I
Los alemanes se negaban a reconocer la condición de soldados a los refugiados españoles y estos fueron trasladados en calidad de prisioneros políticos (el Führer les retiró su condición de prisioneros de guerra); por este motivo el teniente francés tenía tanto miedo cuando descubrieron aquella mañana los tanques alemanes, y lloraba desesperado por sus tres amigos. Cuando el tren de mercancías alcanzó la estación de Trèves, el convoy se detuvo con su carga humana en las tripas. Franceses, canadienses, ingleses, belgas..., integrantes todos del Ejército aliado, se observaban unos a otros casi sin hablar, aguantando a duras penas la respiración para no resaltar del grupo. Los alemanes los condujeron hasta un campo de selección para prisioneros de guerra donde los instalaron provisionalmente. El trato fue correcto y permitió, en las tres semanas que duró la estancia, recuperar las fuerzas perdidas. Llevaban muchos días sin comer, sin un sitio donde hacer las necesidades mínimas, sin beber ni apenas dormir. Su aspecto se había deteriorado de tal manera que resultaba fantasmagórico; como una escena de la película La noche de los muertos vivientes. A Ramiro se le habían quedado piernas de huérfano y el carácter irascible. No parecía él.
Llegó la hora de la comida y cada prisionero recibió su ración; un buen cuenco de alubias. Los presos miraban el guiso con ansiedad, pero a la hora de tragarlo... era inútil, no entraba. Su aparato digestivo se había atrofiado con tantos días de ayuno. Tenían un hambre feroz, pero les era imposible ingerir ni dos cucharadas seguidas. Muchos lloraban de impotencia; otros, como en el caso de Ramiro, se lo tomaban con más calma. Se sentó tranquilamente en un rincón y fue engullendo aquellas judías poco a poco, muy despacio, hasta que al cabo de cuatro horas consiguió su propósito.
—Cómetelas todas. Tenemos que recobrar energías. Mastícalas mucho hasta que se conviertan casi en puré y luego te las tragas..., muy poquita cantidad cada vez. ¿Ves?, así..., como yo hago —le decía a Manuel, y le abría la boca para enseñarle las judías trituradas—. ¿Dónde está padre?
—Allí enfrente, hablando con unos franceses.
—¿Tú crees que se las habrá podido comer?
—Vamos a preguntárselo.
—¿Qué tal va? —Nicasio tenía el plato aún prácticamente lleno.
—No puedo tragar, me ahogo.
—Debe hacer un esfuerzo. Lo irá consiguiendo. Nosotros nos lo hemos comido todo. Hágalo; después se va a encontrar mucho mejor.
Los dos chicos se quedaron acompañando al padre, animándole a ir tragando aquellas alubias que constituían el símbolo de su resistencia. Nada de tirar la toalla. Siempre hacia delante luchando para sobrevivir. Y cuando uno de ellos decayera, allí estarían los otros para apuntalarle. Los tres disponían de buenos asideros donde agarrarse.
Al día siguiente, con el estómago ya recuperado, a la hora de la comida pasaron un buen rato. Por fin podían disfrutar de ella y saborearla. ¡Qué buenas podían saber unas simples judías cocidas en determinadas situaciones!
Aquellas semanas transcurrieron tranquilas; de charla con los compañeros. Todos estaban noqueados por las atrocidades vividas y sufridas, y el descanso era un buen reconstituyente.
—A formar —ordenó al grupo de españoles un mando alemán, grande como un cíclope, aquella mañana de junio. Y los prisioneros fueron conducidos de nuevo a la estación de tren. Su siguiente destino sería Núremberg. Despuntaba junio; el sol brillaba cegador, hiriendo los debilitados ojos de los prisioneros; les parecía imposible después del terror vivido ver a los pájaros volando por el firmamento y regalando alegres trinos. La vida continuaba para algunos seres como siempre, sin variedades. Era difícil de entender para aquellos a los que se les negaba la libertad, se les vejaba, torturaba y humillaba a cada instante.
Al llegar a la ciudad de Núremberg, los soldados alemanes les hicieron atravesarla andando de punta a punta. Pasaron por el casco antiguo, dividido por el río Pegnitz, recorrieron sus calles de pasos empedrados, en forma de canal, con puentes de piedra medievales. Subieron sus empinadas cuestas, hasta por fin llegar al Campo Zeppelín, que había servido hasta entonces como lugar de adiestramiento para los jóvenes hitlerianos. El centro contaba con unas instalaciones modernísimas. En 1934 el arquitecto del Tercer Reich Albert Speer había diseñado su colosal tribuna, que pronto alcanzó fama mundial.
Los españoles tuvieron que pasar de nuevo el mal trago de instalarse en tres barracas completamente aisladas del resto del campo, como apestados, separados de los prisioneros de otras nacionalidades. Un día dudoso, en el que nubarrones negros presagiaban lluvia pero, sin embargo, lucía un sol de solemnidad sin saber su procedencia, vieron llegar a un grupo de hombres vestidos de civiles acompañados por el comandante del campo uniformado. Poco más tarde se enteraron de que se trataba de miembros de la Gestapo. Estos hombres se paseaban altivos y prepotentes delante de los prisioneros. Uno de ellos se acercó a Ramiro, y al verle tan rubio y con los ojos azules le preguntó emitiendo una especie de ladrido:
—¿Polaco?
—No, soy español.
—¿Polaco? —repitió alzando aún más la voz.
—No..., soy español.
—¡Polaco! —gritó por tercera vez entremezclando la palabra con un alarido al mismo tiempo que golpeaba la cara de Ramiro con la mano derecha abierta, soltándole la bofetada más contundente que el chico había recibido en su vida. El muchacho, que perdió el equilibrio con el golpe y casi da con sus huesos en el suelo, se recompuso, agachó la cabeza y no contestó. Así probó en sus carnes por vez primera cómo se las gastaba la Gestapo, la policía secreta del Estado. Acto seguido dio comienzo el cacheo; algunos de sus miembros los registraban brutalmente, como si se trataran de los peores criminales, con insultos, ultrajes, vejaciones... Allí les entregaron a cada uno su correspondiente placa de aluminio con un número de prisionero de guerra. ¡Ya estaban fichados! A Ramiro le tocó en suerte el 40582. Todos debían llevarla colgada al cuello con una cuerda y aprendérsela de memoria en alemán por si les preguntaban.
En el desayuno repartieron té en abundancia, lo que quisieran beber. A la hora de la comida les sirvieron un caldo fluido de harina con fuerte sabor químico, y para la cena un trozo de salchichón con un pan para tres. Ese pasó a ser el menú diario durante su estancia en aquel centro.
Allí no había nada más que hacer, así que aprovechaban la bonanza primaveral para sentarse al sol haciendo corrillos, recordando con tristeza su tierra tan lejana en el tiempo y tan cercana en la memoria, comentando, en muy baja voz, los maltratos de algunos miembros de la Gestapo, e incluso, los más jóvenes, riendo por cualquier nadería, lo que constituía una buena medicina para el cerebro. El que llevaba la voz cantante en lo que a bromas se refería era siempre Ramiro. Su sentido del humor no veía fin. A todo le sacaba punta para conseguir la risa de sus compañeros. Salpicando de chistes, chascarrillos y ocurrencias cualquier conversación se llegó a hacer muy popular. Pero los ratos bañados por el calor tibio de la solana se veían oscurecidos al incorporarse de su asiento. Todos, sin excepción, se iban debilitando; se les nublaba la vista, se les doblaban las piernas y caían al suelo como muñecos de goma. Después se iban restableciendo hasta lograr incorporarse de nuevo. «¿Qué nos están dando en la comida?», se preguntaban.
Manuel era uno de los más afectados. Su debilidad iba en aumento; tan mal se encontraba que le tuvieron que llevar a la enfermería. Ramiro le acompañó. En la puerta los esperaba un médico francés de ascendencia latinoamericana que hablaba un perfecto español. Un hombre maltratado por el tiempo, de voz enronquecida, que enarcó las cejas al escuchar su explicación.
—Os recomiendo que no volváis a beber té nunca más. Eso es lo que os está debilitando —afirmó—. Podéis lavaros los pies, o hacer lo que queráis con él, pero no ingerirlo. No alimenta, debilita. Tenéis el estómago vacío, lo llenáis de ese brebaje y os sienta fatal.
Desde ese momento los recipientes con el té se quedaban llenos, tal y como los alemanes los traían.
El mes de junio transcurrió sin incidencias, hasta que una mañana calurosa y brillante de un julio incipiente se les ordenó de nuevo partir hacia otro punto de la Alemania nazi, otro campo de prisioneros de guerra situado cerca de la ciudad de Moosburg. Ya estaban acostumbrados a los cambios; no les pilló de sorpresa.
Una vez en su nuevo destino, descubrieron que los alemanes se portaban mejor aquí con los españoles que en los anteriores centros; al menos no los aislaban. Compartían espacio con los demás prisioneros sin establecer diferencias, todo un lujo al que no estaban acostumbrados. Aquí consiguieron de nuevo reponer su debilitado estado físico. Cuando llegaron a esta nueva ubicación, a Ramiro se le marcaban los huesos bajo una piel demasiado blanca, y las venas color violeta destacaban formando ríos y afluentes que recorrían su cuerpo. Daba pena verle y Nicasio estaba todo el día pendiente de él, preocupado por su estado de extrema delgadez.
Lo del principio resultó ser un espejismo; una vez más, los españoles fueron discriminados; los hicieron pasar por las oficinas del nuevo centro, solo a ellos. Las mesas de los despachos estaban ocupadas por secretarias. Los prisioneros aguardaban su turno, hasta que le llegó la vez a Ramiro. La joven funcionaria, una bella mujer rubia de piel fina y aterciopelada y ojos limpios y avispados, se quedó mirando la cara del chico descaradamente durante unos segundos y sin dirigirse a él llamó a su oficial superior.
—Este chico es menor. Seguro que no tiene veinte años —acertó a entender Ramiro.
El oficial le observó durante unos segundos para terminar contestando:
—No importa, no deja de ser un rojo español más. —Este militar era miembro del ejército regular, supuestamente más humanos, menos sanguinarios que la Gestapo y que las SS, pero en esta ocasión no sintió ninguna compasión por aquel muchacho aturdido que los miraba con cara aún infantil. La mujer agachó la cabeza y apuntó en la ficha: «Ramiro Santisteban Castillo, rojo español». Su tersa mano de piel blanca y uñas cuidadas temblaba ligeramente al escribir el informe.
Durante ese mes de julio, casi dos meses antes de cumplir los diecinueve años, Ramiro consiguió restablecerse de su extrema delgadez y recuperar gran parte de la energía que le había ido abandonando a lo largo del sinuoso y siniestro camino recorrido en esa terrorífica e inhumana primavera, donde presenció las mayores atrocidades que jamás hubiera podido imaginar.
Aquellas tres semanas de julio fueron de reposo absoluto. Sin trabajar, comiendo tres veces al día..., parecía que la vida les daba un respiro. Pero ¿por cuánto tiempo? El rancho era bueno aunque rutinario: judías, lentejas, garbanzos..., siempre lo mismo, que giraba en una ruleta sin fin; a la siguiente semana, lentejas, garbanzos, judías... Pero las legumbres permitían tener el estómago ocupado, que es de lo que se trataba.
La mañana del 4 de agosto el comandante llamó a todos los españoles a formar, y después de impartir un breve discurso, traducido palabra por palabra por un intérprete, les anunció amablemente que volvían a España.
—Ahora os vamos a llevar a la estación de tren, escoltados por soldados del ejército regular, y partiréis hacia vuestro país. ¿Estáis contentos? —Los prisioneros se miraban unos a otros sin saber qué decir. No estaban acostumbrados a un trato tan cordial. El desconcierto continuaba siendo el principal protagonista.
Ramiro, junto a su padre y su hermano, subió a uno de los vagones de aquel tren de mercancías para transportar ganado, cerrado por completo del exterior, con pequeñas rendijas por las que de día atravesaban debilitados rayos de luz, ventanucas protegidas con alambre de púas para que no pudieran sacar ni una mano. Se encontraban expectantes ante el regreso a su patria, aunque sabían que allí los esperaba el gobierno franquista; aquello significaba morir fusilados casi con toda seguridad, o, en el mejor de los casos, la cárcel. Pero ¿qué más daba perder la vida a manos de los alemanes o de Franco? En la puerta del vagón les dieron a cada uno un pedazo pequeño de pan y un trocito de aquel salchichón repugnante que sabía a plástico y carne podrida. La incertidumbre reinaba en el ambiente durante todo el trayecto, aunque la gran mayoría estaba convencida de que volvía a su país; así se lo habían comunicado con toda «amabilidad». Por primera vez desde que cayeron en manos de los alemanes, se habían dirigido a ellos como si fueran personas y no animales.
De aquel vagón ya no pudieron salir en las tres siguientes jornadas. Hacinados como bestias, de pie unos contra otros, sin apenas luz ni oxígeno que respirar. A veces el convoy se detenía en una vía muerta para dejar pasar a algún tren militar; las horas se hacían interminables. En una de estas largas paradas descubrieron a través de las pequeñas rendijas un nutrido grupo de niños de cara sonrosada y feliz, con su mochila al hombro repleta de libros. Su curiosidad los empujaba al vagón y al ver los rostros demacrados de aquellos infelices, les preguntaron en alemán apoyándose con sus manos:
—¿Quiénes sois?, ¿de dónde venís? —Uno de los españoles, un catalán que hablaba algunas palabras en alemán y comprendía perfectamente el idioma, respondió.
—Españoles.
—¿Españoles?, rotspanier -Y se llevaban la mano a la garganta. Utilizaban su dedo infantil a modo de cuchillo para simular que les rebanaban el cuello. Hasta los niños hacían ademán de asesinarlos. Aquellos no tendrían más de siete años. El desconsuelo era peor incluso que el dolor físico, peor que el hambre y que los picores producidos por los piojos y la tiña. Mucho peor que el calor sofocante que convertía al convoy en una estufa. El sentirse tan odiados los sumergía en un abismo de desesperación, en una desolación sin consuelo. En otra de las largas paradas les tiraron piedras y cristales... Se sentían escoria. ¡Dios, cuánta humillación! ¡Cuánto fanatismo!, o cuánto miedo a los nazis.
Nicasio intentaba orientarse a través de lo poco que se veía de paisaje, pero no lo conseguía. Continuaba convencido de su regreso a España. Haciendo gala de un gran compañerismo, los españoles se iban turnando para sentarse, para tumbarse, para orinar... Esto último lo hacían en unos recipientes que les habían proporcionado los nazis, y el líquido amarillento y maloliente lo arrojaban por las diminutas ventanas, vertiendo gran parte del contenido dentro del vagón. Evacuaban como podían, por turnos, en un rincón. Los olores eran a veces insoportables, irrespirables.
El tren por fin se paró definitivamente. Las puertas de aquel vagón se abrieron con violencia y Ramiro y su familia fueron obligados a bajar a patadas y culatazos de fusil, mientras los perros adiestrados para matar de aquellos soldados férreos dibujaban con sus miradas, sus ladridos y su ímpetu la palabra muerte. Acobardados, temerosos y aturdidos, tomaban contacto definitivamente con los miembros de las SS que a partir de ese momento se convertían en omnipresentes.
- Raus, raus! -«¡Fuera, fuera!», gritaban aquellos asesinos.
Casi ciegos, con los músculos agarrotados por todo aquel tiempo transcurrido en posturas imposibles, manchados de excrementos, con un olor pestilente a sudor y humanidad nauseabunda, fueron obligados a formar en filas.
Sentimientos de repugnancia, de repulsión, de indefensión, de impotencia se entremezclaban en sus frágiles cerebros sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo. ¿Dónde los habían llevado?, ¿qué era aquello? Nada más bajar del tren, Ramiro comenzó a divisar toda la belleza de aquel entorno con apariencia de vergel. Mauthausen era un pueblo a orillas del Danubio, con verdes praderas que conservaban su frescura a pesar del sofocante agostamiento climático, gracias a las influencias del gran río. Parecía que nada malo les podría ocurrir allí. Sentía sobre su maltrecho rostro la bonanza del sol acariciándole la piel, y el bamboleo de una suave brisa. Con la orden de formar de inmediato y bien escoltados comenzaron la marcha. Algunos se caían; ni siquiera el esfuerzo sobrehumano que realizaban conseguía mantenerlos en pie; sus compañeros les ayudaban a levantarse en una solidaridad compacta y más viva que ellos. Los soldados de las SS, implacables, continuaban con las patadas y los golpes, azuzando a sus perros para que mordieran a los prisioneros que desfallecían. La marcha era a un ritmo desenfrenado y aquellos hombres habían vivido las últimas horas hacinados en un vagón de tren, masacrados por el hambre, los piojos, las enfermedades y la suciedad: la mayoría no lo resistían y caían desmayados.
—¡Aguantad! Estos no se andan con chiquitas —recomendaba Nicasio exhausto—. No llaméis la atención, no habléis.
—No se preocupe por nosotros, padre. Guarde las fuerzas para caminar —le respondía Ramiro con los ojos hundidos por la fatiga y el hambre, aunque aún fuerte gracias a su extrema juventud. Los prisioneros, como agrios penitentes, subían la empinada cuesta esforzándose al límite de sus mermadas fuerzas mientras recibían golpes e insultos. Ramiro no podía pensar. Una apatía amarga le sumergió en la acción de caminar sin detenerse, sin preguntarse nada.
Durante el trayecto veían comandos de prisioneros afanándose en distintas tareas con uniformes a rayas azules y grises: trabajaban en la estación y sus cercanías. Los recién llegados caminaban sin descanso, sudando, con la luz cegadora del sol de agosto en sus pupilas debilitadas por tantos días de casi absoluta oscuridad. El camino era todo en pendiente. Las casas de los campesinos dibujaban fachadas con múltiples ventanas pequeñas de cercos cuadriculados, y balcones de madera trabajada. Los tejados grises de pizarra se entremezclaban con otros rojos y marrones. En las puertas de las viviendas, adosados a la pared, troncos de leña guardaban un orden simétrico amontonados unos encima de otros. También observó Ramiro casas de sangre azul, orgullosas, y de un porte distinguido que las diferenciaba del resto. Muchas de las fachadas estaban revestidas de madera, sobre todo en la parte alta, omnipresente en la arquitectura de la zona. Caminaron durante un buen rato siguiendo el curso del Danubio, escoltado por bosques de abetos, pinos azules, laderas verdes. Dos pajarracos negros, parecían cuervos, volaban casi al ras del suelo planeando sobre un sembrado. Una pequeña ermita encalada y con el frontal rectangular miraba el río con su torre redonda, puntiaguda, gris y afilada como un lapicero al que se le acaba de sacar punta, rematada por una cruz con peana esférica. Llevarían unos tres kilómetros recorridos por una carretera custodiada a los lados por almendros y magnolios, haciendo un esfuerzo sobrehumano, amedrentados por los golpes y los insultos, cuando llegaron hasta una cuesta empinadísima. Les parecía imposible subirla, pero los perros de las SS les ayudaron a hacerlo a dentelladas. El Danubio saltaba unos centímetros en un desnivel, formando una espuma blanca.
—Padre, apóyese en mí. Que no le vean caerse. Ponga un brazo en el hombro de Manuel y el otro en el mío. No haga esfuerzo, nosotros le llevamos.
La cara de Nicasio transmitía un dolor infinito. No podía más; pero ya divisaban la puerta del nuevo centro que en esta ocasión no era otro campo de internamiento como los franceses donde no les obligaban a trabajar; se trataba del campo de exterminio nazi de Mauthausen, clasificado como de tercera categoría: exterminio total.