II

Tras cruzar la frontera, después de caminar unos cuantos kilómetros, el grupo de ejército y refugiados se detuvo en un llano nevado y desabrido por el que corría un riachuelo esmirriado. Los gendarmes franceses ordenaron detenerse a toda aquella multitud que huía de la contienda intentando salvar la vida. Se miraban unos a otros con los ojos vacíos de expresividad; exhaustos, algunos agónicos, soportando la carga de terribles enfermedades dolorosas y crueles a la intemperie, sin un lugar donde guarecerse. El frío se había convertido en uno de sus peores enemigos, la nieve los rodeaba; aquello era un campo raso. A la vista, solo unas pocas casetas hacinadas de gente; ni una casa donde guarecerse, ni una cueva, nada...

El cielo gris como el humo de la chimenea presagiaba más nevadas. Las pocas barracas que salpicaban el solar ya estaban ocupadas por otros refugiados cuando el grupo llegó. Las habían construido los alemanes en la primera guerra mundial.

—Ramiro, no os quedéis quietos. Frotaos el uno al otro con vuestras manos, si no os vais a congelar. Venga, chicos, saltad un rato.

—Estamos cansados. Llevamos dos días sin dormir. Se me cierran los ojos —contestó Ramiro. Tenía los ojos hundidos; parecía deshojarse en sombras con una piel pálida de enfermo terminal. Nicasio le acarició con fuerza las mejillas, intentando en vano que regresara el color a ellas.

—Ven. Échate aquí y recuesta la cabeza sobre mis piernas. Nos daremos calor el uno al otro.

—Uf, ¡qué mal olemos!, ¡qué peste! A ver si nos podemos asear un poco, aunque sea con el agua del riachuelo.

—Debe de estar helada. Cualquiera se quita aquí la ropa para lavarse.

—Y nosotros, en comparación con algunos, olemos a gloria. Esto parece una pocilga pestilente.

—Los tiñosos son los peores. Despiden una tufarada...

—Pobrecillos. Algunos están muy mal. Y estos franceses no parecen con intención de auxiliarlos.

—Aquí no hay ni agua oxigenada, padre.

—A mí los piojos me están matando. ¡Cómo pican, no hay quien lo aguante!

Los franceses se veían desbordados. Las quinientas mil personas recibidas en los últimos días constituían una invasión en toda regla y ellos no estaban preparados para ese aluvión de gente. El gobierno francés había otorgado un derecho de asilo y había fijado las obligaciones de los extranjeros refugiados o sin nacionalidad por medio de un decreto ley que ordenaba a los hombres de entre veinte y cuarenta y ocho años hacer prestaciones de una duración similar a la del servicio militar francés, siempre que se encontraran en tiempo de paz, y en ese momento tal era el caso.

A veces, la actitud de los gendarmes resultaba inhumana; no demostraban ninguna compasión ante el dolor y el sufrimiento de los visitantes. A un lado del campo estaban apilados los españoles que habían pedido volver: los franquistas. En la parte contraria del descampado descansaban amontonados los republicanos. El hambre comenzaba a hacer estragos. Un sonido renqueante anunció la llegada de dos camiones que se detuvieron a la altura del campo y pararon los motores.

Muchos, los que aún se sostenían en pie, se levantaron alerta. Sus estómagos se retorcían, se encogían, los torturaban.

—Padre, están bajando de los camiones cestos con pan. Mírelo, nos van a dar de comer. —Los ojos de los dos chicos echaban chispas ante la posibilidad de ingerir algo de alimento. Pero fue tan solo un espejismo. Los gendarmes repartieron el pan entre el grupo de los franquistas bajo la ansiosa mirada de los republicanos. Otro jarro de agua fría.

El grupo de rojos, en pie, miraban cómo los del bando opuesto daban buena cuenta de su ración.

—Vamos hacia el río a ver si encontramos algo que llevarnos a la boca. Al menos podremos beber. Este gobierno de Reynaud es de lo más reaccionario; bien que se le ve el plumero.

—Sí, padre, como usted diga —contestó Ramiro con un susurro. Su estómago adolescente necesitaba comida, y hacía más de treinta horas que no la tenía. El ayuno le mantenía exhausto.

En el riachuelo de aguas heladas se lavaban las heridas los soldados del Ejército republicano; los tiñosos y sarnosos aliviaban allí sus males. Pero la sed apretaba eliminando escrúpulos.

—Vamos a buscar ramas. Si encontramos algo de leña, podremos encender una hoguera.

—Yo creo que por la ribera del río antes he visto algunos palos. Venid por aquí.

Así consiguieron pasar gran parte del primer día. Buscando papeles, cartones, ramas, hojas secas, cualquier cosa que sirviera de combustible. El tiempo amenazaba nevada y algunos excavaban como podían agujeros en el suelo para guarecerse durante la noche de esas inclemencias climáticas tan adversas.

Nicasio y sus hijos habían conseguido reunir, después de horas de búsqueda, un buen puñado de ramas. Manuel sacó de su bolsillo una cajita de fósforos y se dispuso a encender una hoguera. Previamente Ramiro había limpiado de nieve un gran redondel en el suelo para que el fuego prendiera sin resistencia.

Cayó la noche sobre los desposeídos, y los gendarmes franceses comenzaron a repartir mantas indiscriminadamente; en esta ocasión en ambos bandos. Una por persona.

—Vamos a intentar dormir. No sabemos cuánto puede durar esto. Debemos esperar que acabe pronto. Tenemos que mantenernos sanos, así que vamos a poner todos los remedios a nuestro alcance para salir de esta en las mejores condiciones posibles. —Nicasio siempre aportando su lomo fuerte de hombre de campo para que sus hijos se apoyaran en él, intentando ser optimista, repartiendo esperanzas oscuras.

Ramiro y Manuel escuchaban a su padre sin rechistar. En sus caras jóvenes se reflejaba el fulgor de la hoguera que expandía su luz y calor por el grupo, revitalizando sus carnes. El sonido del chisporroteo de las llamas los adormecía.

—Ramiro, no te quedes dormido sin el gorro. Se te pueden congelar las orejas.

—Es que no me gusta tener nada en la cabeza, padre, ya lo sabe usted.

—Ponte el gorro, hombre, no vaya a ser que caigas enfermo, y ya lo que nos faltaba.

—No se preocupe, me tapo la cabeza con la manta. Estoy bien, no tengo frío.

Y así, poco a poco, el sueño los fue envolviendo para alivio de todos y reparo de sus maltrechos cuerpos. Muy juntos los tres; casi los unos sobre los otros.

Las primeras luces del día descubrieron la nevada nocturna. Había cuajado al menos cinco centímetros y los cuerpos estaban semienterrados.

—Padre, ¡qué hace usted sin su manta!

—Se habrá caído sola.

—Sí, se ha caído sola y se ha puesto encima de nosotros. No haga eso, hombre. Cada uno tenemos la nuestra. A ver si el que se va a poner malo es usted, y entonces sí que la hemos fastidiao.

Otra mañana, otro día de tortura. Ramiro se recostó contra una de las barracas, protegido por su manta. Llovía copiosamente y aquel trozo tupido de lana le resguardaba. Dentro se encontraba seguro. Pero se le ocurrió ahuecar un poco su improvisado refugio con un dedo; quería ver dónde se encontraban su padre y Manuel. En seguida se dio cuenta de que no había sido buena idea. La lluvia, que resbalaba por la pared de lana, comenzó a calarle y a empapar el paño. Entonces aprendió. No debía ahuecar la manta si no quería empaparse. Los pliegues en la lana permitían penetrar la humedad y calarle de lluvia.

Durante la primera semana las bajas fueron muchas.

La leña para hacer hogueras se había acabado y muchos morían de congelación o víctimas de alguna enfermedad que ya arrastraban desde España y que se les había complicado aquellos últimos días. Ramiro presenciaba todo aquello descompuesto, crepitando de miedo y de impotencia, esperando que en cualquier momento un ángel redentor los rescatara de tanta penitencia negra. No entendía lo que estaba ocurriendo, y mucho menos el porqué.

Los gendarmes habían comenzado a repartir pan, ya para todos. La ración era escasa, pero al menos servía para mantener el estómago activo.

—Esta mañana he contado cincuenta y tres muertos solo en ese trozo. Como sigamos aquí por mucho más tiempo, no lo vamos a resistir.

—Ramiro, claro que lo resistiremos. No digas eso delante de padre. ¡No ves que se preocupa más!

—Padre, nosotros estamos bien, no tenemos frío, y el hambre tampoco se nota tanto —rectificaba Ramiro no solo con la intención de tranquilizar a su padre, sino también para convencerse él mismo de lo que estaba diciendo.

Los tres hombres paseaban por el descampado, sorteando a la gente, saltando por encima de algunos cuerpos, cuando un grupo formado por cinco gendarmes se acercó hasta el campamento improvisado y llamó a gritos el interés de los presentes.

—¡Atención! Allí enfrente, como veis, hay unas vías muertas. Esta tarde traerán unos vagones para que podáis dormir bajo techo. Ya os diremos cuándo los podéis ocupar.

Se dirigía a ellos un hombre joven, de no más de veinticinco años, con la cara aún aniñada y la barba escasa. En sus finos dedos relucía un anillo de oro con un sello. Hablaba un perfecto español, pero con un acentuado deje francés. La muchedumbre comenzó a murmurar, contenta por las buenas noticias. Por fin los franceses demostraban un atisbo de compasión; era de agradecer.

El sol, que por primera vez desde que se encontraban allí había aparecido, se escondía ya por el horizonte, y las primeras sombras de la noche no se hicieron esperar, cayendo como una gran manta sobre el campamento. Condujeron al abultado grupo de refugiados hacia los vagones prometidos: dirigían a los españoles como si fueran un gran y pestilente rebaño de cabras al que no hay que acercarse demasiado para no contaminarse con sus miserias.

En estas condiciones pasaron los Santisteban y el resto de los refugiados más de tres semanas. Durante este tiempo fueron instigados continuamente por los gendarmes franceses, que trataban en vano de convencerlos para que regresasen a España; al no conseguirlo fueron trasladados a otro campamento, en Vernet d’Ariège, no muy lejos del primero pero algo mejor habilitado. El crudo invierno se suavizaba, y las nieves casi diarias dieron paso a días de nubes y claros, mucho más soportables. Los Santisteban recibieron una mañana la visita de dos chicas que prestaban sus servicios en la Cruz Roja francesa. Querían ayudar.

—¿Tienen familia fuera? —le preguntó a Nicasio una de las señoritas, que parecía responsable y muy operativa.

—Sí. Mi mujer y el resto de mis hijos están en un centro de refugiados en Normandía. Nos han dicho que se encuentran todos bien.

—Si nos dan sus datos, se los trasladaremos a ellos para que puedan mantener correspondencia.

Aquellas dos mujeres parecían ángeles enviados para fortalecer su resquebrajado espíritu. Después de darles las gracias una y mil veces, el color de la mañana se veía más vivo. ¡Iban a recibir noticias de su madre y hermanos! Lo mejor que les podían haber dicho. Los dos chicos comenzaron a hacer piruetas en el aire, mientras Nicasio los miraba complacido.

El 27 de febrero, Francia y Gran Bretaña habían reconocido el gobierno de Franco y esta fecha coincidió con la llegada del grupo republicano a ese nuevo destino que los acogía con menos virulencia.

—¡Por fin un día claro! Ya estaba bien de agua. Yo no sé qué hacíais para tener siempre los pies metidos en los charcos. Todavía no me explico cómo no habéis cogido una pulmonía. —Nicasio vivía para sus chicos. Cuando los miraba, su expresión se suavizaba. Se sentía orgulloso de sus dos hijos, tan parecidos físicamente entre sí que algunos los tomaban por gemelos.

—Padre, aquí estaremos mejor. He oído que nos van a dar materiales para que nos construyamos chabolas.

—A mí me ha dicho esta mañana un gendarme que van a traer también madera para edificar barracas. No sé por cuánto tiempo nos piensan tener aquí, pero por lo menos esto parece más llevadero.

Y dicho y hecho, los que aún tenían fuerzas para trabajar se pusieron manos a la obra, dirigidos por albañiles, carpinteros..., oficiales que no escaseaban en el campamento.