29
Cuando la puerta de su suite se cerró detrás de Patricia Paiwonski, Jill dijo:
—¿Y ahora qué, Mike?
—Nos vamos. Jill, supongo que has leído algo acerca de la psicología anormal.
—Sí, por supuesto. En mi instrucción. Aunque sé que no tanta como tú.
—¿Conoces el simbolismo del tatuaje? ¿Y el de las serpientes?
—Claro. Supe eso acerca de Patty en cuanto la conocí. Confiaba en que tú encontrases el medio de averiguarlo también.
—No pude hasta que fuimos hermanos de agua. El sexo es necesario, el sexo es una buena ayuda, pero sólo si se comparte y crea acercamiento. Asimilo que si lo hiciese sin acercamiento… Bueno, no estoy seguro.
—Asimilo que aprenderías lo que no pudieras, Mike. Ésa es una de las razones, una de las muchas razones por las que te tengo cariño.
—Sigo sin asimilar «cariño». No asimilo «personas». Ni siquiera a ti. Pero no deseaba que Pat se marchase.
—Impídelo. Consérvala a nuestro lado.
—(Hay que esperar, Jill).
—(Lo sé).
Mike añadió en voz alta:
—Además, dudo que pudiéramos proporcionarle todo lo que necesita. Desea entregarse continuamente a todo el mundo. Ni siquiera sus reuniones de Felicidad, sus serpientes y sus primos son suficientes para Pat. Ella anhela ofrecerse en un altar al mundo entero, siempre… y hacerlos dichosos. Esta Nueva Revelación… asimilo que para muchas personas significa un montón de otras cosas. Pero eso es lo que representa para Pat.
—Sí, Mike. Querido Mike.
—Es hora de irnos. Elige el vestido que quieras y coge tu bolso. Dispondré del resto de la basura.
Jill pensó un poco tristemente que alguna vez le gustaría poder llevarse consigo una o dos cosas. Pero Mike siempre iba de un lado para otro con sólo lo puesto… y parecía asimilar que ella lo prefería así también.
—Me pondré ese precioso vestido azul.
La prenda flotó en el aire, quedó suspendida sobre ella, se deslizó hacia abajo cuando ella alzó las manos; la cremallera se cerró. Los zapatos a juego avanzaron hacia ella, aguardaron mientras se metía dentro de ellos.
—Estoy lista, Mike.
Mike había captado el pensativo sabor de sus pensamientos, pero no el concepto; era demasiado extraño para las ideas marcianas.
—Jill, ¿quieres que paremos y nos casemos?
Ella pensó unos instantes en la proposición.
—Hoy no podríamos, Mike. Es domingo; no conseguiríamos una licencia.
—Mañana, entonces. Lo recordaré. Asimilo que te gustaría.
Ella siguió pensando en la proposición.
—No, Mike.
—¿Por qué no, Jill?
—Por dos razones. Una, no nos aproximaría más, porque ya compartimos el agua. Eso es lógico, tanto en inglés como en marciano.
—Sí.
—Y la otra, es una razón válida sólo en inglés. No me gustaría que Dorcas, Anne y Miriam… e incluso Patty, pensaran que he tratado de echarlas fuera. Y una de ellas podría pensarlo.
—No, Jill, ninguna de ellas pensaría eso.
—Bueno, de todos modos no quiero correr ese riesgo, porque no lo necesito. Tú ya te casaste conmigo en la habitación de un hospital, hace siglos y siglos. Sólo porque eras de la forma que eres. Antes de que yo lo sospechara siquiera —vaciló—. Pero sí hay algo que puedes hacer por mí.
—¿Qué, Jill?
—Bueno, puedes llamarme de tanto en tanto con nombres cariñosos. De la misma forma que yo hago contigo.
—De acuerdo, Jill. ¿Qué nombres cariñosos?
—¡Oh! —ella le besó rápidamente—. Mike, eres el hombre más dulce, más encantador que haya conocido nunca… ¡y la criatura más exasperante de dos planetas! No te molestes con los nombres cariñosos. Limítate a llamarme «hermanito» de vez en cuando… eso hace que me estremezca interiormente de pies a cabeza.
—Sí, hermanito.
—¡Oh, Dios mío! Ahora ponte decente y salgamos de aquí, antes de que te lleve de vuelta a la cama. Vamos. Te espero en la recepción; estaré pagando la cuenta —se marchó precipitadamente.
Fueron a la estación de aerobuses de la ciudad y cogieron el primer Greyhound que iba a alguna parte. Una o dos semanas más tarde se detuvieron en casa, compartieron el agua durante un par de días, se marcharon de nuevo sin despedirse de nadie… o más bien Mike lo hizo; despedirse era una costumbre humana a la que se resistía testarudamente, y nunca la utilizaba por voluntad propia. La usaba formalmente con los desconocidos sólo cuando Jill requería que lo hiciera.
Poco después estaban en Las Vegas, alojados en un hotel pasado de moda, cerca pero no en el Strip. Mike probó todos los juegos en todos los casinos, mientras Jill mataba el tiempo actuando como corista; el juego la aburría. Como no sabía cantar ni bailar, y no tenía ningún número propio, el exhibirse o pasearse lentamente con un alto e improbable sombrero, una sonrisa y unas cuantas lentejuelas era el trabajo más adecuado para ella en la Babilonia del Oeste. Jill prefería trabajar si Mike estaba atareado y, de un modo u otro, él se las arreglaba siempre para conseguirle la ocupación que ella escogía. Puesto que los casinos nunca cerraban, estaba atareado casi todo el tiempo en Las Vegas.
Mike ponía buen cuidado en no ganar demasiado en ningún casino, manteniéndose estrictamente dentro de los límites que Jill había establecido para él. Después de ordeñar unos cuantos miles en cada uno, se dedicaba a perderlos meticulosamente, sin hacer nunca grandes apuestas en ningún juego, ya fuera ganando o perdiendo. Luego aceptó un empleo como croupier, y se dedicó a estudiar a la gente, intentando asimilar por qué jugaban. Asimiló confusamente un impulso en muchos jugadores que le pareció de una naturaleza intensamente sexual… pero creyó ver también cierta incorrección en ello. Conservó el trabajo durante bastante tiempo, dejando siempre que la pequeña bolita rodara sin ninguna interferencia.
A Jill le divirtió descubrir que los clientes del palaciego teatro-restaurante donde trabajaba no eran más que primos… Con más dinero, pero primos pese a todo. Descubrió algo sobre sí misma también: disfrutaba exhibiéndose ante ellos, mientras estuviera a salvo de las manos que no deseaba que la agarraran. Con su cada vez mayor honestidad marciana, examinó esta recién descubierta faceta de sí misma. En el pasado, aunque había sabido que le gustaba ser admirada, siempre había creído sinceramente que lo deseaba sólo de un selecto grupo de hombres y normalmente sólo de uno. Se había sentido dolida por el descubrimiento, no hacía mucho, de que la visión de su ser físico no significaba en realidad nada para Mike, aunque siempre se había mostrado y seguía mostrándose físicamente tan agresivo y tiernamente devoto hacia ella como cualquier mujer pudiera llegar a soñar… si no estaba preocupado por otras cosas.
E incluso era generoso respecto a eso, se recordó. Si ella lo deseaba, le permitía que le sacase siempre de sus más profundos trances de retraerse, cambiaba sus engranajes sin emitir una sola queja, y se mostraba todo lo sonriente, ávido y amoroso que ella deseaba.
Pero pese a todo ahí estaba… Era una de sus peculiaridades, como su incapacidad para reír. Jill decidió, tras su iniciación como corista, que le gustaba ser admirada visualmente porque eso era una cosa que Mike no le proporcionaba.
Pero su propia honestidad cada vez más perfeccionada y su firme y creciente empatia no permitieron que aquella teoría se mantuviese. La mitad masculina del público contenía siempre el porcentaje de hombres que eran demasiado viejos, demasiado gordos, demasiado calvos, y en general demasiado adentrados en el triste camino de la entropía como para que pudieran ser considerados atractivos por una mujer de la juventud, belleza y exigencias de Jill. Ella siempre se había burlado de los «viejos lobos libidinosos», aunque no de los hombres viejos per se, se recordó a sí misma en defensa propia; Jubal podía mirarla —e incluso utilizar un lenguaje crudo de indecencias deliberadas— sin darle la menor sensación de que estaba ansioso por pillarla a solas y manosearla. Estaba tan serenamente segura del cariño de Jubal hacia ella y de su naturaleza auténticamente espiritual, que se dijo a sí misma que podría fácilmente compartir una cama con él, dormirse de inmediato… y estar segura de que él lo haría también, tras sólo el casto beso de buenas noches que siempre le daba al retirarse.
Pero ahora descubría que esos viejos carentes de atractivo no provocaban en ella ninguna emoción desagradable. Cuando sentía sus admirativas miradas o incluso su clara lujuria —y se dio cuenta de que podía sentirlo, incluso podía identificar sus fuentes—, no experimentaba rencor alguno; la caldeaban un poco y la hacían sentirse afectadamente complacida.
«Exhibicionismo» había sido para ella tan sólo una palabra utilizada para describir una anormalidad psicológica, una debilidad neurótica que siempre le pareció digna de desprecio. Ahora, al profundizar por sí misma y mirarla directamente, decidió que, o bien esa forma de narcisismo era normal, o era ella la anormal y no lo había sabido. Pero ella no se sentía anormal; se consideraba sana y feliz, más sana de lo que lo que nunca se había sentido. Siempre había gozado de una salud superior a la media —así tenía que ser para ejercer de enfermera—, y, que recordase, nunca había sufrido un resfriado o un trastorno gástrico. Ni siquiera —se dio cuenta con sorpresa— había tenido calambres en las piernas en toda su vida.
De acuerdo, estaba sana; y si a una mujer sana le gustaba que la mirasen como tal —¡y no como un cuarto de ternera!—, entonces era tan inevitable como que la noche sucede al día que los hombres sanos la mirasen, ¡aunque el hecho no fuese más que una solemne tontería! Y al llegar a este punto comprendió por fin intelectualmente, a Duque y sus fotografías, y le pidió mentalmente perdón.
Habló del asunto con Mike, intentó explicarle el cambio de su punto de vista… lo cual no resultó fácil, puesto que Mike era incapaz de comprender por qué a Jill había llegado a importarle alguna vez el que la mirasen o no, por parte de cualquiera, en cualquier circunstancia. Comprendía que una persona no deseara que la tocasen; Mike eludía los apretones de manos si podía hacerlo sin ofender a nadie, y sólo deseaba tocar y que le tocasen sus hermanos de agua.
Jill no estaba segura de hasta qué punto incluía eso a los hermanos de agua masculinos. Le había explicado a Mike la homosexualidad, después de que él hubiese leído sobre el tema y no hubiera conseguido asimilarlo… y le había dado reglas prácticas para eludir incluso la apariencia e impedir que le fueran hechas insinuaciones, puesto que suponía, correctamente, que Mike, con su apostura, atraería tales insinuaciones. Él siguió sus consejos e hizo su rostro más masculino, en vez de continuar con la belleza andrógina que tenía al principio. Sin embargo, Jill no estaba segura de que Mike hubiera rechazado una proposición así de, digamos, Duque. Por fortuna, los hermanos de agua masculinos de Mike eran decididamente masculinos, del mismo modo que los otros eran mujeres muy femeninas. Jill esperaba que las cosas siguieran así; sospechaba que, de todas formas, Mike asimilaría la existencia de una «incorrección» en los pobres invertidos que se le pudieran poner por delante, y que se abstendría de ofrecerles agua o de aceptarla de ellos.
Tampoco conseguía Mike comprender por qué a Jill le complacía ahora que la mirasen. La única vez en que sus dos actitudes habían sido aproximadamente similares fue cuando abandonaron la feria, donde Jill había descubierto que se había vuelto indiferente a las miradas, y se hallaba dispuesta a hacer su número «completamente desnuda», como le había dicho a Patty, si eso podía ayudar.
Jill vio que su actual conocimiento de sí misma había nacido en aquel punto; en el fondo, en realidad nunca se había sentido indiferente a las miradas masculinas. Sometida a las necesidades únicas de ajustar su vida al Hombre de Marte, se había visto obligada a dejar al margen una parte de su persona artificial —impuesta por su educación y su entrenamiento—, ese punto de recato propio de dama altiva que una enfermera debe retener, pese a los rigores de una profesión que exigía generalmente tareas incluso indignantes. Pero Jill no había sabido que tuviera ningún recato, hasta que lo hubo perdido.
Por supuesto, se sentía más una «dama» que nunca… aunque prefería pensar en sí misma como una «persona». Pero ya no era capaz de ocultar a su mente consciente —ni sentía ningún deseo de hacerlo— que había algo dentro de ella tan alegremente desvergonzado, como una gata en celo que fuera a ejecutar su danza del vientre para excitación de todos los gatos machos del vecindario.
Trató de explicarle todo esto a Mike, comunicándole su teoría de las funciones complementarias y la naturaleza funcional de la exhibición narcisista y del voyeurismo, utilizándose a sí misma y a Duque como ejemplos clínicos.
—Lo cierto es, Mike, que noto que algo se agita dentro de mí cuando todos esos tipos me contemplan… un sinfín de individuos y casi ningún hombre. Así que ahora asimilo por qué le gusta a Duque tener montones de fotos de mujeres, cuanto más sensuales mejor. Es lo mismo, sólo que a la inversa. Eso no quiere decir que desee irme a la cama con ellos, del mismo modo que Duque no desea irse a la cama con una de sus fotografías; demonios, querido… ni siquiera siento deseos de decirles «hola».
»Pero cuando me miran y me dicen, mejor dicho lo piensan, que soy deseable, eso me produce un hormigueo, una sensación cálida ahí en la boca del estómago —frunció ligeramente el entrecejo—. ¿Sabes?, debería hacer que me tomaran una foto realmente indecente y enviársela a Duque. Sólo para decirle que lamento haberle desdeñado y no haber conseguido asimilar lo que pensé que no era más que una debilidad suya. Porque, si se trata de una debilidad, también yo la tengo… pero como mujer. Si fuera una debilidad… Pero asimilo que no lo es.
—De acuerdo. Buscaremos un fotógrafo por la mañana.
Ella negó con la cabeza.
—No, me limitaré a pedirle disculpas la próxima vez que vayamos a casa. En realidad, no le enviaría nunca a Duque una foto así. Nunca hizo la menor insinuación de querer propasarse conmigo… y no deseo que se le ocurran ciertas ideas.
—Jill, ¿no desearías a Duque?
Ella oyó en su mente un eco del concepto de «hermano de agua».
—Hum… en realidad jamás pensé en ello. Supongo que ha sido porque me he sentido «fiel» hacia ti, lo cual de todos modos no ha sido ningún esfuerzo. Pero asimilo que hablas correctamente: no rechazaría a Duque, y lo disfrutaría también. ¿Qué piensas de eso, querido?
—Asimilo bondad —repuso Mike seriamente.
—Hum… mi galante marciano, hay momentos en los que a las mujeres humanas nos gusta apreciar al menos un conato de celos… pero no creo que exista la más remota posibilidad de que asimiles alguna vez lo que es estar «celoso». Cariño, ¿qué asimilarías si alguno de esos primos, esos hombres de entre el público, no un hermano de agua, me formulara proposiciones deshonestas?
Mike apenas sonrió.
—Asimilo que él desaparecería.
—Hum. Asimilo que es posible. Pero, Mike… escúchame con atención, querido. Me prometiste que no harías nada de eso a menos que surgiera una emergencia grave. Así que no te precipites. Si me oyeras chillar y gritar pidiendo ayuda, alcanzaras mi mente y comprobaras que me hallaba en un auténtico problema, entonces sería otro asunto. Pero yo ya me las arreglaba con lobos cuando tú aún estabas en Marte. En nueve de cada diez veces, si una chica es violada, en buena parte la culpa le corresponde a ella. La décima vez… bueno, de acuerdo. Lánzale tu mejor empujón al pozo sin fondo. Pero descubrirás que la mayoría de las veces no es necesario.
—De acuerdo, lo recordaré. Quiero que mandes esa foto indecente a Duque.
—¿Qué, querido? Lo haré si tú lo quieres. Es sólo que, si alguna vez quiero insinuarme a Duque… y puede que lo haga, ahora que me has metido la idea en la cabeza… le cogería por los hombros y le diría: «Duque, ¿qué opinas? Yo estoy dispuesta». No me gusta el sistema de enviarle por correo una foto indecente, como hacían aquellas repugnantes fulanas contigo. Pero, si tú quieres que lo haga, entonces de acuerdo. Hum, tampoco es necesario hacerla demasiado indecente… podría hacerme una foto clásica de corista profesional y decirle lo que estoy haciendo y preguntarle si tiene espacio para ella en su álbum. Puede que no lo interprete como una insinuación.
Mike frunció el entrecejo.
—Creo que he hablado de forma incompleta. Si deseas enviarle a Duque una fotografía indecente, hazlo. Si no lo deseas, entonces no lo hagas. Pero me hubiera gustado ver cómo tomaban esa foto indecente. Jill, ¿qué es una foto «indecente»?
Mike estaba desconcertado por toda aquella idea en general: por el cambio de Jill, de una actitud que nunca había comprendido pero que había aprendido a aceptar, a una actitud exactamente opuesta de placer… más un tercer y antiguo desconcierto ante la colección «artística» de Duque, que evidentemente no tenía nada de artística. Pero el pálido y evanescente concepto marciano paralelo a la tumultuosa sexualidad humana no le proporcionaba ninguna base para asimilar ni el narcisismo ni el voyeurismo, ni el recato ni la exhibición.
—«Indecente» significa una incorrección —añadió—, normalmente una pequeña incorrección, pero asimilo que tú no quieres dar a entender ni siquiera una pequeña incorrección, sino más bien una corrección.
—Oh, una foto indecente puede ser cualquiera de esas cosas, supongo, según quien la mire, ahora que he vencido algunos de mis prejuicios. Pero… Mike, tendré que mostrártelo; no te lo puedo explicar. Pero primero cierra esas persianas, ¿quieres?
Las persianas venecianas se cerraron solas.
—Muy bien —dijo Jill—. Ahora, esta postura puede ser considerada un poco indecente; cualquiera de las chicas del espectáculo la utilizaría como recurso profesional… y esta otra lo es un poco más, algunas de las chicas la usarían. Pero esta otra ya es inconfundiblemente indecente… y ésta es indecente por completo… y ésta es indecente en extremo, de tal modo que yo no posaría así ni con la cara envuelta en una toalla, a menos que tú lo desearas.
—Pero, si tu rostro estaba tapado, ¿para qué iba yo a quererla?
—Pregúntaselo a Duque. Eso es todo lo que puedo decirte.
Él siguió pareciendo desconcertado.
—No asimilo ninguna incorrección, tampoco asimilo corrección. Asimilo… —utilizó una palabra marciana que expresaba un estado absolutamente desprovisto de emociones.
Pero estaba interesado, precisamente porque se sentía tan desconcertado; siguieron hablando de ello, en marciano cuando era posible, debido a sus extremadamente finas discriminaciones para emociones y valores… y en inglés también, cuando el marciano, pese a lo rico que era, era incapaz de reflejar los conceptos.
Aquella noche Mike apareció en una mesa de primera fila, después de que Jill le dijera cómo sobornar al jefe de camareros para que le diera aquel lugar; estaba decidido a proseguir con su investigación del misterio. Jill no estaba en contra de ello. Apareció trotando en el primer número de la producción, dirigiendo sonrisas a todo el mundo y un rápido guiño a Mike cuando se volvió y sus ojos se cruzaron con los de él. Descubrió que, con Mike presente, la cálida y agradable sensación que había disfrutado todas las noches se amplificaba enormemente: sospechó que, si las luces se apagaran, su cuerpo brillaría en la oscuridad.
Cuando el desfile terminó y las chicas formaron cuadro, Mike estaba a no más de tres metros de ella; Jill había sido promovida a la primera fila del coro. El director la había mirado de pies a cabeza a su cuarto día con el espectáculo y le había dicho:
—No sé lo que pasa, pequeña. Tengo chicas por aquí mendigando cualquier trabajo con dos veces tus formas… pero, cuando los focos te iluminan, es a ti a quien miran todos los clientes. Está bien, voy a ponerte en la primera fila para que puedan verte mejor. Con el correspondiente aumento de sueldo… aunque sigo sin saber por qué.
Jill adoptó su pose y habló con Mike a través de su mente:
—(¿Sientes algo?).
—(Asimilo, pero no en toda su plenitud).
—(Mira hacia donde miro yo, hermano mío. El individuo bajito. Tiembla. Tiene sed de mí).
—(Asimilo su sed).
—(¿Puedes verle?).
Jill clavó su mirada en los ojos del cliente y le obsequió con una cálida sonrisa, no sólo para incrementar su interés en ella, sino para permitir que Mike se valiera de sus ojos para verle, si era posible. Cuando su asimilación del pensamiento marciano aumentó y con ello creció firmemente el acercamiento en otras formas entre ambos, empezaron a ser capaces de utilizar aquel sistema común marciano. Todavía no de una forma completa, pero con creciente facilidad. Jill aún no tenía control sobre él; Mike podía ver con sólo mirar a través de sus ojos si ella se lo indicaba, pero ella podía ver a través de los ojos de él sólo si Mike le dedicaba toda su atención.
—(Le asimilamos juntos) —admitió Mike—. (Tiene una enorme sed de mi pequeño hermanito).
—(¡!).
—(Sí. Una hermosa agonía).
Unos compases del estribillo le dijeron a Jill que tenía que romper su postura y reanudar su ondulante contoneo. Lo hizo, moviéndose con orgullosa sensualidad y captando en sí misma una bullente sensación de lujuria, en respuesta a las emociones que estaba recibiendo tanto de Mike como del desconocido. La rutina del número hacía que se alejara de Mike y se dirigiera casi hacia el excitado desconocido, acercándose a él durante los primeros pasos. Siguió mirándole con fijeza.
Y en ese momento sucedió algo que resultó totalmente inesperado para ella, porque Mike nunca le había explicado que fuera posible. Había estado permitiendo la recepción de las emociones de aquel desconocido, soliviantándole intencionadamente con la mirada y con el cuerpo, y retransmitiendo a Mike todo lo que sentía. De pronto el circuito se cerró, y se encontró contemplándose a sí misma, viéndose a través de unos ojos desconocidos, mucho más lujuriosos de lo que había pensado… y experimentando toda la primitiva necesidad con la que el desconocido la veía.
Trastabilló ciegamente, y habría caído de bruces si Mike no hubiera captado al instante el problema y la hubiera sujetado, alzado, enderezado y estabilizado hasta que pudo seguir andando sin ayuda, desaparecida la segunda vista.
La hilera de beldades siguió su marcha hacia la salida. Tras abandonar el escenario, la muchacha que iba detrás de ella preguntó:
—¿Qué demonios te ocurrió, Jill?
—Se me enganchó el tacón del zapato.
—Sí, a veces ocurre. Pero fue la forma más extraña de recuperar el equilibrio que haya visto en toda mi vida. Por un segundo pareciste una marioneta sostenida por hilos.
«Y lo era, querida, lo era», pensó Jill, «pero no vamos a hablar de ello».
—Le diré al encargado del escenario que eche un vistazo a ese lugar. Creo que hay una tabla suelta. Alguna podría romperse una pierna…
Durante el resto del espectáculo, siempre que estaba en el escenario, Mike le enviaba rápidos atisbos de cómo la observaban los distintos hombres entre el público, al tiempo que se aseguraba siempre de que ella no se viese cogida otra vez por sorpresa. A Jill le asombró descubrir la variedad de aquellas imágenes: uno miraba sólo sus piernas, otro se sentía fascinado por las ondulaciones de su torso, un tercero sólo veía sus orgullosos pechos.
Luego Mike, tras advertirla primero, le dejó ver a las otras chicas en el cuadro. Se sintió aliviada al comprobar que Mike las veía como ella misma las veía… sólo que con mayor agudeza. Pero le sorprendió darse cuenta de que su propia excitación no disminuía mientras miraba, de segunda mano, a las chicas a su alrededor: se incrementaba.
Mike se retiró de la sala inmediatamente después del número final, adelantándose a los demás como ella le había advertido que hiciera. Jill no esperaba volver a verle aquella noche, puesto que Mike sólo había pedido permiso para ausentarse de su trabajo de croupier el tiempo suficiente para ver a su esposa en el espectáculo. Pero cuando se vistió y regresó al hotel, sintió su presencia antes de llegar a la habitación.
La puerta se abrió para ella; entró, luego se cerró a sus espaldas.
—¡Hola, querido! —saludó—. ¡Qué estupendo encontrarte en casa!
Mike sonrió, gentil.
—Ahora asimilo imágenes indecentes —la ropa de Jill desapareció—. Haz posturas indecentes.
—¿Eh? Sí, querido, por supuesto.
Repitió las mismas actitudes que había adoptado antes. Con cada una de ellas, una vez adoptada, Mike dejó que ella utilizase los ojos de él para contemplarse a sí misma. Jill se miró a sí misma y experimentó las emociones de él… y sintió hincharse las suyas propias en respuesta a una cerrada y mutua reverberación amplificada. Por último, se situó en una postura tan sensualmente lasciva como su imaginación pudo crear.
—Las imágenes indecentes son una gran corrección —dijo Mike, con voz grave.
—¡Sí! ¡Y ahora yo también las asimilo! ¿A qué estás esperando?
* * *
Abandonaron sus empleos y, durante los siguientes días, asistieron a tantos espectáculos adultos como les fue posible, y durante este período Jill hizo otro descubrimiento: asimilaba las imágenes indecentes sólo a través de los ojos de un hombre. Si Mike miraba, ella captaba y compartía su estado de ánimo, desde el relajado placer sensual de la contemplación de una mujer hermosa hasta la más ardiente de las excitaciones. Pero si la atención de Mike estaba en alguna otra parte, la modelo, bailarina o artista de strip-tease no era más que otra mujer para Jill, quizá agradable de contemplar pero en absoluto excitante. Lo más probable era que terminara aburriéndose y deseando un poco que Mike la llevara de vuelta a casa. Pero sólo un poco, porque ahora ya era casi tan paciente como él.
Examinó este nuevo hecho desde todos lados, y decidió que prefería no sentirse excitada por las mujeres más que a través de los ojos de él. Un hombre le proporcionaba ya todos los problemas que podía manejar, y unos cuantos más; descubrirse tendencias lesbianas hubiera sido demasiado… absolutamente.
Pero resultaba divertido, «una gran corrección», ver a aquellas chicas con los ojos de Mike tal como había aprendido a verlas; y era una corrección aún mayor y exultante saber que, al fin, Mike la contemplaba a ella del mismo modo, sólo que más.
Se detuvieron en Palo Alto el tiempo suficiente para que Mike intentara —y fracasara— engullir toda la Biblioteca Hoover en bocados de mamut. La tarea era mecánicamente imposible; los escáneres no podían girar tan aprisa, ni Mike podía pasar las páginas de los libros encuadernados con la suficiente rapidez como para poder leerlos todos. Renunció, y admitió que estaba almacenando datos en bruto a una velocidad muy superior a lo que podía asimilar, incluso pasando en la biblioteca todas las horas en que estaba cerrada en solitaria contemplación. Con gran alivio por parte de Jill, se trasladaron a San Francisco, y Mike se embarcó en una investigación más sistemática.
* * *
Ella volvió al piso un día y encontró a Mike sentado, no en trance sino sin hacer nada, y rodeado de libros, muchos libros: el Talmud, el Kama-Sutra, varias versiones de la Biblia, el Libro de los Muertos, el Libro de los Mormones, el precioso ejemplar de Patty de la Nueva Revelación, diversos apócrifos, el Corán, La Rama Dorada —versión no resumida—, El Camino, Ciencia y Salud con la Llave a las Escrituras, los escritos sagrados de una docena de otras religiones mayores y menores… incluso desviaciones tan extrañas como el Libro de la Ley de Crowley.
—¿Te ocurre algo, querido?
—Jill, no asimilo… —agitó la mano hacia los libros.
—(La espera, Michael. Se impone la espera basta que llegue la plenitud).
—No creo que la espera la llene nunca. Oh, sé dónde está el fallo: no soy realmente un hombre. Soy marciano… un marciano en un cuerpo deforme.
—Para mí eres un hombre más que completo, querido… y adoro la forma que tiene tu cuerpo.
—Oh, tú asimilas de qué estoy hablando. No asimilo a la gente. No comprendo esta multiplicidad de religiones. Mira, entre mi pueblo…
—¿Tu pueblo, Mike?
—Lo siento. Debí decir que, entre los marcianos, sólo existe una religión… y no es una fe, sino una certidumbre. La asimilas. «¡Tú eres Dios!».
—Sí —asintió ella—. Lo asimilo en marciano. Pero ya sabes, queridísimo, que eso no significa lo mismo en inglés… o en ninguna otra lengua humana. No sé por qué.
—Hum. En Marte, cuando necesitamos saber algo, cualquier cosa, preguntamos a los Ancianos, y la respuesta nunca es errónea. Jill, ¿es posible que los humanos no tengamos «Ancianos»? No me refiero a las almas, esto se da por sentado. Cuando nosotros nos descorporizamos, morimos. Cuando nos quedamos muertos… ¿morimos de un modo total y no queda nada? ¿Vivimos en la ignorancia porque eso no importa? ¿Porque desaparecemos sin dejar ningún rastro detrás, en un espacio de tiempo tan breve que cualquier marciano lo utilizaría para una larga contemplación? Dímelo, Jill. Tú eres humana.
Ella sonrió con serena tranquilidad.
—Tú mismo me lo has dicho. Tú me has enseñado a conocer la eternidad, y no puedes arrebatarme ese conocimiento, nunca. No puedes morir, Mike; lo único que puedes hacer es descorporizarte.
Se señaló a sí misma con ambas manos.
—Este cuerpo que me has enseñado a ver a través de tus ojos, y que has amado tan bien, desaparecerá algún día. Pero yo no desapareceré: ¡soy lo que soy! Tú eres Dios y yo soy Dios y nosotros somos Dios, eternamente. No estoy segura de adonde iré a parar, ni de si recordaré que hubo un tiempo en que fui Jill Boardman, la muchacha que se consideraba feliz manoseando instrumental médico y que fue igualmente feliz meneando su cuerpo en las tablas bajo los brillantes focos. Siempre me ha gustado este cuerpo…
Con el más desacostumbrado gesto de impaciencia, Mike hizo desaparecer las ropas de Jill.
—Gracias, querido —dijo ella en voz baja, sin moverse de donde estaba sentada—. Siempre ha sido un cuerpo estupendo para mí, y para ti… para los dos. Pero confío en no perderlo cuando haya terminado con él. Espero que te lo comas cuando me descorporice.
—Oh, te comeré, puedes estar segura… a menos que me descorporice yo antes.
—No creo que pase eso. Con tu dominio mucho mayor sobre ese adorable cuerpo, sospecho que puedes vivir varios siglos. A menos que decidas descorporizarte antes.
—Podría hacerlo. Pero no ahora. Jill, lo he intentado una y otra vez. ¿A cuántas iglesias hemos asistido?
—A todas las que hay en San Francisco, de todo tipo, creo… Excepto las más pequeñas y secretas, que no están listadas en ninguna parte. No recuerdo cuántas veces hemos asistido a los servicios de buscadores.
—Eso sólo fue para reconfortar a Patty. Yo no volvería nunca más, si tú no estuvieses segura de que ella lo necesita para saber que no hemos abandonado.
—Lo necesita. No podemos mentirle; tú no sabes hacerlo y yo no puedo engañar a Patty.
—En realidad —admitió él—, los fosteritas son muchos más de los que había creído. Todos retorcidos, por supuesto. En realidad andan torpemente a tientas, como hacía yo cuando estábamos en la feria. Y nunca corrigen sus errores por culpa de esto… —hizo que el libro de Patty se alzara en el aire—, que en su mayor parte no es más que basura.
—Sí, pero Patty no lo ve. Está envuelta en su propia inocencia. Ella es Dios, y obra en consecuencia; sólo que no sabe que lo es.
—Así es —asintió él—. Ésa es nuestra Patty. Lo cree sólo cuando yo se lo digo, con el énfasis adecuado. Pero, Jill, hay otros sitios donde mirar. La ciencia, por ejemplo. A mí, mientras estaba aún en el nido, me enseñaron más acerca de cómo fue ensamblado el universo físico de lo que han averiguado hasta la fecha los científicos humanos. Sé tanto de eso, que ni siquiera puedo hablar con ellos sobre el asunto. Ni siquiera puedo hablarles de algo tan elemental como la levitación. No trato de menospreciar a los científicos… Hacen lo que deben y se orientan hacia el camino correcto; asimilo por completo eso. Pero lo que están tratando de descubrir no es lo que yo ando buscando, ¿entiendes? Uno no asimila un desierto contando sus granos de arena.
»Luego está la filosofía, que se supone que es capaz de abarcarlo todo. ¿Lo hace? Todo filósofo que aparece con algo es exactamente porque ha tropezado con ello… excepto los que se engañan a sí mismos, demostrando sus suposiciones a través de sus conclusiones, en un círculo. Como Kant. Como muchos otros que se muerden la cola. Así que la respuesta, si la hay, debería estar aquí.
Agitó la mano hacia el montón de libros religiosos.
—Sólo que no está. Trozos y fragmentos que parecen verídicos, pero nunca un esquema global… y si hay un esquema, cada vez, sin excepción, te piden que la parte más difícil la suplas con la fe. ¡Fe! ¡Qué sucio monosílabo! Jill, ¿por qué no lo mencionaste cuando me enseñabas la relación de palabras breves que no deben ser usadas en compañía de personas educadas?
Ella sonrió.
—Mike, acabas de hacer un chiste.
—No tenía intención de que fuera un chiste, y no le veo la gracia tampoco. Jill, no he sido bueno para ti… tú solías reírte. No dejabas de reír y sonreír hasta que yo te traspasé mis preocupaciones. Yo no he aprendido a reír; tú en cambio has olvidado cómo hacerlo. En vez de transformarme yo paulatinamente en humano, has sido tú la que has empezado a convertirte en marciana.
—Soy feliz, querido. Probablemente tú no me has visto reírme.
—Si rieras como lo hacías antes en el otro extremo de la calle Market, oiría tu risa. Después de que la risa dejara de asustarme, nunca he dejado de notarla… en especial la tuya. Si asimilase la risa, asimilaría también a la gente, creo. Y entonces podría ayudar a alguien como Pat… o bien enseñarle lo que sé, o aprender lo que ella sabe. O ambas cosas. Podríamos hablar y comprendernos mutuamente.
—Mike, todo lo que necesitas hacer por Patty es verla de vez en cuando. ¿Por qué no lo hacemos, querido? Salgamos de esta terrible niebla. Ahora está en su casa; la feria descansa esta temporada. Vayamos al sur y visitémosla. Siempre he deseado conocer la Baja California; podríamos seguir avanzando con rumbo sur y disfrutar de un clima cada vez más cálido, y nos la llevaríamos con nosotros, ¡eso sí sería divertido!
—De acuerdo.
Ella se puso en pie.
—Déjame ponerme un vestido. ¿Quieres conservar alguno de estos libros? En vez de una de tus habituales limpiezas caseras, podría enviarlos a casa de Jubal.
Él aleteó los dedos, y todos desaparecieron excepto el regalo de Patty.
—Sólo nos llevaremos ése; Pat se daría cuenta si no lo tuviéramos con nosotros. Pero, Jill, en este preciso momento tengo necesidad de ir al zoológico.
—Me parece bien.
—Quiero escupirle a un camello y preguntarle por qué se siente tan avinagrado. Tal vez los camellos sean los auténticos «Ancianos» de este planeta… y eso es lo que esté mal en el lugar.
—Dos chistes en un día, Mike.
—No me estoy riendo. Ni tú. Ni el camello. Quizá él asimile por qué. Vamos. ¿Te parece bien ese vestido? ¿Quieres ropa interior? Observé que la llevabas cuando retiré la otra ropa.
—Oh, sí, por favor, cariño. Hace fresco fuera.
—Muy bien. Arriba —levitó a Jill un par de palmos—. Bragas. Medias. Portaligas. Zapatos. Ahora baja y alza los brazos. ¿Sujetador? No necesitas sujetador. Ahora el vestido… y ya estás presentable de nuevo. Y preciosa, sea eso lo que sea. Tienes un aspecto fantástico. Quizá consiga un empleo como doncella, si no valgo para ninguna otra cosa. Baños, lavados de cabeza, masajes, peinados, vestidos para todas las ocasiones… incluso he aprendido a hacer la manicura a la moda. ¿Eso es todo, madam?
—Eres la doncella perfecta, querido. Pero te voy a conservar para mí.
—Sí, asimilo que sí. Tienes un aspecto tan estupendo que me parece que voy a quitarte todo eso y te daré un masaje. Del tipo llamado de acercamiento.
—¡Oh, sí, Michael!
—Pensé que habías aprendido a esperar. Primero tienes que llevarme al zoo y comprarme cacahuetes.
—Sí, Mike.
* * *
En el parque del Golden Gate soplaba un viento frío, pero Mike no lo notaba y Jill había aprendido a que no tenía por qué sentir el frío o cualquier otra incomodidad si no lo deseaba. Sin embargo, fue agradable relajar su control cuando entraron en la cálida atmósfera de la casa de los monos. Aparte aquel calorcillo, a Jill no le gustaba demasiado ese lugar. Los monos y antropoides se parecían demasiado a las personas, eran demasiado deprimentemente humanos. Jill creía haber terminado para siempre con cualquier tipo de remilgos; había crecido para albergar una alegría ascética, casi marciana, hacia todas las cosas físicas. Las copulaciones y evacuaciones en público de aquellos simios prisioneros no la turbaban como antes lo habían hecho; aquellos pobres animales enjaulados carecían de intimidad, no era culpa suya. Ahora podía contemplarlos sin repugnancia, sin que afectaran sus propios remilgos. Pero la cuestión estribaba en que eran «humanos, demasiado humanos en todo»… cada uno de sus actos, cada una de sus expresiones, cada una de sus aturdidas miradas le recordaban lo que menos le gustaba de los miembros de su propia raza.
Jill prefería la casa de los felinos. Los grandes machos, arrogantes y seguros de sí mismos pese a su cautividad, la plácida maternidad de las grandes hembras, la señorial hermosura de los tigres de Bengala, con la jungla asomando constantemente de sus ojos, la rapidez y el aire mortífero de los pequeños leopardos, con su olor almizcleño que el aire acondicionado no lograba eliminar. Normalmente Mike compartía también sus gustos hacia otras exhibiciones; se pasaría horas allí en el aviario, en el terrario o contemplando las focas. En una ocasión Mike le había dicho que, si uno tuviera que eclosionar su huevo en el planeta Tierra, nacer león marino sería la mayor corrección. Cuando visitó por primera vez un zoológico, Mike se trastornó mucho; Jill se vio obligada a ordenarle que esperase y asimilase, ya que él había estado a punto de tomar acciones inmediatas para poner en libertad a todos los animales. Finalmente había admitido, tras la argumentación de ella, que la mayoría de aquellos animales no podrían sobrevivir libres en el clima y entorno donde él se había propuesto soltarlos, que un parque zoológico era una especie de nido… de algún tipo. Había seguido esta primera experiencia con varias horas de retraimiento, tras las cuales nunca volvió a amenazar con retirar todos los barrotes, cristales y verjas. Le explicó a Jill que los barrotes estaban allí para mantener a las personas fuera, tanto o más que para conservar a los animales dentro, cosa que al principio no había logrado asimilar. A partir de entonces, Mike nunca dejó de visitar el zoo allá donde fueran y hubiese uno.
Pero hoy, sin embargo, ni la no mitigada misantropía de los camellos pudo extirpar el melancólico humor de Mike. Ni siquiera los monos y antropoides consiguieron alegrarle. Se detuvieron durante un rato frente a una jaula que contenía una familia de caís capuchinos y los observaron comer, dormir, cortejarse, cuidar de los pequeños, peinarse e ir bulliciosamente de un lado para otro de la jaula mientras Jill les lanzaba subrepticiamente cacahuetes, pese a los carteles de «No alimente a los animales».
Arrojó uno a un capuchino de tamaño medio; pero antes de que éste pudiera comérselo, otro ejemplar macho más corpulento no sólo se lo arrebató sino que además le propinó una buena paliza, y luego se alejó. El mono más pequeño no intentó perseguir a su torturador; se acuclilló en la escena del crimen, golpeó con los puños las cáscaras que había en el suelo de cemento y parloteó su impotente rabia. Mike le observó con mirada solemne.
De pronto, el mono maltratado se precipitó hacia un lado de la jaula, agarró a un mono aún más pequeño que él, y le administró una paliza peor aun de la que él había sufrido… tras lo cual pareció quedarse completamente relajado. El tercer mono se escabulló como pudo, gimoteando, y se acurrucó en los brazos de una hembra que llevaba a otro aún más pequeño, un bebé, a su espalda. Los demás monos no prestaron la menor atención a nada de aquello.
Mike echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada… y siguió riendo, estentórea e incontrolablemente. Jadeó en busca de aliento, las lágrimas brotaron de sus ojos; empezó a temblar y se derrumbó al suelo, sin dejar de reír.
—¡Basta, Mike!
Dejó de doblarse sobre sí mismo, pero las carcajadas y las lágrimas prosiguieron. Un empleado se acercó presuroso.
—¿Necesita ayuda, señora?
—No. Sí, sí la necesito. ¿Podría avisar un taxi? Cualquier vehículo, terrestre, aéreo, lo que sea… tengo que sacarle de aquí. No se encuentra bien —añadió.
—¿Una ambulancia? Parece como si hubiera sufrido un ataque.
—¡Cualquier cosa!
Pocos minutos después conducía a Mike al interior de un aerotaxi con piloto. Dio la dirección, luego dijo con urgencia:
—Mike, tienes que escucharme. Tranquilízate.
Mike se calmó un poco pero siguió riendo, quedamente primero, luego más fuerte, después quedamente de nuevo, mientras ella le secaba los ojos, durante los pocos minutos que tardaron en llegar a casa. Le metió dentro, le desnudó, le hizo tenderse en la cama.
—Tranquilo, querido. Retráete ahora, si necesitas hacerlo.
—No, estoy bien. Por fin me encuentro bien.
—Espero que sí —suspiró—. Me has dado un buen susto, Mike.
—Lo siento, hermanito. Lo sé. Yo también me asusté la primera vez que oí la risa.
—Mike, ¿qué ocurrió?
—Jill… ¡asimilo a la gente!
—¿Eh? (¿?).
—(Hablo correctamente, hermanito. Asimilo). Ahora asimilo a las personas, Jill… hermanito… encanto… precioso duendecillo de piernas vivaces y adorables hechizos lascivos con libido licenciosa… hermosas prominencias pectorales y retaguardia sensual… con voz dulce y manos suaves. Mi queridísima muchachita.
—Pero… ¡Michael!
—Oh, conocía todas esas palabras; simplemente no sabía cuándo o por qué pronunciarlas… ni por qué tú deseabas que lo hiciese. Te adoro, amor mío… Ahora también asimilo «amor».
—Siempre lo hiciste. Y yo te quiero… mono adulador. Mi querido.
—«Mono», sí. Acércate, mono hembra, apoya tu cabeza en mi hombro y cuéntame un chiste.
—¿Simplemente contarte un chiste?
—Bueno, basta con que te arrimes a mí. Cuéntame un chiste que yo no haya oído nunca y observa si me río en el lugar adecuado. Lo haré, estoy seguro… y seré capaz de decirte en qué consiste la gracia. Jill… ¡asimilo a las personas!
—Pero, ¿cómo, querido? ¿Puedes decírmelo? ¿Necesitas expresarlo en marciano? ¿O tienes que utilizar el habla mental?
—No, ésa es la cuestión. Asimilo a las personas. Soy una persona… así que ahora puedo hablar como las personas. He descubierto por qué se ríe la gente. Se ríen porque algo duele demasiado, porque ésa es la única cosa que puede hacer que deje de doler.
Jill pareció desconcertada.
—Tal vez sea yo la que no es persona. No lo entiendo.
—Ah, pero tú eres una persona, pequeño mono hembra. Tú asimilas tan automáticamente que no necesitas pensar en ello. Porque creciste entre personas. Pero yo no. Yo he sido como un cachorro al que había que mantener apartado de los demás perros… que no podía ser como sus amos, y nunca aprendió a ser perro. Así que era necesario enseñarme. El hermano Mahmoud me enseñó, Jubal me enseñó, mucha gente me enseñó… y tú me enseñaste más que todos. Hoy he obtenido mi diploma, y he reído. Gracias a aquel pobre mono.
—¿Cuál, querido? Para mí, el grande fue simplemente mezquino… y el pequeño al que le lancé al principio el cacahuete se volvió luego tan mezquino como él, o más. Ciertamente, no hubo nada de divertido en ello.
—¡Jill, Jill, querida! Te he frotado con demasiadas cosas marcianas. Claro que no fue divertido; fue trágico. Por eso tengo que reír. Estaba mirando aquella jaula llena de monos, y de pronto vi todas las cosas mezquinas y crueles y absolutamente inexplicables que he visto, oído y leído durante el tiempo que llevo entre mi propia gente… y de pronto me hizo tanto daño que me encontré riendo a carcajadas.
—Pero… Mike, querido, reírse es algo que uno hace cuando se encuentra con algo agradable, no ante algo horrible.
—¿De veras? Piensa en Las Vegas… Cuando todas vosotras, las hermosas chicas del coro, salíais al escenario, ¿se reía la gente?
—Bueno… no.
—Pero vosotras las coristas erais la parte más hermosa del espectáculo. Ahora asimilo que los espectadores os habrían lastimado si se hubiesen echado a reír a vuestra aparición. Pero no, se reían cuando un cómico tropezaba y caía de bruces… o algo por el estilo, que no encierra ninguna corrección.
—Pero la gente no se ríe sólo de eso.
—¿No? Quizá todavía no asimilo por completo. Pero encuéntrame algo que realmente te haga reír, cariño: un chiste, cualquier cosa… algo que te impulse a soltar una auténtica carcajada, no a sonreír. Entonces comprobaremos si hay o no incorrección en alguna parte de ello… y si realmente te echarías a reír en caso de que la incorrección no estuviera allí —meditó—. Asimilo que, cuando los monos aprendan a reír, serán personas.
—Es posible.
Dubitativa pero ansiosa, Jill empezó a rebuscar en su memoria aquellos chistes que había considerado irresistiblemente divertidos, aquellos que había visto u oído y que la habían impulsado a soltar la carcajada de forma irreprimible—:… todo su club de Bridge… ¿Debo hacer una reverencia?… ¡Idiota, ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario!… los objetos del chino… a ella se le rompió la pierna… ¡para fastidiarme a mí!… Pero eso me hará polvo el viaje… y su suegra se desmayó… ¿Te paras? ¡Apuesto tres a uno a que puedes!… algo le ha pasado a Ole… ¡y tú también, buey torpe!
Abandonó las historias «divertidas», señalándole a Mike que no eran más que fantasías, no eran reales, y trató de recordar incidentes auténticos. ¿Bromas pesadas? Todas las bromas pesadas apoyaban la tesis de Mike, incluso las menos pesadas también, como la del vaso que gotea… y en cuanto a la idea de los internos de una broma pesada… bueno, los internos y los estudiantes de medicina deberían ser encerrados en jaulas. ¿Qué más? ¿Aquella vez en que Elsa Mae perdió sus pantys con su nombre bordado en ellos? Para Elsa Mae el incidente no tuvo ninguna gracia. ¿O la vez que…?
—Al parecer —reconoció hoscamente—, la caída de espaldas es la cúspide del humor. No es un cuadro muy hermoso de la raza humana, Mike.
—¡Oh, sí lo es!
—¿Eh?
—Había pensado… me dijeron que una cosa «divertida» era una cosa correcta. No es así. Ni siquiera resulta graciosa para la persona a quien le ocurre. Como ese sheriff sin pantalones. Lo correcto está en la propia risa. Asimilo que es un acto de valor… y una participación… contra el dolor, la amargura y la derrota.
—Pero… Mike, no es correcto reírse de las personas.
—No. Pero yo no me estaba riendo del mono. Me reía de nosotros. De las personas. Y, de pronto, me di cuenta de que yo también era una persona, y no pude dejar de reír —hizo una pausa—. Esto es difícil de explicar, porque tú nunca has vivido como un marciano, pese a todo lo que te he explicado al respecto. En Marte, nunca sucede nada de lo que reírse. Todas las cosas que resultan graciosas para los humanos no pueden ocurrir físicamente en Marte, o no se permite que ocurran… Cariño, lo que vosotros llamáis «libertad» no existe en Marte; todo está planeado por los Ancianos… o las cosas que ocurren en Marte y de las que nos reímos aquí en la Tierra no son divertidas porque carecen de incorrección. La muerte, por ejemplo.
—La muerte no tiene nada de divertido.
—Entonces, ¿por qué hay tantos chistes sobre la muerte? Jill, para nosotros… para nosotros los humanos… la muerte es algo tan triste que debemos reírnos de ella. Todas esas religiones se contradicen unas a otras en todos los demás puntos, pero cada una está repleta de formas de ayudar a la gente a ser lo bastante valiente como para reírse aunque sepan que están agonizando… —dejó de hablar, y Jill pudo sentir que casi había entrado en estado de trance—. Jill… ¿es posible que estuviera buscándolas por el camino equivocado? ¿No podría ser que todas y cada una de esas religiones fuesen verdaderas?
—¿Eh? ¿Cómo podría ser eso posible? Mike, si una de ellas es verdadera, las demás tienen que ser falsas. Es pura lógica.
—¿De veras? Apunta hacia la dirección más corta en torno del universo. No importa hacia qué lado apuntes, siempre es la dirección más corta… y en realidad estás apuntando a tu propia espalda.
—Bueno, ¿y qué demuestra eso? Tú me enseñaste la verdadera respuesta, Mike: «tú eres Dios».
—Y tú eres Dios, mi amor. No estaba discutiendo eso. Pero ese detalle fundamental, que no depende en absoluto de la fe, puede significar que todas las religiones son verdaderas.
—Bueno… si todas son verdaderas, entonces en este preciso momento deseo adorar a Siva —cambió de tema Jill, con una enérgica acción directa.
—Pequeña pagana —dijo Mike en voz baja—. Te expulsarán de San Francisco.
—Entonces iremos a Los Ángeles… donde nadie reparará en nosotros. ¡Oh! ¡Tú eres Siva!
—¡Danza, Kali, danza!
* * *
En algún momento durante la noche, Jill se despertó y vio a Mike de pie ante la ventana, mirando la ciudad.
—(¿Te ocurre algo, hermano mío?).
Mike dio media vuelta.
—No hay ninguna necesidad de que se sientan desdichados.
—¡Querido, querido! Creo que hubiera sido mejor que te llevara a casa. La ciudad no te sienta bien.
—Pero de todas formas lo hubiera sabido. El dolor, la enfermedad, el hambre, la lucha… no hay ninguna necesidad de nada de ello. Es una insensatez tan grande como la de aquellos pequeños monos.
—Sí, querido. Pero tú no tienes la culpa…
—¡Oh, sí que la tengo!
—Bueno… si tú lo dices… Pero no se trata sólo de una ciudad: son cinco mil millones de personas o más. No puedes ayudar a cinco mil millones de personas.
—Eso es lo que me pregunto.
Avanzó unos pasos y se sentó junto a ella.
—Ahora los asimilo, puedo hablarles. Jill, ahora podría preparar bien nuestro número… y conseguir que los primos se pasaran riendo todos los minutos de nuestra actuación. Estoy seguro.
—Entonces, ¿por qué no lo haces? A Patty le encantaría… y a mí también. Me gustaba ese ambiente. Y ahora que hemos compartido el agua con Patty, sería como estar en casa.
Mike no respondió. Jill tanteó su mente y se dio cuenta de que estaba contemplando, intentando asimilar. Aguardó.
—¿Jill? ¿Qué tengo que hacer para ser ordenado?