III

El zumbido de unas abejas sobrevolando unas diminutas margaritas anunció que no andaba lejos la primavera.

La estancia en Vernet d’Ariège resultaba mucho más entretenida. Los hombres, afanosos, veían cómo su trabajo daba sus frutos, y los barracones iban tomando forma hasta alzarse uno al lado del otro, en ordenada hilera. Después de lo pasado en los últimos tiempos, aquellas naves desangeladas parecían verdaderos palacios.

En unos días todos tenían cobijo y comida, y el clima, además, les concedía un respiro. Cada cierto tiempo les traían sacos que en ocasiones estaban llenos de lentejas agusanadas, con sabor a piedra y a metales, pero que calentaban el estómago; otras semanas eran garbanzos, y debían repetir menú durante quince días seguidos, sin ilustración, cocidos solo con agua. Entre ellos se camuflaba alguna que otra china que destrozaba los dientes, haciéndoles chirriar y provocando un sonido exasperante y grimoso. Pero ¡qué buenas les parecían aquellas bolitas amarillo-negruzcas!, y qué bien caían en el estómago maltrecho por tanto ayuno.

En el reparto de alojamiento, a los Santisteban les tocó compartir barraca con diez valencianos y un aragonés; gentes apacibles y de buena fe con las que pronto hicieron buenas migas. Pasaban horas jugando a las cartas, a la brisca, pero lo que más les entusiasmaba a Ramiro y a Manuel era cuando Andrés el Cabezón, al que su apodo le venía a medida dado el amplio diámetro de su mollera, se dedicaba a contar películas a petición popular. Tenía labia, era un buen narrador, y ponía gusto y empeño en el relato.

—¿Cuál nos toca hoy?

—Os doy a elegir. Preferís de guerra, del oeste, de suspense...

—No, sigue con la que empezaste ayer.

—Ah, sí, Nobleza baturra. Esa es muy bonita, y la Imperio Argentina está guapísima. ¡Qué cara tiene más fina la gachí! ¿Por dónde me quedé?

—Te quedaste cuando a María del Pilar la acusa ese sinvergüenza de tener un amante que la visita por la noche y todo por no querer nada con él, el muy mentiroso.

—Ya me acuerdo. Entonces la calumnia se extiende por toda la ciudad. La gente la empieza a mirar mal por las calles...

Así pasaban horas. Andrés el Cabezón hablando y ellos escuchando el relato sin moverse del sitio. Sentados en el suelo, sin perderse ni un gesto del narrador, que cambiaba su timbre de voz dependiendo del personaje que le tocara relatar. Solo, muy de vez en cuando, preguntaban algo, pero por lo general escuchaban embobados.

A Nobleza baturra le siguieron King Kong, El doctor Frankenstein, La diligencia, Treinta y nueve escalones, Morena Clara... ¡La cantidad de cine que había visto ese hombre!

Una tarde Nicasio entró en el barracón interrumpiendo el final de Treinta y nueve escalones.

—Padre, espere, que no sabemos quién es el asesino. Nos lo iba a contar ahora mismo Andrés.

—Cuando veáis lo que traigo, os tendrá sin cuidado no saber el final. Mirad lo que tengo aquí. —Y sacó un sobre amarillento y arrugado de su bolsillo. Ramiro y Manuel se levantaron de un salto y le apremiaron.

—¿Es de madre?

—Sí, es de madre.

—¿Qué cuenta, cómo están? —preguntaron al unísono nerviosos e intrigados, tan emocionados que los ojos se les desbordaban de lágrimas. Sus jóvenes manos temblaban al intentar coger la misiva. ¡Cuánta necesidad tenían de ella!

—Todo va bien. Allí los tratan de maravilla y tienen comida suficiente todos los días. Dice que los niños están estupendos, pero que la abuela Rosa sigue delicada. Ya va teniendo sus años la mujer. —Nicasio hablaba sofocado; también, como sus hijos, con las lágrimas a punto de rebosar su disco óptico. Tembloroso, tremendamente conmovido. Hacía mucho tiempo que no tenía ningún contacto con su amada Silvina. La incertidumbre de su situación y la lejanía eran sus mayores preocupaciones, muy por encima del dolor físico.

—Déjeme la carta, quiero leerla entera —suplicó Ramiro aguantando un sollozo. Necesitaba un poco de intimidad para encontrarse de nuevo con su madre. Quería leer aquella nota una y otra vez hasta sacarle todo su jugo. ¡Los echaba tanto de menos! La pobre abuela Rosa lo tenía que estar pasando muy mal; tan enferma y fuera de su tierra. Y los hermanos pequeños, ¡qué pensarían!, ¿lo estarían llevando mejor que ellos? Solo de pensarlo, un sufrimiento punzante le oprimía el alma. Añoraba sus peleas con Francisco, pero cómo se querían... e incluso echaba de menos las regañinas de Margarita. En los últimos años en Laredo se había vuelto muy coqueta. Se sabía guapa, y que los mozos del pueblo suspiraban a su paso. ¿Qué estaría haciendo ahora? La nostalgia invadió a Ramiro mientras leía una y otra vez aquellas líneas en un rincón de la barraca. Los ojos se le empañaban de lágrimas a cada momento, sin remedio. Por más que lo intentaba, no podía contenerlas.

La jerarquía en el campamento estaba formada por oficiales franceses y suboficiales españoles y el coronel francés que mandaba allí era un hombre desabrido y malencarado; un fascista recalcitrante. La primavera había hecho su aparición definitiva y contundente. El sol resaltaba los colores de las flores que formaban alfombra en el campamento insistiendo en quitarle importancia a la terrible situación. El calor a mediodía comenzaba a ser insoportable, y era la hora que aprovechaba el oficial para cortar el agua. Hasta las cinco de la tarde no la volvía a abrir.

Para mayor inquina, dejaba siempre de guardia a un senegalés con su bayoneta. Así no había posibilidad de abrir la llave de paso. Este chico era buena persona, y simpático como un cachorro, pero obedecía las órdenes a rajatabla. Si no se cumplían, era capaz de atravesar con la bayoneta hasta a su propio padre.

Tantas quejas hubo al respecto por parte de los refugiados que las autoridades francesas decidieron cambiar a los senegaleses por jóvenes galos que estaban haciendo el servicio militar, y con su llegada se acabaron las desdichas de los republicanos españoles.

—Aquí en Francia hay agua para todos —decían.

No muy lejos del campamento había un refugio de mujeres y niños; muchos de sus maridos estaban en las barracas, y desde que aparecieron los soldados franceses hacían la vista gorda para que los hombres pudieran entrar y salir a visitar a sus familias. Durante la noche, el soldado que estaba de guardia levantaba la alambrada de espinos para que los refugiados pudieran salir al encuentro de su mujer e hijos.

El coronel les había puesto horarios para ir al retrete situado al final del campo; esto también fue abolido por los jóvenes soldados galos.

—Todo el mundo puede ir al servicio cuando tenga necesidad. No hay horarios. Se acabaron estas prohibiciones. —¡Qué liberación! Con los jóvenes militares llegó la normalidad al campamento.

El verano transcurría entre conversaciones con los nuevos amigos, comentando anécdotas sobre sus vidas anteriores, cuando eran libres y tenían sus propias casas; carreras de los hermanos a ver quién llegaba antes de punta a punta regateando las barracas, el cuerpo les pedía ejercicio; relatos de películas, y canciones. Algunos tenían buena voz y canturreaban coplillas populares. Otros ponían los pelos de punta con sus berridos, pero más valía eso que oír los quejidos de los enfermos. El caso era quitar hierro a una situación tan desesperada. Olvidarse de lo lejos que se encontraban de su casa y de sus seres queridos, de su precaria posición, de los picores que les producían los piojos, de la preocupación y la añoranza por los ausentes...

Una noche estrellada y cálida, en plena tertulia y mientras recordaba pasajes de su vida, Ángel, otro aragonés y hombre de cuello robusto, comenzó a cantar:

Volver

con la frente marchita,

las nieves del tiempo

platearon mi sien.

Sentir

que es un soplo la vida,

que veinte años no es nada,

que febril la mirada

errante la sombra

te busca y te nombra...

Vivir

con el alma aferrada

a un dulce recuerdo

que lloro otra vez.

Un profundo silencio envolvía aquellas estrofas que salían limpias de entre sus labios. ¡Qué bien se sabía la canción de Carlos Gardel! Ponía mucho sentimiento al cantarla y aportaba un cierto tono maño que no le iba mal. A los refugiados se les erizaba el vello, un nudo les ahogaba la garganta y los ojos acuosos delataban su turbación. Estaban demasiado sensibles hacia ciertas cosas como para aguantar impasibles tanta nostalgia.

¡Cuántos recuerdos!... A lo lejos, en el aire, la voz de una mujer entonaba.

Para su sed fui el agua

para su frío candela

y para sus besos amantes dejaste en sus brazos tu carne morena

querer como aquel vuestro

no hay en el mundo dos

maldito dinero que así de tu raza allí te apartó.

Y otras muchas le hacían coro:

María de la O

que desgraciaíta gitana tú eres teniéndolo to.

Te quieres reír y hasta los ojitos los tienes moraos de tanto sufrir.

Maldito parné, que hasta su culpita le echó un gitano que fue su querer

castigo de Dios. Castigo de Dios.

Es la crucecita que llevas a cuestas María de la O.

Era la réplica perfecta. Ellas también intentaban que el tiempo no las ahogara de tristeza y utilizaban la música como terapia. Nada más tenían.

—Es la voz de mi mujer —gritaba Atanasio, un madrileño de modales tabernarios pero que se deshacía de amor por su hembra.

Así se entretenían en las noches claras de verano, los hombres en su campamento; las mujeres, un poco más allá, en el suyo. La luna iluminaba la noche y escuchaba los cánticos con cara complaciente. Las estrellas les hacían señales luminosas.

Manuel no pudo resistir las inclemencias del tiempo y cayó enfermo con una afección pulmonar que le hacía toser hasta caer en la extenuación de día y de noche. Nicasio entró en un proceso de preocupación progresiva a medida que avanzaba la enfermedad. Se sentía impotente, sin saber cómo reaccionar. Pero era un hombre de recursos; el amedrentarse no iba con su carácter, así que decidió pasar a la acción. Casi a pie del campamento, el pueblo francés cohabitaba en su devenir cotidiano ajeno casi por completo al infortunio de los refugiados españoles. Nicasio, aprovechando que las circunstancias habían mejorado desde que llegaron los soldados franceses, una mañana le pidió permiso al que estaba de guardia para intentar vender en una tienda cercana el reloj que le había regalado Silvina cuando se casaron, una preciosa maquinaria de oro con doble tapa, de la marca Mido, con esfera de porcelana y repetidor de horas, medias y cuartos. Una auténtica joya no solo en lo material, sino aún mucho más en lo sentimental. Quería conseguir dinero para comprar medicinas. La vida de su hijo era lo más importante en esos momentos. Lo había consultado con Silvina con el pensamiento y sacó la conclusión de que los dos estaban de acuerdo. No existía un motivo más justificado que ese para hacerlo.

—¿Cuánto me daría usted por el reloj? —le preguntó al dueño de una joyería haciéndose entender por gestos.

El hombre, un francés llano y de escrupulosa honradez, le contestó en un español con claro acento galo.

—Nada..., no venda usted esto aquí porque nadie le va a dar el valor real que tiene esta joya.

—Mi hijo está enfermo. Necesito dinero para comprar medicinas.

—Tome estas dos latas de leche condensada y sobrealimente durante unos días a su hijo a ver si así mejora, pero no venda por aquí el reloj, porque lo único que conseguirá es que se aprovechen de usted.

—¡Nos hace tanta falta el dinero...!

—¿No tiene usted fuera a alguien que se lo pueda vender?

—Sí, mi mujer está en Normandía, con el resto de mis hijos.

—Mándeselo a ella y que se lo venda allí.

Nicasio se marchó con el magnífico reloj aún en su bolsillo. Manuel al cabo de unos días comenzó a mejorar. Su naturaleza fuerte y la buena crianza de los primeros años de su vida obraron el milagro, aunque Nicasio pensó que fue Silvina con su infinita bondad la que en la distancia había cuidado de que a Manuel no le sucediera nada malo.