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Alrededor de una estrella menor de tipo G, bastante alejada hacia el borde de una galaxia de tamaño medio, los planetas giraban como de costumbre, tal como llevaban haciéndolo desde hacía miles de millones de años, bajo la influencia de una ley ligeramente modificada de la inversa del cuadrado que configuraba el espacio a su alrededor. Tres de ellos eran planetas lo bastante grandes como para ser perceptibles; el resto no pasaban de ser meros guijarros, ocultos entre los llameantes flecos de la primaria o perdidos en la negrura del espacio exterior. Todos ellos, como es siempre el caso, estaban infectados por esa singularidad de la entropía distorsionada que se llama vida; en los casos del tercero y cuarto, su temperatura superficial seguía un ciclo en torno del punto de congelación del monóxido de hidrógeno; en consecuencia, habían desarrollado formas de vida lo bastante similares como para permitirse cierto grado de contacto social.
En el cuarto guijarro, los antiguos marcianos no se sintieron turbados en ningún aspecto importante por el contacto con la Tierra. Las ninfas de la raza aún brincaban alegremente por la superficie de Marte, aprendiendo a vivir, y ocho de cada nueve morían en el proceso. Los marcianos adultos, enormemente distintos en cuerpo y mente que las ninfas, se concentraban aún en graciosas ciudades de fábula, y eran tan tranquilos en su comportamiento como alborotadoras se manifestaban las ninfas… pero pese a todo llevaban una vida más activa que las ninfas, una compleja e intensa vida mental. Las vidas de los adultos no estaban exentas por completo de trabajo en un sentido humano; todavía tenían un planeta que cuidar y supervisar, había que decirles a las plantas cuándo y dónde debían crecer, las ninfas que habían superado su período de aprendizaje de supervivencia debían ser reunidas, alimentadas y fertilizadas, había que incubar y cuidar los huevos resultantes para que madurasen de una forma adecuada, era preciso persuadir a las ninfas ya realizadas de que abandonasen sus costumbres infantiles y se metamorfosearan en adultos. Todo eso tenía que hacerse… pero la «vida» de Marte no representaba más que lo que el sacar a pasear al perro dos veces al día es a la «vida» de un hombre que controla una compañía de índole planetaria entre esos dos agradables paseos… aunque, para un ser de Arturo III, tales paseos pudieran parecer la actividad más significativa de un magnate… sin duda como esclavo del perro.
Tanto marcianos como humanos eran formas de vida autoconscientes, pero habían tomado dos direcciones diametralmente opuestas. Toda la conducta humana, todas las motivaciones humanas, todos los temores y esperanzas del hombre, estaban intensamente teñidos y muy controlados por su trágica y extrañamente hermosa forma de reproducción. Lo mismo era cierto para Marte, pero con un corolario que era como la imagen en un espejo. Marte disponía del eficiente esquema bipolar tan común en esa galaxia, pero el de los marcianos era tan distinto del de la Tierra que la cuestión «sexo» podía ser denominada así sólo por un biólogo, y no hubiera sido en absoluto «sexo» para un psiquiatra humano. Las ninfas de Marte eran femeninas, todos los adultos eran masculinos.
Pero en cada caso sólo en su función, no en su psicología. La polaridad hombre-mujer que controlaba todas las vidas humanas no podría existir en Marte. No había ninguna posibilidad de «matrimonio». Los adultos eran enormes, con un aspecto que a los primeros humanos que los vieron les recordó el de veleros rompehielos; eran físicamente pasivos, mentalmente activos. Las ninfas eran rollizas, como esferas peludas, siempre en movimiento, rebotando sin cesar pero carentes de ningún tipo de energía mental. No había ningún paralelo posible entre los cimientos psicológicos humanos y marcianos. La bipolaridad humana era a la vez la fuerza cohesionadora y la energía impulsora de todo el comportamiento humano, desde la composición de sonetos hasta la resolución de ecuaciones nucleares. Si algún ser piensa que los psicólogos humanos exageran en este punto, no tiene más que ir a investigar en las oficinas de patentes de la Tierra, en sus bibliotecas y en sus galerías de arte, y buscar allí las creaciones de los eunucos.
Marte, que funcionaba de una manera distinta que la Tierra, prestó escaso interés a la Envoy y a la Champion. Los dos acontecimientos habían ocurrido demasiado recientemente para ser significativos… si los marcianos hubiesen usado periódicos, una edición cada siglo terrestre hubiera sido algo normal. El contacto con otras razas no era nada nuevo para los marcianos; había ocurrido antes, y volvería a ocurrir de nuevo. Cuando la raza nueva era totalmente asimilada (en un milenio terrestre, más o menos), llegaba entonces el momento de la acción, si era necesario.
En Marte, los acontecimientos de importancia eran de un tipo distinto. Los descorporizados Ancianos habían decidido —casi sin pensarlo— enviar al humano incubado a asimilar lo que pudiera del tercer planeta, y luego dirigieron su atención a otros asuntos más serios. Poco antes, más o menos en torno de la época del César Augusto terrestre, un artista marciano se había dedicado a la composición de una obra de arte. Hubiera podido ser calificada con la misma propiedad como un poema, una composición musical o un tratado filosófico; era una serie de emociones, ordenadas a lo largo de una trágica y lógica necesidad. Puesto que un ser humano la hubiera experimentado sólo en el sentido en que puede explicársele una puesta de sol a un ciego de nacimiento, no importa a qué categoría de la creatividad humana hubiera podido ser asignada. Lo verdaderamente importante fue que el artista se descorporizó accidentalmente antes de haber terminado su obra maestra.
La descorporización inesperada era siempre algo raro en Marte; el gusto marciano en tales asuntos requería que la vida fuera un todo redondeado, en el que la muerte física ocurría en el instante apropiado y elegido de antemano. Este artista, sin embargo, se había obsesionado de tal manera con su trabajo que se olvidó de regresar del frío; cuando fue notada su ausencia, su cuerpo apenas servía para comer. Ni él mismo se había dado cuenta de su descorporización, y había seguido componiendo su secuencia.
El arte marciano se dividía claramente en dos categorías: el creado por los adultos vivos, que era vigoroso, a menudo completamente radical y primitivo, y el de los Ancianos, que era normalmente conservador, extremadamente complejo, y del que se esperaba que mostrase unos estándares de técnica mucho más altos; los dos tipos eran juzgados por separado.
Pero, ¿bajo qué estándares debía juzgarse esa obra? Era un puente que enlazaba lo corpóreo con lo descorporizado; su forma final fue establecida meticulosamente por un Anciano… pero por otra parte el artista con el desprendimiento propio de todos los artistas en todas partes, ni siquiera se había dado cuenta de su cambio de estado y había seguido trabajando como si aún siguiera corpóreo. ¿Era posible que aquélla fuese una nueva forma de arte? ¿Podían producirse más obras semejantes a través de la descorporización por sorpresa de los artistas mientras estaban entregados a su trabajo? Los Ancianos llevaban desde hacía siglos discutiendo las excitantes posibilidades en reflexivas reuniones, y todos los marcianos corpóreos aguardaban ansiosamente su veredicto.
El asunto era del mayor interés, puesto que no se trataba de arte abstracto, sino religioso (en el sentido terrestre) y fuertemente emocional: describía el contacto entre la raza marciana y la gente del quinto planeta, un acontecimiento que había ocurrido hacía mucho tiempo pero que seguía siendo algo vivo e importante para los marcianos en el mismo sentido que una muerte por crucifixión continuaba siendo viva e importante para los humanos después de dos milenios terrestres. La raza marciana había encontrado a la gente del quinto planeta, la había asimilado por completo, y a su debido tiempo había pasado a la acción; las ruinas de los asteroides era todo cuanto quedaba, excepto que los marcianos seguían apreciando y alabando a la gente a la que habían destruido. Esta nueva obra de arte era uno de los muchos intentos de asimilar todas las partes de la hermosa experiencia, en su absoluta complejidad, en una sola composición. Pero, antes de poder juzgarla, era imprescindible comprender cómo juzgarla. Era todo un problema.
En el tercer planeta, Valentine Michael Smith no estaba preocupado por esta candente cuestión en Marte; nunca había oído hablar de ella. El marciano encargado de su tutoría, así como los hermanos de agua de éste, no le molestaban con cosas que no podía entender. Smith sabía de la destrucción del quinto planeta y de su importancia emocional del mismo modo que un niño humano aprende en la escuela lo referente a Troya y a Plymouth Rock, pero no había sido puesto delante de un arte que no podía asimilar. Su educación había sido única, enormemente más amplia que la de sus compañeros de nidada, pero inmensamente inferior a la de un adulto; su tutor y los consejeros de su tutor entre los Ancianos se tomaron cierto pasajero interés en ver cuánto y qué tipo de enseñanzas era capaz de aprender aquel extraño polluelo. Como resultado de ello, habían aprendido más cosas acerca de la raza humana de las que la propia raza humana había aprendido sobre sí misma, ya que Smith asimiló muy rápidamente materias que ningún otro ser humano había aprendido jamás.
Pero, justo en estos momentos, Smith estaba simplemente disfrutando, con una alegría en su corazón que no había experimentado desde hacía muchos años. Había encontrado un nuevo hermano de agua en Jubal, había adquirido muchos nuevos amigos, gozaba de deliciosas nuevas experiencias en una cantidad tan caleidoscópica que no tenía tiempo de asimilarlas; lo único que podía hacer era archivarlas para revivirlas luego con más tranquilidad.
Su hermano Jubal le había dicho que asimilaría aquel extraño y maravilloso lugar con más rapidez si aprendía a leer, así que dedicó todo un día a aprender a leer bien y rápido, con Jill indicándole las palabras y pronunciándolas para él. Eso significó mantenerse alejado de la piscina durante todo el día, cosa que constituía un gran sacrificio, puesto que nadar (una vez comprendió que era algo permitido) no sólo era una exuberante y sensual delicia, sino también un éxtasis religioso casi insoportable. Si Jill y Jubal no se lo hubiesen ordenado, no habría salido nunca de la piscina.
Puesto que no se le permitía nadar de noche, se pasaba todas las noches leyendo. Hojeaba artículos de la Enciclopedia Británica, y luego revisaba libros de medicina y de derecho de la biblioteca de Jubal como postre. Su hermano Jubal le vio hojear rápidamente uno de esos libros, se detuvo ante él y le preguntó cosas acerca de lo que había leído. Smith respondió cuidadosamente, recordando las pruebas a las que ocasionalmente le sometían los Ancianos. Su hermano pareció turbarse ligeramente al escuchar sus contestaciones, y Smith creyó necesario dedicar una hora a la meditación de aquel incidente, porque estaba seguro de haber respondido con las mismas palabras del libro, pese a que no las había asimilado del todo.
Pero prefería la piscina a los libros, sobre todo cuando Jill y Miriam y Larry y Anne y los demás estaban allí chapoteando y lanzándose agua los unos a los otros. No aprendió a nadar enseguida como ellos, pero la primera vez descubrió que podía hacer algo que ellos no. Simplemente se hundió hasta el fondo y permaneció allí, inmerso en aquella tranquila bendición… hasta que le arrastraron de vuelta a la superficie con tanta excitación que casi le obligaron a retraerse dentro de sí; no logró acabar de comprender que tan sólo se preocupaban por su bienestar.
Más tarde hizo una demostración de ello a Jubal, quedándose en el fondo durante un rato delicioso, e intentó enseñárselo a su hermano Jill… pero ella se mostró trastornada, de modo que desistió. Fue la primera vez que se dio cuenta de que había cosas que él podía hacer y esos nuevos amigos no. Pensó en ello durante largo tiempo, esforzándose en asimilarlo en toda su plenitud.
* * *
Smith era feliz; Harshaw no. Continuó con su rutina habitual de relajado ocio, variada tan sólo por alguna que otra observación casual y no planeada respecto de su animal de laboratorio, el Hombre de Marte. No preparó ningún plan para Smith, ningún programa de estudio, ningún examen físico regular, sino que simplemente permitió a Smith que hiciera lo que más le gustase, fuera por donde quisiese, como un cachorrillo criado en un rancho. La única supervisión que Smith recibía era la de Gillian… más que suficiente, según la gruñente opinión de Jubal, al que no le gustaba la visión de los hombres constantemente mimados por las mujeres.
Sin embargo, Gillian Boardman hizo algo más que inculcar a Smith los rudimentos de la conducta social humana… y éste necesitaba poca inculcación. Ahora comía a la mesa con los demás, se vestía solo (al menos Jubal así lo pensaba; tomó nota mental de preguntarle a Jill si aún tenía que ayudarle), se conformaba aceptablemente a las nada formales costumbres de la casa, y parecía estar a la altura de la mayoría de las nuevas experiencias sobre la base de «el-mono-ve-el-mono-hace». Smith empezó su primera comida a la mesa utilizando tan sólo una cuchara, y Jill tuvo que cortarle la carne. Al final de la comida ya estaba intentando comer del mismo modo que lo hacían los demás. A la siguiente comida sus modales en la mesa eran una exacta imitación de los de Jill, incluidos sus manierismos superfluos.
Ni siquiera el doble descubrimiento de que Smith había aprendido por sí mismo a leer con la velocidad de un escáner electrónico y parecía tener una memoria total de todo lo que leía hizo caer a Jubal Harshaw en la tentación de convertir a Smith en un «proyecto», con controles, mediciones y curvas de progresos. Harshaw poseía la arrogante humildad del hombre que ha aprendido tanto que se da perfecta cuenta de su propia ignorancia, y no veía ningún objetivo en las «mediciones» cuando no sabía lo que estaba midiendo. En vez de ello se limitó a tomar privadamente notas, sin la menor intención de publicar sus observaciones.
Pero, aunque Harshaw gozaba observando a aquel animal único desarrollarse hacia una copia mímica de un ser humano, este placer no le proporcionaba ningún tipo de satisfacción.
Del mismo modo que el secretario general Douglas, Harshaw aguardaba a que cayese el otro zapato.
Mientras aguardaba con creciente tensión, tras haberse visto obligado a entrar en acción sólo por las expectativas de que se emprendiera algo contra él por parte del Gobierno, le irritaba y le exasperaba comprobar que no ocurría nada. Maldita sea, ¿acaso los polis de la Federación eran tan estúpidos que ni siquiera sabían rastrear a una muchacha no sofisticada arrastrando a un hombre inconsciente a través de toda la región? ¿O (como parecía más probable) habían estado tras sus talones desde un principio, e incluso ahora se limitaban a mantener el cerco sobre aquel lugar? Esta última hipótesis resultaba insultante; para Harshaw, la idea de que el Gobierno pudiese estar espiando su hogar, su castillo, aunque sólo fuera con unos prismáticos o el radar, le era tan repulsiva como la idea de que le abriesen la correspondencia.
¡Y podían estar haciéndole eso también!, se recordó ociosamente. ¡El Gobierno! Tres cuartas partes de parásitos y el resto estúpidos chapuceros… Oh, admitía que el hombre, un animal social, no podía evitar el tener un Gobierno, del mismo modo que ningún individuo podía escapar a una servidumbre de por vida a sus intestinos. Pero a Harshaw no tenía por qué gustarle. El simple hecho de que un mal fuese inevitable no era razón suficiente para calificarlo de bueno. ¡Deseaba que el Gobierno se alejase y se perdiera definitivamente de vista!
Pero era posible, o incluso probable, que la Administración supiese con exactitud dónde se ocultaba el Hombre de Marte, y por razones propias dejara las cosas tal como estaban, mientras preparaba… ¿qué?
Si era así, ¿cuánto duraría la situación? ¿Y cuánto tiempo podría mantener él su «bomba de tiempo» armada y lista?
Y, ¿dónde demonios estaba aquel joven inquieto e idiota, Ben Caxton?
Jill Boardman le obligó a salir de su espiritual círculo vicioso.
—¿Jubal?
—¿Eh? ¡Oh!, es usted, ojos brillantes. Lo siento, estaba ensimismado. Siéntese. ¿Quiere una copa?
—Oh, no, gracias. Jubal, estoy preocupada.
—Normal. ¿Quién no lo estaría? Lo que acaba de hacer ha sido una preciosa zambullida de cisne. Déjenos ver otra igual.
Jill se mordió el labio y pareció como doce años más vieja.
—¡Jubal, por favor, escuche! Estoy terriblemente preocupada.
Harshaw suspiró.
—En ese caso, mejor séquese. La brisa está empezando a refrescar.
—Noto el calor suficiente. Jubal… ¿estaría bien si yo dejase a Mike aquí? ¿Cuidaría usted de él?
Harshaw parpadeó.
—Desde luego que puede quedarse aquí. Usted lo sabe bien. Las chicas se ocuparán de él… y yo le echaré un vistazo de tanto en tanto. El muchacho no es ningún problema. ¿Debo suponer que piensa usted marcharse?
Jill no cruzó su mirada con la de él.
—Sí.
—Hum. Ya sabe que es bienvenida aquí. Pero también puede marcharse en cualquier momento que lo desee.
—¿Eh? Pero, Jubal… ¡yo no quiero irme!
—Entonces no lo haga.
—¡Pero es que debo hacerlo!
—Será mejor que vuelva a empezar. No lo capto.
—¿No lo comprende, Jubal? Me gusta este lugar… ¡todos ustedes se han portado maravillosamente con nosotros! Pero no puedo quedarme más tiempo. No con Ben desaparecido. Tengo que buscarle.
Harshaw pronunció una palabra, emotiva, materialista y vulgar, luego añadió:
—¿Cómo piensa buscarle?
Ella frunció el ceño.
—No lo sé. Pero no puedo seguir simplemente aquí, holgazaneando y nadando… con Ben desaparecido.
—Gillian, como le he dicho ya otras veces, Ben es un chico crecido. Usted no es su madre, y tampoco su esposa. Y yo no soy su tutor. Ninguno de los dos somos responsables por él… y usted no tiene ningún derecho ni obligación de ir en su busca. ¿O sí lo tiene?
Jill bajó la vista y retorció un dedo de su pie en la hierba.
—No —admitió—. No tengo ningún derecho sobre Ben. Lo único que sé es que… si yo estuviera desaparecida, Ben me buscaría hasta encontrarme. ¡Así que he de buscarle!
Jubal dejó escapar una maldición interior, dirigida a todos los dioses antiguos implicados de alguna forma en las locuras de la raza humana, y luego dijo en voz alta:
—De acuerdo, de acuerdo, si es necesario… Pero intentemos poner un poco de lógica en el asunto. ¿Planea usted contratar profesionales? Digamos, una firma de detectives especializada en personas desaparecidas…
La muchacha mostró una expresión afligida.
—Supongo que ésa es la forma de enfocarlo. Oh, nunca he contratado a ningún detective. ¿Son muy caros?
—Mucho.
Jill tragó saliva.
—¿Supone que me permitirán pagarles, eh… en plazos mensuales? ¿O algo así?
—Su política usual suele ser el cobro por anticipado. Deje de poner esa expresión tan triste, chiquilla; ya tomé las medidas necesarias para dejar arreglado ese asunto. Contraté al mejor de la profesión para que intentase dar con Ben, así que no necesita hipotecar su futuro encargando el trabajo al segundo mejor.
—¡No me dijo usted nada!
—No necesitaba decírselo.
—Pero… ¿qué ha averiguado?
—Nada —dijo él secamente—. Por eso no creí necesario preocuparla aún más contándoselo —frunció el entrecejo—. Cuando apareció usted aquí, pensé que se preocupaba innecesariamente por Ben; supuse lo mismo que su ayudante, ese tal Kilgallen: que Ben andaba tras alguna nueva pista y que, cuando tuviera la historia bien atada, regresaría con ella. Ben hace ese tipo de cosas… es su profesión —suspiró—. Pero ahora ya no opino lo mismo. Ese cabeza de chorlito de Kilgallen… tiene realmente archivado un mensaje que dice que Ben estará ausente unos cuantos días; mi hombre no sólo lo vio, sino que tomó a hurtadillas una fotografía e hizo las comprobaciones necesarias. No era falso… el mensaje fue remitido.
Jill pareció desconcertada.
—Me pregunto por qué Ben no me envió otro a mí al mismo tiempo. No es propio de él… Ben piensa en todo.
Jubal contuvo un gruñido.
—Utilice la cabeza, Gillian. El mero hecho de que un paquete diga «cigarrillos» en la parte delantera no es prueba de que contenga realmente cigarrillos. Usted llegó aquí el viernes; el grupo de códigos de identificación impreso en el mensaje indica que fue remitido desde Filadelfia, desde el Campo de Aterrizaje de Paoli Fiat, para ser exactos, a las diez y media de la mañana anterior, exactamente a las 10:34 del jueves. Fue transmitido un par de minutos después de ser admitido y recibido casi al mismo tiempo, porque la oficina de Ben dispone de su propia teleimpresora. Muy bien, ahora usted explíqueme a mí por qué Ben enviaría un mensaje impreso a su oficina, durante las horas de trabajo, en vez de telefonear.
—Bueno, no creo que lo hiciera, normalmente. Al menos, yo no lo haría. El teléfono es el medio habitual…
—Pero usted no es Ben. Puedo pensar en una docena de razones, teniendo en cuenta la profesión de Ben. Para evitar interferencias. Para asegurarse un registro grabado de la IT&T con fines legales. Para dejar un mensaje a transmitir más tarde. Un montón de razones. Kilgallen no vio nada extraño… y el simple hecho de que Ben, o la empresa de sindicación periodística a la que vende sus artículos, corra con los gastos de mantener una teleimpresora en su oficina demuestra que la utiliza con cierta frecuencia.
»Sin embargo —prosiguió Harshaw—, los detectives a los que contraté son muy suspicaces; ese mensaje situaba a Ben en el Campo de Paoli Fiat a las 10:34 del jueves… así que uno de ellos fue allí. Jill, el mensaje no fue enviado desde ese lugar.
—Pero…
—Un momento. El mensaje fue aceptado allí, pero no se originó allí. Los mensajes o bien son entregados a mano o se reciben por teléfono. Si se entregan personalmente en una ventanilla, el cliente puede obtener un facsímil de la transmisión de su original y la firma… pero, si se comunica por teléfono, ha de ser mecanografiado antes del envío al destinatario.
—Sí, por supuesto.
—¿Eso no le sugiere nada, Jill?
—Oh… Jubal, estoy tan preocupada que no consigo pensar a derechas. ¿Qué es lo que sugiere usted?
—Deje de contener el aliento; tampoco me hubiera sugerido nada a mí. Pero el profesional que trabajaba para mí en el asunto es un personaje muy ladino; llegó a Paoli con una convincente copia del mensaje, hecha a partir de la fotografía que había tomado ante las mismas narices de Kilgallen… y con tarjetas de visita y credenciales que le permitían presentarse como «Osbert Kilgallen», el destinatario. Luego, con su actitud paternal y su expresión sincera, convenció a una joven dama empleada de la IT&T de que le contara cosas que, bajo la enmienda de la Constitución sobre la intimidad, solamente podría haber divulgado bajo mandamiento judicial… algo muy triste. De todos modos, recordaba haber recibido aquel mensaje para aceptación y transmisión. Normalmente no hubiese recordado un mensaje determinado entre miles… entran por sus orejas y salen por las puntas de sus dedos y desaparecen… salvo el archivo de microfichas, claro. Pero, afortunadamente, esa joven dama es una de las fieles simpatizantes de Ben; lee su columna de «El Nido del Cuervo» todas las noches… un horrible vicio —alzó los ojos al horizonte y parpadeó—. ¡Primera!
Apareció Anne, chorreante.
—Recuérdame —le dijo Jubal— que escriba un artículo a nivel popular sobre la compulsión de la gente a leer noticias. El tema será que la mayor parte de las neurosis y algunas psicosis pueden ser rastreadas hasta la innecesaria y perniciosa costumbre de revolcarse diariamente en las dificultades y pecados de cinco mil millones de desconocidos. El título es «Chismografía Ilimitada»… no, cámbialo: «La murmuración desenfrenada».
—Jefe, se está volviendo usted morboso.
—Yo no. Todos los demás se están volviendo morbosos. Ocúpate de que lo escriba en algún momento de la semana próxima. Y ahora desaparece; tengo trabajo —se volvió hacia Gillian—. La dama en cuestión reparó en el nombre de Ben, así que recordaba el mensaje. Se sintió muy estremecida, puesto que eso le permitía hablar con uno de sus héroes… y decepcionada al mismo tiempo, supongo, ya que Ben no había pagado visión además de voz. Oh, sí, lo recordaba… y recordaba también que el servicio fue pagado en metálico desde una cabina pública… de Washington.
—¿De Washington? —repitió Jill—. Pero, ¿por qué iba a llamar Ben desde…?
—¡Por supuesto, por supuesto! —convino Jubal, malhumorado—. Si estaba en una cabina telefónica de Washington, pudo haber puesto voz e imagen directas a su oficina, cara a cara con su ayudante, de una forma mucho más barata, fácil y rápida que telefoneando un mensaje a Filadelfia para que fuera reexpedido a Washington desde una distancia de trescientos kilómetros. No tiene sentido. O más bien sólo tiene uno. Furtividad. Ben está tan acostumbrado a la furtividad como una novia a los besos. No ha llegado a ser uno de los mejores chismosos de la profesión jugando con las cartas boca arriba.
—¡Ben no es ningún chismoso! ¡Es un periodista!
—Lo siento, a esta distancia soy daltónico. Puede que creyera que su teléfono estaba intervenido pero la teleimpresora de su oficina no. O acaso sospechara que ambos aparatos estaban intervenidos… y recurrió a todo ese rodeo de la retransmisión para convencer a quienquiera que le espiase de que estaba lejos y tardaría varios días en regresar —Jubal frunció el entrecejo—. En cuyo caso no le haríamos ningún favor descubriendo su paradero. Tal vez pusiéramos su vida en peligro.
—¡Jubal! ¡No!
—Jubal, sí —su voz sonó cansina—. Ese muchacho patina muy cerca del borde. No tiene miedo a nada, y así es como se ha ganado su reputación. Pero el conejo nunca está a más de dos saltos por delante del coyote… y en esta ocasión quizá a un solo salto. O ninguno. Jill, Ben nunca se ha metido en un asunto más peligroso que éste. Si ha desaparecido voluntariamente, y puede que lo haya hecho… ¿quiere usted arriesgarse a remover las cosas yendo de un lado para otro a su manera aficionada, llamando la atención sobre el hecho de que él ha desaparecido de la circulación? Kilgallen le tiene cubierto, puesto que la columna de Ben sigue apareciendo cada día. Normalmente no la leo… pero esta vez me he molestado en comprobarlo.
—¡Artículos que tenía en reserva! El señor Kilgallen me habló de ello.
—Naturalmente. Algunas de las sempiternas series de Ben sobre corrupciones en los fondos para las campañas. Éste es un tema tan seguro como estar a favor de la Navidad. Probablemente los tiene archivados para estas emergencias… o quizá los escriba el propio Kilgallen. En cualquier caso, Ben Caxton, el siempre dispuesto Abogado del Pueblo, sigue encaramado oficialmente sobre su habitual caja de jabón. Tal vez lo ha planeado todo así, querida… porque se hallaba en un peligro tan grande que ni siquiera se atrevía a ponerse en contacto con usted. ¿Y bien?
Gillian miró temerosa a su alrededor, a una escena casi insoportablemente pacífica, bucólica y hermosa… luego se cubrió el rostro con las manos.
—Jubal… ¡No sé qué hacer!
—Inhíbase —recomendó él, ceñudo—. No se eche a llorar por Ben. Al menos, no en mi presencia. Lo peor que puede haberle sucedido es que haya muerto… y todos estamos destinados a ello, si no esta mañana en cuestión de días, de semanas, de años como máximo. Hable con Mike, su protegido, al respecto. Él considera la «descorporización» como algo que debe temerse menos que a una reprimenda… y puede que tenga razón. Bueno, si le dijese a Mike que íbamos a asarle a él para la cena, me daría las gracias por el honor, con la voz sofocada por el agradecimiento.
—Sé que lo haría —admitió Jill en voz muy baja—, pero yo no tengo su misma actitud filosófica acerca de tales cosas.
—Ni yo —reconoció Harshaw alegremente—; aunque empiezo a hacerme una idea, y debo decir que no deja de ser consolador para un hombre de mi edad. Una predisposición a gozar de lo inevitable… Bien, he estado cultivando eso durante toda mi vida; pero ese chiquillo de Marte, que apenas tiene edad suficiente para votar y es demasiado poco sofisticado como para mantenerse alejado de los coches de caballos, me ha convencido de que acabo de alcanzar el nivel de parvulario en este importante tema en particular. Jill, me ha preguntado usted si Mike podía seguir quedándose aquí. Chiquilla, es el más bienvenido de los invitados que haya tenido nunca. ¡Deseo tener a ese muchacho por aquí hasta averiguar qué es lo que él sabe y yo no! Averigüe todo lo que sabe y lo que no sabe. Esa cosa de la «descorporización» en particular… no es el cliché del «deseo de morir» freudiano, estoy seguro de ello. No tiene nada que ver con la idea de que la vida es insoportable. Nada de eso acerca de «incluso el más tedioso de los ríos…». Se parece más a la idea de Stevenson: «Alegre viví y alegre muero, y yaceré tendido inmóvil con mi última voluntad». Sólo que siempre he sospechado que Stevenson silbaba en la oscuridad o, más probablemente, disfrutaba con la euforia compensadora de la consunción. Pero Mike me ha convencido a medias de que sabe realmente de lo que habla.
—No lo sé —repuso Jill, taciturna—. Estoy tan preocupada por Ben…
—Yo también —admitió Jubal—. Así que hablemos de Mike en otra ocasión. Jill, no creo más que usted que Ben esté simplemente escondido.
—Pero usted dijo…
—Lo siento. No terminé de explicárselo. Mis detectives no se limitaron al despacho de Ben y a Paoli Fiat. El jueves por la mañana Ben se presentó en el Centro Médico de Bethesda en compañía de un abogado al que utiliza normalmente y de un testigo honesto… el famoso James Oliver Cavendish, en caso de que esté al corriente de tales cosas.
—Me temo que no.
—No importa. El hecho de que Ben contratase a Cavendish demuestra lo muy en serio que se había tomado el asunto: uno no caza conejos con una escopeta para matar elefantes. Los tres fueron llevados a ver al «Hombre de Marte»…
Gillian abrió mucho la boca, luego dijo explosivamente:
—¡Eso es imposible! ¡No pudieron acudir a mi planta sin que yo me enterara!
—Tómeselo con calma, Jill. Está contradiciendo la declaración de un testigo honesto, el propio Cavendish. Si él lo dice, es el Evangelio.
—¡No me importa, aunque fueran los Doce Apóstoles! ¡No estuvieron en mi planta el pasado jueves por la mañana!
—No me ha escuchado con atención. No he dicho que les llevaran a ver a Mike… he dicho que les llevaron a ver al «Hombre de Marte». El falso, evidentemente… ese actor que salió por la estereovisión.
—Oh. Por supuesto. ¡Y Ben les descubrió!
Jubal pareció apenado.
—Jovencita, cuente hasta diez mil dos veces mientras termino. Ben no les descubrió. De hecho, ni siquiera el honorable Cavendish les descubrió… al menos él no lo ha declarado así. Ya sabe cómo se comportan los testigos honestos.
—Bueno… no, no lo sé. Jamás he tenido ningún trato con un testigo honesto.
—¿De veras? Quizá no se ha dado cuenta de ello. ¡Anne!
Anne estaba sentada en el trampolín; volvió la cabeza. Jubal alzó la voz:
—Esa casa nueva que hay en lo alto de la otra colina… ¿distingues de qué color está pintada?
Anne miró en la dirección que señalaba Jubal y respondió:
—De este lado es blanca —no preguntó por qué se lo preguntaba Jubal, ni hizo ningún otro comentario.
Jubal se volvió a Jill y su voz recobró el tono normal.
—¿Se da cuenta? Anne está tan concienzudamente adoctrinada que ni siquiera se le ha ocurrido inferir que el otro lado probablemente también sea blanco. Ni todos los caballeros del rey podrían obligarla a comprometerse respecto al otro lado de la casa, a menos que fuese ella misma allí y mirase… e incluso entonces jamás afirmaría de qué color podía estar pintado el otro lado de la casa después de haberse ido… porque podrían repintarla tan pronto como se volviera de espaldas.
—¿Anne es testigo honesto?
—Graduada, con licencia ilimitada y admitida para testificar ante el Tribunal Supremo. Pregúntele alguna vez por qué decidió dejar de ejercer públicamente. Pero no planee hacer nada ese día… le recitará la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y eso toma tiempo. Volviendo al señor Cavendish… Ben le contrató para un testimonio abierto, público, sin reserva alguna. Así que, cuando fue interrogado, Cavendish respondió con todo (y aburrido) detalle. Tengo una cinta de eso arriba. Pero la parte más interesante de su declaración es lo que no dice. No señala nunca que el individuo ante el que fueron llevados no fuese el Hombre de Marte… pero ni una sola de sus palabras puede ser interpretada como indicación de que Cavendish aceptara que lo que le mostraron era realmente el Hombre de Marte. Si uno conoce a Cavendish, y yo le conozco, eso es concluyente. Si Cavendish hubiera visto a Mike, aunque sólo fuera por unos pocos minutos, habría informado de lo que había visto con tal exactitud que usted y yo, que conocemos a Mike, sabríamos sin lugar a dudas que lo había visto. Por ejemplo, Cavendish describe con una precisa jerga profesional la forma de las orejas del hombre al que vio… y su descripción no encaja en absoluto con la forma de las orejas de Mike. Quod erat demostrandum: no vio a Mike. Y tampoco lo vio Ben. Les fue mostrado un fraude. Es más, Cavendish lo sabe, pero se ve profesionalmente impedido de emitir opiniones personales o conclusiones.
—Pero ya se lo dije: nunca se acercaron a mi planta.
—Sí. Pero esto nos dice algo más. Todo eso ocurrió horas antes de que usted liberara a Mike de su encierro… unas ocho horas antes, puesto que Cavendish establece su llegada ante el falso «Hombre de Marte» a las 9:14 de la mañana. Lo cual es lo mismo que decir que el Gobierno tenía aún a Mike bajo sus pulgares en aquel momento. En el mismo edificio. Hubieran podido mostrarlo. Sin embargo, corrieron el grave riesgo de presentar un fraude para que fuera inspeccionado por el testigo honesto más famoso de Washington… de todo el país. ¿Por qué?
Aguardó. Jill respondió lentamente:
—¿Me lo está preguntando a mí? No lo sé. Ben me dijo que tenía intención de preguntarle a Mike si deseaba abandonar el hospital… y de ayudarle si su respuesta era «sí».
—Cosa que intentó con el falso Mike.
—¿Usted cree? Pero… Jubal, ellos no podían saber lo que Ben intentaba hacer… y, de todas formas, Mike no se hubiera marchado con Ben.
—¿Por qué no? Más tarde, aquel mismo día, se marchó con usted.
—Sí… pero yo era ya su «hermano de agua», igual que lo es usted ahora. Tiene en la cabeza esta loca idea marciana de que puede confiar por completo en cualquier persona que haya compartido con él un trago de agua. Con un «hermano de agua» se muestra completamente dócil… y con cualquier otro se muestra más testarudo que una mula. Ben no hubiese podido moverle ni un centímetro… —añadió—. Al menos, así era la semana pasada… está cambiando terriblemente aprisa.
—Eso es cierto. Demasiado aprisa, quizá. Nunca había visto un tejido muscular desarrollarse con tanta rapidez. Lamento no haberlo pesado el día que llegaron. No importa, volvamos a Ben. Cavendish informa de que Ben se despidió de él y del abogado, un tipo llamado Frisby, a las 9:31 horas, y Ben continuó en el taxi. No sabemos adónde fue entonces. Pero una hora más tarde él, o alguien que dijo ser él, telefoneó ese mensaje a Paoli Fiat para que fuese retransmitido a su oficina.
—¿No cree que fuera Ben?
—No. Cavendish mencionó el número de licencia del taxi, y mis investigadores trataron de echar una mirada a la cinta de registro de viajes correspondiente a aquel día. Si Ben utilizó su tarjeta de crédito, en vez de meter monedas en el contador de la cabina, el número de cargo debería figurar en la cinta… pero, aunque Ben hubiera pagado con monedas, la cinta señalaría adonde fue el taxi y cuándo.
—¿Y bien?
Harshaw se encogió de hombros.
—Los registros indican que el taxi se hallaba en reparación y que nunca estuvo en servicio el jueves por la mañana. Eso nos da dos alternativas: o el testigo honesto leyó o recordó mal el número del taxi, o alguien anduvo manipulando la cinta de registro… —añadió hoscamente—. Tal vez un jurado decidiese que hasta un testigo honesto puede tomar equivocado el número de licencia de un taxi, sobre todo si no se le ha pedido que lo recuerde… pero yo no lo creo. No cuando el testigo en cuestión es James Oliver Cavendish. Cavendish estaba seguro de ese número… o jamás lo hubiese mencionado en su informe —Harshaw frunció el entrecejo y prosiguió—. Jill, me está obligando usted a meter las narices en el asunto… y no me gusta. ¡No me gusta en absoluto!
»Aun dando por supuesto que Ben remitiera realmente el mensaje, sigue siendo muy improbable que pudiera manipular el registro diario del taxi… y es más inconcebible aún que tuviera alguna razón para hacerlo. No; enfrentémonos a ello: Ben fue a alguna parte en ese taxi… y alguien que puede manipular los registros de un vehículo de transporte público se tomó un montón de trabajo para ocultar adónde fue… y remitió un falso mensaje para impedir que alguien se dé cuenta de que ha desaparecido.
—¡Desaparecido! ¡Secuestrado, querrá decir!
—Tranquila, Jill. «Secuestrado» es una palabra muy fea.
—¡Es la única palabra! Jubal, ¿cómo puede seguir usted ahí y no hacer nada, cuando debería estar gritando a los cuatro vientos que…?
—¡Alto, Jill! Hay otra palabra. En vez de secuestrado, puede estar muerto.
Gillian se desmoronó.
—Sí —admitió, con un hilo de voz—. Eso es lo que temo realmente.
—Yo también. Pero supondremos que no es así hasta que veamos sus huesos. Pero es una cosa u otra… así que supondremos que ha sido secuestrado. Jill, ¿cuál es el mayor peligro que encierra un secuestro? No caliente su linda cabecita; yo se lo diré. El mayor peligro para la víctima es dar la alarma, empezar a gritar; porque un secuestrador asustado suele matar a su víctima. ¿Había pensado usted en eso? —Gillian pareció aterrorizada; Harshaw prosiguió, más suave—. Me veo obligado a decir que creo que es muy probable que Ben esté muerto. Lleva ausente demasiado tiempo. Pero hemos aceptado suponer que estaba vivo… hasta que sepamos otra cosa.
»Ahora tiene usted intención de buscarle. Gillian, ¿puede decirme cómo piensa hacerlo, sin incrementar el riesgo de que Ben caiga asesinado por los individuos desconocidos que le secuestraron?
—Oh… ¡Pero sabemos quiénes son!
—¿Lo sabemos?
—¡Por supuesto que sí! Los mismos que mantenían a Mike prisionero… ¡el Gobierno!
Harshaw negó con la cabeza.
—No lo sabemos. Eso no es más que una suposición basada en lo que hacía Ben cuando fue visto por última vez. Pero no es una certeza. Ben se ha ganado montones de enemigos con su columna, y no todo ellos están en el Gobierno. Puedo pensar en varios que lo matarían de buen grado si pudieran salirse con bien de ello. Sin embargo… —Harshaw frunció el entrecejo—, su suposición es todo lo que tenemos para empezar. Pero no «el Gobierno»; ése es un término demasiado amplio. «El Gobierno» son varios millones de personas, casi un millón sólo en Washington. Debemos preguntarnos: ¿qué pies han pisado aquí? ¿Qué persona o personas? No «el Gobierno», sino ¿qué individuos?
—Pero eso está bastante claro, Jubal, ya le he dicho lo que Ben me contó. Se trata del propio secretario general.
—No —negó Harshaw—. Aunque puede que sea cierto, no nos sirve. No importa quien lo hiciera, si es algo turbio o ilegal no fue el secretario general quien lo hizo, aunque se beneficiara de ello. Ni nadie podrá demostrar siquiera que estuviera enterado. Es probable que no supiera nada de ello… no de su parte sucia. No, Jill, necesitamos averiguar qué lugarteniente, dentro del amplio grupo de sicarios del secretario general, se encargó de esta operación. Pero eso no es una empresa tan desesperada como parece, creo. Cuando Ben fue llevado a ver a ese falso «Hombre de Marte», uno de los ayudantes ejecutivos del señor Douglas estaba con él. Primero intentó quitarle la idea de la cabeza, luego fue con él. Ahora parece que este mismo esbirro de alto nivel desapareció también de la circulación el último jueves… y no creo que sea una coincidencia, no cuando parece que estaba a cargo del falso «Hombre de Marte». Si le encontramos, puede que encontremos a Caxton. Se llama Gilbert Berquist, y tengo razones…
—¿Berquist?
—Ése es su nombre. Y tengo razones para sospechar que… Jill, ¿qué ocurre? ¡No se me desmaye, o me obligará a tirarla a la piscina!
—Jubal… Ese «Berquist». ¿Hay más de un Berquist?
—¿Eh? Supongo que sí… aunque por todo lo que he podido descubrir, parece ser un tanto bastardo; puede que sólo haya uno. Quiero decir dentro del cuadro ejecutivo. ¿Le conoce?
—No lo sé. Pero si es el mismo… no creo que sirva de nada buscarle.
—Hum. Hable, muchacha.
—Jubal… lo siento, lo siento terriblemente… pero no se lo conté todo.
—La gente rara vez lo hace. Adelante, suéltelo.
Interrumpiéndose a menudo, tartamudeando, Gillian consiguió contarle lo de aquellos dos hombres en el apartamento de Ben que de repente dejaron de estar allí. Jubal se limitó a escuchar.
—Y eso es todo —concluyó ella tristemente—. Yo chillé y asusté a Mike… y él cayó en ese trance en el que lo vio usted… y luego lo pasé terrible para conseguir traerle aquí. Pero ya le hablé de eso.
—Hum… Sí, lo hizo. Me hubiera gustado que me hablara de eso otro también.
Jill enrojeció.
—Pensé que nadie me creería. Y estaba asustada. Jubal, ¿pueden hacernos algo a nosotros?
—¿Eh? —Harshaw pareció sorprendido—. ¿Hacer qué?
—Enviarnos a la cárcel o algo así.
—Oh. Querida, el presenciar un milagro todavía no ha sido declarado crimen. Ni el realizarlo. Pero este asunto tiene más facetas que pelos un gato. Cállese y déjeme pensar.
Jill guardó silencio. Jubal permaneció diez minutos meditando. Al final, abrió los ojos y dijo:
—No veo a su chico problema. Probablemente estará de nuevo en el fondo de la piscina…
—Lo está.
—… así que zambúllase y sáquelo. Séquelo y llévelo a mi estudio. Quiero averiguar si puede repetir su hazaña a voluntad… y no creo que necesitemos una audiencia. No, sí que necesitaremos una audiencia. Dígale a Anne que se ponga su toga de testigo y venga… dígale que la quiero en su capacidad oficial. Y quiero a Duque también.
—Sí, jefe.
—Usted no goza del privilegio de llamarme «jefe»; no figura en mi relación de deducibles de impuestos.
—Sí, Jubal.
—Eso está mejor. Hum… me gustaría que tuviéramos por aquí a alguien cuya desaparición no echásemos de menos. Lamentablemente, todos somos amigos. ¿Supone que Mike podría hacer su acto con objetos inanimados?
—No lo sé.
—Lo averiguaremos. Bueno, ¿a qué está esperando? Arrastre a ese chico fuera del agua y despiértelo —Jubal parpadeó, pensativo—. Qué sistema para desembarazarse de… No, no debo caer en la tentación. La veré arriba, muchacha.