I
El avión americano que trasladaría a Ramiro a la libertad llegó al aeropuerto de Linz cargado de víveres. Cuando estos fueron descargados, subieron a la nave los cincuenta españoles. ¡Eran hombres libres! Bromeaban, se reían y sus cerebros comenzaban a razonar de forma distinta. De ahora en adelante deberían recorrer un difícil camino: aprender a vivir en libertad pero con una mochila repleta de horror que pesaba toneladas.
Cuando llegaron a París los esperaban soldados franceses que fueron subiendo a los españoles en autobuses y les dieron a cada uno dos mil francos para que pudieran comenzar su vida en libertad. Un joven bien vestido y con el pelo engominado se acercó al grupo. Iba preguntando por un tío suyo que había estado en Mauthausen.
—¿De dónde eres? —le preguntó un deportado.
—Soy de Santander.
—Allí al fondo del autobús está Santisteban, que también es de Santander. Quizá él lo haya conocido. Pasa y le preguntas.
Y el chico se acercó a Ramiro, le contó la historia y le preguntó por su tío Santiago. Dio la casualidad de que era un íntimo amigo de su padre.
—Tu tío ha muerto; lo siento mucho, amigo. Nosotros nos hemos salvado de milagro. Mira cómo venimos. Mi padre también está muy enfermo. Los últimos días le vi muy mal.
—Cuánto te agradezco que me hayas dado referencias de mi tío. Aún me gustaría saber más sobre él, y a mi madre le vendrá muy bien que le cuentes más cosas de su hermano. No sé cómo darle la mala noticia. Le va a afectar mucho. Estaban muy unidos. Te voy a dar la dirección en París de mis padres. Ven a vernos cuando quieras; te puedes quedar con nosotros a vivir el tiempo que necesites. Nuestra casa es la tuya.
Ramiro agradeció sinceramente el ofrecimiento y se guardó aquella dirección en el bolsillo del pantalón. Ambos se despidieron con un fuerte y emotivo abrazo.
El autobús los trasladaba al hotel Lutetia, que había sido sede de la Gestapo durante la ocupación, pero que ahora se había transformado en un centro de asistencia para los deportados. Allí los franceses habían habilitado algunas dependencias como hospital improvisado y varios médicos reconocían a los prisioneros que llegaban en unas condiciones lamentables. Casi todos padecían alguna enfermedad, y los más afortunados, solo una desnutrición importante y alguna mancha en los pulmones; de eso no se salvaba ninguno. Después de pasar su revisión —que resultó, dadas las circunstancias, bastante satisfactoria—, Ramiro fue destinado al centro de asistencia para los deportados de Nanterre, cerca de París, en la otra orilla del Sena. Allí dormía, aunque todos los días se acercaba al Lutetia para informarse de los compañeros que iban llegando.
En el hotel había una representación de la Cruz Roja española, pero no de la franquista. La presidía la mujer del general Riquelme de la República. Ramiro, nada más llegar, comenzó a buscar a su padre y se dirigió en primer lugar a aquellas dependencias. Al preguntar por él le contestaron:
—Ah..., eso nosotros no lo sabemos. No tenemos ni idea de adónde llevan a los enfermos. No te podemos ayudar.
Ante esta respuesta, Ramiro perdió los nervios.
—Entonces, ¿qué hacéis aquí? Se supone que habéis venido para recibir a los compatriotas y ni siquiera sabéis dónde llegan los enfermos.
—Nosotros no nos ocupamos de eso.
—No os ocupáis de eso, pero sí que os pegáis una buena vida. Vais y venís en un coche de servicio y coméis en el restaurante del hotel. No está mal, ¿eh?
Ramiro se fue de allí indignado. Aún no había visto ni a su hermano ni a su padre y no sabía cómo encontrarse con ellos. Uno de los cooperantes, al verle tan abrumado, se le acercó amistoso.
—Tranquilízate. Lo que habéis pasado es más que un infierno y comprendo que estés desesperado por encontrar a tu familia. Mira, en esas salas de allí quedan todavía algunos enfermos. Pasa, lo mismo tienes suerte.
Ramiro agradeció la indicación y le preguntó con su macarrónico francés a una enfermera, la primera que encontró, por su padre y por su hermano. La mujer, de mediana edad y facciones agradables, le dedicó una mirada cómplice, miró en unas listas y por fin dio con Manuel.
—Tu hermano está en esa habitación. —Le señaló al tiempo que hacía un movimiento de cara hacia arriba, indicando una puerta blanca.
Ramiro se apresuró a abrirla, pero aquella cama estaba vacía. Manuel se estaba pegando la gran vida en aquel hotel de lujo y había salido a pasear. Su enfermera-novia-protectora arregló las cosas de tal manera que la situación era muy favorable para el joven y este se encontraba, más que nada, disfrutando de unas vacaciones deliciosas, por otra parte bien merecidas. Se sentó a esperarle y al rato le vio aparecer. Ramiro se impresionó al verle: bien vestido, lustroso, parecía un dandi. Tras las primeras explicaciones, risas y comentarios, se centraron en lo que constituía su mayor preocupación:
—¿Sabes algo de padre? No sé qué ha podido pasar con él. ¡Dónde le habrán llevado!
—Vamos a recorrernos todos los hospitales de París. Preguntaremos en todas partes. No te quepa duda de que le encontraremos.
Y así comenzó la búsqueda incansable, preguntando, interrogando a todos los conocidos hasta que dieron con otro deportado que les supo dar señales de él.
—Vuestro padre se encuentra en el hospital Salpetrière —les dijo. Él mismo le había visto. Para allá se fueron sin perder un minuto. Cuando llegaron, se lo encontraron tumbado en una cama. Tenía mejor aspecto que la última vez que le vieron en el campo. Los dos se abalanzaron sobre él.
—¡Mis chavales! —repetía Nicasio deshecho en lágrimas—. Hijos, cuánto hemos pasado juntos. Por fin en libertad. Mis chicos valientes.
Los tres lloraban mientras permanecían abrazados, como si fueran un solo cuerpo, y así se mantuvieron un buen rato. Nadie los podía separar, ni robarles aquel instante único, tan esperado.
—¡Padre, lo hemos conseguido! Hemos salido del infierno vivos, los tres —dijo Manuel.
—Sí, hijo, pero yo por poco tiempo.
—¡Qué cosas dice! Se va a recuperar, ya lo verá. Los americanos no van a permitir que Franco siga en el poder y cuando el dictador desaparezca, volveremos a Laredo. Es cuestión de días. Madre nos está esperando, y los chicos también.
Nicasio suspiró profundamente y miró a sus hijos con una leve sonrisa en sus labios temblorosos.
—Si es así, vosotros dos cuidaréis de ellos. Me lo tenéis que prometer. Y mis restos quiero que reposen en Laredo. No lo olvidéis.
Los tres lloraban en una mezcla indescriptible de emociones. ¡Era tan terrible lo vivido! Y ahora estaban libres, libres, libres...
Un médico observaba a sus espaldas la escena.
—Perdonad que os interrumpa. Me gustaría hablar con vosotros.
Manuel y Ramiro se dieron la vuelta y descubrieron a quien hablaba en un francés que intentaba parecerse al castellano. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, nariz prominente, ojos pequeños y espesas cejas que los invitaba a acompañarle con la mirada. Ellos aceptaron de inmediato. La bata blanca y su nombre en ella anunciaban su profesión. Cuando llegaron a un pequeño despacho, el médico comenzó a hablar:
—Sois hijos de Nicasio Santisteban, ¿verdad?
Entenderse era complicado. Una enfermera bilingüe que estaba revisando unos expedientes traducía cuando la comunicación se complicaba.
—Sí, Manuel y Ramiro Santisteban.
—Vuestro padre se está muriendo, es cuestión de días. Perdonad que sea tan brusco, pero jamás he estado tan seguro de un diagnóstico como de este. Tiene tuberculosis. La enfermedad está muy avanzada; los pulmones, destrozados.
Manuel y Ramiro se miraron sin articular palabra. Ya se lo esperaban, pero aun así aquella noticia dolía más que una paliza de los nazis. Los dos salieron de allí apesadumbrados, tratando de animarse mutuamente, gastándose bromas absurdas para acallar el dolor.
Manuel y Ramiro siguieron visitando a su padre todos los días hasta que una mañana, al llegar, se encontraron la cama vacía.
—¿Dónde se han llevado al enfermo que estaba aquí? —preguntaron al compañero de habitación.
—Nicasio falleció anoche. Lo siento mucho —les contestó el enfermo.
Ramiro se sentó en el suelo sollozando sin querer disimular su pena. Manuel, algo más entero, se agachó hasta él. Le sujetaba la cara con sus dos manos y le repetía:
—Estaba muy mal, ha dejado de sufrir.
—No, no, no... Tenía que seguir viviendo, reencontrarse de nuevo con madre y con los niños. Ahora ya nunca le volverán a ver. No ha llegado a vivir en libertad. —Ramiro seguía llorando sin consuelo. Una enfermera se acercó a ellos y les ofreció unas pastillas tranquilizantes con un vaso de agua. Lo aceptaron y agradecieron el gesto. Ramiro tenía escrito en la memoria con trazos invisibles pero más reales que la realidad sus recuerdos de infancia con aquel hombre bueno y leal que ahora solo era un trozo de carne muerta. Acariciaba estos recuerdos con el pensamiento: le veía, fuerte como un roble, llevándolos encima de sus hombros, a veces a ellos dos juntos..., cómo se reían. También en ocasiones les hacía cosquillas y corría detrás de ellos, o se ponía a cuatro patas para estar a su altura. Era un coloso, ¡tan importante!, ¡tan sabio!
Manuel le atrajo hacia sí, y agarrándole con fuerza por las axilas le levantó y con mimo le condujo hacia la puerta. ¡Qué dolor despedían aquellos dos hombres!, ¡cuánto desaliento! Eran la imagen de la desolación.
El gobierno francés se encargó del entierro y depositaron su cuerpo en un cementerio militar otorgándole los mismos honores que a un soldado francés. Por el momento sus hijos no podían cumplir su promesa de llevar sus restos a Laredo: los habrían cogido prisioneros y hubiera significado su muerte segura. Años más tarde, Ramiro, cuando la situación política lo permitió, cumplió la petición que su padre le hizo en su lecho de muerte. El gobierno francés también sufragó los gastos del traslado.
Manuel ya se encontraba totalmente recuperado, fuerte, y decidido a seguir luchando y ayudando a sus compatriotas y una mañana le dijo a Ramiro:
—Me marcho para Montauban. Allí han llegado muchos refugiados que necesitarán ayuda. ¿Por qué no te vienes conmigo?
—Me parece bien. Esperaré unos días más aquí y luego nos reuniremos. ¿Esa ciudad está muy lejos de París?
—Relativamente: en el suroeste de Francia.
Al llegar a Montauban, Manuel y Ramiro se dirigieron a un centro regentado por una asociación americana que ayudaba a los apátridas republicanos. Iban con la intención de que les dieran un traje. Querían ir decentemente vestidos, la buena presencia era importante. Estando allí entró una señora y su voz les resultó conocida. Se dieron media vuelta y comprobaron que se trataba de María, una de las chicas que habían trabajado toda la vida ayudando a su madre en el restaurante. La alegría que les produjo a todos aquel encuentro fue inmensa.
—¡Qué haces tú por aquí!, ¡cómo estás!
—¡Qué alegría me da veros! ¡Pero si yo os he criado a todos! Os he visto nacer. Llegué aquí refugiada y conocí a Raimundo, otro español que hoy es mi marido. Estoy trabajando en una casa de labor aquí cerca. El dueño es un médico de Montauban y nosotros estamos de responsables del trabajo de la finca, de guardeses. Nos ocupamos fundamentalmente de la fruta: higos, ciruela, albaricoques... Cuando es la época de la recogida, buscamos gente para la recolección.
—¡Qué bien, María, cuánto me alegro de que las cosas os vayan bien! —le decía Manuel.
—Sí, hijo, no nos podemos quejar. Además, tenemos muchos animales: ocas, patos, gallinas... Trabajo no nos falta. ¿Y vosotros qué hacéis por aquí?
Los dos hermanos le contaron a grandes rasgos el infierno vivido y María lloraba en silencio al escuchar su escalofriante relato. Los abrazaba, les acariciaba la cara...
—¡Pobrecitos, mis niños! —repetía una y otra vez—. Os vais a venir conmigo a mi casa, no se hable más.
Ramiro accedió, pero Manuel prefirió quedarse en la ciudad ayudando a los compatriotas.
La casona estaba perdida en pleno campo, a seis kilómetros de Montauban. La buena mujer ejercía de madre protectora y cuidaba de su protegido con tanto empeño como si en ello le fuese la vida. María era noble, bondadosa y su mirada siempre reflejaba su estado de ánimo, una mujer sin dobleces. Todas las mañanas le preparaba un buen café con leche, pan y mantequilla; a las nueve de la mañana un segundo desayuno, un poco más tarde el almuerzo, luego la merienda y en pocas horas la cena. Le cebó, y en cuestión de días Ramiro estaba lustroso y recuperado.
—María, os agradezco muchísimo lo que estáis haciendo por mí, pero creo que debo volver a París. Allí tengo más oportunidades. No me veo aquí en el campo.
—Tienes razón. Haces bien en irte, pero recuerda que siempre estaremos aquí para todo lo que necesites. Somos tu familia, no lo olvides.
De regreso en París, Ramiro se dirigió de nuevo al centro que le había asignado el gobierno francés en Nanterre, un sótano con camas militares donde se distribuían el espacio unos doscientos refugiados. Allí solo iba a dormir; el resto del día lo pasaba en el hotel Lutetia, donde los franceses ponían a disposición de los republicanos españoles bandejas con comida y donde Ramiro recibía información. Los deportados podían ir a comer a las cantinas con los vales que les daban en la Cruz Roja.
—¿Por qué no les pedimos a los cooperantes que nos den vales para ir al restaurante del hotel? Allí sí que se debe comer bien —le propuso su amigo Jesús, y a Ramiro le pareció una brillante idea. Después de dar la lata persistentemente, ¡lo consiguieron!
En aquel lugar, las huellas de la guerra estaban borradas. Lámparas de araña, mantelerías de hilo, vajilla de porcelana, cubertería de plata, servicio uniformado, trato exquisito, platos cuidadosamente elaborados... Era otro mundo. Al entrar, el metre les indicó una mesa que estaba desocupada. A su alrededor médicos y personal sanitario comían y charlaban animadamente. Poco después entraron dos franceses, y al no quedar sitios libres, el metre los situó junto a Ramiro y su amigo. El camarero permanecía atento cerca de ellos para rellenarles el vaso de buen vino francés cuando fuera necesario. ¡El cielo debería ser así! Saboreaban un exquisito magret de pato a la naranja, regándolo con el inigualable caldo que les acariciaba la garganta.
Uno de sus vecinos de mesa le dijo al camarero, un francés con unos grandes mostachos:
—Oye, tú deja aquí la botella, y cuando veas que está vacía traes otra. Ya nos servimos nosotros, hombre, no trabajes tanto.
—Es mi obligación —contestó amablemente el hombre con una sonrisa burlona en los labios—. Lo tengo que hacer.
Resultaba una situación cómica. Aquello sí que había sido pasar del infierno al paraíso.