II

Ramiro se libró en poco tiempo de la cuarentena gracias a que a diario llegaban al campo centenares de prisioneros y había que dejarles sitio; por tanto, a él y a su familia pronto los trasladaron de barraca y los emplearon en otros trabajos «más llevaderos». Los alemanes los clasificaban por oficios: albañiles, peluqueros, sastres, administradores, intérpretes..., pero por su corta edad, Ramiro no había ejercido hasta ese momento ninguna profesión específica, así que, en un principio, le emplearon en hacer carreteras. Cuando los prisioneros españoles llegaron lo hicieron a través de un camino pedregoso por donde solo podían pasar vehículos militares; a los camiones de gran tonelaje les era imposible acceder desde el pueblo a las dependencias del campo que estaba en la parte alta, y hasta alcanzarlo debían subir una gran pendiente, operación que sin carretera era imposible de realizar. Al tratarse de la construcción total de las instalaciones, ya que cuando llegó Ramiro quedaba prácticamente todo por hacer, era necesario construir una buena trama de vías para permitir la llegada de materiales. Ramiro se enteró con el tiempo de que este lugar lo escogieron los alemanes por su proximidad a la red de transportes de Linz (ciudad situada a unos veinte kilómetros de allí), y también por ser una zona de población escasa. Así serían pocos los lugareños que verían las atrocidades que allí se cometían a diario; las chimeneas del crematorio despedían fuego de noche y de día, en un rotar incansable de veinticuatro horas. El olor a parrilla, a carne chamuscada, se hizo tan familiar para los prisioneros que su olfato en pocas semanas se acostumbró a él y convivían con ello sin perturbarles tanto como en un principio. La gente del pueblo también percibía ese olor, y veía el humo constante que despedían aquellas chimeneas. Difícil de comprender que permanecieran callados. ¿De nuevo el terror a los nazis los mantenía paralizados?, ¿eran inocentes aquellos espectadores de excepción, o el antisemitismo había arraigado entre algunos de aquellos arrugados campesinos? Lo cierto es que también a ellos se les amenazaba constantemente con el crematorio y la cámara de gas si se distanciaban de los argumentos nazis.

A los pocos meses de llegar Ramiro, el campo de Mauthausen con su productiva mina de granito de Wiener-Graben se encontraba atestado de prisioneros; su número se había triplicado en pocas semanas. Los alemanes se veían desbordados, y ya entraba el otoño con su alfombra de hojas rojizas, amarillentas, marrones, ocres... cubriendo los campos de aquel pueblo elegido para establecer unas dependencias genocidas, cuando el almirante Canaris, jefe del espionaje alemán, Himmler, jefe de las SS, Serrano Suñer, ministro español de Asuntos Exteriores, Heinrich Müller, jefe de la Gestapo, y el general Franco mantuvieron una reunión en Madrid para tratar el tema de los prisioneros españoles en los campos de concentración alemanes. En ella, Ramón Serrano Suñer se negó a reconocer la nacionalidad española a los exiliados republicanos, condenándolos a ser torturados, vejados y exterminados, lo que ocurrió con una gran mayoría de ellos; murieron el ochenta y siete por ciento de los deportados. «De los Pirineos para arriba no hay españoles», dijo el ministro español, cuñado de Francisco Franco. Su destino desde este momento se oscureció aún más. Pero los españoles se habían ido ganando las simpatías de algunos alemanes por su comportamiento colaboracionista y su hermanamiento entre ellos, razones por las que en ocasiones no fueron víctimas del crematorio o asesinados de un tiro en la nuca. Su corporativismo les salvó la vida en muchas ocasiones, aunque a alguno también le costó la muerte, como en el caso de Enrique García. A este un capo le exigió que pegase a un compañero, a lo que él contestó: «Sé que esto significa mi muerte, pero prefiero morir mil veces antes que pegar a un camarada». Inmediatamente fue mandado asesinar. Otro hecho que sorprendió a los nazis fue la petición de un minuto de silencio por el primer español que murió en el campo. Se trataba de José Marfil. Los soldados de las SS se quedaron tan sorprendidos que aceptaron la petición de Julián Mur, que con tal pretensión había arriesgado su vida.

Ramiro, como el resto de los españoles, llevaba cosida en la chaqueta del uniforme rayado el triángulo azul con la letra S en blanco (de esta forma se les distinguía del resto de los prisioneros: S de Spanier). El chico fue observando los distintos colores triangulares que llevaban los presos. Los homosexuales lucían uno rosa; los objetores de conciencia, el violeta; los judíos, que permanecían durante muy poco tiempo en el campo, ya que pasaban en pocas horas a la cámara de gas o a los hornos crematorios, llevaban cosida la estrella de David amarilla y a veces con un añadido rojo y negro; y los presos políticos lucían uno rojo con la letra correspondiente a su país de origen. Ningún prisionero conservaba allí su identidad; sus nombres ya habían sido sustituidos por un número que debían aprenderse de inmediato en alemán por si eran preguntados por algún oficial.

Durante las primeras semanas, Ramiro no se perdía nada; observaba con curiosidad todo el funcionamiento de aquel nuevo lugar cuyas connotaciones terroríficas, diabólicas, indescriptibles le mantenían en tensión constante. Aquello no podía ser mejor que el infierno. Pudo comprobar que se encontraba en un campo organizado en distintos subcampos (el de Gusen, muy cerca de allí, albergaba por entonces las cámaras de gas y era el destino de muchos judíos y polacos sobre todo), y que a su vez estos se dividían en compañías de trabajo o comandos.

Los días comenzaban a las cinco de la madrugada, aún noche cerrada, aunque en verano amanecía muy temprano (a las seis de la mañana). Poco a poco el alba iba despuntando en la lejanía e iluminaba paulatinamente la oscuridad mientras los prisioneros, formados en la plaza Appellplatz, esperaban a que les pasasen revista oyendo enumerar sus matrículas. Después, cada comando salía para su lugar de trabajo asignado, donde permanecían durante once horas. Descansaban unos minutos a mediodía para comer una especie de sopa de berzas, nabos, remolacha, coles o trigo, dependiendo del día. Cuando les traían trigo se ponían muy contentos; era lo menos repugnante; el resto tenía un sabor asqueroso, a medicamento, a química descompuesta. Tras la comida les pasaban de nuevo revista y continuaban con su trabajo. Después de todas aquellas horas, reventados por el esfuerzo y las terribles vejaciones, maltratos y escenas que debían presenciar a diario sin desfallecer, sin saber si en esa jornada perderían ellos mismos la vida, regresaban al campo, donde les volvían a pasar revista. Cenaban un pedazo de pan con un salchichón que los alemanes fabricaban con vísceras de animal cocidas, y regresaban de nuevo a los barracones.

—¡Qué asco, padre! Esto no hay quien se lo coma. Sabe a madera de pino —se quejaba Ramiro.

—No sé con qué estará hecho, pero ayer vi un trozo que se había quedado tirado en el patio y parecía un plástico enmohecido. Nos están envenenando —continuaba Manuel.

Nicasio callaba, con la mirada clavada en el suelo... sin articular palabra. Parecía sereno, pero su alma se retorcía de desesperación. Él soportaba en sus carnes lo que le echasen, pero ver padecer a sus hijos..., eso era lo peor. ¡Qué impotencia! Al menos tenían la gran suerte de permanecer juntos; no los habían separado. Desde un primer momento compartían barraca, lo que significaba para los tres hombres un respiro en medio de tanta desgracia. Sobre el tablón de madera de una litera de sesenta centímetros de ancho colocaban sacos llenos de paja y allí dormían, de dos en dos, muy juntos. La paja les picaba hasta los pensamientos, pero era aún peor la rigidez de la tabla. Ramiro sentía todas las noches la respiración acelerada y cansina de su padre en los oídos y le parecía un canto celestial. Así, muy pegados, pasaban las cortas y plomizas horas de sueño, recibiendo su mutuo aliento, buen combustible para recargar energía.

—Me voy a cambiar de lado. Muévase usted también.

—Sí, ya voy —mascullaba Nicasio entre sueños mientras se daba media vuelta en aquel camastro.

Los virus y las bacterias se encontraban allí en condiciones muy favorables y hacían estragos entre los prisioneros, que se contagiaban unos a otros. La disentería bacteriana resultaba devastadora y algunos compañeros brusca, repentinamente, comenzaban a sentirse mal, con fuertes dolores de cabeza, vómitos constantes, diarreas con hemorragia y una fiebre altísima. Estos estaban condenados al crematorio. No había lugar para los enfermos. El tifus, una enfermedad producida también por bacterias que transmitían los piojos, proliferaba entre los dolientes prisioneros, que morían como alimañas y daban paso a otros que no cesaban de llegar al campo. La familia Santisteban sobrevivía a su realidad cotidiana con preocupación, impotencia, abatimiento, pero con el suficiente aliento para seguir adelante.

—Tirar la toalla nunca; mientras hay vida, hay esperanza —decía Nicasio rehaciéndose y recomponiéndose ante sus hijos día a día.

Mientras, los oficiales alemanes y sus familias vivían a las afueras del campo, aproximadamente a unos dos kilómetros de él, en un complejo de casas que habían levantado los prisioneros, la mayoría de ellas después de llegar Ramiro. Muy cerca, en la puerta de entrada del campo, podían disfrutar de la piscina donde los oficiales y soldados de las SS pasaban algunas horas al día aprovechando el buen tiempo, nadando, tomando el sol, y disfrutando de las vistas que les proporcionaba el lugar, con el valle del Danubio a sus pies, con los campos plantados de cereales y legumbres, con los bosques de árboles frondosos y las montañas de laderas verdes salpicadas de ganado paciendo. Muy cerca, una charca albergaba una familia de patos, y las casitas de los campesinos precedidas por su huerto añadían vida al entorno.

También los SS disfrutaban de un campo de deportes donde se entrenaban, y por la noche solían visitar su casino. «¡Cómo viven estos criminales!», pensaba Ramiro al contemplar todo aquello.