7

Pese a haber trasnochado, Jill estaba preparada para efectuar su relevo del turno nocturno en la planta del hospital a la mañana siguiente, diez minutos antes de la hora que le correspondía. Tenía toda la intención de obedecer las órdenes de Ben: permanecer alejada del intento del periodista de ver al Hombre de Marte, pero estaba decidida a mantenerse cerca cuando se produjera… sólo por si Ben necesitara refuerzos.

Ya no había guardiamarinas en el pasillo. Bandejas, medicamentos y dos pacientes que preparar para cirugía la tuvieron atareada durante las primeras dos horas; apenas tuvo tiempo de comprobar la puerta de la suite K-12. Estaba cerrada con llave, lo mismo que la puerta de la sala de espera contigua. La puerta a la sala de guardia al otro lado también estaba cerrada. Consideró la posibilidad de meterse en ella subrepticiamente para ver a Smith a través de la puerta de comunicación, ahora que los guardias se habían ido, pero decidió aplazarlo; tenía demasiado trabajo. No obstante, se mantuvo atenta a cuantas personas aparecieron por la planta.

Ben no se dejó ver, y un discreto interrogatorio a la telefonista de la centralita le aseguró que ni Ben ni nadie más había acudido a ver al Hombre de Marte mientras Jill estuvo atareada en otra parte. Eso la desconcertó; aunque Ben no había dicho la hora, ella había sacado la conclusión de que su plan consistía en invadir la ciudadela a primeros del día, tan pronto como le fuera posible.

Finalmente decidió que tenía que echar una ojeada. Durante una pausa, llamó a la puerta de la sala de guardia, luego asomó la cabeza y fingió sorprenderse.

—¡Oh! Buenos días, doctor. Pensé que el doctor Frame estaría aquí.

El médico sentado al escritorio de guardia era completamente desconocido para Jill. Apartó la vista del display de datos fisiológicos que estaba estudiando, la miró, luego esbozó una sonrisa mientras la examinaba de arriba abajo.

—No he visto al doctor Frame, enfermera. Soy el doctor Brush. ¿Puedo ayudarla en algo?

Ante la típica reacción masculina, Jill se relajó.

—No, nada en especial. ¿Cómo se encuentra el Hombre de Marte?

—¿Eh?

Ella sonrió y le guiñó un ojo.

—No es ningún secreto para el personal, doctor. Su paciente… —indicó con un gesto la puerta interior.

—¿Eh? —el médico pareció asombrado—. ¿Le tenían aquí?

—¿Acaso ya no está?

—Por supuesto que no. Tenemos a la señora Rose Bankerson, una paciente del doctor Garner. La trasladamos esta mañana a primera hora.

—¿De veras? Entonces, ¿qué ha sido del Hombre de Marte? ¿Dónde lo han puesto?

—No tengo la menor idea. Vaya, ¿así que me he perdido realmente de ver a Valentine Smith?

—Ayer estaba aquí. Eso es todo lo que sé.

—¿Y el doctor Frame se ocupaba de su caso? Algunas personas se llevan toda la suerte. Mire lo que me ha tocado a mí…

Conectó la cámara de observación de circuito cerrado que tenía sobre su escritorio; Jill vio enmarcada en la pantalla, como si la estuviera contemplando desde arriba, una cama de agua; flotando en ella había una diminuta anciana. Parecía estar dormida.

—¿Qué tiene?

—Hum… Enfermera, si esa mujer no tuviese más dinero del que ninguna persona debería tener, me sentiría tentado a diagnosticarle demencia senil. Pero, tal como son las cosas, ha ingresado para tomarse un descanso y para que le hagan un chequeo.

Jill intercambió unas cuantas frases intrascendentes y, tras unos momentos, fingió haber visto una luz de llamada. Fue a su escritorio y sacó el registro del turno de noche. Sí… allí estaba: V. M. Smith, K-12 transferido. Debajo de esta entrada había otra: Sra. Rose S. Bankerson ingresada en K-12 (dieta s/Dr. Garner —sin órdenes—, responsabilidad nula para el servicio de planta).

Tras comprobar que la vieja rica no era responsabilidad suya, Jill volvió su atención a Valentine Smith. Algo acerca del caso de la señora Bankerson sonaba en su cabeza de un modo extraño, pero no podía echarle mano, así que lo apartó de su mente y se dedicó al asunto que le interesaba. ¿Por qué habían trasladado a Smith en mitad de la noche? Probablemente para eludir cualquier posible contacto con gente de fuera. Pero, ¿adónde lo habrían llevado? En circunstancias normales Jill se hubiera limitado a llamar a Recepción y preguntarlo, pero las opiniones de Ben —además de la falsa emisión de la noche antes— la habían puesto en guardia acerca de mostrar curiosidad. Decidió esperar hasta la comida y ver qué podía captar en la marea general de los rumores.

Pero antes fue al teléfono público de la planta y llamó a Ben. Su oficina le informó que acababa de salir de la ciudad y estaría fuera algunos días. Se quedó casi sin habla ante aquello… luego se recobró y dejó recado de que dijeran a Ben que la llamase. Luego telefoneó a la casa. No estaba allí tampoco; dejó grabado el mismo mensaje.

* * *

Ben Caxton no perdió tiempo mientras preparaba su intento de abrirse camino hasta Valentine Michael Smith. Tuvo suerte y pudo contratar a James Oliver Cavendish como testigo honesto. Aunque cualquier testigo honesto hubiese servido, el prestigio de Cavendish era tal que casi ni hacía falta ningún abogado. El anciano caballero había testificado infinidad de veces ante el Tribunal Supremo de la Federación, y se decía que los testamentos archivados en su cabeza representaban una cantidad no de miles de millones, sino de billones. Cavendish había recibido toda su enseñanza en memoria total del gran doctor Samuel Renshaw en persona, y su adiestramiento hipnótico profesional lo había conseguido como pupilo de la Fundación Rhine. Sus honorarios por una jornada de trabajo o fracción superaban el sueldo de Ben de una semana, pero esperaba poder cargar los gastos a la sindicación del Post… En cualquier caso, ni siquiera lo mejor era lo bastante bueno para aquel trabajo.

Caxton recogió al joven Frisby, de Biddle, Frisby, Frisby, Biddle & Reed, puesto que esta firma de abogados era la que representaba a la sindicación del Post, y luego los dos jóvenes llamaron al testigo Cavendish. La alta y enjuta figura del señor Cavendish, envuelta desde la barbilla hasta los tobillos con la blanca toga de su profesión, le recordó a Ben la estatua de la Libertad… y era casi tan llamativa como ella. Ben le había explicado ya a Mark Frisby lo que pretendía hacer (y Frisby le había señalado que no le asistía ningún derecho) antes de llamar a Cavendish; una vez en presencia del testigo honesto, se atuvieron al protocolo y se abstuvieron de discutir lo que podían esperar ver y oír.

El taxi los dejó en el Centro de Bethesda; fueron directamente al despacho del director. Ben entregó su tarjeta y pidió una entrevista con él. Una mujer de modales autoritarios y acento cuidadosamente cultivado le preguntó si tenía concertada una cita. Ben admitió que no.

—Entonces me temo que sus probabilidades de ver al doctor Broemer son casi insignificantes. ¿Puede indicarme el motivo de su visita?

—Simplemente dígale —indicó Caxton en voz alta, para que las demás personas que esperaban pudiesen oírlo— que Ben Caxton, de El Nido del Cuervo, está aquí con un abogado y un testigo honesto para entrevistar a Valentine Michael Smith, el Hombre de Marte.

La mujer se sobresaltó más allá de su altivez profesional. Pero se recobró rápidamente y dijo en tono helado:

—Le informaré de ello. ¿Tienen la bondad de sentarse?

—Gracias, esperaremos aquí.

Esperaron. Frisby encendió un cigarrillo; Cavendish esperó con la tranquila paciencia de quien ha visto ya todas las actitudes buenas y malas y ha llegado a la conclusión de que en el fondo ambas son lo mismo, y Caxton procuró dominar su nerviosismo y no morderse las uñas. Al fin, la reina de las nieves anunció desde detrás de su escritorio:

—El señor Berquist les recibirá.

—¿Berquist? ¿Gil Berquist?

—Me parece que su nombre es Gilbert Berquist.

Caxton reflexionó sobre ello… Gil Berquist pertenecía al enorme pelotón de hombres de paja o «ayudantes ejecutivos» que tenía Douglas a su servicio. Su especialidad era ocuparse de los visitantes oficiales.

—No deseo ver a Berquist; quiero ver al director.

Pero Berquist salía ya en aquellos momentos, con la mano derecha extendida y una amplia sonrisa de bienvenida pegada a su rostro.

—¡Ben Caxton! ¿Qué tal, compañero? Cuánto tiempo sin vernos, y todo esto… ¿Sigues ganándote la vida con las viejas tretas de siempre? —miró al testigo honesto, pero su expresión no admitió nada.

Ben estrechó brevemente su mano.

—Las mismas viejas tretas de siempre, sí. ¿Qué estás haciendo aquí, Gil?

—Si alguna vez consigo librarme de los deberes del servicio público, yo también me buscaré una columna… Nada que hacer, excepto telefonear un millar de palabras sobre las habladurías de cada día, y haraganear el resto del tiempo. Te envidio, Ben.

—He dicho: ¿qué estás haciendo aquí, Gil? Deseo ver al director, luego tener cinco minutos con el Hombre de Marte. No he venido a recibir tus palmaditas de alto nivel en la espalda.

—Vamos, Ben, no adoptes esa actitud. Estoy aquí porque la prensa ha vuelto casi loco al doctor Broemer… así que el secretario general me envió para quitarle un poco de peso de encima de los hombros.

—Está bien. Quiero ver a Smith.

—Ben, viejo amigo, ¿te das cuenta de que todos los periodistas, corresponsales, enviados especiales, redactores de sucesos, comentaristas, colaboradores independientes y gacetilleros lacrimógenos desean lo mismo? Vosotros no sois más que un simple pelotón dentro de un ejército; si os dejara pasar a todos, mataríais al pobre tipo en veinticuatro horas. Hace apenas veinte minutos estuvo aquí Polly Peepers. Quería entrevistar a Smith acerca de la vida amorosa entre los marcianos —Berquist se llevó ambas manos a la cabeza y adoptó una expresión de abrumada impotencia.

—Deseo ver a Smith. ¿Puedo verlo, o no puedo verlo?

—Ben, busquemos un lugar tranquilo donde podamos hablar un poco delante de un vaso largo. Puedes preguntarme cualquier cosa.

—No quiero preguntarte nada; quiero ver a Smith. Por cierto, éste es mi abogado, Mark Frisby, de Biddle & Frisby —como era costumbre, Ben no presentó al testigo honesto; todos fingieron que no estaba presente.

—Conozco a Frisby —dijo Berquist con una breve inclinación de cabeza—. ¿Cómo sigue tu padre, Mark? ¿La sinusitis sigue haciéndole la pascua?

—Como siempre.

—Es este maldito clima de Washington. Vamos, Ben. Tú también, Mark.

—Un momento —dijo Caxton—. No quiero entrevistarte a ti, Gil. Quiero ver a Valentine Michael Smith. Actúo en nombre de la sindicación del Post, y por ello represento indirectamente a más de doscientos millones de lectores. ¿Voy a poder verle? Si no es así, dilo en voz alta y deja bien sentada tu autoridad legal para negarte.

Berquist suspiró.

—Mark, ¿quieres explicarle a este cronista chismoso que no puede entrar a la fuerza en la habitación de un hombre enfermo simplemente porque tiene una columna sindicada? Valentine Smith hizo una aparición pública justo anoche… en contra de la opinión de su médico, tengo que añadir. Ese hombre tiene derecho a gozar de un poco de paz y tranquilidad y a disponer de la oportunidad de recuperar sus fuerzas y orientarse un poco. Esa aparición de anoche fue suficiente, más que suficiente.

—Corren rumores —indicó cautelosamente Caxton— de que la aparición de anoche fue un fraude.

Berquist dejó de sonreír.

—Frisby —dijo fríamente—, ¿quieres darle a tu cliente unos cuantos consejos acerca de las leyes relativas a la difamación?

—Tómatelo con calma, Ben.

—Conozco las leyes relativas a la difamación, Gil. En mi negocio he de conocerlas. Pero, ¿a quién estoy difamando? ¿Al Hombre de Marte? ¿O a alguna otra persona? Dame un nombre. Repito —alzó la voz— que he oído decir que el hombre entrevistado anoche en la televisión no era el Hombre de Marte. Quiero verle personalmente y preguntárselo.

La gente que llenaba el vestíbulo de recepción guardaba un silencio absoluto mientras todo el mundo prestaba oídos a la discusión y fingía ocuparse en otras cosas. Berquist miró rápidamente al testigo honesto, luego controló su expresión y sonrió a Caxton antes de decir:

—Ben, es posible que te hayas convencido a ti mismo de que necesitas esa entrevista… así como un proceso. Aguarda un momento.

Desapareció en el despacho interior y regresó al cabo de poco.

—Lo he arreglado —dijo con voz cansada—, aunque Dios sabe por qué lo he hecho. No te lo mereces, Ben. Vamos. Sólo tú… Mark, lo lamento, pero no es posible permitir la entrada a una multitud; hay que tener en cuenta que Smith es un hombre enfermo.

—No —dijo Caxton.

—¿Eh?

—O los tres, o ninguno.

—No seas estúpido, Ben; estás recibiendo un privilegio muy especial. Te diré lo que haremos… Mark puede venir y esperar fuera. Pero no le necesitas a él —señaló a Cavendish con un movimiento de cabeza; el testigo pareció no oír.

—Quizá no. Pero he pagado sus honorarios para tenerlo aquí conmigo. Mi columna afirmará esta noche que la Administración se negó a permitir que un testigo honesto viera al Hombre de Marte.

Berquist se encogió de hombros.

—De acuerdo, entonces. Ben, espero que ese proceso por difamación acabe contigo definitivamente.

Tomaron el ascensor para las camillas en vez del tubo impulsor —como deferencia a la edad de Cavendish—; luego recorrieron un pasillo lateral durante un largo trecho, dejando atrás laboratorios, salas de terapia, solarios y pabellón tras pabellón. En una ocasión fueron detenidos por un guardia, que telefoneó y luego les dejó pasar; finalmente fueron conducidos a una sala de display de datos fisiológicos utilizada para observar a los pacientes en estado crítico.

—Éste es el doctor Tanner —anunció Berquist—. Doctor, éstos son el señor Caxton y el señor Frisby —por supuesto, no presentó a Cavendish.

Tanner pareció preocupado.

—Caballeros, hago esto contra mi voluntad, sólo porque el director ha insistido. Debo advertirles una cosa: no hagan ni digan nada que pueda excitar a mi paciente. Se halla en unas condiciones de neurosis extrema y cae con facilidad en un estado de huida patológica… de trance, si prefieren llamarlo así.

—¿Epilepsia? —preguntó Ben.

—Un profano podría confundirlo fácilmente con ella. Sin embargo, es más parecido a una catalepsia. Pero no me cite; no existe ningún precedente clínico para este caso.

—¿Es usted especialista, doctor? ¿Psiquiatra tal vez?

Tanner miró brevemente a Berquist.

—Sí —admitió.

—¿Dónde ha efectuado usted sus prácticas de especialización?

—Vamos, Ben —dijo Berquist—, veamos al paciente y terminemos con esto. Después podrás preguntarle al doctor Tanner.

—De acuerdo.

Tanner examinó sus diales y gráficos, luego accionó un interruptor y miró una pantalla de circuito cerrado. Abandonó el escritorio, abrió una puerta y les condujo a un dormitorio contiguo, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios. Los otros cuatro le siguieron. Caxton tuvo la sensación de que era conducido a «ver lo que quedaba» y reprimió una nerviosa necesidad de echarse a reír.

La habitación estaba en penumbra.

—La mantenemos en semioscuridad porque sus ojos no están acostumbrados al nivel de brillo de nuestras luces —explicó Tanner con voz baja. Se acercó a una cama hidráulica que ocupaba el centro de la habitación—. Mike, le he traído unos amigos que desean verle.

Caxton se acercó. Flotando, medio oculto por la forma en que su cuerpo se hundía en la piel de plástico que cubría el líquido en el tanque, y más oculto aún por una sábana que lo cubría hasta las axilas, había un hombre joven. Les miró pero no dijo nada; su rostro liso y redondo carecía de expresión.

Por todo lo que Ben podía decir, era el hombre que había aparecido en la estéreo la noche antes. Le asaltó la vertiginosa sensación de que la pequeña Jill, con la mejor de las intenciones, le había lanzado a la cara una granada sin el seguro. Un proceso por difamación podía muy bien arruinarle.

—¿Es usted Valentine Michael Smith?

—Sí.

—¿El Hombre de Marte?

—Sí.

—¿Apareció usted en la estéreo anoche?

El hombre en la cama no contestó. Tanner dijo:

—No creo que conozca esa palabra. Déjeme intentarlo a mí. Mike, ¿se acuerda de lo que hizo anoche con el señor Douglas?

El rostro del hombre adoptó una expresión malhumorada.

—Luces fuertes. Daño.

—Sí, las luces le hicieron daño en los ojos. El señor Douglas quería que usted dijera hola a la gente.

El paciente esbozó una ligera sonrisa.

—Largo paseo en silla.

—De acuerdo —asintió Caxton—. Entiendo. Mike, ¿le tratan como es debido aquí?

—Sí.

—No está obligado a permanecer aquí si no quiere, ¿sabe? ¿Puede usted andar?

—Hey, un momento, señor Caxton… —se apresuró a decir Tanner. Berquist apoyó una mano en el brazo del médico, y éste se calló.

—Puedo andar… un poco. Cansado.

—Haré que le proporcionen una silla de ruedas. Mike, si no quiere seguir aquí, puedo llevármelo a donde usted desee ir.

Tanner apartó la mano de Berquist y dijo:

—¡No tiene usted atribuciones para interferir entre mi paciente y yo!

—Es un hombre libre, ¿no? —insistió Caxton—. ¿O se le considera prisionero aquí?

—¡Claro que es un hombre libre! —respondió Berquist—. Tranquilo, doctor. Deje que este estúpido cave su propia tumba.

—Gracias, Gil. Muchas gracias. Así que es libre de marcharse si lo desea. Ya lo ha oído, Mike. No tiene que seguir aquí si no quiere. Puede ir usted a donde le plazca. Yo le ayudaré.

El paciente miró a Tanner con expresión aterrada.

—¡No! ¡No, no, no!

—Está bien, está bien.

—¡Señor Berquist —restalló Tanner—, esto ya ha ido demasiado lejos!

—De acuerdo, doctor. Ben, traslademos el show a la calle. Supongo que ya has tenido suficiente.

—Hum… sólo otra pregunta.

Caxton pensó rápidamente, intentando imaginar qué podía sacar de aquello. Según todas las apariencias, Jill se había equivocado… Sin embargo, ¡ella no estaba equivocada! Al menos, así lo había parecido la noche antes. Pero algo no encajaba, aunque era incapaz de decir qué.

—Una pregunta más —aceptó Berquist a regañadientes.

—Gracias. Eh… Mike, anoche el señor Douglas le hizo algunas preguntas… —el paciente le miró, pero no hizo ningún comentario—. Veamos, le preguntó qué pensaba de las muchachas de la Tierra, ¿verdad?

El rostro del enfermo se iluminó con una amplia sonrisa.

—¡Jesús!

—Sí, Mike… ¿cuándo y dónde vio a esas muchachas?

La sonrisa se desvaneció. El paciente miró a Tanner, luego se puso rígido, sus ojos rodaron en sus órbitas y se encogió en una postura fetal, con las rodillas levantadas, la cabeza doblada, los brazos cruzados sobre el pecho.

—¡Sáquelos de aquí! —restalló Tanner. Avanzó con paso rápido hasta la cama y tomó el pulso al enfermo.

—¡Ahora sí lo acabas de destrozar todo! —exclamó Berquist salvajemente—. ¿Te vas a marchar de una vez, Caxton? ¿O tendré que llamar a los guardias?

—Oh, de acuerdo, ya nos vamos —accedió Caxton.

Todos menos Tanner salieron de la habitación, y Berquist cerró la puerta.

—Sólo un detalle, Gil —insistió Caxton—. Le habéis tenido encerrado ahí dentro, así que… ¿dónde vio a esas chicas?

—¿Eh? No seas estúpido. Ha visto montones de muchachas. Enfermeras… técnicas de laboratorio… Ya sabes.

—No, no sé. Tengo entendido que a su alrededor sólo había hombres, enfermeros, y que las visitas femeninas estaban estrictamente prohibidas.

—¿Eh? No seas más absurdo de lo que ya estás siendo —Berquist parecía irritado. Luego, de pronto, sonrió—. Anoche viste a una enfermera a su lado, en la estéreo.

—Oh. Sí, claro —Caxton calló y se dejó conducir fuera.

No volvieron a hablar del asunto hasta que los tres hombres estuvieron en el aire, camino de la casa de Cavendish. Entonces Frisby comentó:

—Ben, no creo que el secretario general exija que se te demande, puesto que nada de esto ha salido en letra impresa. De todos modos, si realmente posees una fuente digna de crédito para ese rumor que mencionaste, hubiera sido mejor que perpetuáramos la evidencia. No tienes muchas cosas sobre las que apoyarte, ¿sabes?

—Olvídalo, Mark. No va a demandarme —Ben miró el suelo del taxi con ojos ceñudos—. ¿Cómo sabemos que era el Hombre de Marte?

—¿Eh? Oh, vamos… deja eso, Ben.

—¿Cómo lo sabemos? Hemos visto un individuo de aproximadamente la edad adecuada en una cama de hospital. Tenemos la palabra de Berquist… y Berquist inició su carrera política con refutaciones; su palabra no significa nada. Vimos a un total desconocido que supuestamente era un psiquiatra… pero cuando traté de averiguar dónde había estudiado psiquiatría me obligaron a cambiar de tema. ¿Cómo lo sabemos? Señor Cavendish, ¿vio u oyó algo que le convenciera de que ese tipo era el Hombre de Marte?

—Mi función no consiste en formar opiniones —respondió Cavendish cuidadosamente—. Veo, oigo… eso es todo.

—Lo siento.

—Por cierto, ¿ha terminado ya conmigo en mi capacidad profesional?

—¿Eh? Oh, sí, claro. Gracias, señor Cavendish.

—Gracias a usted, señor. Ha sido una asignación interesante —el anciano caballero se quitó la toga que le separaba del resto de los mortales ordinarios, la dobló cuidadosamente y la depositó sobre el asiento. Suspiró, se relajó, y sus facciones perdieron su inexpresividad profesional, se volvieron más cálidas y blandas. Sacó una cajita de cigarros y ofreció a los demás; Frisby aceptó uno, y compartieron el mechero—. Yo no fumo mientras estoy de servicio —observó Cavendish a través de una densa nube de humo—. Interfiere con el funcionamiento óptimo de los sentidos.

—Si hubiese podido llevar con nosotros a un miembro de la tripulación de la Champion —insistió Caxton—, tal vez habría conseguido algo. Pero pensé que seguramente podría decirlo por mí mismo.

—Debo admitir —observó Cavendish— que me ha sorprendido un poco el que se abstuviera usted de hacer una cosa.

—¿Eh? ¿Qué olvidé?

—Las callosidades.

—¿Las callosidades?

—Desde luego. La historia de la vida de un hombre se puede leer en sus callos. Una vez escribí una monografía sobre ello, que apareció en el Boletín trimestral del testigo… algo parecido a la famosa monografía de Sherlock Holmes sobre la ceniza del tabaco. Ese joven de Marte… Puesto que nunca ha llevado nuestro tipo de calzado y ha vivido en una gravedad de aproximadamente un tercio de la nuestra, debería mostrar unas callosidades en consonancia con su anterior medio ambiente. Incluso el tiempo que pasó recientemente en el espacio tuvo que dejar sus marcas. Muy interesante.

—¡Maldita sea! Buen Dios, señor Cavendish, ¿por qué no me lo sugirió?

—¿Señor? —el anciano se irguió y sus fosas nasales se dilataron—. Eso no hubiera sido ético. Soy un testigo honesto, no un participante. Mi asociación profesional me suspendería por mucho menos. Seguro que usted sabe eso.

—Lo siento, lo olvidé —Caxton frunció el ceño—. Demos la vuelta a este cacharro. Echaremos un vistazo a sus pies… ¡o haré volar todo el edificio sobre la gorda cabeza de Berquist!

—Me temo que tendrá que buscar usted a otro testigo… en vista de mi indiscreción al tratar del asunto, incluso después del hecho.

—Oh, sí, por supuesto… —Caxton frunció el ceño.

—Será mejor que te calmes, Ben —aconsejó Frisby—. Ya te has hundido bastante. Personalmente, estoy convencido de que era el Hombre de Marte. La navaja de Occam, la hipótesis menor, simplemente el buen sentido del caballo.

Caxton dejó a sus acompañantes, luego puso el taxi en vuelo circular mientras reflexionaba. ¿Qué podía ocurrir? Había ido tan lejos como Berquist se lo había permitido, no más. Lo había conseguido una vez… con un abogado y un testigo honesto. Solicitar una segunda entrevista con el Hombre de Marte, la misma mañana, era irrazonable y sería rechazado. No, ya que esto era irrazonable, no podía hacer nada efectivo a través de su columna.

Pero Caxton no había logrado una columna sindicada de gran resonancia dejándose vencer por el desaliento. Tenía que encontrar una forma.

¿Cómo? Bien, al menos ahora sabía dónde era retenido el supuesto Hombre de Marte. ¿Entrar disfrazado de electricista? ¿O como conserje? Demasiado llamativo; jamás cruzaría la barrera de los guardias, ni siquiera llegaría hasta el «doctor». Tanner.

¿Era Tanner realmente médico? Parecía poco probable. Los profesionales de la medicina, incluso los peores, tienden a apartarse de las manipulaciones contrarias a su código profesional. Tomemos ese cirujano de la nave, Nelson… Había abandonado el asunto, se había lavado las manos y se había salido del caso simplemente porque…

¡Un momento! El doctor Nelson podría decir con seguridad si ese joven era el Hombre de Marte, sin tener que comprobar callosidades, usar preguntas con trampa ni nada parecido. Caxton tecleó los controles, ordenó al taxi que ascendiera hasta un nivel de aparcamiento y se quedara flotando allí, e inmediatamente trató de telefonear al doctor Nelson a través de su oficina, puesto que no sabía dónde encontrarlo ni tenía los medios para averiguarlo. Tampoco lo sabía su ayudante, Osbert Kilgallen, pero él sí tenía los medios para averiguarlo. Ni siquiera fue necesaria recurrir al largo número de favores no devueltos que guardaba Caxton para estas emergencias, puesto que el archivo de Personas Importantes de la sindicación del Post le situó de inmediato en el Nuevo Mayflower.

Unos minutos más tarde Caxton estaba hablando con él, sin conseguir nada: el doctor Nelson no había visto la emisión. Sí, había oído hablar de ella; no, no tenía ningún motivo para sospechar que fuese un fraude.

¿Sabía el doctor Nelson si se había llevado a cabo algún intento de obligar a Smith a renunciar a sus derechos sobre Marte bajo la Resolución Larkin? No, no lo sabía, no tenía ninguna razón para creer que lo hubieran hecho… y le habría tenido sin cuidado aunque fuese cierto; era ridículo hablar de alguien como «propietario» de Marte; Marte pertenecía a los marcianos. Así que…

—Planteemos una pregunta hipotética, doctor: si alguien estuviera intentando…

Pero el doctor Nelson había colgado. Cuando Caxton intentó volver a establecer la comunicación, una voz pregrabada dijo: «El abonado ha suspendido provisionalmente el servicio de forma voluntaria. Si desea usted registrar…».

Caxton colgó, e hizo una estúpida observación referida a los antepasados del doctor Nelson. Pero lo que hizo a continuación fue mucho más estúpido todavía: telefoneó al Palacio Ejecutivo y solicitó hablar con el secretario general.

Su acción fue más fruto de un reflejo que de un plan. En sus años de sabueso —primero como reportero, luego como articulista—, había aprendido que los secretos mejor guardados se descubren con frecuencia yendo directamente a la cumbre y consiguiendo convertirse allí en una persona insoportablemente desagradable. Sabía que retorcer la cola del tigre de aquel modo era peligroso, porque comprendía la psicopatología del poder en sus niveles más altos de una forma tan completa como la ignoraba Jill Boardman… pero habitualmente confiaba en su relativa seguridad como miembro de otra clase de poder, aceptado y temido casi universalmente por los poderosos.

Lo que olvidó fue que, al telefonear al Palacio Ejecutivo desde un taxi, no actuaba tan públicamente como necesitaba.

Caxton no fue puesto en contacto con el secretario general, ni lo había esperado. En vez de ello habló con media docena de subordinados, y se volvió más agresivo con cada uno de ellos. Estaba tan atareado en eso que no se dio cuenta cuando su taxi dejó de flotar y abandonó el nivel de aparcamiento.

Cuando se percató, ya era demasiado tarde; el taxi se negó a obedecer las órdenes que tecleó de inmediato. Caxton comprendió con amargura que se había dejado atrapar de un modo que ningún maleante profesional que se preciara dejaría escapar: su llamada había sido localizada, su taxi identificado, su idiota piloto automático puesto bajo las órdenes de una frecuencia de control de la policía… y el taxi estaba siendo utilizado para apresarle y quitarle de la circulación de la manera más discreta y sin el menor alboroto.

Deseó haber conservado consigo al testigo honesto Cavendish. Pero no perdió el tiempo con estos fútiles pensamientos, sino que cortó la inútil llamada e intentó llamar a su abogado, Mark Frisby.

Aún estaba intentándolo cuando el taxi aterrizó en el interior de un patio y su señal quedó cortada por las paredes. Intentó abandonar el aparato, comprobó que la portezuela no se abría… y apenas se sorprendió al descubrir que se sentía mareado y perdía rápidamente el conocimiento.