21
Aplazada la reunión, Jubal comprobó que sus intenciones de reunir su rebaño y ausentarse rápidamente de la sala tropezaban con el obstáculo del presidente norteamericano y el senador Boone; ambos deseaban charlar con Mike, ambos eran políticos prácticos que habían comprendido el valor en alza que representaba el ser vistos en íntima relación con el Hombre de Marte, y ambos estaban perfectamente enterados de que los ojos del mundo, vía estereovisión, estaban fijos en ellos.
Y otros políticos hambrientos se acercaban ya al grupo.
Jubal se apresuró a proponer:
—Señor presidente, senador… nos vamos ahora mismo a almorzar. ¿Nos harían el favor de acompañarnos? —mientras reflexionaba que un par de personas en privado siempre serían más fáciles de manejar que dos docenas en público, y que tenía que llevarse a Mike de allí antes de que algo se estropeara.
Para alivio de Jubal, ambos tenían obligaciones en otra parte. Sin saber cómo, Harshaw se encontró prometiendo, no sólo que llevaría a Mike a aquel obsceno servicio fosterita, sino que también lo acompañaría a la Casa Blanca… Oh, bueno, el chico siempre podía ponerse enfermo, si era necesario.
—¡A vuestros sitios, muchachas!
Con su escolta de nuevo a su alrededor, Mike fue llevado hasta la azotea, con Anne abriendo camino puesto que lo recordaba, y creando un auténtico oleaje a su proa con su estatura, su belleza de walkiria y su impresionante toga de testigo honesto. Jubal, Ben y los tres oficiales de la Champion formaban la retaguardia. Larry aguardaba en la azotea con el aerobús Greyhound, y unos minutos más tarde el conductor les dejaba en la azotea del New Mayflower. Algunos periodistas les vieron allí, por supuesto, pero las chicas cerraron filas en torno de Mike y lo llevaron hasta la suite que Duque había reservado. Se estaban volviendo muy hábiles, y disfrutaban con aquello; Miriam y Dorcas en particular desplegaron una ferocidad que recordó a Jubal la de una gata defendiendo a sus crías; sólo que ellas lo convertían en un juego, anotándose las respectivas puntuaciones. Un reportero que se acercó a menos de un metro obtuvo una esplendorosa zancadilla.
Observaron que una patrulla de los Servicios Especiales recorría el pasillo y que un agente montaba guardia ante la puerta de su suite. A Jubal se le erizó el vello de la nuca, pero comprendió enseguida —o esperó, al menos— que tal presencia significaba que Douglas cumplía su parte del trato. La carta que Jubal le había enviado antes de la conferencia —en la que le explicaba lo que iba a hacer y decir y por qué— incluía un ruego a Douglas de que utilizase su poder e influencia para proteger la intimidad de Mike a partir de entonces, a fin de que el desafortunado muchacho pudiera llevar una vida normal… si era posible una vida «normal» para Mike. De modo que se limitó a advertir:
—¡Jill! Mantenga a Mike bajo control. Todo marcha bien.
—De acuerdo, jefe.
Y así era. El agente apostado delante de la puerta saludó. Jubal le lanzó una mirada.
—¡Vaya! ¿Qué tal, mayor? ¿Ha echado abajo alguna puerta últimamente?
El mayor Bloch se puso rojo, pero mantuvo los ojos firmes al frente y no respondió. Jubal se preguntó si aquella misión no sería un castigo. No, lo más probable es que sólo fuera pura coincidencia; no debía de haber más de un puñado de agentes de los Servicios Especiales de rango adecuado disponibles para aquella tarea en la zona. Jubal pensó frotar un poco más de sal en la herida, diciendo que un facineroso había aprovechado la rotura de la puerta para meterse en su casa y destrozar los muebles de su sala de estar y… ¿qué pensaba hacer el mayor al respecto? Pero decidió dejarlo correr; no sólo no tendría la menor gracia, sino que no era cierto. Duque había cerrado temporalmente la casa con una puerta de contrachapado antes de que la fiesta se hubiera mojado demasiado para llevar a cabo tales tareas.
Duque aguardaba dentro. Jubal dijo:
—Siéntense, caballeros. ¿Qué hay, Duque?
Duque se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Nadie ha instalado micrófonos ni cámaras ni nada parecido en esta suite desde que la tomé; puedo garantizarlo. Rechacé la primera suite que me ofrecieron como usted me dijo, y tomé ésta porque tiene un techo mucho más grueso… la sala de baile está inmediatamente encima. Y desde entonces he pasado todo el tiempo registrando el lugar. Pero, jefe, he empujado bastantes electrones como para saber que cualquier lugar puede ser cebado con aparatos de escucha que nadie sea capaz de descubrir sin hacer pedazos el edificio.
—Sí, sí… pero no me refería a eso. No pueden mantener un hotel de este tamaño lleno de escuchas en todas sus habitaciones sólo a la espera de la casualidad de que nosotros alquilemos una suite en él; al menos, no creo que puedan. Lo que quise decir es: «¿Cómo están nuestros suministros?». Tengo hambre y sed, muchacho, y somos tres más para el almuerzo.
—Oh, eso. Descargaron las cosas ante mis propios ojos, las trajeron hasta aquí y las depositaron justo dentro de esta habitación; las he colocado en la despensa. Tiene usted una naturaleza muy recelosa, jefe.
—Por supuesto que sí, y vale más que tú también la desarrolles, si es que quieres vivir tantos años como yo.
Jubal había depositado en manos de Douglas una fortuna equivalente a la deuda de una nación de tamaño mediano, pero no había dado por sentado que los excesivamente ansiosos lugartenientes de Douglas no metieran mano en la comida y la bebida. Así que, para evitar los servicios de un catador, había hecho todo el camino desde el Poconos lleno de comida y más aún de bebida… y muy poca agua. Y, por supuesto, cubitos de hielo. Se preguntaba cómo César había podido conquistar a los galos sin cubitos de hielo.
—La idea no me seduce gran cosa —respondió Duque.
—Es cuestión de gustos. En conjunto me lo he pasado bastante bien. Poneos a trabajar, chicas. Anne, quítate la toga y haz algo útil. La primera que vuelva aquí con una copa para mí se saltará su próximo turno de «primera». Después de servir a nuestros invitados, por supuesto. Así que siéntense, caballeros. Sven, ¿cuál es su veneno favorito? Aquavit, supongo… Larry, encuentra una tienda de licores y compra un par de botellas de aquavit. Y ginebra Bols para el capitán.
—Un momento, Jubal —dijo Nelson firmemente—. No toco el aquavit a menos que esté helado de toda una noche. Preferiría un escocés.
—Yo también —corroboró Van Tromp.
—De acuerdo. De eso hay suficiente como para ahogar a un caballo. ¿Doctor Mahmoud? Si prefiere usted bebidas más suaves, estoy seguro de que las chicas le podrán preparar alguna.
Mahmoud parecía meditabundo.
—No debería permitir que el alcohol me tentara —murmuró.
—No es necesario. Déjeme recetárselo como médico —Jubal lo examinó de pies a cabeza—. Hijo, tiene usted el aspecto de haber estado sometido a una considerable tensión nerviosa. Ahora podemos aliviarla con meprobamato pero, puesto que no lo tenemos a mano, me veo obligado a sustituirlo con dos onzas de etanol de noventa grados, y repetir la dosis si es necesario. ¿Algún aroma en particular para matar el sabor medicinal? ¿Con o sin burbujas?
Mahmoud sonrió, y de pronto dejó de parecer inglés.
—Gracias, doctor… pero mi conciencia carga con mis propios pecados con los ojos muy abiertos. Ginebra, por favor, con un chorrito de agua. O vodka. O cualquier cosa que haya disponible.
—O alcohol medicinal —añadió Nelson—. No deje que le tome el pelo, Jubal. Stinky bebe cualquier cosa… y luego siempre se arrepiente.
—Me arrepiento —dijo Mahmoud con voz grave— porque sé que beber es pecaminoso.
—Entonces no le pinche con ello, Sven —dijo Jubal bruscamente—. Si Stinky prefiere tomar el rodeo de desembarazarse de sus pecados por el más largo camino del arrepentimiento, eso es asunto suyo. Mi propio arrepentidor se quemó por sobrecarga durante la caída de la bolsa del veintinueve y nunca lo he reemplazado… y eso es asunto mío. A cada cual lo suyo. ¿Qué me dice de los comestibles, Stinky? Probablemente Anne metió un jamón en una de esas cestas… y es posible que haya otros alimentos impuros. ¿Lo comprobamos?
Mahmoud agitó la cabeza.
—No soy tradicionalista, Jubal. Esa legislación se promulgó hace muchos años, de acuerdo con las necesidades de aquella época. Los tiempos son muy diferentes ahora.
Jubal pareció entristecerse de pronto.
—Sí. Pero, ¿acaso son mejores? No importa; también esta época pasará y no dejará detrás más que un esqueleto. Coma lo que le apetezca, hermano; Dios perdona la necesidad.
—Gracias. Pero la verdad es que a menudo me abstengo de la comida del mediodía.
—Será mejor que coma algo, si no quiere que el etanol prescrito haga algo más que relajarle. Además, esas chicas que trabajan para mí a veces deletrean mal las palabras… pero como cocineras son algo soberbio.
Miriam entró llevando una bandeja con cuatro vasos, que había llenado mientras Jubal declamaba.
—Jefe —interrumpió—, he oído lo que dijo. ¿Está dispuesto a ponerlo por escrito?
—¿Qué? —giró en redondo y la miró con ojos llameantes—. ¡Chismosa! Te quedarás después de la hora de clase y escribirás mil veces: «No escucharé las conversaciones ajenas». Te quedarás hasta terminarlo.
—Sí, jefe. Éste es para usted, capitán. Aquí está el suyo, doctor Nelson… y el de usted, doctor Mahmoud. ¿Un chorrito de agua, dijo?
—Sí, Miriam. Gracias.
—El servicio habitual Harshaw: chapucero pero rápido. Aquí tiene lo suyo, jefe.
—¡Le has puesto agua!
—Órdenes de Anne. Dice que está usted demasiado exhausto para tomarlo con cubitos de hielo.
Jubal adoptó una expresión de enorme sufrimiento.
—¿Ven todo lo que tengo que soportar, caballeros? Nunca hubiéramos debido ponerles zapatos. Miriam, escribe esa frase mil veces en sánscrito.
—Sí, jefe. Tan pronto como tenga tiempo de aprenderlo —le palmeó la cabeza—. Siga así y conseguirá su buen ataque de nervios; se lo ha ganado. Todas nos sentimos orgullosas de usted.
—Vuelve a la cocina, mujer. Espera… ¿todo el mundo tiene su correspondiente bebida? ¿Dónde está la bebida de Ben? ¿Dónde está Ben?
—Ya se la han servido. Ben está dictando por teléfono su columna. Tiene el vaso al alcance de la mano.
—Muy bien. Puedes retirarte en silencio, sin formalidades… y envíanos a Mike. ¡Caballeros! ¡Me ke aloha pau ole!… porque somos menos cada año —bebió, se le unieron.
—Mike está ayudando en la cocina. Le encanta ayudar. Me parece que, cuando crezca, será mayordomo.
—Pensé que ya te habías ido. Envíanoslo de todos modos; el doctor Nelson desea efectuarle un examen físico.
—No hay prisa —dijo el cirujano de la nave—. Jubal, este escocés es excelente, pero… ¿qué dijo antes en el brindis?
—Oh, perdonen. Era polinesio. «Que nuestra amistad dure eternamente». Llámenlo una nota adicional a la ceremonia del agua de esta mañana. A propósito, caballeros, Larry y Duque son también hermanos de agua de Mike, pero no se atormenten por ello. No saben guisar… aunque son la clase de tipos que es conveniente llevar como guardaespaldas cuando uno se adentra por algún callejón oscuro.
—Si los avala usted, Jubal —le aseguró Van Tromp—, hay que admitirlos y atrancar la puerta. Pero bebamos a la salud de las chicas. Sven, ¿cuál es ese brindis suyo a las mozas de buen ver?
—¿Se refiere al que se aplica a las preciosidades femeninas de todas partes? Mejor bebamos a la salud de las cuatro que hay aquí. ¡Skaal! —bebieron a la salud de sus hermanos de agua femeninos, y Nelson continuó—. Jubal, ¿dónde las encontró?
—Las crié en mi propia bodega. Luego, cuando las tenga completamente entrenadas y empiecen a serme útiles, se presentará como siempre algún lechuguino de ciudad y se casarán. Es un juego perdido de antemano.
—Puedo ver cómo sufre —manifestó Nelson amablemente.
—Así es. Confío, caballeros, en que todos ustedes estén casados.
Dos sí lo estaban. Mahmoud no. Jubal le miró fríamente.
—¿Tendrá usted la bondad de descorporizarse? Después del almuerzo, por supuesto… no deseo que lo haga con el estómago vacío.
—No represento ninguna amenaza. Soy un soltero empedernido.
—¡Vamos, vamos, señor! Me di cuenta de cómo le miraba Dorcas… y a usted se le caía la baba.
—Estoy a salvo de tentaciones, se lo aseguro —Mahmoud pensó en la conveniencia de explicarle a Jubal que no podía casarse a causa de su fe, pero decidió que un gentil lo interpretaría equivocadamente… incluso una rara excepción como Jubal—. Pero, Jubal, no haga esa sugerencia a Mike. No asimilaría que estaba usted bromeando, y podría encontrarse con un cadáver en sus manos. No sé qué puede pensar Mike acerca de su propia muerte. Pero lo intentaría, y si fuese realmente marciano lo conseguiría.
—Estoy seguro de que puede hacerlo —declaró Nelson con voz firme—. Doctor… Jubal, quiero decir… ¿no ha encontrado usted nada extraño en el metabolismo de Mike?
—Oh, permítame expresarlo de otra forma. No he observado en su metabolismo nada que no sea extraño.
—Exacto.
Harshaw se volvió hacia Mahmoud.
—Pero no debe preocuparse de que yo pueda cometer el error de incitar a Mike al suicidio. He aprendido a no bromear con él. Asimilo que él no asimila las bromas —Jubal parpadeó pensativamente—. Pero no acabo de asimilar del todo el significado del verbo «asimilar». Stinky, usted habla marciano.
—Un poco.
—Lo habla con fluidez. ¿Asimila usted el «asimilar»?
Mahmoud se quedó muy pensativo.
—No. Realmente no. «Asimilar» es la palabra más importante en el lenguaje marciano… y espero dedicar los próximos cuarenta años a intentar comprenderlo y quizá utilizar unos cuantos millones de palabras impresas en tratar de explicarlo. Pero no espero tener éxito. Uno necesita pensar en marciano para asimilar la palabra «asimilar». Cosa que Mike hace… y yo no. Quizá haya observado usted que Mike da muchos rodeos para aproximarse a algunas de las más simples ideas humanas.
—¿Que si lo he observado? ¡Me duele la cabeza!
—A mí también.
—Ah, la comida —anunció Jubal—. El almuerzo, y a la hora exacta también. Chicas, poned las cosas donde podamos alcanzarlas y guardad un respetuoso silencio. Siga hablando, doctor, si quiere. ¿O es que la presencia de Mike aconseja posponerlo?
—En absoluto —Mahmoud habló brevemente a Mike en marciano. Mike le contestó algo, sonrió alegremente; su expresión volvió a ponerse seria y se dedicó a la comida, completamente satisfecho de que le dejaran comer en silencio. Mahmoud explicó—. Le he contado lo que intentaba hacer, y él ha contestado que yo hablaría correctamente; esto no fue una opinión sino la simple afirmación de un hecho, una necesidad. Espero que, si fracaso, él se dará cuenta y me lo dirá. Aunque lo dudo. Mike piensa en marciano… y eso le proporciona un «mapa» completamente distinto del universo del que usted y yo usamos. ¿Me sigue?
—Lo asimilo —asintió Jubal—. El propio lenguaje configura las ideas básicas de un hombre.
—Sí, pero… doctor, habla usted árabe, ¿verdad?
—¿Eh? Lo hablaba, muy mal, hace muchos años —admitió Jubal—. Aprendí un poco como cirujano con el Servicio Médico de Campaña en Palestina. Pero ahora no sé. Aún lo leo un poco… ya que prefiero las palabras del Profeta en su idioma original.
—Muy adecuado, ya que el Corán no puede ser traducido. El «mapa» cambia con la traducción, por mucho que uno se esfuerce. Comprenderá, entonces, lo difícil que me resultó a mí el inglés. No se trata sólo de que mi lengua materna posea inflexiones mucho más sencillas y tiempos mucho más limitados; es que todo el «mapa» ha cambiado. El inglés es el idioma más extendido de la raza humana; su variedad, con un vocabulario varias veces más extenso que el segundo idioma en importancia… sólo esto hizo inevitable que el inglés se convirtiera finalmente en la lingua franca de este planeta, porque es la más rica y la más flexible, pese a sus bárbaros añadidos… o, debería decir más bien, a causa de sus bárbaros añadidos.
»El inglés engulle cualquier cosa que se pone en su camino, y saca más inglés de ella. Nadie ha intentado nunca detener este proceso, de la forma que otras lenguas han creado reglas y han marcado límites oficiales, probablemente porque nunca ha existido realmente «el inglés de los reyes»; porque ese «inglés» era el francés. En realidad el inglés fue una lengua bastarda y nadie se preocupó de cómo crecía, ¡y lo hizo! Enormemente. Hasta el punto de que nadie podía esperar ser un hombre educado a menos que hiciera todo lo posible por abrazar a ese monstruo.
»Su propia variedad, sutileza y absoluta e irracional complejidad idiomática permiten expresar en inglés cosas que no pueden decirse en ningún otro idioma. Eso casi llegó a volverme loco… hasta que aprendí a pensar en inglés, y eso puso un nuevo «mapa» del mundo por encima del otro con el que me crié. Un mapa mejor, en muchos aspectos, y desde luego uno más detallado. Pero, pese a todo, hay cosas que pueden expresarse en árabe y no en inglés.
Jubal asintió con la cabeza.
—Completamente cierto. Por eso continúo leyéndolo, un poco.
—Sí. Pero el lenguaje marciano es mucho más complejo que el inglés, y tan alocadamente distinto en la forma en que abstrae su imagen del universo, que, en comparación, el inglés y el árabe podrían ser considerados un solo idioma. Un inglés y un árabe pueden aprender a pensar cada uno con el lenguaje del otro. Pero no estoy seguro de que sea posible para nosotros pensar alguna vez en marciano (a no ser que lo aprendamos del modo único en que Mike lo aprendió). Oh, podremos llegar a «chapurrear» marciano, sí… eso es lo que hago yo. Pero nada más.
»Tomemos ahora ese verbo: «asimilar». Su significado literal, el que le supongo, que retrocede hasta el origen mismo de la raza marciana como criaturas pensantes dotadas de habla, arroja su luz sobre la totalidad de su «mapa»… y resulta fácil de comprender. Asimilar significa «beber».
—¿Eh? —se extrañó Jubal—. Mike nunca dice «asimilar» cuando habla de beber. Él…
—Un momento… —Mahmoud dijo algo a Mike en marciano.
Smith pareció levemente sorprendido.
—«Asimilar» es beber —dijo, y olvidó el asunto.
—Pero Mike se hubiera mostrado también de acuerdo —prosiguió Mahmoud— si le hubiese citado un centenar de otros verbos ingleses, verbos que representan lo que nosotros consideramos como conceptos distintos, incluso como parejas de conceptos antitéticos. Y «asimilar» puede traducirse como todos ellos, según como sea utilizado. Significa «temer», significa «amar», significa «odiar»… odiar adecuadamente, porque, según el «mapa» marciano, uno no puede odiar nada, a menos que lo asimile completamente, que lo comprenda de un modo tan absoluto que pueda fusionarse con ello y que ello se fusione con uno; entonces, y sólo entonces, puede uno odiarlo. Pero se odiaría a la vez a sí mismo. Sin embargo, esto también implica, por necesidad, que uno lo ama también, y lo cuida, y lo fomenta, y no lo haría de ninguna otra forma. Sólo en tal caso uno puede odiar…; y creo que el odio marciano es una emoción tan leve, que el equivalente humano más aproximado sería un suave desagrado.
Mahmoud esbozó una mueca.
—«Asimilar» significa «identificarse hasta la igualdad absoluta» en sentido matemático. El clisé humano: «Esto me hace más daño a mí que a ti», tiene sabor marciano, aunque sólo sea un rastro. Los marcianos parecen saber de una manera instintiva lo que nosotros hemos aprendido penosamente de la física moderna: que el observador interactúa con el observado inevitablemente a través del proceso de la observación. «Asimilar» significa entender de forma tan absoluta, que el observador se convierte en parte del proceso observado… hasta fundirse, mezclarse, fusionarse, perder la propia identidad en la experiencia de grupo.
»Significa casi todo lo que nosotros entendemos por religión, filosofía y ciencia… y al mismo tiempo, significa tan poco para nosotros como el color para un ciego… —Mahmoud hizo una pausa—. Jubal, si yo le trocease y le convirtiera en estofado, usted y la carne de su cuerpo, todo, sería asimilado. Y cuando yo le comiese, nos asimilaríamos el uno al otro y nada se perdería, sin importar quién fuera el que se comiese a quién.
—Ya no sería yo —manifestó Jubal en tono firme.
—Usted no es marciano —Mahmoud se interrumpió de nuevo para hablar en marciano a Mike.
Mike asintió.
—Habla usted correctamente, hermano doctor Mahmoud. También yo digo lo mismo. Usted es Dios.
Mahmoud se encogió de hombros, desesperanzado.
—¿Se da cuenta de lo inútil que es? Todo lo que consigo es una blasfemia. No pensamos en marciano. No podemos.
—Usted es Dios —repitió Mike, jovial—. Dios asimila.
—¡Demonios, cambiemos de tema! Jubal, ¿puedo ponerme un poco más de ginebra a cuenta de la fraternidad?
—Yo la traeré —dijo Dorcas, y se puso rápidamente en pie.
* * *
Fue un agradable picnic familiar, relajado gracias al don de cálida informalidad de Jubal —un don compartido por su personal—, más el hecho de que los tres recién llegados pertenecían a la misma categoría de gente: todos instruidos, aclamados y sin ninguna necesidad de esforzarse. Incluso el doctor Mahmoud, que en muy raras ocasiones bajaba la guardia cuando alternaba con personas que no compartían su misma sumisa fe hacia la Voluntad de Dios, siempre beneficiosa y clemente, se sentía relajado y feliz. Le había complacido mucho saber que Jubal leía las palabras del Profeta… y, ahora que se paraba a observarlo, las mujeres de la casa de Harshaw estaban más rellenitas de lo que le había parecido a primera vista. La morena… Pero desterró el pensamiento de su mente; él era un invitado allí.
Sin embargo, le complacía que aquellas mujeres no parloteasen, no se metieran en las conversaciones serias de los hombres, y a cambio fueran diligentes al servir la comida y la bebida en medio de una cálida hospitalidad. Le había chocado un poco lo que tomó por una cierta falta de respeto casual hacia su amo en la actitud de Miriam… pero no tardó en reconocerla por lo que era: la misma libertad que se concede a los gatos y a los hijos favoritos en la intimidad del hogar.
Jubal había explicado poco antes que simplemente estaban esperando la decisión del secretario general.
—Si está dispuesto a cerrar el trato, y creo que lo está, puede que hoy mismo recibamos noticias suyas. Si no, volveremos a casa esta noche y regresaremos, si tenemos que hacerlo. Pero si nos hubiéramos quedado en el Palacio, tal vez él se habría sentido tentado de regatear. Aquí, enterrados en nuestro agujero, podemos rechazar cualquier regateo.
—¿Regateo sobre qué? —preguntó el capitán Van Tromp—. Le dio usted lo que él quería.
—No todo lo que quería. Douglas hubiese preferido que ese poder fuese absolutamente irrevocable en vez de recibirlo condicionado a su buena conducta, con la posibilidad de que el poder revierta a manos de un hombre al que detesta y al que teme: este truhán de sonrisa inocente, nuestro hermano Ben. Pero además de Douglas, también hay otros que seguro querrían regatear. Ese Buda blando, Kung… me odia hasta las entrañas. Le arranqué la alfombra de debajo de sus pies. Pero si pudiera pensar en un trato que considerara tentador para nosotros, antes de que Douglas clave sus uñas en el asunto, nos lo ofrecería. Por eso nos hemos apartado también de su camino. Kung es la única razón por la que no comemos ni bebemos nada que no hayamos preparado nosotros mismos.
—¿Realmente tiene la sensación de que hay algo por lo que debamos preocuparnos? —inquirió Nelson—. Jubal, había dado por sentado que era usted un gourmet que insistía en su propia cocina incluso fuera de casa. No puedo imaginar la posibilidad de ser envenenado en un hotel importante como éste.
Jubal agitó tristemente la cabeza.
—Sven, es usted el tipo de persona honesta que piensa que todos los demás son honestos también… y normalmente está en lo cierto. No, nadie desea envenenarle a usted; pero es posible que su esposa llegara a cobrar su seguro de vida sólo porque usted compartió un plato con Mike.
—¿De veras lo cree así?
—Sven, pediré al servicio de habitaciones cualquier cosa que usted desee. Pero yo no la tocaré, ni permitiré que Mike lo haga. Porque apostaría todo lo que tengo a que cualquier camarero que entre en esta suite estará en la nómina de Kung, y quizá en otras dos o tres más. No estoy viendo fantasmas detrás de los arbustos; saben que estamos aquí, y han dispuesto de un par de horas para actuar.
»Sven, le digo muy fríamente que mi primera preocupación consiste en mantener vivo a este muchacho el tiempo suficiente como para hallar una forma de esterilizar y estabilizar el poder que representa, a fin de que su muerte no signifique ventaja para nadie —Jubal suspiró—. Considere la araña viuda negra. Es un animalito tímido, útil y, para mi gusto, el más hermoso de los arácnidos, con su resplandeciente acabado acharolado y el reloj de arena de su marca de fábrica. Pero la pobrecita tiene la desgracia de disponer de un poder excesivo para su tamaño. Así que todo el mundo la mata apenas la ve. La viuda negra no puede evitarlo; no conoce ninguna forma de desprenderse de su poder venenoso. Mike se encuentra en el mismo dilema. No es tan hermoso como una viuda negra…
—¡Pero Jubal! —intervino Dorcas, indignada—. ¡Eso que está diciendo es una indignidad! ¡Y, además, absolutamente falsa!
—Lo siento, chiquilla, carezco de tu enfoque glandular hacia el asunto. Hermoso o no, Mike no puede desembarazarse de ese dinero, ni es seguro para él conservarlo. Y no se trata sólo de Kung. El Tribunal Supremo no es tan apolítico como debiera serlo, aunque sus métodos probablemente convertirían a Mike en prisionero en vez de cadáver; un destino que, para mi gusto, aún es peor. Sin mencionar una docena de otras partes interesadas, de dentro y fuera del oficio público: personas que podrían o no matarle, pero ciertamente estarán dándole vueltas a la cabeza a la cuestión de cómo afectaría a sus fortunas el hecho de que Mike fuera el invitado de honor en un funeral. Yo…
—Teléfono, jefe.
—Anne, acabas de interrumpir un profundo pensamiento. Procede de Porlock, ¿verdad?
—No, de Dallas.
—No contestaré a nadie al teléfono.
—Me pidió que le dijera que se trata de Becky.
—¿Y por qué no lo dijiste antes? —Jubal se apresuró a salir de la sala de estar, y halló el rostro de Madame Vesant en la pantalla—. ¡Becky, me alegro de verte, muchacha! —no se molestó en preguntar cómo había sabido dónde llamarle.
—Hola, doc. Vi tu actuación, y tenía que llamarte para decírtelo.
—¿Cómo estuvo?
—El Profesor se hubiera sentido orgulloso de ti. Nunca vi una actuación llevada de forma más experta. Los dejaste noqueados antes de que supieran qué les había golpeado. Doc, la profesión perdió un gran orador cuando naciste sin un hermano gemelo.
—Eso es un gran elogio procedente de ti, Becky —Jubal pensaba a toda velocidad—. Pero la función la preparaste tú; yo simplemente me ocupé de la taquilla, y se vendieron todas las entradas. Así que dime tus honorarios, Becky, y no seas tímida —decidió que, fuera cual fuese la cifra que ella dijese, la doblaría. Esa cuenta de gastos que había pedido para Mike nunca lo notaría, y era mejor —mucho mejor— pagar generosamente a Becky que dejar abierta aquella obligación.
Madame Vesant frunció el entrecejo.
—Acabas de herir mis sentimientos.
—¡Becky, Becky! Ya eres una muchacha crecida. Todo el mundo puede aplaudir y lanzar vítores… pero las ovaciones tienen mucho más valor cuando se hacen sobre un montoncito de suaves, verdes y crujientes billetes. Y no son mis billetes. El Hombre de Marte liquidará esa factura y, créeme, puede permitírselo —sonrió—. Todo lo que conseguirás de mí es un beso y un abrazo que hará crujir tus costillas la primera vez que te vea.
Ella se relajó y sonrió.
—Exigiré que cumplas tu palabra. Recuerdo cómo solías darme unos azotes en las posaderas mientras me asegurabas que el Profesor se estaba reponiendo perfectamente… Siempre supiste arreglártelas para animar a la gente.
—No puedo creer que alguna vez hiciera una cosa tan poco profesional.
—La hiciste, y lo sabes muy bien. Y tampoco eran unos azotitos paternales.
—Tal vez sí. Tal vez era el tratamiento que necesitabas. He renunciado a esa clase de azotes, pero haré una excepción en tu caso.
—Más vale que así sea.
—Y más vale que tú me digas tus honorarios. Y no te olvides de los ceros.
—Hum… pensaré en ello. Pero la verdad, Doc, hay otros sistemas para cobrar una factura además de presentar la cuenta de inmediato. ¿Has echado un vistazo a la Bolsa hoy?
—No, y no sigas hablando. En vez de ello, ven aquí a tomar un trago.
—Oh, será mejor que no. Prometí a… Bueno, a un cliente más bien importante, que estaría a su disposición para cualquier consulta sobre la marcha.
—Comprendo. Hum… Becky, ¿no crees que las estrellas demostrarán que este asunto puede acabar mejor para todo el mundo si el acuerdo se completa, se firma, se sella y se certifica notarialmente hoy? ¿Tal vez justo después del cierre de la Bolsa?
La mujer pareció reflexionar.
—Podría comprobarlo.
—Hazlo. Y ven a pasar un rato con nosotros cuando no estés tan ocupada. Quédate todo el tiempo que quieras, y mientras estés aquí no vistas esos zapatos que tanto daño te hacen. Te gustará el muchacho. Es tan extraño como unos tirantes de serpiente, pero también tan dulce como un beso robado.
—Oh… lo haré. Tan pronto como pueda. Gracias, Doc.
Se dijeron adiós y Jubal regresó, para descubrir que el doctor Nelson había llevado a Mike a un dormitorio y le estaba efectuando un reconocimiento. Se reunió con ellos para ofrecerle a Nelson el uso de su maletín, puesto que éste no había llevado consigo el suyo.
Encontró a Mike desnudo y al cirujano de la nave con aspecto desconcertado.
—Doctor —dijo Nelson, casi furioso—. Examiné a este paciente hace tan sólo diez días. Dígame, ¿dónde consiguió esos músculos?
—Oh, remitió un cupón de esos que salen en la contratapa de Macho: la revista para los Hombres-Hombres. Ya sabe, ese anuncio que dice cómo un alfeñique de cincuenta kilos puede…
—¡Por favor, doctor!
—¿Por qué no se lo pregunta a él? —sugirió Jubal.
Nelson lo hizo.
—Los pensé —respondió Mike.
—Exacto —convino Jubal—. Los «pensó». Cuando me hice cargo de él, hace exactamente una semana, estaba hecho una lástima: blando, flojo y pálido. Parecía como si lo hubieran criado en una cueva… y supongo que así fue, más o menos. De modo que le dije que se fortaleciera. Y lo hizo.
—¿Ejercicios? —inquirió Nelson, dubitativo.
—Nada sistemático. Un poco de natación, cuando y como él quiso.
—¡Una semana de natación no hace que un hombre tenga el aspecto de llevar años sudando las pesas! —Nelson frunció el entrecejo—. Ya sé que Mike tiene un completo control de los llamados músculos «involuntarios», pero eso es algo sobre lo que ya había precedentes. Por otra parte, esto exige que uno suponga que…
—Doctor —dijo Jubal en voz baja—, ¿por qué simplemente no admite que no lo asimila, y se ahorra todo lo demás?
Nelson suspiró.
—Sí, podría admitirlo. Vístase, Michael.
Un poco más tarde, bajo la dulce influencia de la agradable compañía y el zumo de la vid, Jubal confesó en privado a los tres hombres de la Champion sus recelos sobre su tarea de aquella mañana.
—El objetivo financiero era sencillo: comprometer el dinero de Mike de forma tal que no se produjera ningún forcejeo a cuenta de él. Ni siquiera aunque muriese; porque si bien he dejado saber a Douglas en privado que la muerte de Mike pondría fin a su administración, me encargué también de que llegara a oídos de Kung y algunos otros el rumor, de fuentes generalmente bien informadas (en este caso yo), de que la muerte de Mike proporcionaría a Douglas el control permanente de todo. Por supuesto, si yo tuviese poderes mágicos, desposeería al muchacho no sólo de todo significado político sino también de hasta el último centavo de su herencia. Eso…
—¿Por qué haría tal cosa, Jubal? —interrumpió el capitán.
Harshaw pareció sorprendido.
—¿Tiene usted dinero, comandante? No me refiero a que pueda pagar todas sus facturas, y que tenga suficientes valores en bolsa para permitirle hacer las discretas locuras que se le apetezcan. Quiero decir rico… tan cargado de dinero que el suelo se combe bajo usted cuando rodee la mesa para ocupar su lugar a la cabecera en la sala de consejos.
—¿Yo? —Van Tromp soltó un bufido—. Tengo el cheque mensual de mi sueldo, una pensión algún día, una casa hipotecada y dos chicas en el colegio. Me gustaría probar eso de ser rico aunque sólo fuera por un tiempo, ¡no me importa decírselo!
—No le gustaría.
—¡Ja! No diría usted eso si tuviese un par de hijas en el colegio.
—Para su información, costeé el colegio a cuatro, y me empeñé hasta los sobacos. Una de ellas justificó la inversión: es una lumbrera en su profesión, y practica con su nombre de casada porque yo siempre he sido un viejo de mala fama, que hace dinero escribiendo basura popular en vez de tener el honor de ser sólo un recuerdo reverenciado en un párrafo de su biografía en el Who’s Who. Las otras tres son un encanto, que siempre se acuerdan de mi cumpleaños y no me molestan con otras cosas; no puedo decir que la educación les causara algún daño. Aunque mi descendencia no es relevante, demuestra que comprendo que un hombre necesita a menudo más de lo que tiene. Pero usted puede arreglar fácilmente esto: puede renunciar al servicio y aceptar un trabajo en alguna firma de ingeniería que le pagará varias veces lo que cobra ahora sólo por el derecho de poner el nombre de usted en sus membretes. La General Atomics, por ejemplo, y varias otras. ¿No le han hecho ofertas?
—Eso no hace al caso —respondió el capitán Van Tromp, tensamente—. Soy un hombre dedicado a mi profesión.
—Lo cual significa que no hay suficiente dinero en este planeta para tentarle a renunciar a capitanear naves espaciales. Comprendo eso.
—Pero no me importaría tener dinero también.
—Un poco más de dinero no le haría ningún bien, porque las hijas pueden gastar siempre un diez por ciento más de lo que un hombre es capaz de ganar en el ejercicio de su ocupación normal, no importa la cantidad. Es una ley de la naturaleza ampliamente experimentada, pero hasta ahora no enunciada, que a partir de este momento puede ser conocida como la «Ley de Harshaw». Pero, capitán, la auténtica riqueza, a tal escala que exige que su propietario alquile toda una batería de maquinadores para mantener bajos sus impuestos, le haría encallar con la misma certeza que la dimisión.
—¿Por qué debería? Lo invertiría todo en acciones y me dedicaría a cortar los cupones.
—¿Lo haría realmente? No, no si perteneciera usted a la clase de los que empiezan por adquirir desde el principio una gran fortuna. El dinero en grandes cantidades no es difícil de conseguir. Lo único que exige es toda una vida de obcecada devoción a adquirirlo y a hacerlo crecer en más dinero, con absoluta exclusión de todos los demás intereses. Dicen que la época de las oportunidades ha pasado. ¡Tonterías! Siete de los diez hombres más ricos de este planeta empezaron su vida sin un centavo, y hay montones de otros que están medrando en su camino hacia arriba. Esa gente no ha sido detenida por los altos impuestos, ni siquiera por el socialismo; simplemente se adaptan a las nuevas reglas y finalmente las cambian. Pero ninguna primera bailarina trabaja nunca tanto ni tan afanosamente como un hombre que adquiere riquezas. Capitán, ése no es su estilo; usted no quiere hacer dinero, usted simplemente desea tener dinero a fin de gastarlo.
—¡Correcto, señor! Y es por eso por lo que sigo sin comprender por qué quiere separar a Mike de su riqueza.
—Porque Mike no la necesita, y le perjudicará más que cualquier impedimento físico. La riqueza, la gran riqueza, es una maldición… a menos que uno se dedique a amasar dinero porque disfruta con ello. E incluso así, la cosa presenta serios inconvenientes.
—¡Oh, tonterías! Jubal, habla usted como un guardia de harén tratando de convencer a un hombre entero de las ventajas de ser un eunuco. Y disculpe la comparación.
—Es muy posible —admitió Jubal—, y quizá por la misma razón; la capacidad de la mente humana para razonar sus propias deficiencias es ilimitada, y yo no soy ninguna excepción. Puesto que yo, como usted, señor, no siento más interés por el dinero que el de gastarlo, nunca ha habido la más remota posibilidad de que adquiriera ningún grado significativo de riqueza; sólo lo suficiente para mis vicios. Como tampoco hay ningún auténtico peligro de que fracase en la tarea de conseguir esa modesta suma necesaria, puesto que cualquiera con suficiente visión como para no caer en la tentación de formar pareja puede siempre conseguir alimentar sus vicios, ya sean pagar religiosamente los impuestos o masticar nueces de betel.
»Pero… ¿una gran fortuna? Usted ya vio la farsa de esta mañana. Ahora, respóndame sinceramente: ¿no cree que pude haber modificado ligeramente el asunto de forma que yo adquiriera todo el botín, convirtiéndome de facto en el administrador y propietario único, y asignándome cualquier ingreso que deseara… al tiempo que arreglaba todo lo demás, de modo que Douglas corriera con los gastos? ¿No hubiera podido hacer eso, señor? Mike confía en mí; soy su hermano de agua. ¿No hubiera podido estafarle toda su fortuna y arreglar las cosas de modo que el Gobierno, en la persona del señor Douglas, lo hubiera dado por bueno?
—Oh, maldito sea, Jubal… Supongo que hubiera podido.
—Por supuesto que hubiera podido. Porque nuestro a veces estimable secretario general no es más ambicioso del dinero que usted. Su estímulo es el poder… un tambor cuyo retumbar yo no oigo. Si le hubiese garantizado a Douglas (oh, graciosamente, por supuesto; hay decoro incluso entre los ladrones) que los bienes de Smith continuarían respaldando su Administración, entonces me habría dejado que hiciera tranquilamente lo que quisiera con el dinero, y hubiera legalizado mi posición como consejero legal perpetuo del muchacho… —se estremeció—. Por unos momentos, pensé que iba a tener que hacer exactamente eso para proteger a Mike de los buitres que se habían reunido a su alrededor… y el pánico me dominó.
»Capitán, evidentemente usted no sabe cómo es la vida de un personaje muy rico. No es una bolsa abultada y tiempo para gastarla. Su propietario se ve acosado por todas partes, a cualquier hora, vaya donde vaya, por intercesores persistentes como mendigos de Bombay; y cada uno le pide que invierta o que renuncie a una parte de su riqueza. Se transforma en un ser receloso ante la amistad sincera… la cual, ciertamente, raras veces le es ofrecida; aquellos que podrían haber sido sus amigos se sienten demasiado irritados al ser empujados constantemente a un lado por los mendigos, y son demasiado orgullosos para arriesgarse a que les confundan con uno. Y peor aún, su vida y las vidas de sus familiares siempre están en peligro. Capitán, ¿se han visto sus hijas amenazadas de secuestro alguna vez?
—¿Qué? ¡Dios santo, no!
—Si poseyera usted la fortuna que han echado sobre los hombros de Mike, tendría que mantener a esas chicas protegidas día y noche; y aun así no dormiría tranquilo, porque nunca podría estar seguro de que sus propios guardianes no pudieran sentirse tentados. Examine el último centenar de secuestros que se han producido en este país, y observe en cuántos de ellos figura implicado un empleado de toda confianza… y observe también las pocas víctimas que escaparon con vida. Luego pregúntese: ¿hay algo que pueda comprarse con dinero que merezca la pena tener, a cambio de colocar los hermosos cuellos de sus hijas dentro de un eterno nudo corredizo?
Van Tromp pareció meditar en aquello.
—No. Supongo que seguiré con mi casa hipotecada; es más de mi especialidad. Esas chicas son todo lo que tengo, Jubal.
—Amén. Yo me sentí abrumado ante la perspectiva. La riqueza no ofrece ningún encanto para mí. Todo lo que quiero es vivir mi propia perezosa e inútil vida, dormir en mi propia cama… ¡y no ser molestado! Sin embargo, pensé que iba a verme obligado a pasar los últimos años de mi vida sentado en un despacho, protegido por una barricada de palmeadores, trabajando largas horas como hombre de negocios al servicio de Mike.
»Y entonces tuve la inspiración. Douglas vive ya detrás de esas barricadas, y dispone de los palmeadores adecuados. Puesto que me veía obligado a entregar el poder de ese dinero a Douglas para asegurar la salud y la libertad de Mike, ¿por qué no hacer que pagase por ello, asumiendo también todos los quebraderos de cabeza? No temía que Douglas le robase nada a Mike; sólo los mezquinos políticos de segunda categoría son seres hambrientos de dinero. Y Douglas, sean cuales fueren sus fallos, no es mezquino en este aspecto. Deje de fruncir el entrecejo, Ben, y rece por que él nunca eche esa carga sobre usted.
»Así que arrojé toda la carga sobre los hombros de Douglas, y ahora podré volver a mi jardín. Pero, como he dicho, el asunto del dinero fue algo relativamente sencillo una vez se me ocurrió. Era la Resolución Larkin lo que me preocupaba.
—Creo que se le fue un poco de la mano en eso, Jubal —indicó Caxton—. Toda esa estupidez de permitir que le rindieran a Mike honores de soberano. ¡Honores, ciertamente! Por el amor de Dios, Jubal, hubiera debido limitarse a dejar que el muchacho renunciase a todo derecho, título e interés, si es que tiene alguno, bajo esa ridícula teoría Larkin. Sabía usted que Douglas deseaba que lo hiciera; Jill se lo dijo.
—Ben, muchacho —dijo suavemente Harshaw—, como periodista, es usted esforzado y a veces incluso legible.
—¡Hey, gracias! Aquí tengo a un fan.
—Pero su concepto sobre la estrategia corresponde a la época de Neanderthal.
Caxton suspiró.
—Ya me siento mejor, Jubal. Por un momento pensé que se hubiera vuelto usted blando y sentimental en su vejez.
—Cuando lo haga, por favor dispárenme un tiro. Capitán, ¿cuántos hombres dejó usted en Marte?
—Veintitrés.
—¿Y cuál es su status, según la Resolución Larkin?
Van Tromp pareció turbado.
—Se supone que no debo hablar de ello.
—Entonces no lo haga —le tranquilizó Harshaw—. Podemos deducirlo, y Ben también.
—Comandante —intervino el doctor Nelson—, tanto Stinky como yo volvemos a ser civiles. Hablaré donde y como me plazca…
—Y yo —confirmó Mahmoud.
—… y, si quieren crearme problemas, ya saben dónde pueden meterse mi comisión de reserva. ¿Por qué tiene el Gobierno que decirnos de qué no podemos hablar? ¿Quiénes son ellos para ordenarnos tal cosa? Esos calientasillas no fueron a Marte. Fuimos nosotros.
—Tranquilo, Sven. Tenía intención de hablar de ello; son nuestros hermanos de agua. Pero… Ben, preferiría que esto no apareciese en su columna. Me gustaría volver a mandar una nave espacial.
—Capitán, conozco el significado de off the record. Pero si eso le hace sentirse más tranquilo, iré a reunirme con Mike y las chicas. De todos modos, quiero ver a Jill.
—Por favor, no se vaya. El Gobierno se halla un tanto inseguro en lo que se refiere a esa colonia nominal que dejamos atrás. Todos esos hombres firmaron su renuncia a los llamados derechos Larkin; los cedieron en favor del Gobierno, antes de que abandonáramos la Tierra. La presencia de Mike cuando llegamos a Marte confundió enormemente las cosas. No soy abogado, pero comprendo que si Mike abdicara de sus derechos, fueran cuales fuesen, eso pondría a la Administración en el asiento del piloto a la hora de repartir las cosas de valor.
—¿Qué cosas de valor? —preguntó Caxton—. Aparte de la pura ciencia, quiero decir. Mire, comandante, no es que trate de restar méritos a su logro, pero, a juzgar por todo lo que he oído, Marte no es exactamente una propiedad valiosa para los seres humanos. ¿O hay allí bienes que aún están clasificados como «cáete muerto antes de leerlo»?
Van Tromp negó con la cabeza.
—No, los informes científicos y técnicos son todos clasificados, creo. Pero Ben, la Luna no era más que un pedazo de roca sin ningún valor cuando pusimos por primera vez el pie en ella. Mírela ahora.
—Touché —admitió Caxton—. Desearía que a mi abuelo se le hubiese ocurrido comprar acciones de la Lunar Enterprises en vez de las del uranio canadiense. Yo no pongo las objeciones de Jubal a hacerme rico… —añadió—. Pero, en cualquier caso, Marte está habitado.
Van Tromp no parecía muy feliz.
—Sí, pero… Stinky, dígaselo.
—Ben —indicó Mahmoud—, en Marte hay espacio de sobra para la colonización humana…Y, por lo que hemos sido capaces de averiguar, los marcianos no interferirán. No pusieron ninguna objeción cuando les dijimos que teníamos intención de dejar una colonia en el planeta. Aunque tampoco parecieron complacidos. Ni siquiera interesados. En estos momentos estamos ondeando nuestra bandera y gritando extraterritorialidad, pero nuestro status puede muy bien ser como el de una de esas ciudades hormiguero cubiertas por una campana de cristal que se ven a veces en los colegios. Nunca fui capaz de asimilarlo.
Jubal asintió.
—Exacto. Ni yo. Esta mañana no tenía ni la más remota idea de la situación… excepto que sabía que el Gobierno estaba ansioso por echarles la mano encima a los llamados derechos Larkin de Mike. Así que supuse que el Gobierno se hallaba en el mismo estado de ignorancia que nosotros, aunque dispuesto a seguir adelante con osadía. «Audacia, siempre audacia»… el más firme principio de la estrategia. Practicando la medicina aprendí que, cuando más perdido estás, es cuando mayor confianza debes fingir. En leyes aprendí que, cuando tu caso parece irremediablemente perdido, es cuando debes impresionar al jurado con tu relajada seguridad.
Jubal sonrió.
—En una ocasión, cuando iba a la escuela secundaria, gané un debate sobre las subvenciones de embarque citando un argumento abrumador del Consejo de Embarque Colonial Británico. La oposición no pudo refutar de ningún modo mis alegaciones… por la sencilla razón de que nunca existió ningún Consejo de Embarque Colonial Británico. Me lo inventé, ropaje incluido.
»Esta mañana me mostré igualmente desvergonzado. La Administración deseaba los «derechos Larkin» de Mike, y estaba estúpidamente aterrorizada ante la posibilidad de que yo pudiera hacer un trato con Kung o con alguien más al respecto. Así que utilicé su codicia y su preocupación para obligarles a llegar hasta el final del absurdo lógico de su fantástica teoría legal, haciéndoles reconocer públicamente que Mike era un soberano del mismo nivel que la propia Federación mediante la puesta en práctica de un protocolo diplomático inequívoco… ¡y que debía ser tratado en consonancia! —Jubal pareció complacido de sí mismo.
—Y con ello —dijo Caxton secamente—, lanzándose a remontar el arroyo sin un remo en las manos.
—Ben, Ben —reprochó Jubal—. La metáfora es errónea. No se trata de una canoa, sino de un tigre. O un trono. Han coronado a Mike de acuerdo con su propia lógica. ¿Debo señalar que, pese a lo que diga el viejo refrán sobre cabezas tambaleantes y coronas, es mucho más seguro ser rey públicamente que pretendiente al trono más o menos oculto? Normalmente un rey puede abdicar para salvar el cuello; un pretendiente puede renunciar a sus pretensiones, pero esto no hace que su cuello esté más seguro… De hecho, todavía lo está menos: lo deja desnudo ante sus enemigos.
»No, Ben… Kung vio que la situación de Mike se había fortalecido sensiblemente gracias a unos cuantos compases de música y a una sábana vieja, aunque usted no lo viera, y no le hizo ninguna gracia. Pero actué por necesidad, no por elección, y, aunque la posición de Mike resultó mejorada, sigue sin ser cómoda. Mike fue, por un momento, el soberano reconocido de Marte según las exageraciones legalistas del precedente de Larkin, y como tal, fue investido con el poder de otorgar concesiones, derechos comerciales y enclaves ad nauseam. Debía hacer esas cosas por sí mismo, y verse así sometido a presiones incluso peores que las que acompañan a una gran fortuna… o debía abdicar de su posición titular y permitir que sus derechos Larkin pasaran a manos de los hombres que se encuentran ahora en Marte, es decir… a Douglas.
Jubal pareció apenado.
—Por mi parte detestaba casi por igual ambas alternativas, puesto que cada una de ellas estaba basada en la detestable doctrina de que la Resolución Larkin podía aplicarse a los planetas habitados. Caballeros, nunca he conocido a ningún marciano, y no tengo vocación de convertirme en su campeón; pero no podía permitir que mi cliente se viera atrapado en ese enredo. La propia Resolución Larkin tenía que ser invalidada en lo que al planeta Marte se refería, mientras el asunto estaba aún en nuestras manos, y sin proporcionar al Tribunal Supremo la ocasión de meter baza y dictaminar.
Jubal esbozó una sonrisa adolescente.
—Así que apelé a un tribunal superior en busca de una resolución que anulara el precedente Larkin… cité un «Consejo de Embarque Colonial Británico» mítico. Mentí hasta el tuétano a fin de crear una nueva teoría legal. Se rindieron a Mike honores de soberano; eso fue un hecho, el mundo lo vio. Pero los honores de soberanía pueden rendirse a un soberano… o al alter ego de un soberano, a su virrey o embajador. Así que dejé bien sentado que Mike no era un soberano de cartón que se amparaba en un estúpido precedente humano, ¡sino el mismísimo embajador de la gran nación marciana! —Jubal suspiró—. Pura fanfarronada… y me aterrorizó pensar que podía exigírseme que demostrara mis afirmaciones.
»Pero basaba mi fanfarronada en la esperanza y en mi firme creencia de que los otros, Douglas y, en particular, Kung, no estarían más enterados de los hechos que yo. —Jubal miró a su alrededor—. Me arriesgué a lanzar esa fanfarronada porque ustedes tres estaban sentados a nuestro lado: éramos la hermandad de agua de Mike. Si ustedes seguían sentados y no se oponían a mis mentiras, entonces Mike debía ser aceptado como el equivalente marciano de un embajador… y la Resolución Larkin se convertía en un callejón sin salida.
—Eso espero —dijo sobriamente el capitán Van Tromp—. Pero yo no tomé sus afirmaciones como mentiras, Jubal; las tomé como la simple verdad.
—¿Eh? Pero le aseguro que no lo eran. No hice más que soltar palabras huecas, improvisar…
—No importa. Inspiración o deducción, opino que dijo usted la verdad —el comandante de la Champion titubeó—. Excepto que yo no llamaría a Mike embajador. Creo que es una fuerza expedicionaria.
Caxton dejó caer la mandíbula. Harshaw no discutió aquello, pero respondió con idéntica sobriedad:
—¿En qué sentido, señor?
—Rectificaré eso —respondió Van Tromp—. Sería mejor decir que creo que Mike es un explorador de unas fuerzas expedicionarias, que está efectuando un reconocimiento de nosotros y nuestro planeta para sus amos marcianos. Incluso es posible que estén en contacto telepático con él constantemente, que ni siquiera tenga que informarles a la vuelta. No lo sé. Pero sí sé que, después de visitar Marte, hallo estas ideas mucho más fáciles de aceptar. Y sé esto: todo el mundo parece dar por sentado que, tras encontrar a un ser humano en Marte, lo traeríamos por supuesto de vuelta a casa y él se sentiría ansioso de hacerlo. Nada podría estar más lejos de la verdad, ¿eh, Sven?
—A Mike no le gustó nada la idea —confirmó Nelson—. Ni siquiera pudimos acercarnos a él al principio; nos tenía miedo. Luego los marcianos le ordenaron que volviera con nosotros, y desde entonces hizo exactamente todo lo que le dijimos que hiciera. Se comportó como un soldado que cumple con perfecta disciplina unas órdenes que le aterrorizan.
—Un momento —protestó Caxton—. Capitán, aun así… ¿Marte atacándonos? ¿Marte? Usted sabe más de estas cosas que yo, pero, ¿no sería eso como si nosotros atacásemos Júpiter? Quiero decir, tenemos dos veces y media la gravedad superficial de Marte, del mismo modo que Júpiter tiene dos veces y media nuestra gravedad superficial. Y diferencias más o menos análogas en cuanto a presión, temperatura, atmósfera y demás. Nosotros no podríamos vivir en Júpiter… y no concibo que los marcianos pudieran adaptarse y resistir las condiciones de nuestro planeta. ¿No es cierto?
—Bastante aproximado —admitió Van Tromp.
—Entonces, ¿por qué íbamos a atacar Júpiter? ¿Y por qué iba a atacarnos Marte?
—Hum… Ben, ¿no ha visto usted ninguno de los proyectos para establecer una cabeza de playa en Júpiter?
—Sí, pero… Bueno, nada de eso ha pasado nunca del estadio de sueño. No es práctico.
—Los vuelos espaciales tampoco eran prácticos hace no más de un siglo. Revise los archivos y vea lo que sus propios colegas decían al respecto… digamos allá por 1940. Esas proposiciones sobre Júpiter no han ido más allá de las mesas de diseño, en el mejor de los casos; pero los ingenieros que han trabajado en ellas lo han hecho de forma muy seria. Creen que, utilizando todo lo que aprendimos con la exploración del fondo de los océanos, y equipando además a los hombres con trajes energéticos que les permitan flotar, es posible enviar seres humanos a Júpiter. Y no creo ni por un momento que los marcianos sean menos inteligentes que nosotros. Debería ver usted sus cualidades.
—Oh… —exclamó Caxton—. De acuerdo, me callaré. Pero sigo sin ver por qué iban a molestarse en venir.
—¿Capitán?
—¿Sí, Jubal?
—Veo otra objeción. Ésta es cultural. Supongo que conoce la clasificación general de las culturas en «apolíneas» y «dionisíacas».
—Sé más o menos lo que quiere decir.
—Bueno, pues a mí me parece que hasta la cultura zuni sería llamada dionisíaca en Marte. Por supuesto, usted ha estado allí y yo no; pero he hablado extensamente con Mike. Ese muchacho fue educado en una cultura extremadamente apolínea, y esas culturas no son agresivas.
—Hum. Entiendo lo que quiere decir. Pero yo no confiaría mucho en ello.
Mahmoud dijo bruscamente:
—Comandante, hay pruebas consistentes en apoyo de la tesis de Jubal. Se puede analizar una cultura a partir de su lenguaje, en cualquier momento… y no existe ninguna palabra marciana equivalente a «guerra» —se detuvo, y pareció desconcertado—. Al menos, no creo que exista. Como tampoco hay ninguna palabra para designar «arma», ni «lucha». Si la palabra para un concepto determinado no existe en un lenguaje, entonces es que su cultura desconoce el referente que la palabra que no existe simboliza.
—¡Oh, tonterías, Stinky! Los animales luchan… y las hormigas dirigen guerras, incluso. ¿Está intentando decirme que necesitan tener palabras para expresar eso antes de poder hacerlo?
—Eso es exactamente lo que quiero decir —insistió Mahmoud—, cuando se aplica a cualquier raza que se exprese verbalmente. Como nosotros. Como los marcianos… que además están más altamente verbalizados que nosotros. Una raza que se comunica oralmente cuenta con palabras para todos los conceptos antiguos, y crea nuevas palabras o nuevas definiciones siempre que surge y se desarrolla un nuevo concepto. ¡Siempre! Un sistema nervioso capaz de verbalizar no puede evitar hacerlo; es automático. Si los marcianos supiesen lo que es la «guerra», tendrían la correspondiente palabra para ella.
—Hay una forma rápida de establecer eso —sugirió Jubal—: llamemos a Mike. Preguntémosle.
—Un momento, Jubal —objetó Van Tromp—. Aprendí hace años a no discutir jamás con un especialista; nunca puedes ganar. Pero también aprendí que la historia del progreso es una larga, larga lista de especialistas que estuvieron completamente equivocados… Perdone, Stinky.
—Tiene razón, capitán… sólo que esta vez no estoy equivocado.
—Tal como veo las cosas, todo lo que Mike puede establecer es si conoce o no cierta palabra… lo cual puede ser algo así como pedirle a un niño de dos años que defina el cálculo. No prueba nada. Preferiría atenerme por el momento a los hechos. Sven, ¿qué hay de Agnew?
—Eso es cosa suya, capitán —respondió Nelson.
—Bien… esto sigue siendo una conversación privada entre hermanos de agua, caballeros. El teniente Agnew era nuestro oficial médico cadete. Según dice Sven, era un chico muy brillante en su campo, y yo no tuve quejas respecto a él por parte de nadie y en ningún sentido; era bastante apreciado. Pero estaba poseído por una insospechada xenofobia latente. No contra los humanos, pero no podía soportar a los marcianos.
»Al darme cuenta de que al parecer los marcianos eran pacíficos, di órdenes de que nadie fuera armado fuera de la nave. No quería que se produjese ningún incidente. Pero al parecer, el joven Agnew me desobedeció. No conseguimos encontrar su arma corta personal, y los dos hombres que le vieron vivo por última vez declararon que la llevaba consigo. Pero todo lo que dice mi diario de a bordo es: «desaparecido y presumiblemente muerto». Les contaré cómo sucedió.
»Dos miembros de la tripulación vieron a Agnew adentrarse por una especie de pasadizo entre dos grandes rocas: una configuración rara en Marte, donde todo es más bien monótono. Luego vieron a un marciano que entraba por el mismo camino… por cuyo motivo se apresuraron hacia allá, puesto que la peculiaridad del doctor Agnew era bien conocida por todos. Ambos dijeron que, mientras corrían, oyeron un disparo. Uno aseguró que llegó a la entrada justo a tiempo para ver fugazmente a Agnew, un poco más allá del marciano, que llenaba casi todo el espacio entre las rocas; son muy grandes. Y, al instante siguiente, dejó de verle. El segundo hombre dijo que cuando llegó allí el marciano salía: simplemente cruzó por delante de ellos y siguió su camino. Una actitud característicamente marciana: si no tiene nada que tratar contigo, simplemente te ignora. Una vez el marciano se hubo alejado pudieron observar el espacio entre las dos rocas: era un callejón sin salida, y estaba vacío.
»Eso es todo, caballeros. Podríase decir que Agnew pudo haber saltado por encima de la pared de roca, gracias a la inferior gravedad de Marte y al ímpetu del miedo… aunque yo lo intenté y no pude hacerlo. También mencionar que esos dos tripulantes llevaban equipos de respiración, que en Marte son imprescindibles, y que la hipoxia puede hacer que los sentidos de un hombre le gasten malas pasadas. No sé si el primer miembro de la dotación estaba mareado a causa de la escasez de oxígeno; menciono este detalle simplemente porque es una explicación más creíble que lo que informó: que Agnew se limitó a desaparecer en un parpadeo. De hecho, eso es lo que le sugerí, y le ordené que revisara su equipo de suministro de oxígeno antes de volver a salir al exterior.
»¿Saben? Pensé que Agnew reaparecería en cualquier momento, y me preparé para abrumarle con una buena reprimenda y someterlo a un severo arresto por haber salido armado (si había salido armado) y por haber salido solo (lo cual parecía seguro), ya que ambas cosas eran serias infracciones de la disciplina. Pero nunca volvió y nunca le encontramos, ni a él ni a su cadáver. No sé lo que ocurrió. Pero mis dudas respecto a los marcianos se remontan a la fecha de ese incidente. Nunca han vuelto a parecerme criaturas gentiles, inofensivas y más bien cómicas, pese a que jamás tuvimos ningún problema con ellos y siempre nos dieron cuanto les pedimos, una vez Stinky aprendió la forma de pedírselo. Quité importancia al incidente, porque no puedes permitir que cunda el pánico entre tus hombres cuando te hallas a cientos de millones de kilómetros de casa.
»Oh, no podía disimular el hecho de que el doctor Agnew había desaparecido, y toda la tripulación de la nave lo buscó. Pero eliminé toda posible insinuación de que pudiera haber algo misterioso en el asunto: Agnew se perdió entre las rocas, agotó su reserva de oxígeno, sin duda murió… y su cuerpo quedó enterrado bajo la derivante arena. O algo así. Hay una brisa más bien fuerte al amanecer y al anochecer en Marte; eso hace que la arena derive con fuerza de un lado para otro. Así que utilicé eso como excusa para ordenar estrictamente que todo el mundo fuese siempre acompañado, que mantuviera un contacto permanente por radio y que comprobara siempre su equipo de oxígeno, usando a Agnew como horrible ejemplo. No dije a aquel tripulante que mantuviera la boca cerrada; me limité a insinuar que su versión era ridícula, especialmente porque su compañero no podía confirmarla. Creo que prevaleció la versión oficial.
Luego de un silencio, Mahmoud dijo, muy despacio:
—Al menos, prevaleció para mí. Capitán, ésta es la primera vez que oigo que hubo algo misterioso en torno a Agnew. Y, sinceramente, prefiero la versión oficial; no me siento inclinado a la superstición.
Van Tromp asintió con la cabeza.
—Eso es precisamente lo que deseaba. Sólo Sven y yo escuchamos aquella fantástica historia, y nos la guardamos para nosotros. Pero de todos modos… —el capitán de la nave pareció de pronto envejecer muchos años— sigo despertándome por las noches e interrogándome: «¿Qué fue de Agnew?».
Jubal escuchó la historia sin formular ningún comentario. Todavía seguía preguntándose qué debería decir cuando terminara. Y se preguntaba también si Jill le habría referido a Ben lo de Berquist y el otro tipo, Johnson. Él no lo había hecho. No había habido tiempo la noche en que Ben fue rescatado, y a la sobria luz del siguiente amanecer le había parecido mejor dejar las cosas tal como estaban.
¿Le habrían contado a Ben la batalla que se había desarrollado en la piscina, y la desaparición de los dos transportes policiales? De nuevo parecía muy improbable. Los chicos sabían que la versión «oficial» era que la primera fuerza de choque jamás se presentó; todos habían oído aquella conversación telefónica con Douglas. Y la familia de Jubal era discreta; fueran huéspedes o empleados, las personas charlatanas eran expulsadas rápidamente: Jubal consideraba que la charlatanería era una prerrogativa exclusivamente suya.
Pero Jill podía habérselo dicho a Ben… Bueno, si lo había hecho, debió de exigirle que guardara silencio; Ben no había mencionado las desapariciones a Jubal, y ahora no estaba intentando mirarle ni eludir su mirada. ¡Maldito fuera! Lo único que podía hacer era seguir callado, e intentar convencer al muchacho de que no debía ir por ahí provocando la desaparición de todos los desconocidos que no le cayeran bien.
* * *
La llegada de Anne ahorró a Jubal la desagradable tarea de seguir examinando su conciencia y cortó la conversación.
—Jefe, ese tal Bradley está en la puerta. El que se presentó como «ayudante ejecutivo principal del secretario general».
—¿Le dejaste entrar?
—No. Le examiné por el visor unidireccional y hablé con él por el fono. Dice que tiene que entregarle personalmente unos papeles a usted, y que esperará una contestación.
—Que pase los papeles por el buzón. Y dile que tú eres mi «ayudante ejecutiva principal», y que tú misma firmarás el recibo de esa entrega personal si es eso lo que quiere. Esto todavía es la Embajada de Marte, al menos hasta que yo vea qué hay en esos papeles.
—¿Le dejo esperando en el pasillo?
—No tengo la menor duda de que el mayor Bloch sabrá encontrarle una silla. Anne, ya sé que has sido educada en la amabilidad, pero ésta es una situación en la que la descortesía produce beneficios. No cederemos un centímetro ni pronunciaremos una palabra amable hasta que consigamos exactamente lo que queremos.
—Sí, jefe.
El paquete era abultado porque había varias reproducciones; pero sólo contenía un documento. Jubal convocó a todo el mundo y repartió las copias.
—Chicas, ofrezco un sorbete por cada contradicción, punto débil, trampa o ambigüedad. Premios de valor similar para los hombres. Ahora, todo el mundo a callar.
Por último, fue el propio Jubal quien rompió el silencio.
—Es un político honesto. Mantiene su palabra.
—Eso parece —admitió Caxton.
—¿Alguien tiene algo que decir? —nadie reclamó sorbetes; Douglas se había limitado a dar forma al acuerdo alcanzado antes, transcribiendo las cosas de una forma clara y directa—. Muy bien —dijo Jubal—, cada uno firmará como testigo todas las copias, después de que las firme Mike… en especial ustedes, capitán, Sven y Stinky. Trae el sello, Miriam. Demonios, dejad que pase Bradley y que sea testigo también… Luego le daremos un trago al pobre tipo. Duque, llama a recepción y di que nos suban la factura; nos vamos. Luego llama al Greyhound para que vengan a buscarnos. Sven, comandante, Stinky… nos retiramos de la misma forma que Lot se marchó de Sodoma… ¿por qué ustedes tres no se vienen al campo con nosotros y se relajan un poco? Disponemos de buen número de camas, servimos comidas caseras y no repartimos preocupaciones.
Los dos hombres casados solicitaron, y obtuvieron, la posibilidad de hacerlo en otra ocasión; el doctor Mahmoud aceptó. La firma llevó un buen rato, sobre todo porque Mike disfrutaba firmando con su nombre y trazaba cada letra con gran cuidado y satisfacción artística. Los residuos salvables del picnic —principalmente botellas aun sin abrir— estaban ya cargados cuando todas las copias estuvieron firmadas y selladas, y la cuenta del hotel había llegado también.
Jubal echó un vistazo al abultado total y no se molestó en comprobarlo. En vez de ello escribió debajo: «Aprobado su pago por J. Harshaw, en nombre de V. M. Smith», y se la tendió a Bradley.
—Esto es cosa de su jefe.
Bradley parpadeó.
—¿Señor?
—Oh, sólo para hacerlo circular por los «canales apropiados». No me cabe duda de que el señor Douglas lo traspasará a su jefe de protocolo. ¿No es ése el procedimiento habitual? Yo soy más bien inexperto en estos asuntos.
Bradley aceptó la factura.
—Sí —dijo lentamente—. Sí, tiene usted razón. LaRue la tramitará… Se la entregaré a él.
—Gracias, señor Bradley. ¡Gracias por todo!