VI
—Adela, venimos a pedirte algo importante.
—¡Ufff, qué intriga! ¿De qué se trata?
—¿Quieres ser la madrina de nuestra boda?
La mujer prorrumpió a llorar secándose las lágrimas con el envés de la mano. No se lo esperaba, ¡le hacía tan feliz aquella propuesta! Ramiro la había acercado a su hermano, muy amigo de Nicasio y muerto en Mauthausen. Aquel chico rubio y bonachón se había hecho con ella; le quería como a uno más de sus hijos. Era especial, ¡demostraba tanta delicadeza en todo lo que hacía! Le había contado cómo fueron los últimos años de su querido Santiago, esquivando, estaba segura, los datos más escabrosos, cosa que ella también agradecía. Eso la unía a él para siempre. Le había observado muchas veces, sin que él se diera cuenta; le notaba desvalido, como un perrito sin dueño, con la mirada triste. Niní había transformado su vida. Ella le sabía llevar, le entendía sin necesidad de palabras.
—Ramiro, ¿ya se lo habéis dicho a tu madre?, ¿y no puede venir?
—Es imposible. Ha pedido un permiso, pero se lo han denegado. Ni siquiera el día de mi boda va a poder acompañarme. Pero ha sido ella la que quiere delegar en usted como madrina; me lo ha dicho así.
—Para mí es un honor. El padrino será tu padre, ¿verdad, Niní?
—Sí, Adela, será él.
—¿Quién te está haciendo el vestido?
—Mi amiga Janine. Es muy buena modista. También le hará el traje a mi madre. Si quiere usted, yo le puedo decir que le haga un hueco.
—No me vendría mal. Tengo una tela de seda que me dejó en herencia mi madre, y no sabía dónde emplearla. Esta sí que es una buena ocasión. Pero cuéntame, hijo, ¿qué te ha dicho tu madre cuando se lo comunicaste?
—Está muy mal por lo de la muerte de Manuel. Según Margarita, parece un ánima en pena; ¡a ver cómo va a estar la pobre! Pero la noticia de la boda, por lo visto, le ha venido muy bien. Dicen que se la ve algo más animada.
—Demasiada fortaleza tiene. La muerte de tu padre fue devastadora, pero la de tu hermano fue un mazazo.
—Yo lo que siento es no poder estar con ella para consolarla. Sé que la distancia que nos separa también la martiriza. Me contó por carta que había pedido opinión a mi primo falangista para ver si podía arreglar legalmente la documentación de mi hermano y mía, cuando aún vivía Manuel, para que pudiéramos regresar a España, pero él le contestó que se estuviera quietecita. Le dijo: «Silvina, tus hijos están muy bien en Francia, déjalo estar. Si te los traes aquí, lo menos malo que les puede pasar es que les manden tres años a África a hacer la mili. Ni se te ocurra mover un dedo». Así que la pobre desistió de su empeño.
—¿Qué tal les va a ellos por allí?, ¿qué te cuentan?
—Se van arreglando. Un vecino albañil que tiene una pequeña empresa ha empleado a Alfonso y a Paco como peones y ya llevan un dinerillo a casa. Mi tío, al que mi padre dejó el ganado, se ha quedado con casi todo, pero le ha devuelto a mi madre un par de vacas; por lo menos para ellos tienen leche. Cuando llegaron se alquilaron una casita modesta, pero con lo apañá que es la señá Silvina, la ha convertido en una pequeña fonda, y de aquí saca también algunos ingresos. Mal que bien, van tirando. Lo peor es la pena que, según Margarita, la va a terminar matando. Cada día que pasa se la ve más consumida. Dice que se va encorvando, como una pasita.
—¡Cuántas familias destrozadas!, ¡cuánto sufrimiento!... —Se hizo un silencio al que siguió un profundo suspiro de Adela—. ¿Vais a celebrar la boda? —prosiguió con voz velada tras la pausa bañada en lágrimas.
—Sí. Ya sabe usted que parece que falte de todo, pero en realidad, si hay dinero de por medio, se soluciona. Mis padres han hablado con una familia española que es amiga suya. Regentan un restaurante cerca del matadero y nos lo dejan a muy buen precio. La carne la van a comprar en el mercado negro, y nos han asegurado que no faltará. Hasta hemos contratado ya la tarta. Nos la hace un sobrino de un compañero de Ramiro que es pastelero. Tenemos todo más o menos hilvanado.
—¿En qué iglesia os casáis?
—En la que está más cerca de la casa de mis padres, en Saint Justin de Levallois-Perret.
—Buena elección. Es muy bonita. Pero hijos, quedaos a comer. Tengo puesto al fuego un potaje con bacalao.
—No, Adela, nos vamos. Tenemos tanto que hacer todavía que yo no sé ni por dónde empezar —contestó Niní abrazando a la mujer fraternalmente.
Aquellos días que precedieron a la boda fueron de un trajín vertiginoso, sobre todo para la novia, encargada de ocuparse de la puesta en escena. La joven iba y venía a probarse el vestido; debatía con su amiga Janine si lo quería con más o menos escote; buscaba una buena floristería donde encargar el ramo y las flores para la iglesia; ayudaba a su madre en la elección de su traje; ultimaba los detalles de la nueva casa; todo ello asistiendo normalmente a su trabajo, en una carrera desenfrenada sin final. «Parezco la protagonista de una película muda —le decía a Ramiro en los escasos minutos que se podían ver a la semana—. Me paso el día a la carrera.» Por su parte, él sonreía al verla tan ilusionada, pero su corazón lloraba como un huérfano desvalido. Ya no estaban a su lado las personas que más había querido, la parte más importante de sus raíces. Se encontraba como un árbol sin hojas, incompleto, vacío, despojado de afectividad, solitario. Amaba a Niní desesperadamente, pero le faltaba gran parte de su savia. ¿Sería capaz de hacerla feliz, o los demonios del pasado los perseguirían eternamente? Estaba dispuesto a apuntalar su vida futura a base de voluntad y con la ayuda inestimable de su mujer, pero los agujeros negros de su alma a veces parecían dispuestos a tragárselo, como bocas de un lobo de siete cabezas.
Llegó el gran día. La mañana era hermosa, limpia, transparente, alegre. Él se vistió despacio, tomándose su tiempo, mientras pensaba en aquellas bodas de Laredo que tanto le gustaban a Silvina. La necesitó a su lado más que nunca. La recordó haciendo las camas de los niños, cantando alegre alguna copla; siempre cantaba. La voz de su madre volvió a resonar en sus oídos.
Gitana, que tú serás como la falsa moneda
que de mano en mano va y ninguno se la queda
que de mano en mano va y ninguno se la queda.
Crucé los brazos pa no matarla,
cerré los ojos por no llorar.
Temí ser débil y perdonarla
y abrí las puertas de par en par.
Como el de la copla, él también cerró por un momento los ojos. Recordó a toda la familia reunida, un día alegre, alrededor de una buena paella, de las que solo sabía hacer su madre. Estaban felices, nadie faltaba, todo era alegría. «¿Por qué se acabó tan pronto?», se preguntó. Pero no halló ninguna respuesta. Solo un silencio dañino y miserable que ensordecía sus oídos. Se acordó de las recomendaciones de Nicasio, lo que les repetía hasta la saciedad a otros presos que por edad podrían ser sus hijos: «Muchacho, no mires al crematorio, levanta tu mirada hacia el cielo, observa la naturaleza, atrinchérate en tus recuerdos de infancia; saca fuerzas de donde no las tengas, pero no llames a las puertas de la locura. Debes seguir para adelante, no desfallecer». Ramiro podía escuchar su voz como si estuviera a su lado; casi sentía su respiración tantas noches compartida en aquel camastro de Mauthausen. Así permaneció quién sabe por cuánto tiempo. De pronto reaccionó, miró el reloj, se hacía tarde. Bajó las escaleras de ese odiado hotel por última vez y corrió al encuentro de su novia. Ella no tardaría en llegar a la iglesia.
La imagen de Niní vestida con un traje blanco y su ondulado cabello suelto a merced de una suave brisa que mecía sutilmente las hojas de los árboles fue como un flash de luz, una ráfaga de felicidad que penetró por sus ojos azules iluminando los oscuros recuerdos. Con ella iba a pasar el resto de su vida. Esta idea le gustaba y se dejó llevar por la emoción del momento. Adela le sujetaba con fuerza del brazo cuando hicieron juntos el paseo triunfal hasta el altar mayor.
—Qué guapa está Niní, ¿verdad, Ramiro?
—Está preciosa. Y yo me encuentro de nuevo en una iglesia, con lo poco que me gustan a mí estas cosas. Es mi madre la que me ha metido en este lío.
Los dos sonrieron tras la ocurrencia inoportunamente premeditada del novio.
Amanecía en París ese 18 de febrero de 1950 cuando Niní comenzó a notar los primeros síntomas de parto.
—Ramiro, me estoy poniendo fatal. Llama a mi madre y vámonos para el hospital, ¡qué dolor!
—Sí, amor, no te preocupes. Nos vamos inmediatamente. Aguanta, mi vida, aguanta.
—Es horrible. Nunca pensé que parir fuera tan doloroso.
El coche iluminaba con sus faros el Boulevard Pereire. Era sábado y aún estaba poco transitado. Solo algunos noctámbulos regresaban a sus casas tras una noche de juerga y alcohol. Ramiro conducía nervioso sin obstáculos que salvar. Los escasos kilómetros que los separaban del sanatorio se le hicieron interminables.
El equipo médico esperaba en el hospital Neuilly la llegada de la parturienta primeriza que había salido de cuentas unos días atrás.
—Siéntense tranquilamente a esperar. La cosa va para largo —les anunció a yerno y suegra una de las enfermeras.
Ramiro no paraba quieto, desquiciado con la espera. Preguntaba impaciente a cada momento a cualquier facultativo que pasara por aquella sala fría y gris, con una fotografía de una enfermera en la pared pidiendo silencio con el dedo puesto en la boca. La mañana se les había echado encima, aunque un cielo con cara de enfado no permitía el paso a los rayos del sol de mediodía. Eran las doce en punto cuando la cabeza de un hombre entrado en carnes, con una abultada barriga que resaltaba dentro de su bata verde, asomó por la puerta.
—Ha sido un niño —dijo mirando a Ramiro, que por unos segundos permaneció paralizado.
—¿Está bien mi mujer?
—El parto ha sido complicado. Hemos tenido que utilizar fórceps para ayudar a salir a la criatura, pero los dos se encuentran en perfecto estado.
—¿Los puedo ver?
—Claro, vengan conmigo.
—Ramiro, ¡es un niño!
—¿Cómo estás, Niní?
—Cansada. Lo he pasado mal. Ha sido muy duro.
—Descansa; ya pasó todo. Es precioso. ¡Qué pequeñito!
—Y parece que ha nacido tragón. No para de comerse los puños.
Ramiro se acercó a Niní y se la quedó mirando embelesado. Luego observó por primera vez a su hijo, ¡tan indefenso!
Le parecía milagroso haber llegado hasta ahí. La muerte le había estado rondando insistente, como una novia enloquecida y despechada. Muchos de sus compañeros y amigos, sus propios padre y hermano, ya no estaban; nunca los volvería a disfrutar; solo permanecían como un sello imperecedero en su recuerdo. Sin embargo, él había logrado sobrevivir y formar una familia, su familia. Era consciente de que las sombras del pasado sobrevolarían sus presentes involucrándolos a los tres. Demasiadas pérdidas irreparables, excesivas atrocidades vividas... Pero también sabía que un futuro alentador los esperaba y haría todo lo posible por aprovecharlo.