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En el país volante de Laputa, según el diario de Lemuel Gulliver que cuenta sus Viajes a varias remotas naciones del mundo, ninguna persona de importancia escuchaba o hablaba nunca sin la ayuda de un sirviente, conocido como «climenole» en laputiano… o «palmeador» según su traducción aproximada al inglés, puesto que la única misión de este criado consistía en palmear con una vejiga seca la boca y las orejas de su amo siempre que, en opinión del sirviente, no fuera deseable que su amo hablase o escuchase.

Sin el consentimiento de su palmeador era imposible conseguir la atención de ningún laputiano de la clase dirigente.

El diario de Gulliver es considerado normalmente por los terrestres como una sarta de mentiras compuestas por un eclesiástico agriado. Sin embargo, no puede haber ninguna duda de que, en su tiempo, el sistema de «palmeadores» fue ampliamente usado en el planeta Tierra, y se vio extendido, refinado y multiplicado hasta que un laputiano no lo hubiera reconocido más que en espíritu.

En tiempos anteriores y más sencillos, uno de los principales deberes de cualquier soberano terrestre era el de hacerse públicamente disponibles en frecuentes ocasiones, de tal modo que incluso los más bajos entre los bajos pudieran acudir ante él sin ningún intermediario de ninguna clase y solicitar juicio. Huellas de este aspecto de la primitiva soberanía persistían aún en la Tierra mucho tiempo después de que los reyes se hubieran vuelto raros e impotentes. Seguía siendo derecho de un inglés el lanzar su Cry Harold!, aunque pocos lo sabían y nadie lo hacía. Los dirigentes políticos listos de las ciudades mantuvieron sus audiencias públicas a lo largo de todo el siglo XX, dejando abiertas las puertas de sus despachos y escuchando a todo bracero o ferroviario que las cruzase.

El principio en sí nunca fue abolido, puesto que estaba reflejado en los artículos I y IX de las Enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos de América —y en consecuencia se había convertido en una ley nominal para muchos seres humanos—, pese a que el documento básico se había visto casi invalidado en la práctica real por los artículos de la Federación Mundial.

Pero para la época en que la nave de la Federación Champion regresó a la Tierra desde Marte, el «sistema de palmeadores» había estado extendiéndose desde hacía más de un siglo y había alcanzado un estado de gran complejidad, con muchas personas empleadas únicamente en llevar a cabo sus rituales. La importancia de un personaje público podía estimarse por el número de capas de intermediarios que lo aislaban del contacto directo con la multitud plebeya. No eran llamados «palmeadores», sino ayudantes ejecutivos, secretarios particulares, secretarios de los secretarios particulares, secretarios de prensa, recepcionistas, funcionarios, etc. De hecho, los títulos podían ser cualesquiera… o —con algunos de los más poderosos— no tener ningún título en absoluto, pero todos podían ser identificados como «palmeadores» por su función: cada uno detentaba un veto arbitrario y concatenado sobre cualquier intento de comunicación del mundo exterior con el Gran Hombre que era el superior nominal del palmeador.

Esta red de intermediarios oficiales que rodeaban de forma natural a toda gran personalidad hacía que creciera también una clase de intermediarios no oficiales cuya función era sacudir las orejas del Gran Hombre sin permiso de los palmeadores oficiales, cosa que hacían (normalmente) en ocasiones sociales o pseudosociales o (con el mayor de los éxitos) vía acceso privilegiado por la puerta de atrás o por un número de teléfono no relacionado en los directorios. Normalmente esos no oficiales carecían de títulos formales, pero eran llamados con una gran variedad de nombres: «compañeros de golf», «camarilla», «cabilderos», «viejos estadistas», «comisionistas» y muchos otros. Existían en una simbiosis benigna con la barricada de los palmeadores oficiales, puesto que estaba reconocido casi universalmente que, cuanto más apretado era el sistema, más necesitaba una válvula de seguridad.

Los entresijos no oficiales de mayor éxito desarrollaban a menudo redes propias de palmeadores, hasta el punto de que era casi tan difícil llegar a ellos como al Gran Hombre de quien eran los contactos no oficiales… en cuyo caso surgían no oficiales secundarios para eludir a los palmeadores de los no oficiales primarios. Con un personaje de la máxima importancia, como el secretario general de la Federación Mundial de Estados Libres, el laberinto de serpenteos a través de los no oficiales podía ser tan formidable como el cruzar las falanges de oficiales que rodeaban a una persona simplemente muy importante.

Algunos estudiosos terrestres han sugerido que los laputianos debieron de visitar realmente Marte, citando para ello no sólo su muy ultraterrena obsesión por la vida contemplativa, sino también dos materias concretas: se admitía que los laputianos sabían de las dos lunas de Marte al menos siglo y medio antes de que fueran observadas por los astrónomos terrestres, y segundo, la propia Laputa era descrita en tamaño y forma y propulsión de tal modo que el único término que encaja con ella es el de «platillo volante». Pero esa teoría no se sostiene, puesto que el sistema de palmeadores, básico en la sociedad laputiana, era desconocido en Marte. Para los Ancianos de Marte, no atados a cuerpos sometidos al espaciotiempo, los palmeadores les hubieran hecho tanto servicio como los zapatos a una serpiente. Los marcianos aún corpóreos podían utilizar concebiblemente palmeadores, pero no lo hacían; el concepto en sí era contrario a su forma de vida.

Un marciano que necesitara dedicar unos minutos o varios años a la contemplación simplemente se los tomaba; si otro marciano deseaba hablar con él, ese amigo se limitaría a esperar tanto tiempo como fuera necesario. Con toda la eternidad por delante, no había razón alguna para apresurarse. De hecho, la «prisa» no era un concepto que pudiera simbolizarse en el idioma marciano, y en consecuencia cabía presumir que se trataba de algo impensable. Rapidez, velocidad, simultaneidad, aceleración y otras abstracciones matemáticas que tenían algo que ver con el esquema de eternidad formaban parte de las matemáticas marcianas, pero no de las emociones marcianas. Por el contrario, el incesante e impetuoso torrente de la existencia humana no procedía de las necesidades matemáticas del tiempo sino de la frenética urgencia implícita en la bipolaridad sexual humana.

* * *

El doctor Jubal Harshaw, payaso profesional, agente subversivo aficionado y parásito por elección propia, había intentado desde hacía mucho tiempo eliminar la «prisa» y todas las emociones relacionadas con ella de sus esquemas. Consciente de que sólo le quedaba una corta vida por vivir, y puesto que carecía de fe —tanto la de Marte como la de Kansas— acerca de su propia inmortalidad, su firme propósito era disfrutar de cada dorado momento de su vida como si se tratara de la eternidad… sin miedo, sin esperanza, pero con deleite sibarítico. Para conseguir este fin había comprendido que necesitaba algo un poco más grande que el barril de Diógenes, aunque bastante más pequeño que la majestuosa cúpula de placer de Kubla y sus dieciséis kilómetros cuadrados de fértiles tierras rodeadas de murallas y torres doradas. El suyo era un lugar sencillo, unas cuantas hectáreas cuya intimidad quedaba garantizada por una cerca electrificada, una casa con catorce habitaciones aproximadamente, varias secretarias en funciones y otras comodidades modernas. Para sostener su austero nido y la reducida nómina de su personal, realizaba el mínimo esfuerzo por el máximo beneficio, simplemente porque consideraba que era más sencillo ser rico que pobre… Harshaw deseaba simplemente vivir como le gustaba, haciendo todo lo que considerara que era mejor para él.

En consecuencia, se sintió honestamente agraviado de que las circunstancias le abrumaran con la necesidad de apresurarse, y reconoció que jamás admitiría el hecho de que estaba disfrutando de cada momento mucho más de lo que lo había hecho en años.

Aquella mañana consideró necesario hablar con el jefe ejecutivo del tercer planeta. Sabía muy bien que el sistema de palmeadores haría que tal contacto con el jefe del Gobierno fuera algo casi imposible para un ciudadano normal, pese a que él personalmente desdeñaba rodearse con las pantallas protectoras propias de su rango… Contestaba personalmente al teléfono si se hallaba cerca del aparato, porque eso le ofrecía buenas probabilidades de mostrarse gratificantemente grosero con cualquier desconocido que se atreviese a invadir su intimidad sin causa justificada… una «causa justificada» según la definición de Harshaw, no de quien le llamaba.

Jubal se daba cuenta de que no podía esperar hallar las mismas condiciones en el Palacio Ejecutivo; el señor secretario general no respondería personalmente el teléfono. Pero Harshaw tenía muchos años de práctica en la cuestión de soslayar las malas costumbres humanas; así que se dedicó alegremente a la tarea después del desayuno.

Mucho después, se sintió cansado y enormemente frustrado. Su nombre sólo había conseguido atravesar tres capas de las defensas de palmeadores oficiales, pese a que él era una personalidad lo suficientemente importante como para que nunca se le cortara una comunicación. Ahora, sin embargo, se vio enviado de secretario a secretario, y acabó hablando, voz y sonido, con un joven educado y cortés que parecía dispuesto a hablar interminablemente y sin irritación visible no importaba lo que Harshaw le dijese… pero que no estaba dispuesto a ponerle en comunicación con el honorable señor Douglas.

Harshaw sabía que conseguiría algo de acción si mencionaba al Hombre de Marte, y tenía la certeza de que conseguiría una acción inmediata si afirmaba que el Hombre de Marte estaba con él, pero distaba mucho de creer que la acción resultante de todo ello fuese un cara a cara con Douglas a través del aparato. Por el contrario, calculaba que cualquier mención de Smith abortaría toda posibilidad de llegar hasta Douglas, aunque produciría una reacción bastante violenta entre sus subordinados… cosa que no deseaba. Sabía por la experiencia de toda una vida que siempre era más fácil negociar con el hombre de arriba. Con la vida de Ben Caxton muy probablemente en juego, Harshaw no podía arriesgarse a un fracaso por culpa de la falta de autoridad o el exceso de ambición de un subordinado.

Pero aquel amable desaire estaba colmando su paciencia. Finalmente estalló:

—Joven, si no tiene usted la debida autoridad, permítame hablar con alguien que sí la tenga. Póngame con el señor Berquist.

El rostro del lacayo perdió bruscamente la sonrisa, y Jubal pensó con regocijo que por fin le había dado en la barriga. Así que aprovechó su ventaja.

—¿Y bien? ¡No se quede ahí sentado! Avise a Gil por su línea interior y dígale que ha tenido a Jubal Harshaw esperando. Dígale cuánto tiempo le ha tenido esperando.

Jubal revivió con su excelente memoria todo lo que el testigo Cavendish había informado sobre el desaparecido Berquist, más el informe del detective de servicio. Bien, pensó alegremente, este chico se halla al menos tres peldaños más abajo en la escalera que Berquist, así que sacudámosle un poco… y trepemos un par de peldaños en el proceso.

El rostro en la pantalla dijo inexpresivamente:

—El señor Berquist no está aquí.

—No me importa dónde esté. ¡Avísele! Si no conoce personalmente a Gil Berquist, pregunte a su jefe. Me refiero al señor Gilbert Berquist, ayudante personal del señor Douglas. Si lleva usted más de dos semanas en el Palacio, al menos habrá visto al señor Berquist, aunque sea a distancia: treinta y cinco años, metro ochenta de estatura y ochenta kilos de peso, pelo color arena un poco ralo en la coronilla, sonríe constantemente y tiene una dentadura perfecta. Si no se atreve usted a molestarle, ponga el asunto sobre las rodillas de su jefe. Pero deje de morderse las uñas y haga algo. Estoy empezando a irritarme.

El rostro del joven siguió inexpresivo cuando dijo:

—Aguarde un momento, por favor. Preguntaré.

—Claro que aguardaré. Consígame a Gil.

La imagen en el teléfono fue sustituida por una forma abstracta que se movía suavemente; una agradable voz femenina pregrabada dijo:

Por favor, aguarde mientras se completa su llamada. Este retraso no será cargado en su cuenta. Mientras, tenga la bondad de relajarse

Una música suave ascendió y cubrió la voz; Jubal se reclinó en su asiento y miró a su alrededor. Anne aguardaba, leyendo, fuera del campo visual del teléfono. A su otro lado el Hombre de Marte estaba también fuera del foco de la cámara telefónica, mirando la estereovisión y escuchando por unos auriculares.

Jubal se dijo que tenía que devolver aquella obscena caja de parloteos al sótano donde pertenecía, una vez terminase aquella emergencia.

—¿Qué es eso, hijo? —preguntó, al tiempo que alargaba la mano y conectaba el sonido del aparato.

—No lo sé, Jubal —repuso Mike.

El sonido confirmó lo que Jubal había sospechado desde su primera ojeada a la imagen: Smith escuchaba la retransmisión de un servicio fosterita. El pastor en la imagen no estaba predicando, sino que leía un boletín de noticias de la Iglesia:

—… nuestro equipo juvenil Espíritu en Acción nos ofrecerá una demostración práctica, así que ¡acudid temprano para ver el espectáculo! Nuestro preparador, el hermano Hornsby, me ha pedido que diga a los muchachos que sólo deben llevar sus cascos, guantes y palos… en esta ocasión no vamos a ir tras los pecadores. No obstante, el Querubín estará a mano con su maletín de primeros auxilios por si se produce algún caso de exceso de celo… —el pastor hizo una pausa y sonrió ampliamente—. ¡Y ahora una noticia maravillosa, hijos míos! Un mensaje del Ángel Ramzai para el hermano Arthur Renwick y su buena esposa Dorothy. ¡Vuestra plegaria ha sido aceptada, y subiréis al cielo el jueves por la mañana, al amanecer! ¡Ánimo, Art! ¡Ánimo, Dottie! ¡Recibid un saludo!

El ángulo de la cámara hizo un giro de ciento ochenta grados y mostró la congregación, luego se enfocó en el hermano y la hermana Renwick. Ante los frenéticos aplausos y gritos de «¡Aleluya!», el hermano Renwick respondió agitando los brazos sobre su cabeza en un saludo de boxeador, mientras su esposa, junto a él, se ruborizaba, sonreía y se secaba los ojos.

La cámara volvió a enfocar al pastor cuando éste levantó una mano pidiendo silencio. Siguió con voz enérgica:

—La fiesta de Buen Viaje para los Renwick se iniciará a medianoche y a esa hora se cerrarán las puertas… así que llegad temprano para hacer que sea la más dichosa celebración que haya visto jamás nuestro rebaño; porque todos nos sentimos orgullosos de Art y de Dottie. Los funerales tendrán lugar media hora después de amanecer, e inmediatamente se servirá un desayuno para aquellos que tengan que ir al trabajo pronto —el semblante del pastor se puso repentinamente serio, y la cámara avanzó hacia él hasta que la imagen de su cabeza llenó todo el tanque—. Después de nuestro último Buen Viaje, el sacristán encontró en una de las salas de Felicidad una botella vacía… de una marca destilada por pecadores. Es algo que ya está hecho y pertenece al pasado, puesto que el hermano que resbaló confesó su culpa y ha pagado su penitencia de un séptuplo, rechazando incluso el acostumbrado descuento en metálico; estoy seguro de que no volverá a resbalar. Pero deteneos a meditarlo, hijos míos… ¿vale la pena arriesgarse a perder la felicidad eterna por ahorrar unos cuantos centavos adquiriendo un artículo de mercancía mundana? Buscad siempre esa felicidad respaldada por el sagrado sello de aprobación con el sonriente rostro del obispo Digby en él. No permitáis que un pecador os engañe diciéndoos que lo que vais a adquirir es «igual de bueno». Nuestros patrocinadores nos apoyan, y por ello merecen también nuestro apoyo. Hermano Art, lamento haber tenido que sacar a relucir este triste tema…

—¡No importa, pastor! ¡Adelante!

—… en un momento de tan gran felicidad. Pero no debemos olvidar nunca que…

Jubal alargó la mano y cortó el circuito audio.

—Mike, eso no es nada que necesite usted ver.

—¿No?

—Hum… —Jubal pensó en ello. Demonios, el muchacho tenía que aprender tarde o temprano acerca de aquellas cosas—. De acuerdo, adelante. Pero después hablaremos de ello.

—Sí, Jubal.

Harshaw iba a añadir algún consejo tendente a eliminar la inclinación que sentía Mike hacia tomarse al pie de la letra todo lo que oía, pero la relajante música de «espere» del teléfono bajó de volumen y desapareció de pronto, y la pantalla se llenó con una nueva imagen… la de un hombre de unos cuarenta años al que Jubal etiquetó mentalmente de inmediato con el cartel de «poli».

—Usted no es Gil Berquist —dijo agresivamente.

—¿Cuál es su interés hacia Gilbert Berquist? —preguntó el hombre.

—Deseo hablar con él —respondió Jubal con dolida paciencia—. Veamos, buen hombre, ¿es usted funcionario público?

El otro apenas titubeó.

—Sí. Debe usted…

—¡No «debo» nada! Soy un ciudadano de alta posición, y los impuestos que pago contribuyen a que usted cobre su sueldo. Llevo intentando durante toda la mañana hacer una simple llamada telefónica… y no he conseguido otra cosa que me pasaran de un individuo bovino con cerebro de mariposa a otro, todos los cuales comen cada día gracias a los fondos públicos. Estoy harto de eso, y no estoy dispuesto a que dure más. Y ahora, usted. Déme su nombre, cargo que ocupa y número de registro. Luego hablaré con el señor Berquist.

—No ha contestado usted a mi pregunta.

—¡Vamos, vamos! No tengo que responder a ninguna de sus preguntas. Soy un ciudadano particular. Cosa que usted no es… y la pregunta que le he formulado tiene derecho a hacérsela todo ciudadano a cualquier servidor público. Caso O’Kelly contra el estado de California, 1972. Exijo que se identifique: nombre, cargo y número.

—Usted es el doctor Jubal Harshaw —repuso el hombre con voz átona—. Llama desde…

—¿Así que por eso han tardado tanto? Entreteniéndome mientras localizaban la llamada. Eso fue una estupidez. Llamo desde mi casa y mi dirección no puede conseguirse en ningún listín, oficina postal o servicio de información telefónica. En cuanto a quién soy, todo el mundo lo sabe. Es decir, todo el mundo que sepa leer. ¿Usted sabe leer?

—Doctor Harshaw —siguió el hombre—, soy policía y solicito su cooperación. ¿Cuáles son sus razones…?

—¡Al diablo, señor! Soy abogado. A un ciudadano particular sólo se le puede pedir que coopere con la policía en determinadas circunstancias. Por ejemplo, durante una persecución violenta… en cuyo caso al agente de policía se le puede requerir de todos modos que exhiba sus credenciales. ¿Se trata en estos momentos de una «persecución violenta», señor? ¿Va a recurrir a ese condenado medio? Segundo, puede requerirse la colaboración de un ciudadano particular, dentro de unos límites razonables y legales, en el transcurso de una investigación policial…

—Esto es una investigación.

—¿Sobre qué, señor? Antes de que pueda requerir mi cooperación en una investigación tiene usted que identificarse, darme las debidas satisfacciones respecto a su buena fe, declarar su propósito y, si yo se lo exijo, citar el código y demostrar que existe realmente una «necesidad razonable». Usted no ha hecho ninguna de estas cosas. Quiero hablar con el señor Berquist.

Los músculos de la mandíbula del hombre parecían a punto de reventar bajo la piel de su mejilla, pero contestó pausadamente:

—Doctor Harshaw, soy el capitán Heinrich del Departamento de Servicios Especiales de la Federación. El hecho de que su llamada al Palacio Ejecutivo haya llegado hasta mí debería ser prueba suficiente de que soy quien digo ser. No obstante…

Sacó una cartera, la abrió con un gesto seco y la exhibió ante el objetivo de su cámara. La imagen se desenfocó, luego volvió a enfocarse rápidamente. Harshaw estudió la tarjeta de identificación; parecía auténtica, decidió… sobre todo teniendo en cuenta que no le importaba en absoluto si era auténtica o no.

—Muy bien, capitán —gruñó—. ¿Tiene la bondad de explicarme ahora por qué me impide hablar con el señor Berquist?

—El señor Berquist no está disponible.

—Entonces, ¿por qué no lo dijo desde un principio? En ese caso, transfiera mi llamada a alguien del mismo rango que Berquist. Me refiero a alguna de la media docena de personas que trabajan directamente con el secretario general, como hace Gil. ¡No tengo intención de seguir perdiendo el tiempo con unos cuantos auxiliares jóvenes que ni siquiera poseen atribuciones para sonarse! ¡Si Gil no se encuentra ahí y no puedo comunicarme con él, entonces, por el amor de Dios, póngame en contacto con alguien de idéntico rango!

—Usted ha intentado telefonear al secretario general.

—Exacto.

—Muy bien, ¿puede explicarme qué asunto tiene que tratar con el secretario general?

—Es posible que no pueda. ¿Es usted ayudante confidencial del secretario general? ¿Tiene usted acceso a sus secretos?

—Eso es eludir la cuestión.

—Eso es ir directo al grano. Como policía debería saberlo tan bien como yo. Daré mis explicaciones a alguna persona que me garantice que sabe apreciar el valor del delicado material que tengo entre manos y que goce de la confianza del señor Douglas, sólo para asegurarme de que así podré hablar con el secretario general. ¿Está seguro de que el señor Berquist no puede ponerse?

—Completamente seguro.

—Es una lástima, él hubiera podido arreglarlo rápidamente. Entonces tendré que hablar con algún otro… de su mismo rango.

—Si es algo tan secreto, no debería llamar usted por un teléfono público.

—¡Mi buen capitán! No nací ayer… y usted tampoco. Puesto que ha hecho localizar esta llamada, estoy seguro de que sabe ya que mi teléfono personal está equipado para recibir y efectuar llamadas con un máximo de seguridad.

El agente de los Servicios Especiales no respondió directamente. En vez de ello dijo:

—Doctor, seré franco, y así ahorraremos tiempo. Hasta que no explique el asunto que le ha hecho llamar, no va a ir a ninguna parte. Si cuelga y vuelve a llamar al Palacio, la comunicación será enviada a esta oficina. Llame cien veces si quiere… o hágalo dentro de un mes. El resultado será el mismo. Hasta que decida usted colaborar.

Jubal sonrió alegremente.

—Ahora ya no lo considero necesario, puesto que a usted acaba de escapársele, sin desearlo… ¿o fue intencionadamente?… el dato que necesitábamos antes de poder actuar. Si es que debemos hacerlo. Puedo contenerlos durante el resto del día… pero la palabra clave ya no es «Berquist».

—¿Qué diablos quiere decir?

—¡Por favor, mi querido capitán! No lo diré por un circuito que seguramente no está codificado. Pero usted sabe, o debería saberlo, que soy un viejo filosofunculista en servicio activo.

—Repita eso, por favor.

—¿No ha estudiado usted anfigoría? ¡Dios mío! ¿Qué enseñan ahora en los colegios? Vuelva a su partida de pinocle; ya no le necesito.

Jubal cortó bruscamente la conexión, accionó el conmutador de rechazo de todas las llamadas durante diez minutos, dijo «Vamos, muchachos», y regresó a su lugar de relajamiento preferido, al lado de la piscina. Allí avisó a Anne que procurase tener a mano su toga de testigo honesto, pidió a Mike que no se alejara demasiado, y dio instrucciones a Miriam respecto del teléfono. Luego se relajó.

No estaba descontento de sus esfuerzos. No había esperado ponerse al habla enseguida con el secretario general; no a través de los canales oficiales. Pero tenía la impresión de que su maniobra de sondeo de esta mañana había creado al menos un punto débil en el muro que rodeaba a Douglas, y esperaba —o confiaba— que su tormentosa conversación con el capitán Heinrich le proporcionaría una llamada de vuelta… desde un nivel más alto. O algo parecido.

Pero, aunque no fuera así, el intercambio de cumplidos con el poli de los Servicios Especiales había sido en sí mismo gratificante, y le había dejado con un cálido halo de post-fructificación artística. Harshaw sostenía que ciertos pies estaban hechos para pisarlos, a fin de mejorar la raza, promover el bienestar general y minimizar la insolencia ancestral de los funcionarios; había visto al instante que Heinrich poseía esos pies.

Pero, si no se desarrollaba ninguna acción, Harshaw se preguntó cuánto tiempo podría permitirse esperar. Además del colapso pendiente de su «bomba de tiempo», y del hecho de que le había prometido a Jill dar los pasos necesarios en beneficio de Ben Caxton (¿por qué no podía ver aquella chiquilla que probablemente no era posible ayudar a Ben —de hecho, estaba casi completamente seguro de que se hallaba más allá de toda ayuda posible—, y que cualquier acción directa o apresurada minimizaba las posibilidades de Mike de mantener su libertad?), además de esos dos factores, algo nuevo le preocupaba: Duque había desaparecido.

Jubal ignoraba si su marcha había sido sólo para un día o para más (o para siempre). Duque había acudido a la cena la noche antes, pero no se presentó a desayunar. Ninguno de estos dos acontecimientos era de una importancia relevante en las relajadas costumbres de la casa de Jubal Harshaw, de modo que nadie parecía haberlo echado en falta. Ni siquiera el propio Jubal lo hubiera observado en circunstancias normales, a menos que hubiera tenido que chillarle a Duque por algo. Pero esta mañana, por supuesto, se había dado cuenta de la ausencia… y se había contenido de llamarle a gritos al menos en dos ocasiones cuando normalmente lo hubiera hecho.

Jubal miró taciturno al otro lado de la piscina y observó a Mike en su intento de ejecutar un salto exactamente igual al que había hecho Dorcas, y se admitió que no había gritado preguntando dónde estaba Duque cuando lo necesitaba a conciencia. La verdad era que simplemente no deseaba preguntarle al Lobo acerca de qué le había sucedido a Caperucita. El Lobo podría responderle.

Bien, sólo había una forma de enfrentarse con aquel tipo de debilidad.

—¡Mike! Venga aquí.

—Sí, Jubal.

El Hombre de Marte salió de la piscina y trotó hacia él como un cachorrillo ansioso; aguardó. Harshaw le miró de arriba abajo y decidió que por lo menos había ganado nueve kilos desde su llegada… y que todos ellos parecían ser de músculo.

—Mike, ¿sabe dónde está Duque?

—No, Jubal.

Bien, eso zanjaba el asunto; el muchacho no sabía mentir… ¡Alto, un momento! Harshaw se recordó la costumbre de Mike de responder de una forma exacta a la pregunta que se le formulaba… y Mike no había sabido, o no había parecido saber, adónde había ido a parar aquella maldita caja, una vez hubo desaparecido.

—¿Cuándo le vio por última vez, Mike?

—Vi a Duque ir arriba cuando Jill y yo bajábamos esta mañana para preparar el desayuno —Mike añadió, con orgullo—. Yo le ayudé a prepararlo.

—¿Ésa es la última vez que vio a Duque?

—No le he vuelto a ver desde entonces, Jubal. Me siento orgulloso de mis tostadas.

—Apuesto a que las hizo bien. Si no va con cuidado, todavía puede convertirse en un espléndido marido para cualquier mujer.

—Oh, tosté el pan con el máximo cuidado.

—Jubal…

—¿Eh? ¿Sí, Anne?

—Duque desayunó rápido a primera hora y se marchó a la ciudad. Creí que lo sabía.

—Bueno —ganó tiempo Harshaw—, dijo algo al respecto. Supuse que tenía intención de irse después del almuerzo. No importa, esperaré.

Jubal se dio cuenta de pronto de que se le quitaba un gran peso de encima. No era que Duque significase algo para él, excepto que era un eficiente arreglalotodo… No, por supuesto que no; llevaba muchos años evitando que cualquier ser humano se convirtiera en algo importante para él. Pero, pese a todo, tenía que admitir que se había inquietado. Un poco, al menos.

¿Qué estatuto se violaba —si se violaba alguno— al girar a un hombre noventa grados con respecto a todo lo demás?

No era asesinato, puesto que el muchacho sólo utilizaba sus poderes en defensa propia o en defensa de alguna otra persona, como podía ser Jill. Posiblemente pudieran aplicarse las obsoletas leyes de Pennsilvania contra la brujería… pero sería interesante comprobar cómo conseguiría algún fiscal redactar la acusación.

Una acción civil podía basarse en… ¿Sería válida la alegación de que el Hombre de Marte constituía el «mantenimiento de un atractivo engorro»? Era posible. Pero era más probable que fuera necesario evolucionar a nuevas y más radicales normas legales. Mike había desfondado ya de una patada la medicina y la física, incluso a pesar de que sus practicantes aún no se habían dado cuenta del caos al que se enfrentaban. Harshaw hurgó en su memoria y recordó la tragedia personal que la mecánica relativista representó para muchos distinguidos científicos. Incapaces de digerir la teoría por encima de sus arraigados hábitos mentales, se habían refugiado en su rabia ciega contra Einstein y cualquiera que se atreviese a tomarlo en serio. Pero ese refugio resultó ser un callejón sin salida; todo lo que pudo hacer aquella inflexible vieja guardia fue morir y dejar que las mentes más jóvenes —más flexibles— se hicieran cargo del asunto.

Harshaw recordó que su abuelo le había contado que más o menos lo mismo ocurrió en el campo de la medicina cuando se hizo pública la teoría de los gérmenes; muchos médicos viejos se marcharon a la tumba llamando a Pasteur embustero, imbécil y cosas peores… todo ello sin molestarse en examinar las pruebas de lo que su «sentido común» les decía que era imposible.

Bueno, podía ver que Mike iba a originar más conmoción que Pasteur y Einstein combinados… elevados al cuadrado y al cubo. Lo cual le recordó que…

—¡Larry! ¿Dónde está Larry?

—Aquí, jefe —anunció el altavoz montado bajo el alero a espaldas de Harshaw—. En el taller.

—¿Tienes a mano el botón del pánico?

—Por supuesto. Me dijo usted que durmiera con él. Eso es lo que hago. Lo que hice.

—Ven aquí a toda prisa y dámelo. No, dáselo a Anne. Anne, guárdalo junto a tu toga.

La muchacha asintió. La voz de Larry respondió:

—De inmediato, jefe. ¿Pongo en marcha la cuenta atrás?

—Exacto, hazlo.

Jubal alzó la vista y se sorprendió al descubrir que el Hombre de Marte seguía de pie frente a él, inmóvil como una figura esculpida. ¿Una escultura? Sí, recordaba una escultura… Jubal rebuscó en su memoria. ¡El «David» de Miguel Ángel, eso era! Sí, incluso las manos y los pies de cachorro, el rostro serenamente sensual, el ensortijado pelo, demasiado largo…

—Eso es todo lo que deseaba, Mike.

—Sí, Jubal.

Pero Mike siguió de pie allí. Jubal dijo:

—¿Le ronda alguna cosa por la cabeza, hijo?

—Lo que vi en esa maldita caja de parloteos. Me dijo usted: «De acuerdo, adelante. Pero después hablaremos de ello».

—Oh —Harshaw recordó la retransmisión de los servicios de la Iglesia de la Nueva Revelación y se sobresaltó—. Pero no llame a ese aparato una maldita caja de parloteos. Es un receptor de estereovisión. Llámelo así.

Mike pareció confuso.

—¿No es una maldita caja de parloteos? ¿No le entendí correctamente la otra vez?

—Me entendió correctamente, y de hecho es una maldita caja de parloteos. Además de otras cosas. Pero debe llamarla receptor de estereovisión.

—La llamaré «receptor de estereovisión». Pero, ¿por qué, Jubal? No lo asimilo.

Jubal suspiró, con la cansada sensación de que había subido ya muchas veces por aquella misma escalera. Cualquier conversación con Smith terminaba conduciendo a una particularidad de la conducta humana que no podía ser justificada de ninguna manera lógica, al menos en términos que Smith pudiera entender, y todos los intentos por conseguirlo resultaban infructuosos, una interminable pérdida de tiempo.

—Tampoco yo lo asimilo, Mike —confesó—, pero Jill desea que lo llame de este modo.

—Lo haré, Jubal. Jill lo quiere.

—Ahora cuénteme lo que vio y oyó en ese receptor de estereovisión… y qué asimiló.

La conversación que siguió fue aún más larga, confusa y digresiva que cualquier charla habitual con Smith. Mike recordaba de una forma exacta todas las palabras y acciones que había oído y visto en el tanque de parloteos, incluidos los anuncios comerciales. Puesto que casi había terminado de leer la enciclopedia, se había ceñido al artículo sobre «Religión», así como a los relativos a «Cristianismo», «Islamismo», «Judaísmo», «Confucianismo», «Budismo» y muchos otros «ismos» relacionados con la religión. Pero no había asimilado nada de aquello.

Jubal consiguió al fin establecer algunas ideas claras en su propia mente: a) Mike ignoraba que el servicio fosterita era religioso; b) Mike recordaba lo que había leído sobre religión pero, al no entenderlo, había archivado los datos en su cerebro para futuro examen; c) de hecho, Mike poseía tan sólo una idea de lo más confuso acerca de lo que significaba el concepto «religión», pese a que podía recitar de memoria todas sus nueve definiciones tal como eran presentadas en el diccionario no abreviado; d) el lenguaje marciano no contenía ninguna palabra (y ningún concepto) que Mike pudiera adecuar a ninguna de esas nueve definiciones; e) las costumbres que Jubal había descrito a Duque como «ceremonias religiosas» marcianas no eran para Mike nada parecido; para Mike, tales asuntos resultaban tan corrientes como podían serlo para Jubal los artículos de un supermercado; f) no era posible expresar separadamente en el lenguaje marciano los conceptos humanos: «religión», «filosofía» y «ciencia»… y, puesto que Mike pensaba en marciano pese a que ahora hablaba fluidamente el inglés, no tenía ninguna forma de distinguir ninguno de tales conceptos de los otros dos. Todas esas cuestiones eran simples «enseñanzas» procedentes de los «Ancianos». Nunca había oído hablar de la duda, y la investigación era innecesaria —no existía vocablo marciano para ninguna de las dos cosas—; la respuesta a cualquier pregunta debía ser obtenida de los Ancianos, que eran omniscientes —al menos dentro del alcance de Mike— e infalibles, tanto si el tema era la meteorología del día siguiente como la teología cósmica. Mike había visto una predicción meteorológica en la caja de parloteos, y había dado por supuesto sin la menor duda que se trataba de un mensaje pasado por los «Ancianos» humanos en beneficio de aquellos que aún seguían corpóreos. Una investigación posterior reveló que mantenía una hipótesis similar respecto a los autores de la Enciclopedia Británica.

Pero lo último —y lo peor para Jubal, lo que lo sumió en la consternación— fue que Mike había asimilado el servicio fosterita como algo que incluía (entre otras cosas que no había asimilado) el anuncio de la inminente descorporización de dos seres humanos que irían a reunirse con los «Ancianos» humanos… y eso excitó a Smith de un modo terrible. ¿Había asimilado bien? Mike sabía que su comprensión del inglés era bastante imperfecta; seguía cometiendo errores por culpa de su ignorancia, puesto que «sólo era un huevo». Pero, ¿había asimilado correctamente aquello? Había esperado conocer a los «Ancianos» humanos, porque tenía muchas preguntas que formularles. ¿Era ésa su oportunidad? ¿O necesitaba más aprendizaje de sus hermanos de agua antes de poder decir que estaba preparado?

Jubal se vio salvado por la campana. Dorcas llegó con bocadillos y café, el habitual almuerzo de picnic al aire libre de la casa. Jubal comió en silencio, lo cual convenía a Smith, puesto que su educación le había enseñado que la hora de la comida era un momento para la contemplación… y había descubierto que la charla que normalmente se producía en la mesa entre los humanos era más bien trastornante.

Jubal prolongó su bocadillo mientras reflexionaba acerca de qué decirle a Mike… y se maldecía por la estupidez de haber permitido que Mike viese la estereovisión. Oh, cabía suponer que en algún momento el muchacho iba a tropezar con las religiones… era inevitable si iba a pasar el resto de su vida en aquel mareante planeta. Pero, maldita sea, hubiera sido mejor aguardar hasta que Mike se hubiese acostumbrado al conjunto del retorcido módulo de la conducta humana… ¡y, en cualquier caso, ciertamente no con los fosteritas como primera experiencia!

Como agnóstico devoto, Jubal evaluaba conscientemente todas las religiones, desde el animismo de los bosquimanos de Kalahari hasta la más sobria e intelectualizada de las principales fes occidentales, como iguales. Pero, emocionalmente, unas le desagradaban más que otras, y la Iglesia de la Nueva Revelación le producía dentera. La llana creencia de los fosteritas —de un gnosticismo absoluto— en la existencia de un oleoducto directo al Cielo, su arrogante intolerancia instrumentada a través de una persecución abierta de todas las demás religiones siempre que fueran lo suficientemente débiles como para poder con ellas, el sudoroso aroma a partidos de fútbol y convenciones de ventas de sus servicios… todos aquellos aspectos simplemente le deprimían. Si la gente debía acudir a la Iglesia, ¿por qué demonios no podían hacerlo de un modo digno, como los católicos, los de la ciencia cristiana o los cuáqueros?

Si Dios existía (una cuestión respecto a la cual Jubal mantenía una meticulosa neutralidad intelectual), y si deseaba que le adorasen (una proposición que Jubal consideraba inherentemente improbable pero concebiblemente posible a la débil luz de su propia ignorancia), entonces (estipulando afirmativamente las dos proposiciones anteriores) resultaba muy inverosímil para Jubal, hasta el punto de la reductio ad absurdum, que un Dios con el suficiente poder como para crear galaxias pudiera dejarse influir e inclinarse hacia las idioteces a grito pelado que los fosteritas le ofrecían en calidad de «adoración».

Pero, con desolada honestidad, Jubal tenía que admitirse que el universo (corrección: ese trozo del universo que él podía ver) podía muy bien ser in toto un claro ejemplo de la reducción al absurdo. En cuyo caso los fosteritas tal vez poseyeran la Verdad, toda la Verdad y nada más que la Verdad. El universo era un lugar maldito y estúpido en el mejor de los casos… pero su explicación menos probable era la no explicación del azar, la hipótesis de que algunas cosas abstractas son tales «porque sí», átomos que se unen «porque sí» y, también «porque sí», forman leyes consistentes y algunas configuraciones que, en ciertos casos y «porque sí», toman conciencia de sí mismas, y que dos de esos «porque sí» resultaban ser uno el Hombre de Marte y el otro la envoltura vieja y calva que contenía a Jubal dentro.

No, Jubal no podía aceptar la teoría del «porque sí», por muy popular que fuese entre los hombres que se llamaban a sí mismos científicos. El azar no era suficiente para explicar el universo… de hecho el azar no era suficiente para explicar el propio azar; la olla no podía contenerse a sí misma.

Entonces, ¿qué? La «hipótesis del mínimo» no tenía ningún lugar de preferencia; la navaja de Occam no podía cortar a rodajas el problema principal, la Naturaleza de la Mente de Dios (también podrías llamarte eso tú mismo, viejo truhán; es una simple y corta palabra monosílaba, tan buena como cualquier otra para colocar un rótulo sobre algo que no entiendes en absoluto).

¿Había allí alguna base para preferir una hipótesis suficiente por encima de otra? ¿Cuando simplemente no comprendes algo? ¡No! Jubal no tuvo ningún problema en admitirse que una larga vida le había dejado una incomprensión total y completa de los problemas fundamentales del universo.

Así que era posible que los fosteritas tuvieran razón. Jubal ni siquiera podía demostrar que estuvieran probablemente equivocados.

Pero —se recordó salvajemente— le quedaban dos cosas: su gusto y su orgullo. Si los fosteritas poseían realmente el monopolio de la Verdad (como afirmaban), si el Cielo sólo estaba abierto a los fosteritas, entonces él, Jubal Harshaw, caballero y ciudadano libre, prefería la eternidad llena de sufrimientos de la condenación prometida a todos los «pecadores» que rechazaban la Nueva Revelación. Tal vez no fuera capaz de contemplar el desnudo Rostro de Dios… pero su agudeza visual era suficiente como para ver a sus iguales en el plano social… y aquellos fosteritas, ¡malditos fueran!, no daban la talla.

Pero podía ver cómo se había dejado engañar Mike; la «marcha al Cielo» de los fosteritas, en un momento y lugar previamente seleccionados, se parecía mucho a la «descorporización» voluntaria y planificada que —Jubal no lo dudaba— constituía la práctica habitual en Marte. El propio Jubal tenía la oscura sospecha de que el mejor término para calificar esa práctica de los fosteritas era el de «asesinato»… pero eso nunca se había podido demostrar y rara vez era insinuado públicamente, y mucho menos denunciado, pese a que el culto era joven y relativamente pequeño. El propio Foster había sido el primero en «marchar al Cielo» según un programa establecido, muriendo públicamente en el instante profetizado. Desde ese primer ejemplo, se había convertido en una marca de gracia especial fosterita… y tuvieron que transcurrir años antes de que algún médico forense mostrara la temeridad de meter mano en tales muertes.

No era que a Jubal le importase el hecho de si esas muertes eran espontáneas o inducidas. En su opinión, un fosterita bueno era un fosterita muerto. ¡Que se las apañasen como quisieran!

Pero todo eso iba a ser difícil de explicar a Mike.

No serviría de nada retrasarlo, otra taza de café no lo haría más fácil…

—Mike, ¿quién creó el mundo?

—¿Perdón?

—Mire a su alrededor. Todo esto. Marte también.

Las estrellas. Todo. Usted y yo y todos los demás. ¿Le dijeron los «Ancianos» quién hizo todo esto?

Mike pareció desconcertado.

—No, Jubal.

—Bien, ¿no se lo ha preguntado a usted mismo alguna vez? ¿De dónde apareció el Sol? ¿Quién colocó las estrellas en el cielo? ¿Quién lo empezó todo? Todo ello, todas las cosas, el mundo entero, el universo… de tal modo que usted y yo estemos ahora aquí hablando.

Jubal hizo una pausa, sorprendido consigo mismo. Había pretendido efectuar el habitual enfoque agnóstico… y se encontraba siguiendo compulsivamente su entrenamiento legal, manifestándose como un abogado sincero pese a sí mismo, tratando de sostener una creencia religiosa que no compartía pero que era seguida por la mayor parte de los seres humanos. Se encontró con que, lo quisiera o no, era el defensor de las ortodoxias de su propia raza contra… no estaba seguro qué. Contra un punto de vista extrahumano—. ¿Cómo responden sus Ancianos a tales preguntas?

—Jubal, no asimilo… esas no son preguntas. Lo siento.

—¿Eh? No asimilo esa respuesta.

Mike dudó largo rato.

—Lo intentaré. Pero las palabras salen… no salen correctas. No «poniendo». No «creando». Sino un ahorando. El mundo es. El mundo era. El mundo será. Ahora.

—«Como era en un principio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos, un Mundo sin fin…».

Mike sonrió, feliz.

—¡Usted lo asimila!

—No asimilo nada —respondió Jubal, malhumorado—. Sólo recitaba algo que dijo, hum, un «Anciano».

Decidió retroceder e intentar otro enfoque; al parecer Dios el Creador no era el aspecto más sencillo de la Deidad para intentar explicárselo como inicio a Mike… puesto que Mike no parecía captar la idea de Creación en sí. Bueno, Jubal no estaba seguro de que él la captase tampoco; mucho tiempo atrás había hecho un pacto consigo mismo para postular un universo creado para los días pares y un universo no creado, eterno y que se mordía la cola, para los días impares, puesto que cada hipótesis, aunque igualmente paradójicas ambas, eludía limpiamente las paradojas de la otra… con un día, por supuesto, cada año bisiesto, completamente libre y destinado a la más pura licencia solipsista. Tras haber puesto así sobre la mesa una cuestión incontrovertible, dejó de pensar en ella durante más de una generación.

Jubal decidió intentar explicarle la idea general de religión en su sentido más amplio y dejar para más adelante la noción de Deidad en todos sus aspectos.

Mike aceptó con facilidad que la enseñanza llegaba en diversas medidas, desde las pequeñas enseñanzas que incluso un polluelo podía asimilar, hasta las grandes enseñanzas que sólo un Anciano podía asimilar en toda su amplitud. Pero los intentos de Jubal de trazar una línea de separación entre las enseñanzas menores y las mayores, a fin de que las «grandes enseñanzas» tuvieran el significado humano de «cuestiones religiosas», fracasaron estrepitosamente, puesto que algunas cuestiones religiosas no le parecían a Mike cuestiones que contuvieran algún significado (como la de «Creación»), y otras le parecían cuestiones «menores», con respuestas evidentes sabidas incluso por los polluelos, tales como la vida después de la muerte.

Jubal se vio obligado a dejarlo correr y pasó a la multiplicidad de las religiones humanas. Explicó (o intentó explicar) que los seres humanos disponían de centenares de sistemas distintos para aprender esas «grandes enseñanzas», cada uno con sus propias respuestas y cada uno afirmando ser la verdad.

—¿Qué es la «verdad»? —preguntó Mike.

«¿Qué es la verdad?», preguntó un juez romano, y se lavó las manos sobre una cuestión peliaguda. Jubal deseó poder obrar del mismo modo.

—Una respuesta es verdad cuando uno pronuncia las palabras correctas, Mike. ¿Cuántas manos tengo?

—Dos manos. Veo dos manos —se corrigió Mike.

Anne alzó la vista de su labor de punto.

—En seis semanas podría hacer de él un testigo.

—Tú quédate fuera de esto, Anne. Las cosas ya están bastante mal sin tu ayuda. Mike, ha hablado usted correctamente; tengo dos manos. Su respuesta es verdad. Supongamos ahora que dice que tengo siete manos.

Mike pareció turbarse.

—No asimilo cómo podría decir tal cosa.

—No, me parece que no podría. Si lo hiciera, no pronunciaría las palabras correctas; su respuesta no sería verdad. Pero, Mike… ahora escuche con atención. Cada religión afirma ser la verdad, afirma hablar como corresponde. Sin embargo, sus respuestas a las mismas preguntas son tan distintas como dos manos y siete manos. Los fosteritas dicen una cosa, los budistas otra, los musulmanes otra aún… muchas respuestas, todas diferentes.

Mike dio la impresión de estar haciendo un gran esfuerzo por comprender.

—¿Todos hablan correctamente? Jubal, no lo asimilo.

—Yo tampoco.

El Hombre de Marte pareció enormemente turbado; luego, de pronto, sonrió.

—Pediré a los fosteritas que pregunten a sus Ancianos, y entonces sabremos, hermano mío. ¿Cómo puedo hacer eso?

Unos minutos más tarde Jubal se dio cuenta, con gran disgusto, de que había prometido a Mike una entrevista con algún bocazas fosterita… o Mike pareció creer que lo había hecho, lo cual venía a ser lo mismo. Ni siquiera fue capaz de hacer mella en él la suposición de Mike de que los fosteritas estaban en contacto con los «Ancianos» humanos. Al parecer, la dificultad de Mike estribaba en que no sabía qué era la mentira: las definiciones del diccionario de «mentira» y «falsedad» habían quedado archivadas en su mente para posterior estudio sin indicación alguna de asimilación. Uno podía «hablar de forma equivocada» sólo por accidente o mala interpretación. Así que había escuchado el servicio fosterita según su valor aparente.

Jubal intentó explicar que todas las religiones humanas afirmaban estar en contacto con «Ancianos», de una u otra forma; pese a que todas sus respuestas eran distintas.

Mike pareció pacientemente turbado.

—Jubal, hermano mío, lo intento… pero no asimilo el que eso pueda ser hablar correctamente. Entre mi pueblo, los Ancianos siempre pronuncian las palabras correctas. El pueblo de usted…

—Alto, Mike.

—¿Perdón?

—Cuando dice «mi pueblo», se refiere a los marcianos. Mike, usted no es marciano; usted es un hombre.

—¿Qué es «hombre»?

Harshaw gimió para sí mismo. Estaba seguro de que Mike podía citar de memoria todas las definiciones de los diccionarios. Sin embargo, el muchacho nunca formulaba una pregunta simplemente para fastidiar; siempre preguntaba con ánimo de informarse… y esperaba que su hermano de agua Jubal fuera capaz de responderle.

—Yo soy un hombre, usted es un hombre, Larry es un hombre.

—¿Pero Anne no es un hombre?

—Hum… Anne es un hombre, un hombre femenino. Una mujer.

—Gracias, Jubal.

—Cállate, Anne.

—¿Un bebé es un hombre? No he visto bebés, pero he visto imágenes de ellos en la maldita caja de… en la estereovisión. Un bebé no tiene la forma de Anne… y Anne no tiene la forma de usted… y usted no tiene mi forma. Pero, ¿un bebé es un polluelo de hombre?

—Hum… sí, un bebé es un hombre.

—Jubal… Me parece que asimilo que mi pueblo, los «marcianos», son hombres. No en su forma. La forma no hace al hombre. El hombre asimila. ¿Hablo correctamente?

Jubal decidió firmemente renunciar a la Sociedad Filosófica y dedicarse a la confección de encajes al ganchillo. ¿Qué significado tenía el verbo «asimilar»? Él mismo llevaba una semana utilizándolo… y aún no lo asimilaba. Pero, ¿qué era el «hombre»? ¿Un bípedo implume? ¿Una imagen de Dios? ¿O simplemente el resultado fortuito de la «supervivencia del más apto», en una definición completamente circular y tautológica? ¿El heredero de la muerte y de los impuestos? Los marcianos parecían haber vencido a la muerte, y había averiguado ya que parecían carecer de dinero, propiedades, gobierno, en ningún sentido humano… ¿cómo podían entonces tener impuestos?

Y, sin embargo, el muchacho tenía razón; la forma era una irrelevancia al definir al «hombre», algo tan poco importante como la botella que contiene el vino. Uno incluso puede extraer al hombre de su botella, como aquel pobre tipo cuya vida los rusos habían insistido en «salvar» metiendo su cerebro en una envoltura vítrea y conectándole hilos como si fuera una centralita telefónica. ¡Vaya, qué broma más horrible! Se preguntó si el pobre diablo apreciaría el macabro humor de lo que le habían hecho.

Pero, en esencia, ¿en qué difería el hombre de los demás animales terrestres, desde el punto de vista sin prejuicios de un marciano? ¿Podía una raza capaz de levitar (y Dios sabía qué otras cosas) sentirse impresionada por la ingeniería? Y, de ser así, ¿ganaría el primer premio la represa de Assuán o un arrecife de coral de kilómetro y medio? ¿La autoconsciencia del hombre? Pura presunción local, porque no existía modo de demostrar que los cachalotes o las secoyas no eran filósofos y poetas que iban mucho más allá de todas las capacidades humanas.

Había un campo en el que el hombre era invencible, sin embargo: mostraba una ingeniosidad ilimitada para diseñar mayores y más efectivas formas de matar, esclavizar, asolar y convertirse por todos los medios en un insoportable engorro de sí mismo. El hombre era la más repulsiva broma de sí mismo. El propio fundamento del humor era…

—El hombre es el animal que ríe —contestó Jubal.

Mike consideró seriamente aquello.

—Entonces yo no soy un hombre.

—¿Eh?

—Yo no me río. He oído la risa, y me asusta. Luego asimilé que no hacía daño. He tratado de aprender… —echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar una especie de cloqueo ronco, más crispante que la llamada idiota de un martín cazador.

Jubal se cubrió las orejas con las manos.

—¡Basta! ¡Basta!

—Ya lo ha oído —admitió Mike tristemente—. No sé hacerlo bien. Así que no soy un hombre.

—Espere un momento, hijo. No renuncie tan pronto. Lo que ocurre es que aún no ha aprendido a reír… y nunca aprenderá simplemente intentándolo. Pero al final aprenderá, se lo prometo. Si convive con nosotros el tiempo suficiente, un día se dará cuenta de lo ridículos que somos… y se echará a reír.

—¿De veras?

—Seguro. No se preocupe por ello y no intente asimilarlo, tan sólo deje que llegue. Porque, hijo, incluso un marciano se partiría de risa una vez nos hubiera asimilado.

—Esperaré —aceptó Smith plácidamente.

—Y, mientras espera, no dude de que usted es un hombre. Lo es. Un hombre nacido de mujer y nacido para causar problemas… y algún día asimilará eso en su plenitud y se reirá… porque el hombre es el animal que se ríe de sí mismo. En cuanto a sus amigos marcianos, no lo sé. Nunca los he conocido, no los asimilo. Pero asimilo que pueden ser «hombres».

—Sí, Jubal.

Harshaw pensó que la entrevista había concluido y se sintió aliviado. Decidió que no se había visto en una situación tan embarazosa desde el día —hacía mucho tiempo— en que su padre decidió explicarle lo de los pájaros, las abejas y las flores… con demasiado retraso.

Pero el Hombre de Marte no había terminado.

—Jubal, hermano mío, me preguntó usted: «¿Quién hizo el mundo?», y no encontré palabras para contestar porque no asimilé como correspondía que se trataba de una pregunta. He estado pensando palabras.

—¿Sí?

—Usted me dijo: «Dios hizo el mundo».

—¡No, no! —protestó Harshaw apresuradamente—. Dije que, aunque esas muchas religiones afirman muchas cosas, la mayoría de ellas afirman: «Dios hizo el mundo». Le dije que no lo asimilaba en toda su extensión, pero que «Dios» era la palabra que se utilizaba.

—Sí, Jubal —admitió Mike—. La palabra es «Dios» —añadió—. Usted asimila.

—No. Debo admitir que no asimilo.

—Asimila —repitió Smith con firmeza—. Ahora me lo explico. No tenía la palabra. Usted asimila. Anne asimila. Yo asimilo. La hierba que hay bajo mis pies asimila en su feliz belleza. Pero necesitaba la palabra. La palabra es Dios.

Jubal sacudió la cabeza para aclararla.

—Adelante.

Mike apuntó a Harshaw con un gesto triunfal.

—¡Usted es Dios!

Jubal se llevó bruscamente una mano al rostro, casi una bofetada.

—Oh, Jesucristo… ¿Qué he hecho? Mire, Mike, tómeselo con calma. ¡Tranquilícese! No me ha comprendido. Lo siento. ¡Lo siento mucho! Olvide simplemente cuanto le he dicho y empezaremos de nuevo otro día. Pero…

—Usted es Dios —repitió Mike serenamente—. Lo que asimila. Anne es Dios. Yo soy Dios. La hierba feliz es Dios. Jill asimila en belleza, siempre. Jill es Dios. Todo se forma y hace y crea conjuntamente… —croó algo en marciano y sonrió.

—De acuerdo, Mike. Pero esperemos un poco. ¡Anne! ¿Has estado captando todo esto?

—¡Puede apostar a que sí, jefe!

—Prepárame una cinta. Tendré que trabajar en ello. No puedo dejarlo tal como está. Debo… —levantó la cabeza, dijo—. ¡Oh, Dios mío! ¡Todo el mundo en estado de alarma! ¡Anne! Sitúa el botón del pánico en «hombre muerto»… y, por el amor de Dios, no apartes el pulgar de él; es posible que no vengan aquí —volvió a levantar la vista hacia los dos grandes aerocoches que se aproximaban desde el sur—. Pero me temo que sí vienen. ¡Mike! ¡Escóndase en la piscina! Recuerde lo que le dije… métase en la parte más honda, permanezca allí y no se mueva… y no salga hasta que envíe a Jill en su busca.

—Sí, Jubal.

—¡Ahora mismo! ¡Vamos!

—Sí, Jubal —Mike corrió unos pocos pasos, cortó limpiamente el agua y desapareció. Recordó mantener las rodillas sin flexionar, los dedos en punta y los pies juntos.

—¡Jill! —llamó Jubal—. Zambúllase y salga. Tú también, Larry. Si alguien está mirando, quiero que se confunda acerca de cuántas personas están utilizando la piscina. ¡Dorcas! Sal enseguida, chiquilla, y vuelve a zambullirte. Anne… No, tú tienes el botón del pánico; no puedes.

—Puedo coger mi toga y situarme en el borde de la piscina. Jefe, ¿quiere alguna demora en la situación «hombre muerto»?

—Oh, sí, treinta segundos. Si aterrizan aquí, ponte de inmediato la toga de testigo y sigue con el pulgar en el botón. Luego espera… y si te digo que vengas hacia mí, suelta el globo. Pero no me atreveré a gritar «¡el lobo!» a menos que… —se protegió los ojos con la mano—. Uno de ellos va a tomar tierra, seguro… y tiene todo el aspecto de ser un vehículo celular. ¡Oh, maldita sea, creí que parlamentarían primero!

El primer aerocoche flotó, luego se dejó caer en vertical para posarse en el jardín, al otro lado de la piscina; el segundo empezó a trazar lentos círculos a baja altura. Los coches eran negros, del tamaño de transportes de tropas, y llevaban sólo una pequeña y poco llamativa insignia: el estilizado globo de la Federación.

Anne dejó en el suelo el enlace por radio que liberaría «el globo», se puso rápidamente la prenda símbolo de su profesión, volvió a coger el dispositivo y apoyó de nuevo el pulgar en el botón. La portezuela del primer coche empezó a abrirse como si la hubiesen aguijoneado, y Jubal cargó hacia ella con la arrogante beligerancia de un pequinés. Cuando un hombre saltó fuera del coche, Jubal rugió:

—¡Quite ese maldito bulto de encima de mis macizos de rosas!

—¿Jubal Harshaw? —preguntó el hombre.

—¡Ya me ha oído! ¡Dígale a ese buey que tiene conduciendo para usted que levante ese trasto y lo traslade más atrás! ¡Completamente fuera del jardín y de encima del césped! ¡Anne!

—Ya voy, jefe.

—Jubal Harshaw, traigo una orden judicial para…

—¡Aunque trajera una orden para el rey de Inglaterra! ¡Primero saque ese armatoste de encima de mis flores! Luego, así Dios me ayude, le demandaré por… —Jubal miró al hombre que había aterrizado, pareció verlo por primera vez—. Oh, así que es usted —dijo con áspero desdén—. ¿Nació así de estúpido, Heinrich, o tuvo que estudiar mucho? ¿Y cuándo aprendió a volar ese asno uniformado con alas que trabaja para usted? ¿A primera hora de esta mañana? ¿Desde que hablé con usted?

—Por favor, examine esta orden judicial —dijo el capitán Heinrich con meticulosa paciencia—. Luego…

—¡Quite de inmediato su carretón de mis macizos de flores o voy a presentar una demanda por derechos civiles que le va a costar su pensión!

Heinrich vaciló.

—¡Ahora! —chilló Jubal—. ¡Y dígales a esos otros patanes que miren donde ponen las patazas! ¡Ese idiota de la dentadura de caballo está encima de una Elizabeth M. Hewitt que ganó un primer premio!

Heinrich volvió la cabeza.

—Eh, muchachos… cuidado con esas flores. Paskin, estás pisando una. ¡Rogers! Levanta el coche y retíralo unos quince metros, fuera del jardín —volvió su atención hacia Harshaw—. ¿Satisfecho?

—Una vez se haya retirado… pero seguirá teniendo que pagar los daños. Déjeme ver sus credenciales… enséñeselas también al testigo honesto y pronuncie en voz alta y con claridad su nombre, grado, organización a la que pertenece y número de registro.

—Usted sabe quién soy. Tengo una orden judicial…

—¡Y yo tengo una orden de derecho consuetudinario que me permite peinarle la raya en medio con una escopeta a menos que haga usted las cosas legalmente y en su orden! Yo no sé quién es usted. Se parece bastante a un tipo engolado que vi por la pantalla del teléfono hace un rato… pero esto no es ninguna prueba y no le identifico. Usted debe identificarse a sí mismo, de un modo específico, según el Código Mundial, párrafo 1.602, parte II, antes de poder presentar una orden judicial. Y eso reza también para todos esos otros monos y para ese pitecántropo parásito que pilota para usted.

—Todos ellos son agentes de policía, y actúan bajo mis órdenes.

—Yo no sé que sean nada de lo que usted dice. Pueden haber alquilado esos trajes de payaso que tan mal les caen en cualquier casa de alquiler de disfraces. ¡La letra de la ley, señor! Ha invadido usted mi castillo. Usted dice que es agente de la policía, y alega poseer una orden judicial para justificar esta intrusión. Pero yo digo que son ustedes invasores, mientras no se demuestre lo contrario… basándome en lo cual invoco mi derecho soberano a utilizar toda la fuerza necesaria para expulsarlos de aquí… cosa que empezaré a hacer dentro de tres segundos.

—No se lo aconsejo.

—¿Quién es usted para aconsejar? Si resulto herido en el intento de hacer valer mis derechos, su acto se convertirá en una agresión tácita… con armas mortíferas; si esas cosas que acarrean sus mulos son armas, como así parece. Un asunto civil y criminal a la vez… ¡Bien, jovencito, curtiré su piel para hacerme con ella una esterilla para la puerta! —Jubal levantó un pellejudo brazo y crispó un huesudo puño—. ¡Fuera de mi propiedad!

—Está bien, doctor. Lo haremos a su modo.

Heinrich se había puesto de un color rojo brillante, pero consiguió mantener controlado su tono de voz. Ofreció su tarjeta de identificación, a la que Jubal echó una ojeada antes de devolvérsela para que Heinrich se la mostrase a Anne. Luego Heinrich citó su nombre completo, dijo que era capitán de policía del Departamento de Servicios Especiales de la Federación, y recitó su número de registro. Uno por uno, los otros seis hombres que habían abandonado el coche, y finalmente el conductor, cumplieron con el mismo requisito a indicación de la gélida voz de Heinrich.

Cuando todo eso hubo terminado, Jubal preguntó amablemente:

—Y ahora, capitán Heinrich, ¿en qué puedo servirle?

—Traigo una orden de búsqueda y captura contra Gilbert Berquist, en la que se cita esta propiedad, terrenos y edificios.

—Enséñemela, luego muéstresela al testigo.

—Así lo haré. Pero traigo otra orden de búsqueda y captura, similar a la primera, contra Gillian Boardman.

—¿Quién?

—Gillian Boardman. La acusación es de secuestro.

—¡Dios mío!

—Y otra contra Héctor C. Johnson… y otra contra Valentine Michael Smith… y una contra usted, Jubal Harshaw.

—¿Contra mí? ¿Otra vez los impuestos?

—No. Examínela. Complicidad en esto y aquello… y testigo material en algunas otras cosas… y añadiría la mía por obstrucción a la justicia si la orden ya firmada no lo hiciera innecesario.

—¡Oh, vamos, capitán! He sido de lo más cooperativo desde el momento en que usted se identificó y empezó a comportarse de manera legal. Y continuaré cooperando. Por supuesto, le demandaré pese a todo… a usted, y a su superior inmediato y al Gobierno… por sus actos ilegales cometidos antes de su identificación… y no renuncio a ninguno de mis derechos ni recursos respecto de cualquier cosa que algunos de ustedes puedan hacer a partir de ahora. Hum… toda una lista de víctimas. Comprendo por qué se trajo un camión extra. Pero… ¡válgame Dios!, aquí hay algo muy extraño. Esta, ejem, ¿señora Borkmann?… Veo que se la acusa del secuestro de ese tal Smith… pero en esta otra orden de busca y captura parece que a él se le acusa de huir cuando estaba bajo custodia. Parece un tanto confuso.

—Son las dos cosas. Él escapó… y ella le secuestró.

—¿No es eso un tanto difícil de manejar? Las dos acusaciones, quiero decir. ¿Y bajo qué acusación se le mantenía a él arrestado? La orden de busca y captura no parece mencionarlo.

—¿Cómo diablos quiere que lo sepa? El tipo escapó, eso es todo. Es un fugitivo.

—¡Me encanta! Creo que voy a tener que ofrecer mis servicios como consejero legal a cada uno de ellos. Es un caso interesante. Si se ha cometido un error, o varios errores, eso puede conducir a muchos otros asuntos.

Heinrich sonrió fríamente.

—No le va a resultar tan fácil. Usted también estará encarcelado.

—Oh, no durante mucho tiempo, confío —Jubal levantó la voz más de lo necesario y volvió la cabeza hacia la casa—. Conozco a otro abogado. Me parece que si el juez Holland estuviese escuchando esto, el habeas corpus para todos nosotros sería presentado con la máxima prontitud. Y, si diera la casualidad de que la Associated Press tenía algún coche correo por las cercanías, no se tardaría nada en saber de dónde habían salido esas órdenes.

—Siempre picapleitos, ¿eh, Harshaw?

—Eso es difamación, mi querido señor. Tomo nota.

—No le servirá de gran cosa. Estamos solos.

—¿De veras?