IV
Por aquellos días la radio lanzaba continuamente mensajes apocalípticos que ensombrecían los ánimos de Ramiro y su familia. La voz del locutor, limpia y exaltada, llegaba hasta sus oídos como si fuera una granada de mano. A finales de 1938 el general Franco ya estaba decidido y preparado para conquistar Cataluña y mandó desplazar a sus mejores divisiones nacionales a la línea del frente que bordeaba por completo la región. Era un ejército grande y fortalecido, con unos trescientos mil hombres y muchos medios tanto terrestres como aéreos. El Ejército republicano, sin embargo, se encontraba muy menguado; con unos doscientos cuarenta mil soldados casi desarmados y con la moral perdida. Muchos civiles y militares republicanos vagaban por los Pirineos arrastrando sus cuerpos maltrechos por la nieve y el hielo de ese enero gélido de 1939, comiendo culebras, raíces, insectos..., lo que se encontraban en aquella tierra en esa etapa histórica inhóspita y hostil; guareciéndose de las alimañas en cuevas improvisadas que excavaban ellos con sus manos, dejándose las uñas, luchando desesperadamente por sobrevivir.
El general republicano Vicente Rojo intentó enviar por mar desde Valencia algunas unidades de refuerzo, pero ya era demasiado tarde. Cataluña, superpoblada de refugiados y soldados en retirada, volvía sus ojos hacia Francia. El 26 de enero de 1939 los tanques nacionales desfilaban por la Diagonal de Barcelona, lo que significaba la derogación de la autonomía catalana.
Los Santisteban, al igual que otros muchos, prepararon su viaje al país vecino con gran nerviosismo y preocupación. Primero decidieron que lo haría la familia, Silvina con los seis hijos, el 9 de febrero; se irían en tren, protegidos por el Ejército republicano hasta Normandía; más tarde el padre con los dos mayores. A Nicasio no le habían llamado a filas por su edad, pero en ese momento todo era posible y él quería servir a la República hasta su último aliento. Por eso retrasó unos días su marcha, pese a la oposición de su mujer, que luchaba inútilmente por convencerle de lo contrario.
—Vámonos todos juntos, Nicasio. No quiero irme sin ti.
—Debo quedarme, Silvina, al menos unos días más. Todo está perdido, pero ¡quién sabe! Lo mismo remontamos. Hay que luchar hasta el final y yo les puedo hacer mucha falta. El ejército nuestro está muy mermado. Necesita hombres y yo me mantengo fuerte.
—Nicasio, sabes igual que yo que no tenemos ya nada que hacer aquí. Tu vida corre peligro. Si te encuentran los nacionales, te van a matar. Tú te has implicado en política y eso te marca. Vámonos todos a Normandía. Aquí no te vas a quedar solo. No lo consentiré.
—No te preocupes, mujer; soy un padre amarrado a mis hijos. Se quedarán conmigo los dos mayores; Manuel y Ramiro me harán compañía. Nos protegeremos mutuamente y en cuanto podamos iremos a por vosotros.
La mujer se le abrazó sollozando. De pronto exhaló un grito desgarrador; no quería separarse de aquellos tres hombres que significaban tanto para ella; era como si le arrancaran su propia piel. Nicasio permaneció abrazado a su amor unos minutos; besaba sus mejillas, bebía sus lágrimas, olía el sudor limpio de su cuerpo y el jabón de su camisa. Cuando consiguió despegarse de Silvina, salió de la casa caminando entre las sombras que proyectaban los árboles, al encuentro de sus hijos, para comunicarles su decisión. El graznido de un cuervo que rondaba una higuera cercana le hizo mirar a su alrededor, hacia esa tierra española tan querida: ese paraje idílico que rodeaba su casa eventual de La Seo de Urgell donde habían pasado dos años de sus vidas, siempre con la amenaza de que las tropas enemigas les dieran caza; una espada de Damocles que no les permitía sosiego. Silvina, tan preocupada en otros tiempos por su dieta, durante los últimos meses había perdido mucho peso. Tan desmejorada se encontraba que la abuela Rosa estaba muy preocupada por su salud.
—Nuestra Señora del Mar nos valga, Silvina. Como sigas adelgazando de esta manera, no se te va a ver.
—Tengo otras cosas más importantes en que pensar, abuela. Mis queridos Manuel y Ramiro... ¡quién sabe si los volveremos a ver! Maldita guerra que destruye tantas vidas y separa a las familias. —Silvina se deshacía en llanto. No había consuelo para ella. Lloraba con rabia, con hipo, como una novia a la que han dejado plantada ante el altar, como una recién parida a quien tras dar a luz le entregan un hijo muerto...
Ramiro irrumpió en la cocina, donde su madre se revolvía de desesperación.
—Madre, no llore así. Ya me ha contado padre que usted se irá antes con la abuela Rosa, Margarita y los niños en tren. Padre lo ha arreglado con el Ejército republicano y estarán bien atendidos. No se preocupe por nosotros, sabemos cuidarnos.
Un perro vetusto y reumático presenciaba la escena desde la puerta en el momento en que llegó Manuel, que corrió volandero al regazo de su madre.
—Madre, madre... Ahora se tienen que ir por el bien de todos, pero pronto estaremos juntos de nuevo. Madre, madre. —Y escondió su cabeza entre los brazos de Silvina, que parecía un cuadro al que se le adivina su hermosura pero necesita una restauración. Profundos surcos enmarcaban sus labios y unas ojeras fantasmagóricas dibujaban en su rostro el reflejo de la enfermedad. Así permanecieron un buen rato, consolándose unos a otros, queriéndose, oliéndose, impregnándose de esa esencia tan familiar. Era tan grande el dolor... ¡Qué desaliento! Necesitaban un ascua ardiendo que quemara sus miedos, pero no aparecía. Las esperanzas de una vida mejor se escurrían entre sus dedos y no podían hacer nada por atraparlas.
Llegó el día del viaje y todos se dirigieron a la estación de tren en Puigcerdà, ligeros de equipaje, cargados de tristeza. El gran lago que preside el pueblo los despedía repleto de vida. Habían pasado junto a sus orillas ratos inolvidables, compartiendo juegos y risas. Dejaban su país, su tierra, quizá para no volver jamás. No sentían el devastador frío de un febrero recién estrenado; solo notaban el calor de la rabia y la impotencia que asolaba su corazón quemándolos por dentro. Todos se mordían las lágrimas, intentando evitar que los seres amados sufrieran.
—Venga, niños, rápido, subid al tren. Ayudad a la abuela Rosa, que no puede sola. Margarita, Matilde, ¿os habéis despedido de vuestro padre? —Las jovencitas se abrazaron a los que se quedaban como un náufrago a una tabla.
—Basta ya de llantos —susurró Nicasio con una voz que no le salía del cuerpo—. Pronto nos veremos.
El tren partió dirección a la Tour de Carol, su punto de destino. Las esperanzas de Nicasio se desvanecieron como un sueño al despertar. No había solución; todo estaba perdido.
Silvina y los pequeños llegaron a Normandía sin incidencias. Mientras tanto, miles de personas se agolpaban en la frontera desesperadas, hambrientas, enfermas... Daban pena. Algunos presentaban congelación en los dedos, en la nariz, en las orejas... por el intenso frío soportado escondidos entre las montañas de los Pirineos en un mes tan gélido. A otros el tifus los estaba matando; se contagiaba a través de las heces de los piojos. Sus ojos enrojecidos los delataban. Muchos padecían tuberculosis y otros se retorcían de picor a causa de la sarna. El panorama era espeluznante.
En un principio se pensó que tendrían que entrar por la fuerza en Francia, derribando barreras —estaban dispuestos a todo—, pero luego no fue así. La frontera estaba abierta. Los soldados franceses, con caras de estar velando a un muerto, cacheaban a los españoles y les requisaban las armas. Los Santisteban no fueron una excepción: los registraron hasta en el dobladillo de los pantalones. Ramiro, su hermano y su padre soportaban el desalentador panorama callados, muy juntos los tres. Era el 11 de febrero de 1939.