incluso hay sus contrapartidas masculinas, si quiere ser detallista. ¿No será esto el Paraíso?
—Puedo garantizarle que no lo es —le aseguró Jubal—. Debo pagar mis impuestos esta semana.
—Sin embargo, eso no me afecta a mí.
—Y tome estas huríes… Aunque estipulemos, en honor a la discusión, que poseen la belleza adecuada para encajar con las especificaciones, lo cierto es que, después de todo, la belleza está en los ojos del que mira…
—Pero pasan por ello.
—Y usted va a pagar por eso, jefe —añadió Miriam.
—Y aún queda —señaló Jubal— un requisito más de los que constituyen el atributo de las huríes.
—Hum… —dijo Mahmoud—, no creo que necesitemos meternos en eso. En el Paraíso, más que una condición física temporal, lo que cuenta es el atributo espiritual permanente… más bien un estado mental. ¿Sí?
—En ese caso —dijo Harshaw con énfasis—, estoy completamente seguro de que éstas no son huríes.
Mahmoud suspiró.
—Entonces tendré que convertir a una de ellas.
—¿Por qué sólo a una? Todavía quedan sitios en el mundo donde puede cubrir usted su cupo.
—No, amigo mío. Según las sabias palabras del Profeta, si bien la legislación permite cuatro, es imposible para un hombre llevar una vida tranquila si hay más de una.
—Eso es un alivio. ¿A cuál elige?
—Tendremos que verlo. Maryam, ¿se considera usted espiritual?
—¡Váyase al diablo! «Huríes», ¡ja!
—¿Jill?
—Déme un respiro —protestó Ben—. Todavía estoy trabajando con Jill.
—De acuerdo; más adelante, Jill. ¿Anne?
—Lo siento. Tengo una cita.
—¿Dorcas? Es usted mi última oportunidad.
—Stinky —dijo ella en voz muy baja—, ¿exactamente cuánta espiritualidad desea que experimente?
* * *
Cuando Mike entró en la casa, subió directamente la escalera, entró en su cuarto, cerró la puerta, se tendió en la cama, adoptó la postura fetal, puso los ojos en blanco, se tragó la lengua y redujo su ritmo cardíaco a casi nada. Sabía que a Jill no le gustaba que hiciese aquello durante el día, pero no ponía objeciones siempre que se abstuviese de hacerlo en público. Eran muchas las cosas que no debía hacer en público, pero sólo aquélla despertaba las iras de Jill. Había estado aguardando poder hacerlo desde que abandonara aquella estancia de terrible incorrección; necesitaba desesperadamente retraerse y tratar de asimilar.
Porque había hecho algo que Jill le había dicho que no hiciera jamás.
Experimentaba una urgencia —muy humana— de decirse que se había visto obligado por las circunstancias, que no había sido culpa suya; pero su formación marciana no le permitía esta fácil vía de escape. Había llegado a un punto crítico culminante donde se había hecho necesaria una acción apropiada, y la elección había sido suya. Asimilaba que había elegido de un modo correcto, aunque su hermano de agua Jill le había prohibido aquella elección. Pero no le había quedado otra alternativa. Esto, en sí mismo, era una contradicción: ante un punto crítico culminante, la elección es algo imprescindible. Mediante la elección, el espíritu crece.
Consideró la posibilidad de que Jill hubiera aprobado que procediese de otro modo, sin desperdiciar alimento. No… asimiló que la prohibición cubría también aquella variante.
En este punto, el ser brotado de los genes humanos, modelados por el pensamiento marciano, y que nunca podría ser ninguna de las dos cosas, completó un estadio de crecimiento, eclosionó y dejó de ser un polluelo. El solitario aislamiento de la libre voluntad predestinada fue entonces suyo, y con él la serenidad marciana para abrazarla, fomentarla, saborear su amargura y aceptar sus consecuencias. Supo con trágica alegría que aquel punto crítico culminante era suyo, no de Jill. Su hermano de agua podía enseñarle, reprenderle, guiarle… pero la elección en un punto crítico culminante no se compartía. Era una «propiedad» más allá de toda posible transferencia, donación o hipoteca; propietario y propiedad se asimilaban mutua e inseparablemente. Él era eternamente la acción que había ejecutado en el punto crítico culminante.
Ahora que sabía que él era su propio yo, era libre de asimilar a sus hermanos de un modo más cercano, de fundirse sin obstáculos. La autointegridad era, es y siempre había sido. Mike dejó de albergar a todos los yoes de sus hermanos, los muchos treses colmados en Marte, tanto corpóreos como descorporizados, los pocos y preciosos de la Tierra. Incluso a los aún desconocidos poderes de los treses en la Tierra con los que podría fusionarse y a los que podría albergar ahora, después de la larga espera dedicada a asimilar y a fomentarse a sí mismo.
Mike siguió en su trance; había mucho que asimilar, numerosos cabos sueltos y fragmentos y piezas que debían encajarse en su esquema de crecimiento… todo lo que había visto, oído y experimentado en el Tabernáculo del Arcángel Foster —no sólo el punto crítico culminante, cuando Digby y él estuvieron a solas, cara a cara—: por qué el obispo senador Boone había despertado sus recelos e intranquilidad sin llegar a asustarle, por qué la señorita Dawn Ardent tenía el sabor de un hermano de agua sin serlo, la textura y el olor de la bondad que había asimilado de modo incompleto en aquellos saltos arriba y abajo y en los cánticos como lamentos… La charla de Jubal que había almacenado mientras iban y venían…
Las palabras de Jubal le turbaron más que los otros detalles; las estudió con gran cuidado, las comparó con lo que le había sido enseñado como polluelo, haciendo un gran esfuerzo por tender un puente entre las dos lenguas, aquella con la que pensaba y aquella otra en la que ahora hablaba y estaba aprendiendo gradualmente a pensar para ciertos propósitos. La palabra humana «Iglesia», que se repetía una y otra vez en las frases de Jubal, era lo que le proporcionaba las mayores dificultades. No existía ningún concepto marciano de ningún tipo que encajara con ella, a menos que uno tomase «Iglesia» y «culto» y «Dios» y «congregación» y muchas otras palabras y las refundiese a la totalidad de la única palabra que había conocido durante la mayor parte de su crecimiento-espera. Luego volvió a resumir torpemente el concepto en inglés en aquella frase que había sido rechazada (pero de forma distinta por cada uno de ellos) por Jubal, por Mahmoud, por Digby.
«Tú eres Dios». Ahora estaba más cerca de comprenderla en inglés, aunque el significado nunca tendría la cristalina inevitabilidad del concepto marciano que encarnaba. Pronunció de forma simultánea en su mente la frase inglesa y la palabra marciana, y se sintió próximo a la asimilación. Repitiéndolas como un estudiante que se dice a sí mismo que la gema está en el loto, se sumergió sin turbaciones en el nirvana.
Poco antes de medianoche aceleró el ritmo cardiaco, reanudó la respiración normal, revisó su lista de comprobación de ingeniería, comprobó que todo estaba en orden, se desenrolló y se sentó. Se había sentido espiritualmente exhausto; ahora se sentía ligero y alegre y con la cabeza despejada, ansioso por llevar a cabo las múltiples acciones que veía desplegarse ante él.
Sintió la necesidad de compañía propia de un cachorrillo, de modo casi tan fuerte como su anterior necesidad de quietud. Salió al pasillo superior, y se sintió encantado al tropezar con una de sus hermanos de agua.
—¡Hola!
—Oh. Hola, Mike. Dios mío, tiene un aspecto magnífico.
—¡Me siento estupendamente! ¿Dónde están los demás?
—Todos durmiendo, excepto usted y yo… así que mantenga baja la voz. Ben y Stinky se marcharon a sus casas hace una hora, y la gente empezó a retirarse a sus cuartos.
—¡Oh! —Mike se sintió ligeramente decepcionado de que Mahmoud se hubiese ido; deseaba explicarle su nueva asimilación. Pero lo haría la próxima vez que lo viera.
—Yo también debería estar durmiendo, pero noté un vacío en el estómago. ¿Tiene usted hambre?
—¿Yo? ¡Claro que tengo hambre!
—Por supuesto. Tiene que estar hambriento, se saltó la cena. Venga conmigo. Sé dónde hay un poco de pollo frío, y veremos qué otras cosas hay —descendieron a la planta baja y cargaron una bandeja con prodigalidad—. Llevemos esto fuera. Hace bastante calor.
—Es una idea excelente —asintió Mike.
—Hace el suficiente calor como para nadar un poco si queremos… es un auténtico verano indio. Encenderé las luces.
—No se moleste —dijo Mike—. Yo llevaré la bandeja. Puedo ver.
Podía ver, como todos sabían, en una oscuridad casi total. Jubal había dicho que aquella excepcional visión nocturna procedía seguramente de las condiciones en las que había crecido, y Mike asimiló que eso era cierto, pero asimiló también que había algo más: sus padres adoptivos le habían enseñado a ver. En cuanto a que la noche fuera cálida, se hubiera sentido igual de cómodo desnudo en la cima del monte Everest, pero sabía que sus hermanos de agua tenían muy poca tolerancia orgánica a los cambios de temperatura y presión. Siempre se mostraba considerado hacia sus debilidades, una vez las había averiguado. Pero estaba ansioso de que llegara la nieve… deseaba ver por sí mismo que cada diminuto cristal de agua de vida era algo único, individual, como había leído; deseaba caminar descalzo por ella, rodar por encima de la nieve.
Pero por el momento se sentía igualmente complacido con la inoportunamente cálida noche de otoño y con la aún más placentera compañía de su hermano de agua.
—Está bien, usted lleve la bandeja. Encenderé las luces subacuáticas. Nos proporcionarán suficiente claridad para comer.
—Estupendo.
A Mike le gustaba que la luz brotara por entre las ondulaciones del agua; era algo correcto, una belleza, aunque él no lo necesitara. Comieron junto a la piscina, luego se tendieron boca arriba sobre la hierba y contemplaron las estrellas.
—Mike, ahí está Marte. Es Marte, ¿no? ¿O es Antares?
—Es Marte.
—Mike, ¿qué hacen en Marte?
Titubeó largo rato; la pregunta era excesivamente amplia para que su respuesta pudiera resumirse en el escaso idioma humano.
—En este lado hacia el horizonte, el hemisferio sur, es primavera; se enseña a las plantas a crecer.
—¿Se enseña a las plantas a crecer?
Mike vaciló, sólo ligeramente.
—Larry enseña a las plantas a crecer cada día. Yo le he ayudado. Pero mi pueblo… los marcianos, quiero decir; ahora asimilo que ustedes son mi pueblo… los marcianos enseñan a las plantas de otra manera. En el otro hemisferio hace cada vez más frío y las ninfas, las que han sobrevivido al verano, son conducidas a los nidos para acelerar su crecimiento —reflexionó—. De los seres humanos que dejamos en el ecuador, uno se ha descorporizado y los otros están tristes.
—Sí, lo oí en las noticias.
Mike no lo había oído en las noticias; no lo había sabido hasta ser preguntado.
—No deberían estar tristes. El señor Booker T. W. Jones, técnico de alimentos de primera, no está triste; los Ancianos han cuidado de él.
—¿Le conocía?
—Sí. Tenía su propio rostro, moreno y hermoso. Pero sentía nostalgia.
—¡Oh, querido! Mike… ¿siente usted nostalgia? De Marte, quiero decir.
—Al principio sí —respondió con sinceridad—. Siempre me sentía solitario… —rodó hacia ella y la tomó en sus brazos—. Pero ahora ya no me siento solitario. Asimilo que nunca volveré a sentirme solitario de nuevo.
—Mike, querido…
Se besaron, y siguieron besándose. Finalmente, su hermano de agua dijo, casi sin aliento:
—¡Oh, Dios mío! Ha sido casi peor que la primera vez.
—¿Se encuentra bien, hermano?
—Sí. Verdaderamente bien. Béseme de nuevo.
Bastante tiempo más tarde, según el reloj cósmico, ella dijo:
—Mike, ¿acaso…? Quiero decir, ¿sabe…?
—Lo sé. Es para acercarse más. Ahora nos acercamos.
—Bien… estoy dispuesta desde hace tiempo… todas lo estamos, pero… no importa, querido; vuélvase un poco. Eso ayudará.
Cuando se fusionaron, asimilando juntos, Mike anunció en voz baja y triunfal:
—Usted es Dios.
La respuesta de ella no fue en palabras. Luego, cuando su asimilación mutua se hizo aún más cercana y Mike se creyó a punto de descorporizarse, la voz de ella le devolvió a la realidad.
—¡Oh!… ¡Oh! ¡Usted es Dios…!
—Asimilamos Dios.