20

Jubal había considerado la idea de que Mike siguiera sentado mientras Douglas entraba, pero acabó por rechazar la idea. No quería colocar a Smith por encima del secretario general, sino simplemente establecer que la reunión era entre personajes de igual categoría. Así pues, al levantarse, hizo una seña a Mike para que hiciese lo mismo. Las grandes puertas dobles del fondo de la sala de conferencias se abrieron con las primeras notas de Salve a la paz soberana, y Douglas entró. Se encaminó directo a su silla y empezó a sentarse.

Al instante Jubal indicó a Mike que se sentara también y, como resultado de su seña, Valentine Michael Smith y el secretario general tomaron asiento de modo simultáneo… con una larga y respetuosa pausa antes de que lo hiciesen los demás.

Jubal contuvo el aliento. ¿Lo habría hecho LaRue? ¿O no? En realidad no se lo había prometido…

Entonces el primer compás fortissimo del movimiento «Marte» llenó la sala… el tema del «Dios de la guerra», que sobresalta incluso a una audiencia que lo espera. Con los ojos clavados en los de Douglas —y los del secretario general devolviéndole la mirada—, Jubal se levantó vivamente de su silla como un recluta asustado que responde a la orden de firmes.

Douglas no se levantó tan deprisa, pero sí con bastante prontitud.

Pero Mike no se movió; Jubal no le había señalado que lo hiciera. Permaneció sentado, impasible, en absoluto violento por el hecho de que todos los demás se hubieran vuelto a poner rápidamente en pie al hacerlo el secretario general. Mike no entendía nada de todo aquello, y se contentaba con hacer lo que su hermano de agua le había indicado.

Jubal había meditado un poco sobre aquello, después de exigir el «himno marciano». Si la petición era atendida, ¿qué debía hacer Mike mientras sonaban los compases? Era un punto digno de tener en cuenta, y la respuesta dependía del papel que desempeñara exactamente Mike en aquella comedia.

La música se detuvo. A una seña de Jubal, Mike se levantó, inclinó rápidamente la cabeza y volvió a sentarse, casi al mismo tiempo que lo hacían el secretario general y los demás. En aquella ocasión todos se sentaron más aprisa, y a nadie le había pasado por alto el significativo detalle de que Mike había seguido sentado durante la interpretación del «himno».

Jubal suspiró, aliviado. Se había salido con la suya. Muchos años antes había visto a un miembro de la tribu en vías de extinción de la realeza —una reina reinante— asistir a un desfile, y había observado que la dama real se inclinaba después de la interpretación del himno: es decir, había reconocido el saludo que se ofrendaba a su propia soberanía.

Pero la cabeza visible de una democracia escucha el himno de su nación como un ciudadano cualquiera; no es ningún soberano.

Sin embargo, como Jubal había señalado a LaRue, uno no podía seguir más que un solo camino. O Mike era un ciudadano particular, en cuyo caso nunca hubiera debido organizarse aquella recepción… —Douglas hubiera debido tener los redaños suficientes como para decirles a todos aquellos parásitos excesivamente ataviados que se quedaran en casa— o, por la ridícula teoría legal inherente en la Resolución Larkin, el chico era todo un soberano pese a su soledad.

Jubal se sintió tentado de ofrecerle a LaRue un pellizco de rapé. Bueno, a nadie se le había escapado el detalle: el nuncio papal mantenía el rostro inexpresivo, pero sus ojos chispeaban.

Douglas empezó a hablar:

—Señor Smith, nos sentimos honrados y felices de tenerle aquí como invitado nuestro. Confiamos en que considere al planeta Tierra su hogar tanto como a su planeta de nacimiento, nuestro vecino… nuestro buen vecino Marte.

Siguió hablando con cierta extensión, utilizando una fraseología cuidadosamente redonda y agradable. Se le daba a Mike la bienvenida, aunque era imposible determinar —decidió Jubal— si se le daba en calidad de soberano, de turista o de simple ciudadano que volvía a casa.

Jubal observó a Douglas, buscando algún síntoma que le indicase cómo se había tomado el secretario general la carta que le había enviado inmediatamente después de su llegada. Pero Douglas se abstuvo de mirarle. Por último el secretario general terminó su discurso, en el que había conseguido perfectamente no decir nada pero decirlo muy bien.

—Ahora, Mike —dijo Harshaw en voz baja.

Smith se dirigió al secretario general… en marciano.

Pero se interrumpió antes de que la consternación se acumulara a su alrededor y dijo en tono grave, en inglés:

—Señor secretario general de la Federación de Naciones Libres del Planeta Tierra…

Tras lo cual siguió en marciano.

Luego, de nuevo en inglés:

—… agradecemos la favorable acogida que nos ha sido dispensada hoy. Traemos saludos para los pueblos de la Tierra de parte de los Ancianos de Marte…

Y cambió de nuevo al marciano.

Jubal opinó que la cosa estaba saliendo redonda. De hecho, aunque Mike había insistido en «hablar correctamente», el borrador de Jubal no había requerido muchos cambios. Había sido idea de Jill el alternar los párrafos en marciano con las frases en inglés, la versión marciana y luego su correspondiente traducción. Jubal tuvo que admitir con un cálido placer que la mezcla constituía un pequeño discurso formal tan desprovisto de contenido como las promesas de una campaña, pero transformado en algo tan aparatosamente impresionante como una ópera de Wagner. Y casi tan difícil de entender, añadió para sí.

A Mike no le importó. Podía insertar los párrafos en marciano con la misma facilidad con que podía memorizar y recitar la traducción al inglés. Si decir tales cosas complacía a sus hermanos de agua, se consideraba feliz haciéndolo.

Alguien tocó a Jubal en el hombro, le puso un sobre en la mano y susurró:

—Del secretario general.

Jubal alzó la mirada y vio a Bradley que se alejaba silenciosamente. Abrió el sobre en sus rodillas y examinó la única hoja que había dentro.

La nota consistía en una sola palabra: «Sí», y había sido firmada con las iniciales «J.E.D»… todo en la famosa tinta verde.

Jubal alzó de nuevo la mirada y tropezó con los ojos de Douglas fijos en los suyos; el secretario general asintió imperceptiblemente y desvió la vista. La conferencia como tal había concluido; todo lo que faltaba ahora era hacérselo saber al mundo.

Mike terminó de pronunciar las sonoras nulidades que le habían sido dictadas; Jubal oyó sus propias palabras: «un acercamiento continuo, con beneficio mutuo para ambos mundos», y «cada una de las dos razas de acuerdo con su propia naturaleza», pero no las escuchó. Luego Douglas dio las gracias al Hombre de Marte, breve pero calurosamente. Hubo una pausa.

Jubal se puso en pie.

—Señor secretario general…

—¿Sí, doctor Harshaw?

—Como usted sabe, el señor Smith se encuentra aquí hoy desempeñando un doble papel. Como algunos príncipes visitantes en el pasado histórico de nuestra raza, que viajaban en caravana y navegaban por las vastedades marítimas inexploradas hasta reinos lejanos, él nos trae los buenos deseos de los Antiguos Poderes de Marte. Pero también es un ser humano, un ciudadano de la Federación y de Estados Unidos de América. Como tal, tiene derechos y propiedades y obligaciones aquí —Jubal sacudió la cabeza—. Todo lo cual es muy engorroso, lamento decirlo. Como abogado suyo en su calidad de ciudadano particular y ser humano, he estado examinando sus asuntos, y ni siquiera he sido capaz de establecer una relación completa de lo que posee… y mucho menos de decidir qué presentar a los recaudadores de impuestos.

Jubal hizo una pausa para recobrar el aliento.

—Soy viejo, y es posible que no viva lo suficiente como para completar la tarea. Usted sabe que mi cliente no posee experiencia comercial ni financiera en el sentido humano del término; los marcianos hacen estas cosas de un modo muy distinto. Pero es un joven de gran inteligencia; todo el mundo sabe que sus padres fueron genios, y la sangre prevalecerá. No cabe duda de que, en el plazo de unos pocos años, podría, si lo deseara, arreglárselas perfectamente por sus propios medios, sin la ayuda de un abogado viejo y achacoso. Pero sus asuntos requieren atención inmediata hoy; los negocios no esperan.

»Pero, de hecho, él se siente más ansioso por aprender la historia, las artes y las formas de vida de éste, su segundo hogar, antes que de sumergirse en pagarés y paquetes de acciones y royalties… y creo que en eso demuestra su buen juicio. Aunque sin experiencia en los negocios, el señor Smith posee una sabiduría directa y simple que me sorprende, y que sorprende a todo aquel que lo conoce. Cuando le expliqué los problemas que estaba teniendo, se limitó a mirarme con esos ojos claros y tranquilos suyos y me dijo: «Bueno, eso no es ningún problema, Jubal; se lo pediremos al señor Douglas». —Harshaw hizo una pausa y dijo con ansiedad—. El resto es asunto personal, señor secretario. ¿Debo entrevistarme con usted en privado? ¿Y dejar que las damas y caballeros vayan a sus casas?

—Adelante, doctor Harshaw —dijo Douglas, y añadió—. Se dispensa el protocolo. Quienquiera que desee ausentarse, es libre de hacerlo.

Nadie se movió.

—De acuerdo —continuó Jubal—. Puedo resumirlo todo en una frase: el señor Smith desea nombrarle a usted administrador legal de sus bienes, con plenos poderes para manejar todos sus asuntos de negocios. Simplemente eso.

Douglas pareció convincentemente atónito.

—Es un encargo que encierra grandes responsabilidades, doctor.

—Lo sé, señor. Le señalé a Smith que esto era una imposición, que es usted el hombre más ocupado de este planeta, y que no dispondría de tiempo material para ocuparse de sus asuntos… —Jubal agitó la cabeza y sonrió—. Me temo que no llegué a impresionarle… Parece ser que, en Marte, de la persona más atareada es de la que más se espera. El señor Smith se limitó a decir: «Podemos preguntárselo». Así que se lo estoy preguntando.

»Por supuesto, no esperamos una respuesta inmediata. Ése es otro rasgo marciano; los marcianos nunca se apresuran por nada. Ni se sienten inclinados a hacer las cosas de un modo complicado. Nada de contratos, nada de auditorías, nada de artificios burocráticos; un poder notarial escrito, si usted así lo desea. Pero a Smith tampoco le importa; está dispuesto a ponerlo todo en manos de usted ahora mismo, con sólo que usted acepte verbalmente… al estilo chino.

»Ése es otro rasgo marciano; si un marciano confía en alguien, confía en él de un modo absoluto y hasta el final. No acude a averiguar si ese alguien mantiene su palabra. Oh, debo añadir una cosa: el señor Smith no hace esta solicitud al secretario general en funciones; le pide un favor a Joseph Edgerton Douglas, a usted personalmente. Si usted se retira de la vida pública, eso no afectará al trato en lo más mínimo. Su sucesor en su cargo, quienquiera que sea, no figura en él. Es en usted en quien confía… no en quien sea que vaya a ocupar el Despacho Octagonal de este Palacio.

Douglas asintió.

—Sea cual sea mi respuesta, me siento honrado… y lleno de humildad.

—En caso de que usted decline el encargo o no pueda aceptarlo, lo acepte provisional o temporalmente o algo parecido, el señor Smith tiene su segunda elección para el trabajo: Ben Caxton. Levántese un segundo, Ben; deje que la gente le vea. Y si los dos, usted y Caxton, no pueden o no desean aceptarlo, su siguiente elección es… Bueno, me parece que nos reservaremos ese nombre por el momento; digamos tan sólo que hay sucesivos candidatos. Hum, déjeme ver… —Jubal pareció vacilar—. No estoy acostumbrado a hablar de pie. Miriam, ¿por dónde anda ese papel donde listé las cosas que vienen a continuación?

Jubal aceptó la hoja que le tendía la muchacha y añadió:

—Será mejor que me entregues también las otras copias —Miriam le pasó un fajo de hojas—. Esto es un pequeño memorándum que hemos preparado para usted, señor… o para Caxton, si las cosas se inclinan en esa dirección. Hum, veamos… «El administrador se pagará a sí mismo el salario que considere justo de acuerdo con su valía, pero no menos de…», bueno, una suma considerable que en realidad a nadie le importa. «El administrador depositará fondos en una cuenta de gastos a disposición de la primera parte…», ejem, oh, sí… pensé que tal vez querría utilizar el Banco de Shangai como, llamémoslo, depositario, y digamos que el Lloyd’s como agente comercial… o quizá al revés… sólo para proteger su propio nombre y fama. Pero el señor Smith no quiere oír hablar de ninguna de estas instrucciones… sólo quiere que se establezca una asignación ilimitada de poderes, revocable por ambas partes a elección. Así que no voy a leer todo esto; ése es el motivo de haberlo puesto por escrito —Jubal se volvió y miró al vacío—. Eh, Miriam… rodea la mesa y lleva todo esto al secretario general, eso es, buena chica. Hum, dejaré aquí estas otras reproducciones. Puede que quiera pasárselas a alguna otra persona… o acaso las necesite usted mismo. Oh, será mejor que entregue una al señor Caxton… tome, Ben.

Jubal miró ansiosamente alrededor.

—Hum, me parece que eso es todo lo que tengo que decir, señor secretario. ¿Tiene usted algo más que decirnos a nosotros?

—Sólo un momento. ¿Señor Smith?

—¿Sí, señor Douglas?

—¿Es esto lo que usted desea? ¿Quiere usted que yo haga lo que dice este papel?

Jubal contuvo el aliento y evitó mirar a su cliente. Mike había sido cuidadosamente aleccionado con vistas a aquella pregunta… pero no había manera de decir qué forma iba a tomar, ni de predecir adónde podían llevarles las interpretaciones literales que Mike aplicaba a todo lo que se le decía.

—Sí, señor Douglas —la voz de Mike resonó claramente en la gran sala… y en mil millones de otras salas por todo el planeta.

—¿Quiere que dirija sus negocios?

—Se lo suplico, señor Douglas. Sería muy amable por su parte. Gracias.

Douglas parpadeó.

—Bien, la cuestión ha quedado bastante clara. Doctor, me reservaré ahora la respuesta… pero la tendrá usted en un plazo muy breve.

—Gracias, señor. Tanto en mi nombre como en el de mi cliente.

Douglas empezó a levantarse. La voz del asambleísta Kung interrumpió secamente su movimiento.

—¡Un momento! ¿Qué hay de la Resolución Larkin?

Jubal intervino antes de que Douglas pudiera decir nada.

—Ah, sí, la Resolución Larkin. He oído un sinfín de tonterías acerca de la Resolución Larkin… en su mayor parte pronunciadas por personas irresponsables. ¿Qué ocurre con la Resolución Larkin, señor Kung?

—Yo soy quien se lo pregunta a usted. O a su cliente. O al secretario general.

—¿Puedo hablar, señor secretario? —preguntó Jubal a Douglas con voz suave.

—Por favor.

—Muy bien.

Jubal hizo una pausa, sacó lentamente un gran pañuelo de su bolsillo y se sonó la nariz en un prolongado trompeteo, produciendo un acorde menor, tres octavas por debajo del do mayor. Luego miró fijamente a Kung y dijo con voz solemne:

—Señor asambleísta, me dirigiré sólo a usted, porque sé que es innecesario dirigirme al Gobierno en la persona del secretario. Hace mucho, mucho tiempo, cuando yo era un chiquillo, con otro muchacho igual de joven y estúpido que yo formamos un club. Sólo nosotros dos. Puesto que teníamos un club, debíamos establecer reglas… y la primera regla que aprobamos (por unanimidad, debo añadir), consistió en que, a partir de entonces, en vez de llamar a nuestras madres como siempre habíamos hecho, las llamaríamos «cascarrabias». Una estupidez, por supuesto… pero éramos muy jóvenes. Señor Kung, ¿puede deducir usted las consecuencias de esta «regla»?

—No las imagino, doctor Harshaw.

—Intenté aplicar nuestra resolución «cascarrabias» una sola vez. Una sola fue suficiente, y evitó que mi amigo cometiera la misma equivocación. Todo lo que conseguí por mi parte fue que me calentaran bien mis jóvenes posaderas con una buena vara de melocotonero. Y ése fue el fin de la resolución «cascarrabias».

Jubal carraspeó.

—Espere un momento más, señor Kung. Sabiendo que alguien iba a sacar a relucir con toda seguridad esa conclusión no existente, traté de explicar la Resolución Larkin a mi cliente. Al principio Smith tuvo problemas en hacerse a la idea de que alguien pudiera pensar que esa ficción legal era aplicable a Marte. Después de todo, Marte está habitado por una raza antigua y sabia… mucho más antigua que la nuestra, señor, y posiblemente más sabia. Pero cuando finalmente lo comprendió, el asunto le pareció divertido. Sólo eso, señor: tolerantemente divertido. Una vez, una sola vez, comprendí yo mal la capacidad de mi madre para castigar la insolencia de un niño pequeño. Esa lección fue barata, una ganga. Pero este mundo no puede exponerse a una lección así a escala planetaria. Antes de que intentemos parcelar unas tierras que no nos pertenecen, valdría la pena que comprobáramos qué tipo de varas de melocotonero hay colgadas en la cocina de Marte.

Kung no pareció excesivamente convencido.

—Doctor Harshaw, si la Resolución Larkin no es más que una tontería de chiquillo… ¿por qué se le han ofrecido honores nacionales al señor Smith?

Jubal se encogió de hombros.

—Esa pregunta debería hacérsela al Gobierno, no a mí. Pero puedo decirle cómo los interpreto yo: como una cortesía elemental a los Ancianos de Marte.

—Oh, por favor…

—Señor Kung, esos honores no son ningún eco vacío de la Resolución Larkin. En cierto modo, que queda más allá de la experiencia humana, ¡el señor Smith es el planeta Marte!

Kung ni siquiera pestañeó.

—Prosiga.

—O, más bien, toda la raza marciana. En la persona de Smith nos están visitando los Ancianos de Marte. Los honores que se le tributen a él son honores que se les tributan a ellos… y el daño que se le cause a él será daño que se les cause a ellos. Eso es cierto en un sentido muy literal, pero absolutamente extrahumano. Fue prudente y sabio por nuestra parte rendir hoy honores a nuestros vecinos… pero el buen juicio de esta acción no tiene nada que ver con la Resolución Larkin.

»Ninguna persona responsable ha argumentado que el precedente Larkin tenga aplicación sobre un planeta habitado, y me aventuro a decir que nadie lo hará nunca —Jubal hizo una pausa y alzó los ojos al techo, como si pidiera ayuda al Cielo—. Pero, señor Kung, tenga la seguridad de que los ancianos gobernantes marcianos tomarán buena nota del modo en que tratemos a su embajador. Los honores ofrecidos a ellos a través de Smith constituyen un símbolo de gran cortesía. Estoy seguro de que el Gobierno de este planeta ha dado muestras, con ello, de gran sabiduría. A su debido tiempo, usted se dará cuenta también de que fue un acto de lo más prudente.

Kung respondió con engañosa suavidad.

—Doctor, si está tratando de asustarme, le advierto que fracasa estrepitosamente.

—No esperaba tener éxito. Pero, por fortuna para el bienestar de este planeta, su opinión no predomina —Jubal se volvió hacia Douglas—. Señor secretario, ésta es la aparición pública más prolongada que he hecho en bastantes años, y descubro que estoy agotado. ¿Sería posible suspender temporalmente la sesión, mientras esperamos su decisión?