IV

Alemania invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939, y Francia conjuntamente con Gran Bretaña respondió a los alemanes el 3 del mismo mes con la declaración de la segunda guerra mundial. A partir de entonces, el tono en el que los franceses se dirigían a los republicanos, áspero e incluso agresivo, cambió radicalmente. Para los galos habían sido unos indeseables que invadían su territorio, pero con la declaración de guerra el discurso de los gendarmes adquirió un acento cordial, bien distinto del habitual. Los mensajes que recibían por los altavoces decían:

«Queridos amigos,

Ahora tenéis la ocasión de vengaros de los alemanes, aliados de Franco, y luchar junto a nosotros contra el nazismo. Debéis apuntaros como voluntarios e ingresar en nuestro ejército por el bien de todos».

Ese día los refugiados españoles fueron trasladados a otro campo, el de Septfonds. Nicasio lo hizo considerando que era su única salida. Lo pensó durante días. Resultaba una decisión trascendental. Pero ¿qué podían hacer si no? No estaban en condiciones de volverse a España; esta opción resultaba impensable por el momento, y en Francia, en su calidad de refugiados, nadie les iba a dar trabajo. Tampoco podían llegar hasta Normandía y reencontrarse con la familia. Por otra parte, algunos amigos suyos se habían alistado en el Ejército francés y le animaban a él a hacerlo también. Significaba cierta seguridad y comida diaria; al menos no pasarían hambre.

En Septfonds permanecieron todo el otoño. Los árboles se despojaban de sus ropajes, los campos se teñían de ocres, el cielo, al atardecer, se revestía de colores violetas, la naturaleza se transformaba... Las condiciones de vida allí eran aún peores que en el anterior destino, pero su resistencia ante la adversidad se había fortalecido. Un rictus de dureza se implantó por aquellos días en el rostro curtido por la pena y el desaliento de Nicasio. Oscuras zanjas atravesaban su frente. Ramiro y Manuel continuaban con sus bromas y chirigotas ajenos muchas veces a la realidad, acostumbrados al infortunio. Eran tan cómplices, tan vitales... La vida les rebosaba.

El invierno se les echaba encima, y con tan solo un día de presencia, el 22 de diciembre, partieron hacia otro lugar. Doce mil hombres fueron enviados al norte para reforzar en la frontera con Bélgica la defensa francesa. Pero ya no iban en calidad de refugiados, sino como soldados pertenecientes a la 101 Compañía del E. T. (Ejército de Tierra) del Ejército francés, con uniformes militares, lo que constituía un cambio sustancial. Ramiro aún no tenía la edad pertinente, veinte años, pero eso no parecía importar; en guerra «todo vale», se hace la vista gorda y ya está. Ponerse el uniforme militar le resultó traumático, totalmente reacio como era a esa disciplina y a lo que ella implicaba. Se encontraba incómodo, no se reconocía; decididamente, aquello no iba con él. Su adolescencia se revelaba contra este nuevo revés que le propinaba la vida.

Los nuevos militares atravesaron el país en tren, de sur a norte y al llegar a su nuevo destino, en la frontera con Bélgica, se encontraron con un gran castillo medieval de cuento de hadas, rodeado por un lago de aguas color verde esmeralda. Su llegada, en plena Navidad, fue tan repentina que no había nada preparado para ellos, aunque el capitán del campamento se las ingenió para darles de comer de inmediato. Las fuentes de carne asada circulaban a discreción. Podían comer lo que les viniera en gana. Hartos y anémicos de tantas lentejas y garbanzos, se lanzaron a los asados.

—¡Qué rica está, padre! Hacía mucho que no comía tan bien —mascullaba Manuel con la boca llena y la cara manchada de grasa hasta los ojos.

—Me recuerda la que hacía madre los domingos —se relamía Ramiro.

—Anda que no sois exagerados ni nada. Se nota que ya no os acordáis de los guisos de vuestra madre. Pronto se os han olvidado. Esta carne no está mal, y mata el hambre divinamente, pero esto es vaca vieja. En Laredo sí que nos comíamos buenas terneras. ¡Qué carne más rica! Y qué bien la asaba la señora Silvina.

Los franceses habían preparado unas chapas de hierro con brasas por debajo y colocaban continuamente encima buenas piezas de bovino. También les dieron a cada uno una hogaza de pan. Nicasio intentaba menospreciar la calidad de aquellas reses francesas para ensalzar los asados de su querida cocinera, una manera de homenajearla, de que estuviera presente con ellos, aunque solo fuese en el recuerdo; pero la realidad era que la carne estaba buenísima.

En el castillo, habilitado para los soldados como cuartel, no se estaba del todo mal. Si bien es verdad que no tenían calefacción ni fuego alguno, la proximidad de unos cuerpos contra otros conseguía una atmósfera más o menos caldeada. Dormían hacinados en cuartos sin muebles, unos sobre catres, otros en el suelo. Tampoco disponían de agua corriente, pero todas las mañanas bajaban al lago, rompían sus aguas heladas y se aseaban lo más rápidamente que podían.

—Ramiro, mira cómo están mis manos de sabañones.

—Yo también tengo las orejas llenas, y me pican mucho.

—Dice padre que se quitan con jugo de limón. Si encontráramos uno.

—Se curan si dejas de pasar frío, mira este.

—Ramiro, lo de tus orejas es por la manía que tienes de no ponerte gorro. Mira que te lo tiene dicho padre, pues tú nada, que si quieres arroz Catalina. Te estás volviendo muy presumidito, ¿eh, hermanito?

—¡Que no es por eso! ¡Tú qué sabrás!

—¡Joé!, cuando meto los pies parece que me los estuvieran cortando con una sierra. ¡Qué frío, madre mía!

—Vámonos, corre, que nos helamos. Corre, corre.

—¿Has visto cómo tienes el pelo? No llevamos aquí fuera ni un minuto y se te ha congelado. ¡Está tieso!

—El tuyo también. ¡Tienes congeladas hasta las pestañas!

El teniente que les había tocado en suerte y que mandaba sobre su compañía era un reserva de la guerra del catorce, mayor y campechano. Venía del campesinado y adoptó al joven Ramiro como si fuera su propio hijo. El muchacho, antimilitarista, pasaba de las reglas que debía respetar en su ya oficio de soldado. No soportaba hacer el saludo obligatorio ni las normas «absurdas» de los milicianos.

—Eh, garçon. Estoy hablando contigo.

—¿Es a mí?

—Sí, a ti. ¿Hay alguien más por aquí? ¿A quién señalo yo?

—Dígame.

—Escucha lo que te digo porque no te lo pienso repetir. Cuando yo pase por tu lado, tú me vas a decir «buenos días» o «mierda»; lo que te dé la gana. Pero me vas a decir algo. No se te vuelva a ocurrir pasar cerca de mí y no dirigirme la palabra... como si yo fuera invisible. ¿Has entendido? Sé que a ti todo lo militar te repatea, pero al menos háblame como a una persona; no pases por mi lado sin decirme nada, hombre, hazme ese favor. —El teniente le estaba hablando como un padre y Ramiro lo captó avergonzado. Aunque le hablaba en francés entendió el mensaje.

—Sí, señor.

—Pues ya lo sabes..., andando.

Pero Santisteban siguió en sus trece. Las reglas del ejército no eran para él, y aquel teniente viejo, campechano y de cara afrancesada se le quedaba mirando con benevolencia y movía la cabeza en señal de resignación. «Es un ternero sin domar», pensaba para sus adentros mientras le observaba bromear con el resto de los soldados.

Ramiro comenzaba a mirarse en un espejo roto y poco bruñido que yacía medio desvencijado en una pared, más de lo que lo había hecho a lo largo de toda su vida. Sus hormonas se revolucionaban alborotadas e inquietas. La testosterona recorría su pubertad alocadamente, como un caballo desbocado. Su voz, que empezó a cambiar a partir de los trece años, ahora se agravaba aún más y su musculatura se iba ensanchando. El vello, cada vez más evidente, despuntaba en cara y pecho e inundaba las piernas en una transformación constante sin vuelta atrás. La textura de su piel no tenía ya nada que ver con aquella que besó Silvina, el día de su marcha hacia Normandía, hasta no dejar ni un rincón del rostro de su hijo sin explorar con sus labios en aquella despedida salvaje y dolorosa. Su carácter también se había enrarecido; a veces se notaba irascible, otras rebelde y siempre muy independiente. Por las tardes en el cuartel dejaban a los soldados salir a pasear por el pueblo; se agrupaban por gustos comunes, aunque uno de ellos era universal para todos; el coqueteo con las jovencitas que los miraban de reojo por las calles, envolviéndose en risitas cómplices y complacientes. Una pastelera quinceañera de inmensos ojos avellana, cabellos castaños largos hasta la cintura, labios rojos como las cerezas y piel aterciopelada y clara como una mañana soleada esperaba muchas tardes a Ramiro hasta que este hacía su aparición. Siempre en la misma puerta de la misma panadería y a la misma hora.

- Bon après-midi, Princess —le solía decir Ramiro al llegar a su altura, haciendo acopio de valor, y dada su extremada timidez, aquello era una hazaña. Y la muchacha le sonreía de tal manera que el estómago del chico comenzaba a borbotear. Sensaciones nuevas, desconocidas hasta ese momento se instalaban en su ánimo, que parecía más alegre que de costumbre; otras veces melancólico.

—Te estás enamorando, Ramiro. ¿Habéis visto con qué ojos se miran? ¡Si parecen dos tortolitos! —provocaba burlón.

—¡Déjame en paz! Yo no te digo nada cuando persigues como un perrillo faldero a la chica que despacha en la floristería. Te crees muy gracioso, ¿no? Lo que te fastidia es que yo les gusto mucho más que tú a las mujeres. —Y los dos hermanos prorrumpieron en risas. Ramiro echó el brazo por encima del hombro de Manuel y el grupo prosiguió su camino inspeccionando rincones. Su destino preferido solía ser el cine, aunque no descartaban echar un rato en cualquier bar de la zona, compartiendo tiempos y charlas con lugareños y gendarmes. Raro era el día que les dejaban pagar a los españoles; el Departamento Rojo denominaban a la gendarmería de aquella zona norteña.

Las ventanas primaverales del pueblo permanecían siempre abiertas.

—¡Eh, muchachos, dónde vais con tanta prisa! Venid aquí a tomar un café.

La cara de esa mujer rubia postiza y entrada en carnes despedía simpatía hacia el grupo de soldados españoles enrolados en las filas francesas y tan necesitados de apoyo. Era agua de castañas cocidas lo que les ofrecía todos los días, pero calentaba el estómago y engrasaba el alma herida por el exilio. Y esta mujer no era la única que les invitaba. El pueblo se volcaba con los españoles.

Todas las cafeterías, a partir de las seis de la tarde, se transformaban en bailes. Los soldados cortejaban a las francesitas, que lucían sus cimbreantes cinturas resaltadas por cinturones apretados, faldas de vuelo almidonadas y zapatos de elevado tacón al son del slowfox, el swing y los bailes de salón. Las chicas francesas no perdían el glamur ni en tiempos de guerra. Mientras, Ramiro, el más joven de los soldados, permanecía de pie en la barra riendo con sus compañeros, soltando ocurrencias disparatadas o comentarios jocosos que obligaban a sus amigos a carcajearse hasta retorcerse de risa, sin atreverse a sacar a bailar a ninguna de las chicas: su timidez se lo impedía. Cualquier mirada insistente le hacía ruborizar. «¿Vendrá la chica de la pastelería?», se preguntaba mientras Manuel y los demás bailaban. Las mujeres se los rifaban; los españoles eran los reyes de la fiesta. Y así, entre risas, ritmos y coqueteos transcurría aquella primavera doble, por la estación del año y por la temprana edad de aquel muchacho condenado a estar alejado de su madre y hermanos, jugando a la fuerza a ser soldado muy a pesar suyo.

Los Santisteban pertenecían al 104 Règimente du Génie, Secteur de Cambrai Nord. Los tres hombres, de fácil trato y modales cercanos, se integraron sin dificultad a su presente. Su destino actual era la construcción de una trinchera antitanques y en ello se empleaban durante diez horas al día. Su misión también consistía en la construcción de carreteras; entre medias de la gravilla encontraban buenos trozos de carbón que ellos reservaban metiéndolos en bolsas de cemento para más tarde, cuando regresaban en el camión al cuartel, dejarlos caer por el pueblo, para que las familias tuvieran bien abastecida la lumbre; era una manera de corresponder a su buena acogida. Los resultados no se hicieron esperar. Raro era el día que les dejaban pagar en tiendas y bares de la localidad.

Las noticias de la familia en Normandía llegaban periódicas y regulares, cada quincena más o menos, poniéndolos al corriente del día a día cotidiano y nostálgico de aquellos seres tan añorados.

... Hemos hecho nuevos amigos. En el centro nos tratan bien, no pasamos hambre. Margarita ha conocido a un chico de muy buena familia, trabajadores todos. El padre tiene una panadería pastelería y ahora los dulces no nos faltan. Los niños siguen creciendo y son obedientes. No tengo ninguna queja de ellos. ¡Cuánto os echamos todos de menos!

La abuela Rosa está cada día más delicada. Se le ha ido un poco la cabeza y cree que estamos en Laredo. Pregunta continuamente por vosotros. Dice que cuánto trabajáis, que deberíais estar más tiempo en casa con la familia...

Cuando recibían una carta de Normandía, los Santisteban se aislaban, buscando el momento y lugar oportunos para impregnarse y embeber cada una de las palabras que Silvina les enviaba en un lenguaje tan cariñoso y familiar que se veían transportados a otros tiempos mejores.

En mayo de 1940, cuando la primavera se alzaba haciendo brotar la vida y tiñendo de color los días, los alemanes atacaron Bélgica y los militares del improvisado campamento recibieron la orden de no salir del cuartel, es decir, del castillo. El teniente bonachón se había ido de vacaciones, y durante unos días le sustituía otro mucho más joven y con malas pulgas. Este venía de servir a su patria en Las Colonias; era un auténtico negrero.

—¡A formar! —ordenó una mañana, y de los doscientos cincuenta hombres que integraban la compañía solo aparecieron cien, entre los que no se encontraba Ramiro. El teniente montó en cólera y ordenó a sus hombres que se fueran al pueblo a buscar a los ausentes.

Recorriendo sus calles llegaron hasta el cine, donde sospechaba el militar que podían estar. El cura del pueblo era el que se hacía cargo del proyector.

—Padre, ¿ha visto por aquí a algunos soldados?

—Yo no he visto a nadie. No ha pasado ningún soldado. Aquí no están. Idos a buscar a otra parte —contestó el prelado disimulando su turbación.

El teniente de hierro no se lo creyó y acompañado por varios de sus hombres, esperó en la puerta del local hasta que terminó la proyección de la película. El cura, un hombre flaco como un flautín y con la calva de san Francisco dibujada en la cabeza, entró precipitadamente en la sala.

—¡Tened cuidado! Os están esperando en la puerta y creo que vuestro teniente no lleva buenas intenciones. A ver cómo os las ingeniáis para salir sin que os vea.

Ramiro, acompañado por unos cuantos, pudo escapar por una puerta desvencijada que encontró en la parte derecha de la sala. Se salvó así de ser sorprendido. Otros no tuvieron tanta suerte, y los descubrieron en la salida. El castigo para ellos fue rasurarles el pelo, y un mes en la bodega del castillo a pan y agua, además de la reprimenda correspondiente.

—¿Y usted dónde estaba? —preguntó el teniente a Ramiro, en un francés chulesco y con marcado acento sarcástico.

El chico balbuceaba sin saber qué decir. Se sentía acorralado y estaba convencido de que le iba a caer una buena. Parecía que la sangre se le hubiera subido toda de golpe a la cara. Notaba cómo le ardían las mejillas y los sabañones de las orejas le escocían como nunca.

—Así que no sabe usted dónde ha estado estas últimas horas, ¿verdad? Pues yo sí lo sé. Usted, incumpliendo órdenes, se ha ido al cine. ¿Qué tal la película?, ¿le ha gustado?

Ramiro, con la cabeza agachada, mirando hacia el suelo para intentar ocultar su desconcierto, no sabía qué contestar.

—Todavía no entiendo bien el francés. No sé lo que me dice.

—¡Mire de frente!, ¡no baje la mirada! Va a estar en la bodega a pan y agua durante una semana, y ahora mismo se va a cortar el pelo al cero. ¡Largo de mi vista! Márchese.

Camino de la bodega, Santos, un sargento amigo suyo, suboficial español, se le acercó y le dijo al oído:

—No te preocupes, Ramiro, mañana vuelve a su puesto el otro teniente y este se va. Seguro que salvas la cabellera.

Una sonrisa iluminó de nuevo la cara del soldado Santisteban plagada de acné juvenil.