V
Los franceses estaban muy mal preparados para esta guerra que los asfixiaba sin darles tregua. Los soldados españoles agregados se afanaban en construir una zanja larga y profunda antitanques con fortines a cada lado. La estrategia era que los carros de combate alemanes, al avanzar, cayeran en esa trinchera, y los cañones ocultos en los fortines abrieran fuego contra el enemigo. Las armas de que disponían los franceses eran las mismas que utilizaron en la guerra del catorce y los suboficiales españoles, que acababan de sufrir su propia contienda y estaban curtidos en la batalla, se reían de tan obsoleta artillería. Daba la impresión de que estaba todo amañado. Resultaba una resistencia cómica, propia de una película de risa, más que de la segunda guerra mundial.
—¡Pero de verdad ustedes piensan ganar esta guerra con esto que tienen aquí! —le preguntó una mañana Santiago, un maestro de escuela santanderino que había sido capitán en la guerra civil española, amigo de los Santisteban y que hablaba francés a la perfección, al capitán de la compañía—. Le digo una cosa. El día que los alemanes ataquen, en veinticuatro horas están en París, se lo puedo asegurar.
—Usted no ha visto el material real. —Y con un gesto de cabeza le ordenó que le acompañara hasta un depósito del ejército repleto de cajas con armamento bien engrasado y completamente nuevo, de última hornada, cubierto por lonas para que no se estropeara.
—Si me parece muy bien, pero ¿por qué no lo sacan?
—Lo mantenemos en la reserva para cuando haga falta.
—¡Hace falta ya!, ¿no lo comprenden? Todo esto es un despropósito. Los alemanes, si invaden Francia, que por el camino que vamos lo harán en breve, se encontrarán todo este equipo nuevo sin desembalar. ¡Qué disparate!
El 20 de mayo de 1940, el mando supremo recibió la orden de retirarse hacia París por carretera y lo transmitió a sus compañías. Los Santisteban, que habían huido de una guerra civil en España, se encontraban ahora en una situación aún peor. El caos y el desconcierto se adueñaron de la situación; no había nada organizado. El capitán de su compañía los había abandonado desapareciendo con su chófer. A lo lejos se escuchaban algunos tiroteos. Las carreteras estaban colapsadas con gentes que deambulaban a la deriva; holandeses, belgas y ciudadanos del norte de Francia que huían a la desesperada con carros, coches, andando, como podían.
Nicasio, Manuel y Ramiro lo hicieron con su compañía a pie, desconcertados y aturdidos. Aquellos escasos meses de ficticia tranquilidad no habían sido suficientes para recuperarse de tanta desgracia. ¡Si lo supiera Silvina! Ellos le mentían en sus cartas. «Estamos muy bien, madre —escribían los hijos—. No se preocupe usted, que todo marcha a las mil maravillas», y así, con ese rosario de falsedades, la mujer soportaba la distancia, la lejanía de sus tres hombres queridos. Si ella los pudiera ver ahora, de nuevo huyendo como forajidos, con la muerte acechando a cada paso, en cada movimiento. «Silvina, Silvina..., cuánto te necesito a mi lado», repetía Nicasio en sus pensamientos siempre que el peligro acechaba. Algunos se refugiaban en la religión, él lo hacía en su Silvina. Caminaban sin descanso en dirección a París, pisando cadáveres de mujeres, de niños, cruzándose con madres desesperadas, de rostros desencajados, con sus bebés envueltos en mantas sobre sus brazos, con ancianos incapaces de caminar erguidos... Las dos primeras jornadas de marcha tenían orden de andar durante el día, pero desistieron de hacerlo. La aviación alemana sobrevolaba sus cabezas sin ninguna resistencia por parte francesa. Pasaban como querían, sin impedimento alguno, abriendo fuego a discreción y dejando a su paso un reguero de sangre y muerte.
—Mi teniente, nos van a matar como a chinches. Somos un blanco demasiado fácil. Al menos, pongámoselo más difícil.
—Será mejor que nos adentremos en el bosque mientras haya luz, procuremos dormir, y por la noche sigamos la marcha —le dijo Ramiro a ese superior que tantas veces le había demostrado su aprecio.
—Me parece bien, chico. Tienes razón. Esos malnacidos no respetan nada. Mira la cantidad de cadáveres de mujeres y niños. ¡Son unos canallas, unos asesinos cobardes!
—Cuerpo a tierra. Vamos, a esa zanja, ¡corred! —gritó Nicasio desesperado, con la mirada desencajada por el peligro que corrían sus hijos—. ¡Ataca de nuevo la aviación! —No podría soportar su muerte. Solo de pensarlo enloquecía.
Manuel y Ramiro se arrojaron al suelo y el padre, encima de ellos, se convirtió en parapeto humano. Pasado el peligro, con un miedo espeso y lúgubre, reanudaban de nuevo la marcha. Aquel era un lugar extremadamente inseguro. Se encontraban a cuerpo descubierto.
Llegando a la ciudad de Amiens, Ramiro avistó un puente. Los aviones alemanes escupían fuego sin descanso; la muerte los rondaba insistente, tenaz, en forma de pájaros de acero que sobrevolaban sus cabezas, cada vez más cercanos.
—Vamos hacia allá. Bajo el puente estaremos a salvo.
Cuando llegaron, el panorama era tan desolador que los dos chicos no pudieron reprimir el vómito. Se retorcían de asco y de impotencia ante aquella visión. Mientras, el padre, sentado en el suelo, se sujetaba la cabeza con las dos manos en un gesto desesperado. El puente estaba lleno de cadáveres amontonados, algunos aún calientes; miembros sueltos salpicaban el suelo. La cara de una mujer destrozada por los disparos parecía un rompecabezas macabro; un ojo le colgaba por la sien; una pequeña de trenzas doradas, con una cajita de música en su mano infantil, sangraba mientras exhalaba un último suspiro, su cuerpecito destrozado dejaba al aire sus vísceras aún palpitantes... Allí quedaron un buen rato sin poder reaccionar. Ramiro se clavaba las uñas en las palmas de las manos, apretando los puños con fuerza casi hasta hacerse sangre. Un asco agrio y opaco le inundaba; su cuerpo era una lágrima desesperada. La luz de la mañana les señalaba más detalles. Una mariposa de alas grandes y aterciopeladas en tonos amarillos y naranjas con pintas negras revoloteaba por encima de la cabeza de la pequeña y se posaba en su cabello. Ramiro miraba sin creérselo, tal era el patetismo de la escena. ¡Se encontraba en el infierno! Caballos, vacas..., todo amontonado e inerte en un amasijo de carne sanguinolenta. Una anciana lloraba sentada, recostada en el tronco de un árbol, con el cadáver de su marido sobre las piernas; nadie le prestaba atención ni le hacía el menor caso. El aire olía a azufre, a sangre caliente, a carne descompuesta, a metralla, a ciénaga...
—Tenemos que ayudar a los heridos. Esa pobre mujer no se puede quedar ahí con ese hombre muerto encima, es inhumano —gritaba Ramiro con todo el ímpetu y la bravura de sus dieciocho años—. Nos la llevamos con nosotros, hay que ponerla a salvo.
—Quieto, chico, no podemos hacer nada —decía el teniente de la reserva—. No tenemos órdenes. —Era una gran persona pero se encontraba desbordado. Los altos mandos habían desaparecido y él no sabía cómo actuar en esa situación extrema, dramática, desesperada.
—¿Quién va a dar las órdenes si no hay ningún oficial? —preguntaba el capitán español sin obtener ninguna respuesta.
Los hombres continuaron su marcha abatidos, trastornados, con el ánimo perdido, en silencio. Aún no sabían que antes de salir de la ciudad los esperaba algo aún más terrible de lo vivido hasta entonces. Los tanques alemanes ocupaban ya toda la carretera. El teniente de la reserva se quedó con ellos hasta el último momento. Lloraba como un niño, con rabia, con desesperación, desolado, rendido, impotente, enloquecido, embriagado de dolor.
—No me preocupa mi situación, sino la vuestra. A mí me cogerán como prisionero de guerra, pero ¿qué van a hacer con vosotros?
La pregunta quedó en el aire. Nadie sabía lo que iba a suceder con cada uno de aquellos hombres, españoles republicanos. Su destino los esperaba con las fauces abiertas, dispuesto a tragárselos.