I
Poco antes de llegar a la puerta del campo, Ramiro pudo observar que a ambos lados de la carretera existían instalaciones de las SS. Más tarde se enteraría de que se trataba de las barracas de la guarnición del campo y la cocina de las SS... Siguieron caminando y observó que las barracas exteriores eran idénticas a las construidas en el interior. A la derecha estaba la Kommandantur. En la parte izquierda se situaba la administración, la enfermería de las SS, su almacén de suministro, su peluquería y la oficina política principal.
Al llegar a una puerta construida con maderos de pino y el resto en alambrada de espino, los prisioneros recibieron la orden de detenerse. Ramiro preguntó desconcertado:
—¿Dónde estamos, padre?, ¿qué puede ser esto?
—No tengo ni idea. Ni siquiera sé si seguimos en Alemania. Creo que es Austria, pero no estoy seguro. ¡Dónde nos habrán traído! A juzgar por los uniformes de rayas, estamos en una prisión nazi. Por lo menos permanecemos juntos. Nos protegeremos unos a otros. —Y les acarició las nucas en un intento desesperado de inyectarles un atisbo de aliento. El patriarca insuflaba a sus hijos toda la fortaleza de la que era capaz. Nicasio era un hombre de recursos.
Atravesando aquellos maderos que se encontraban en la parte izquierda y que constituían la entrada principal, la expedición de prisioneros entró en la plaza Appellplatz, donde les ordenaron formar y así los obligaron a permanecer durante horas.
—¡Habéis entrado por la puerta, pero saldréis por la chimenea! —gritó en alemán un soldado con voz de gallo, frase que tradujo uno de los deportados catalanes que conocía el idioma.
Ramiro miró a su alrededor y lo que descubrió le hizo tambalearse. Por un lado, cadáveres esqueléticos que yacían amontonados por los rincones de la plaza; por otro, ruinas vivientes con las costillas a flor de piel, arrastrando tras de sí distintos pasados repletos de recuerdos en otras tierras, hombres sin futuro que vagaban sobre las olas de la desesperación respirando sus últimos alientos y que miraban a los recién llegados con los ojos hundidos en las cuencas. Le impresionó lo erguidos que caminaban para estar tan delgados y lo abultado del vientre. La sangre de Ramiro se convirtió en un escalofrío que recorría todo su cuerpo una y otra vez como si fueran virutas de cristal. Era la cara del terror; aquellas imágenes sí que valían más que los millones de palabras que se pudieran pronunciar. Se encontraba en un mundo infinitamente peor que cualquier otro. Viendo eso no se podía negar que el hombre era el ser más perverso de todos. Se aferró al brazo de su padre con fuerza; temía que el hombre se cayera y sucumbir él a su vez. Siguió observando lo que le rodeaba milagrosamente sin desfallecer. Enfrente veía una serie de barracas numeradas, desde el número uno al veinte, en filas de cinco, rodeadas de alambradas electrificadas (él las conocía bien); estas alambradas estaban situadas a unos diez metros de las barracas que se erguían escalonadas. A lo largo de la tétrica y mortal valla se levantaban algunas torretas de madera, a unos cuatro metros de altura. En cada una, Ramiro podía distinguir a dos soldados montando guardia, con su ametralladora correspondiente. Fuera de aquel infierno el verano escurría vida. Los bosques de pinos, abetos y acebos rodeaban aquellas instalaciones de muerte; se podían ver y sentir, aunque no oler. Un fuerte olor a carne quemada lo envolvía todo. ¿De dónde procedería? ¡Qué contraste! Aquel paraje idílico albergaba uno de los mayores centros de dolor y muerte.
—¡Quitaos todo lo que llevéis encima! —gritó un oficial alemán—. Solo os podéis quedar con el cinturón y la cartera.
Los prisioneros, después de obedecer la orden que tradujo un intérprete, formaron de nuevo, en esta ocasión completamente desnudos, con su cinturón y la cartera en las manos, en aquella plaza gris y recalentada por el furor sofocante que despedía la mañana de primeros de agosto. El hambre, el calor, el terror ante aquella visión y el cansancio impedían a Ramiro pensar de manera coherente. «Lo mejor es dejarse hacer», se dijo. Entre ellos apenas se hablaban por miedo a las terribles represalias; un silencio oscuro se escuchaba en aquel lugar. Varios presos veteranos, máquina en mano, fueron rasurando uno a uno a los prisioneros. Les arrancaban la piel a tiras; utilizaban la misma cuchilla para todos, sin cambiarla, y el estropicio era considerable; pero nadie se quejaba. Los dejaron con el pelo al cero, no solo el de la cabeza; la maquinilla recorría axilas, brazos, piernas, genitales... hasta depilar por completo al individuo. Ramiro permanecía firme, en silencio, sin emitir ni un solo sonido. Tenía la suerte de ser poco velludo y a él apenas le hicieron daño, pero a su amigo Antonio, un simpático cordobés que había conocido en el último traslado, le destrozaron el cuerpo; aquella máquina arrancaba más que rasuraba. El pobre muchacho quedó degollado. El calor continuaba implacable, asfixiante, debilitando aún más a los maltrechos hombres; algunos prisioneros caían a plomo y sus cuerpos eran retirados inmediatamente por otros presos y llevados al crematorio. ¡Pronto sabría Ramiro lo que eso significaba!
- Krematorium! —gritaba el SS cada vez que se desplomaba algún deportado.
Completamente desnudos y rasurados, los prisioneros que resistieron fueron conducidos en fila hasta las duchas. Allí un líquido con fuerte olor a desinfectante les barrió el cuerpo de arriba abajo, mientras el agua hacía surcos por los pliegues de sus estropeadas anatomías.
Ramiro sintió un gran alivio. Aquel olor nauseabundo que impregnaba su piel había desaparecido; el hedor a desinfectante no era peor que el anterior. Al menos el agua de la ducha regando su escasez de carne y acariciando su pellejo había restablecido en parte su resquebrajado aliento. Pero los nazis se divertían subiendo y bajando la temperatura del agua. Los prisioneros se achicharraban o se congelaban; ellos intentaban salir, pero a golpes los obligaban a volver a entrar.
El siguiente paso consistió en el reparto de su nueva ropa, la que les iba a servir de atuendo durante su próxima vida; ¿por cuánto tiempo? Nadie conocía esa respuesta, aunque todos se la formulaban mentalmente, y otra mucho más rotunda: «¿Saldremos vivos de aquí?». Mejor no pensarlo.
Uno por uno fueron recibiendo el uniforme de rayas azules y grises (la mayoría era de otros prisioneros muertos o heridos, con manchas de sangre que no habían salido ni después de lavados), un calzoncillo, una camisa, calcetines y un par de botas. A algunos les estaban pequeñas, a otros demasiado grandes; y de nuevo aquel compañerismo que hermanaba a los españoles, intercambiando sin casi pronunciar palabra, entendiéndose con la mirada.
Ya vestidos, debidamente uniformados, los obligaron a formar, en esta ocasión para adjudicarles barracas, y una vez más estuvieron esperando durante horas. A los españoles les asignaron la dieciséis y la diecisiete.
—¡Que nadie se mueva! ¡Todos formados! —les ordenó el sargento responsable de la barraca. El intérprete iba traduciendo y el grupo de desposeídos de nuevo permaneció quieto, callado, sin permitirse un suspiro, una alteración en el ritmo respiratorio, una tos, un estornudo... Así llevaban todo el día, bajo el sol, sin comer ni beber, después de soportar el viaje en tren de tres días... A los que se iban cayendo los seguían retirando, el crematorio era su último destino: un desmayo significaba la muerte.
El capitán Bachmayer, oficial al mando del campo, observaba con mirada de lechuza cómo soldados de las SS hacían la ficha a los nuevos presos. Cuando le llegó el turno a Ramiro y tuvo que enseñar su cartera, el capitán preguntó:
—¿Qué llevas ahí?
—Son fotografías de mi familia.
El intérprete, un alemán que había pasado temporadas en España y conocía bien el idioma, iba traduciendo con marcado acento afeminado. Una por una, Bachmayer fue revisando todos los retratos que le había mandado su madre a lo largo de aquellos meses de exilio y que Ramiro guardaba como tesoros, recreándose en ellos en los momentos de nostalgia que habían sido muchos. La abuela Rosa, Matilde, Francisco, Conchita, Alfonso, el pequeño José Manuel con su sonrisa ingenua, Silvina delgadísima y con la tristeza reflejada en la mirada, alguna foto de todos reunidos..., y al llegar a un retrato de Margarita se lo quedó mirando insistentemente y con gesto sereno, sin inmutarse, lo rompió en cuatro pedazos.
Luego continuó rasgando algunas más hasta dejar en la cartera tres o cuatro. Terminada esta operación, Bachmayer recogió los pedazos rotos de las fotografías, los metió de nuevo en la cartera, se la devolvió a su dueño, se quedó mirando a Ramiro con sus ojos redondos más propios de un ave de rapiña que de un ser humano, y continuó su camino.
La hora de la comida se juntó con la de la cena, cuando ya los distintos comandos regresaban del trabajo. El olor humeante de la remolacha provocó que sus olfatos y sus papilas gustativas se disparasen. Fue, junto con la ducha, los dos momentos del día más llevaderos, a pesar de la carga de incertidumbre y miedo que los oprimía y de los chorros de agua hirviendo o congelada. Así era aquello; todo estaba acompañado de dolor y rezumaba muerte, pero algunas situaciones eran menos trágicas que otras.
Ramiro se iba familiarizando con su nuevo entorno. Se enteró de que cada barraca tenía un jefe, un preso al que los alemanes le otorgaban esa responsabilidad y vigilaba el funcionamiento de la caseta y a quien la habitaba. Ramiro, Nicasio y Manuel tenían en la suya a un alemán corpulento y escandaloso, al que en seguida pusieron el apodo de King Kong. Era un preso político de los nazis, un perro ladrador que no solía morder aunque intentaba aparentar dureza con los españoles. Aquella primera noche, King Kong ordenó al intérprete:
—Señálame a ese chico al que el capitán le ha devuelto la cartera. —Y el hombre obedeció dirigiéndole hasta donde se encontraba Ramiro—. ¿Cómo te llamas? —tradujo el famoso intérprete, al que los españoles en seguida apodaron el Enriquito por sus modales amanerados y su malvado comportamiento hacia ellos.
—Me llamo Ramiro, señor.
—Dame tu cartera.
—¿Por qué, señor?, no llevo nada en ella, solo fotos de mi familia. No hay dinero, no hay nada.
—Mira, chaval, acabas de llegar y no tienes ni idea de las normas de aquí. Está prohibido tener absolutamente nada, ¿entiendes?, nada. Ni siquiera un trozo de papel. Has tenido mucha suerte de que el capitán te la haya devuelto. Probablemente se ha compadecido de ti porque eres un muchacho, demasiado joven para morir. Tener esto en tu poder significa un pasaje para el crematorio. Si quieres conservar estas fotografías, no te preocupes, yo te las guardaré. En mi armario nadie toca, confían en mí. Cuando tengas necesidad de verlas me las pides por la noche. Dámelas, hazme caso —insistió empleando un tono paternal.
Ramiro obedeció con desgana. Separarse de su familia, aunque solo fuera de su imagen, le resultaba terriblemente doloroso. ¡Llevaba tanto tiempo sin verlos, sin tener con ellos contacto físico, sin percibir su olor, sin besar a su querida madre, sin jugar con Francisco...! ¡Qué daño le producía su ausencia! Pero su instinto de supervivencia le indicaba que la única salida era obedecer al jefe de barraca. Debía confiar en ese alemán al que acababa de conocer, que le prometía devolverle las fotos a escondidas siempre que tuviera necesidad de verlas, y no solo eso, sino también agradecerle el gesto.
En los días sucesivos pudo comprobar que la mayoría de los jefes de barraca eran peores que los propios nazis. Su frase preferida era: «Tú por la mañana al crematorio», aderezada con golpes. Y no significaba una simple amenaza. Solían ejecutar a rajatabla lo que decían. Ellos, en este sentido, se podían considerar unos afortunados porque King Kong resultó ser un bendito al lado de sus compañeros, que se divertían por la noche dando palizas a los prisioneros hasta reventarlos. Al día siguiente, en el recuento, se limitaban a decir: «Hoy hay cincuenta y dos vivos y treinta y ocho muertos». Los muertos eran retirados del suelo y llevados al crematorio.
Al día siguiente comenzó la cuarentena para los recién llegados, que consistía en realizar los trabajos más duros. A Nicasio, Manuel y Ramiro se les ordenó transportar piedras al hombro desde la cantera hasta las distintas obras, que eran muchas. Los españoles, al ser unos de los primeros en llegar, fueron los que construyeron casi todas las instalaciones del campo. Los nazis los utilizaban como mulos de carga soportando a sus espaldas piedras de hasta cincuenta kilos de peso, subiendo y bajando. Su consigna era máximo trabajo, máximo rendimiento, escaso alimento y gasto cero. Aún no estaba construida la famosa escalera de la muerte, que más tarde erigieron empinadísima, con 186 escalones (Ramiro trabajó en la obra). En aquella época todavía los presos subían y bajaban de la cantera al campo poniendo los pies sobre piedras mal sujetas en las paredes de la pendiente. Muchos pisaban en falso, caían sin remedio y eran destrozados por su propia carga o por el golpe sufrido.
Todas las mañanas algunos prisioneros debían acarrear unos pesados cajones de madera que hacían las veces de retretes para los deportados. La caja vacía pesaba unos ochenta kilos; era de madera de pino muy consistente; pero al terminar el día aquel recipiente lleno de orines y excrementos duplicaba cuando menos su peso. Tanto lastraba que eran necesarios cuatro deportados para sostenerla, muy coordinados en la subida para no perder el equilibrio. Si había judíos, este trabajo les era asignado a ellos, pero si no cualquier prisionero servía para tal misión. Cuando la subían al campo por aquella escalera de la muerte, parte de los fluidos iba cayendo sobre los dos porteadores traseros. Estos llegaban arriba chorreando pises y excrementos, y en el campo los SS se ensañaban con ellos.
—Perros, apestáis a sudor y a mierda —les gritaban, e inmediatamente los conducían al crematorio o a la cámara de gas. ¡Cómo no iban a oler a porquería y a sudor si se pasaban doce horas al día trabajando en aquellas condiciones, como auténticas bestias!, pensaba Ramiro. El filo que separaba la vida de la muerte era tan fino que no se percibía, y los judíos eran los peor parados.
—Padre, mire, ya le he picado yo esta piedra: ni grande, para que pueda usted con ella sin dificultad, ni pequeña, para que no protesten los soldados —le decía Ramiro a Nicasio aquellos primeros días en los que trabajaban juntos, muy preocupado por lo que pudiera pasarle al llevar una carga demasiado pesada para su edad, cincuenta y dos años, y en aquellas condiciones; aunque era Nicasio la mayoría de las veces el que repartía fortaleza con sus palabras.
—No te preocupes y sigue con lo tuyo. No les des motivos para cabrearse. Estoy bien. No me pasa nada.
Mientras tanto los alemanes se sentían desbordados; no sabían qué hacer con los más de siete mil prisioneros españoles que habían llegado a Mauthausen. Ese mismo mes de agosto la embajada alemana envió una carta al Ministerio de Asuntos Extranjeros español pidiendo al gobierno franquista que se hiciera cargo de los rojos, pero no recibieron respuesta. Días más tarde mandaron una segunda carta insistiendo en el tema y notificando que si las autoridades españolas se negaban a recibirlos, los nazis se los quitarían de encima. Pero tampoco obtuvieron contestación. Hasta otras dos misivas más redactaron con las mismas pretensiones: todo fue inútil.