VI
La compañía había decidido avanzar durante la noche, mientras de día dormía en el bosque para evitar ser avistada por los aviones alemanes y abatida por sus disparos, y en eso estaba aquella mañana cuando la voz de Ramiro, aún somnolienta, anunció muy alterada:
—¡La carretera está llena de tanques alemanes, los acabo de ver! —Los hombres se incorporaron sobresaltados del suelo, donde permanecían casi todos aún dormidos, y pudieron comprobarlo. No tenían escapatoria. La única solución era entregarse, pero ¿cómo hacerlo? Desconocían cuál sería la reacción de los alemanes. Lo más probable era que los acribillaran a balazos. Después de lo que estaban viendo, no se esperaban algo mejor.
—Vamos a formar militarmente y salimos como hombres —ordenó el teniente a sus ya escasos soldados; la compañía estaba muy mermada; algunos hombres habían muerto alcanzados por los aviones enemigos, y otros habían huido.
La columna de tanques enemigos estacionada a pocos metros se veía letal. Un oficial alemán, con un bastón de esquí en la mano derecha, se fue acercando al grupo de hombres que avanzaba a su encuentro. El miedo causaba estragos. Agoreros pensamientos martillaban los cerebros de los perdedores mientras sus pies avanzaban inseguros. Ramiro procuraba esperar en la retaguardia, pero no lo consiguió. Sin explicárselo, de pronto se encontró en primera fila, dando la cara al alemán que le miraba descaradamente, de arriba abajo. Una jauría de imágenes rondó sus recuerdos en ese instante desesperado y crucial. Se acordó de su madre: «Qué disgusto se va a llevar cuando le digan que he muerto», pensó. El germano se fijó en su brazalete con las letras E. T. (Ejército de Tierra).
—¿Qué es eso? —preguntó en su idioma dando pequeños toquecitos con el bastón en las letras.
—Unidad Extranjera —respondió Ramiro en español alto y claro, sin titubear.
—Para atrás —ordenó el oficial alemán acompañando la orden con un gesto de la mano que le quedaba libre. La cantidad de prisioneros que se apilaban de distintas nacionalidades era imposible de calcular. Se perdía la vista ante sus cabezas. Los españoles permanecieron todo el día por aquellos campos sin ser escoltados, «libres».
Caía la tarde en esa primavera maldita, teñida de sangre y terror, cuando los soldados alemanes comenzaron a cercar aquel lugar con alambre de espinos. Y allí permanecieron los prisioneros; sin agua, sin comida, sin esperanza, abatidos, impregnados del horror vivido. Algunas vacas pacían entre ellos, con sus ojos de vacua inexpresividad. La luna pálida y menguada presidía el atardecer azul salpicado de ríos de sangre y dolor.
—Chaval, hazme caso —le dijo el teniente a Ramiro—: Quítate la ropa militar, ponte la civil y piérdete entre los belgas.
Ramiro echó un vistazo hacia donde su amigo y protector le señalaba. Familias enteras se hacinaban en carros, coches, bicicletas..., cada uno con lo que podía. Algunos llevaban las maletas encima de carritos de bebés; otros las habían ido arrastrando en una huida a la desesperada, sin conocer su lugar de destino.
—Ramiro —prosiguió un sargento—. ¿Ves ese pueblo de ahí?
—Sí.
—¿No te acuerdas de él? Durante los primeros días que pasamos en el castillo vinimos aquí para hacer la carretera, ¿lo recuerdas?, y mientras esperábamos a los camiones que nos traían el material paramos para comer.
—Sí, claro que me acuerdo. Usted se fue al pueblo a buscar algún lugar donde podernos calentar porque era imposible comer en la calle del frío que hacía.
—Cuando llegamos al pueblo, acuérdate del recibimiento que nos hicieron.
—Es cierto. Las mujeres salían de sus casas con termos de café bien caliente para ofrecernos... y botellas de vino... y nos abrazaban y nos besaban.
—Veo que lo recuerdas bien.
—No podré olvidar nunca aquello, por más años que viva. Cuando estábamos comiendo en aquella casa abandonada, el intérprete se acercó a mí y me dijo: «Ahí fuera hay un grupo de mujeres que te han visto pasar y te quieren conocer». Yo salí sin saber por qué tenían tanto interés, y me encontré con un grupo de señoras de la edad de mi madre, más o menos. Una de ellas, con un pañuelo en la cabeza y cara bondadosa, aunque con un buen bigote que picaba, me abrazaba y me besaba..., casi no me dejaba respirar. El intérprete me traducía todo lo que ella me estaba diciendo; «pero hijo, si eres un niño», repetía llorosa. «Espérame aquí, que ahora mismo vuelvo»; y regresó al instante con unas botellas de vino, un termo de café y un montón de bufandas. «El vino no es para ti, ¿eh? Tú bebe solo café. Y mira..., te traigo todas estas bufandas.» Me regaló doce, ni más ni menos, y me advirtió que eran de sus hijas, solo tenía chicas, y que olerían todas a perfume.
—Luego, cuando llegamos al cuartel, todos se peleaban por oler tus bufandas —reía el otro.
—Sí, pasamos un buen rato con mucha chufla a cuenta de eso. Mira que son coquetas las chicas francesas. No se dejan de perfumar ni acicalar ni en la guerra.
—Ramiro —prosiguió el sargento—. Ahora no nos vigila ningún alemán. Todavía estás a tiempo de escaparte a la casa de esta mujer y pedirle ayuda. Ella no te la negará, estoy seguro. ¡Sálvate, muchacho! Es el momento.
—Sí, Ramiro, hazlo, vete de aquí —le aconsejaban todos.
—No me iré. Siempre estaré al lado de mi padre y de mi hermano. No quiero estar sin ellos —repetía Ramiro aguantándose las lágrimas, con tozudez.
—Pero tú eres el más joven. No tienes edad para estar combatiendo. Ellos no te pueden acompañar. No desaproveches esta ocasión. Quién sabe lo que pueden hacer los alemanes contigo. Lo más seguro es que te maten.
—No insistáis. No lo voy a hacer. Me quedo. —Ramiro lo tenía claro. No concebía la vida sin Nicasio y sin Manuel. Le habían separado de su madre y hermanos pequeños y eso ya era para él suficiente tortura. Los llevaba siempre consigo, en el pensamiento. Cada cosa que hacía, pensaba en ellos. «Si me viera mi madre así de mojado, me echaría la bronca», o «Le tengo que contar a Francisco en cuanto le vea todo lo que he hecho esta tarde»... Seguían formando parte de su mundo actual aunque no estuvieran presentes. Pero separarse físicamente de su padre y de Manuel... ¡eso sí que no! No se sentía con fuerzas de soportarlo, ni siquiera para conseguir la libertad, ni por librarse de la guerra. Solo habría algo capaz de separarlos: la muerte, y estaba dispuesto a pelear para que esto no ocurriera. Le podían quitar la vida, pero les iba a costar trabajo conseguirlo.
Esa noche la pasaron los prisioneros al raso, sin comer ni beber, oyendo los sonidos del campo y los lamentos y llantos de pequeños y mayores, con sus vidas maltrechas. Al día siguiente por la mañana los alemanes les ordenaron que se formaran en fila y fueran caminando en dirección a la frontera con Luxemburgo. El hambre hacía estragos entre los prisioneros, que inspeccionaban todo lo que se movía en las cunetas de la carretera para llevárselo a la boca, lo mismo daba que fuera un insecto, una lagartija, una flor, una raíz... Algunos buenos campesinos a su paso les tiraban sacos de patatas a los pies; aunque los soldados alemanes no les dejaban acercarse, ellos se las ingeniaban para alcanzarlos con riesgo de sus propias vidas, y los hombres se abalanzaban ante aquello que podía ser su único alimento en mucho tiempo. La larga marcha duró más de una semana, los primeros días escoltados por los soldados alemanes del ejército regular, los últimos ya por los fanáticos de las SS, mucho peores que los anteriores, que se ensañaban con los prisioneros a golpes e insultos, tan solo por diversión.
Nicasio no vivía. Sufría las necesidades de sus hijos más que las suyas propias, soportando una carga física y emocional que le revolvía las tripas. El compañerismo reinante entre los españoles obraba milagros y hacía algo más llevadera la marcha forzada, a un ritmo marcado por los alemanes, que conseguía derrumbar a gran parte de los prisioneros. Gracias a ese apoyo de los compatriotas, Nicasio pudo sostenerse en pie sin desfallecer.
—Venga, hombre, arriba. Tus muchachos son fuertes y resistirán. Tú eres más viejo y corres más peligro. Preocúpate más por ti —le aconsejaba el bueno de Santiago viéndole tan abatido. Y Ramiro y Manuel, por el contrario, se olvidaban de ellos mismos y temían por la vida de su padre en una espiral que no se acababa nunca. Los unos se preocupaban por el malestar de los otros, y todos sufrían doblemente.
Diez kilómetros antes de atravesar la frontera con Luxemburgo, los prisioneros se encontraban exhaustos, en las últimas; muchos habían muerto por el camino, otros llegaban gravemente heridos. Los soldados de las SS hicieron subir a los supervivientes en un tren de mercancías a culatazos y patadas, cincuenta por vagón, junto a prisioneros franceses, ingleses, belgas, holandeses... Tardaron un día en llegar a la primera ciudad alemana. Se encontraban en Trèves.
Por su parte, Silvina había pedido al gobierno francés regresar a España. No es que estuviera mal en el centro de refugiados, ni muchísimo menos, pero las cartas que le mandaban su marido y sus hijos eran alentadoras y ella suponía que pronto podrían estar de nuevo todos juntos en Laredo. Dedicaba sus días y sus noches a cuidar de la familia, desviviéndose en atenciones hacia sus seis hijos y asistiendo a la abuela Rosa, que ya se encontraba muy enferma. Llevaba a Nicasio en sus pensamientos, y a sus dos muchachos, para ella los más guapos, los mejores hijos, «tan pequeños aún», pensaba. Su existencia estaba dedicada al recuerdo y a la preparación de un futuro común. Soñaba despierta con ese encuentro tan añorado. Se veía ya de regreso en Laredo, cocinando unas alubias, el plato preferido de los tres ausentes; se abría la puerta y aparecían ellos, que la abrazaban, la besaban, y todos reían y lloraban al mismo tiempo, de alegría. Soñaba ese reencuentro una y otra vez, deseándolo con desesperación. Pero el griterío de los más pequeños la devolvía a la realidad. Allí no estaba Nicasio, ni Ramiro, ni Manuel.
¡Qué estarían haciendo en aquel momento! ¿Sería verdad que se encontraban bien?
Silvina consiguió regresar a Laredo con sus seis hijos. El gobierno francés les dio todo tipo de facilidades. Al llegar a su pueblo se encontró con algo que ya esperaba. La casa familiar y los negocios habían sido requisados por el gobierno franquista. Habían nombrado alcalde de Laredo al doctor Ángel Senderos, su antiguo médico de cabecera, aquel al que Nicasio, el veterinario y el delegado de guerra salvaron la vida al conseguir trasladarle a Santander. Semanas más tarde le habían proporcionado un pasaporte para que se marchara a México hasta que acabara el peligro, y así lo hizo, regresando cuando terminó la guerra. Silvina creía tener en él a un buen aliado: más que un amigo, un hermano. Había ayudado a traer al mundo a todos sus hijos; era íntimo de su marido; a él le debía la vida... Los lazos que los unían eran más consistentes que una buena relación.
Al día siguiente de su llegada, la mujer fue a pedirle ayuda para conseguir una licencia y abrir un pequeño comercio. Era la única solución. Necesitaba unos ingresos para dar de comer a sus seis hijos. No podía permitir que se murieran de hambre ni quería estar pidiendo limosna a la familia. Pero aquel hombre ya no parecía el mismo; sus ojos destilaban odio. La sed de venganza se había apoderado de su voluntad y se negó a facilitar el permiso para que Silvina pudiera establecerse y sacar la cabeza.
—Ni puedo ni quiero hacerlo, Silvina. Los rojos ya no sois bien vistos en este pueblo.
La mujer no se esperaba esta contestación y tardó un rato en reaccionar. Lo hizo con un sollozo asfixiante, que le oprimía el pecho sin dejarla respirar. Le parecía que todos los males habían caído sobre ella y su familia. ¿Era posible tanta desgracia, tanto despropósito? ¿Por qué ese hombre se comportaba así con ella? «¡Somos amigos!», se repetía. Por fin consiguió hablar.
—¡Cómo me puede negar esto! Yo no le pido dinero. Solo quiero trabajar para sacar adelante a mis hijos. ¿Qué voy a hacer si no?
—Las cosas están como están, Silvina. Ya os iréis apañando. Pero yo os aconsejaría que os fuerais del pueblo. Sería lo mejor para todos.
La mujer salió de aquel despacho destrozada. No veía salida. Aquel hombre, supuesto amigo antaño, tenía en el despacho un retrato de la Virgen María con los ojos inundados de lágrimas por la muerte de su hijo y mirando hacia el cielo. En nombre de aquella Virgen, ella, que también era madre, le había pedido ayuda para alimentar a sus pequeños y él se la negaba, reiterada y repetitivamente. La mujer no entendía; solo un sufrimiento intenso y despiadado escocía su corazón.
Algunos familiares de Nicasio, entre ellos el tío Pepe, ayudaron en esta precaria situación a la familia. Gracias a su apoyo lograron salir adelante, aunque las carencias, el hambre y las necesidades fueron una constante durante años. Sin embargo, no todos los miembros de la familia se portaron como era de esperar. Nicasio, cuando estallaron las revueltas en Laredo, había puesto parte de sus bienes y tierras a nombre de un hermano suyo, el tío Rufino, y este, cuando su cuñada Silvina regresó a Laredo con sus seis hijos, no quiso reconocer que aquellas propiedades pertenecían a su hermano Nicasio. Es cierto que ayudaba a la familia, pero a cuentagotas, como si les estuviera dando una limosna. Él se quedó con todo el ganado y a Silvina solo le cedió un par de vacas; con ellas tuvo que tirar adelante. Margarita se adjudicó definitivamente el rol de hermana protectora e incluso renunció a casarse. Se erigió en la ayuda más apreciable para su madre. Juntos formaron un todo compacto, esperando el día, cercano según creían, en el que los ausentes regresarían junto a ellos.