I
El resplandor del amanecer comenzaba lentamente a iluminar la habitación donde dormían Nicasio y Silvina. Venteaba la mañana y los sonidos de contraventanas chirriando al son de las inclemencias del tiempo no despertaron a la pareja; lo que sí consiguió espabilarlos fue ese dolor insistente que de pronto empezó a sentir la mujer.
—Nicasio, que ya viene, me estoy poniendo de parto —susurró ella sin ánimo de alterar a su marido, que aún dormitaba a su lado.
—¿Estás segura, Silvina? —contestó él medio dormido pero saltando de un brinco de la cama.
—Sí, estoy segura. Ya es el cuarto, no soy ninguna primeriza. Vete a llamar a la abuela Rosa y avisa al doctor Ángel Senderos y a la señora María, la comadrona. ¡Ay, ay, ay!... Otra vez. ¡Me duele mucho!
Se despedía ese agosto de 1921 con una tormenta de verano, y mientras Nicasio se ponía a toda prisa los pantalones y la camisa para salir tan veloz como el viento que azotaba en ese instante las puertas y ventanas de la casa en busca de ayuda, un gato de porte aristocrático le observaba atento desde el pasillo.
Nicasio, sin perder un minuto, se dirigió al cuarto de la abuela Rosa y aporreó la puerta con ganas mientras decía:
—Rosa, despierte, Silvina se ha puesto de parto. Se tiene que quedar con ella. Yo me voy a buscar a la comadrona y al doctor Ángel Senderos.
—Ya voy, hijo, ya voy. No te preocupes; tú vete, que yo me hago cargo de todo.
Así vio el pequeño Ramiro sus primeros rayos de sol; tras una tormenta de verano que duró poco más que un suspiro, rodeado de amor y cariño en aquella cama de dos cuerpos donde su madre le trajo al mundo, contundente y niquelada, de hierro forjado a fuego y esferas doradas en las puntas; en la casona grande de Laredo donde viviría toda su infancia. Allí se encontraban sus dos hermanos mayores, Margarita y Manuel, con sus sonrisas sonrosadas lanzándole miradas curiosas (la pequeña Flora había muerto al poco tiempo de nacer), y la abuela Rosa, una entrañable y enjuta anciana de pelo canoso recogido siempre en un moño de media castaña, que en realidad era tía de su madre, pero que fue la que la crió. Era soltera y como Silvina se quedó huérfana de padre y madre siendo una niña, la tía Rosa se la llevó a la aldea donde vivía, y se hizo cargo de ella hasta que la chica tuvo la suficiente edad para ponerse a servir, y más tarde labrarse un porvenir como cocinera ilustrada. Su fama como experta en los fogones traspasaba fronteras.
La casona de los Santisteban permanecía viva muchas horas al día. La vivienda se encontraba en el primer piso, y en los bajos hervía de trajín el comercio, con el dispensario de leche y la zona de ultramarinos; de la fonda, el restaurante y el salón de bodas tan solo los separaban una pared. Además, Nicasio se ocupaba del Correo de La Pesquera, el barrio donde convivían con campesinos y gentes de oficio. Allí todos se conocían y respetaban. Ramiro creció entre el verde cántabro de los campos de Laredo y la playa de arenas finas y limpias que expandía su manto en más de cinco kilómetros. El ronroneo de las olas le sirvió de nana en sus primeros años de vida.
Nicasio y Silvina no se conformaron con estos tres hijos primeros. Poco a poco irían llegando otros para engrosar la familia: Francisco, Alfonso, Matilde, luego Conchita, y por último José Manuel; ocho hermanos, ocho bocas que alimentar, afortunadamente sin problemas económicos gracias a los negocios familiares.
Los Santisteban también tenía en propiedad una granja de vacas, y caballos. Además a Nicasio le habían asignado una delegación de leche de la casa Nestlé. Mejor no les podían ir las cosas; el trabajo, omnipresente, los mantenía ocupados sin permitirles sosiego, pero eso implicaba el buen funcionamiento de su economía doméstica. Cada noche se acostaban con la certeza de haberse ganado holgadamente el pan que comían, y el descanso consistía en cuatro o cinco horas de sueño profundo. Según caían en la cama, así amanecían, en la misma postura, tal era el desgaste que sufrían con sus quehaceres diarios.
Los niños estaban al cuidado de la abuela Rosa, mientras Silvina se hacía cargo de la tienda, del bar, del salón de bodas y de la fonda, ayudada tan solo por dos mujeres, y por trabajadores eventuales, a los que llamaba en caso de aprieto excesivo.
Sus guisos de callos y caracoles se habían hecho tan famosos en la región que venían de otros pueblos y ciudades tan solo por probarlos. Ramiro y sus hermanos eran testigos de cómo su madre, acompañada de sus pupilas, lavaba los moluscos minuciosamente en un riachuelo cristalino que corría muy cerca de la casa. Silvina inspeccionaba que no les quedara ni una sola baba; cuando ella consideraba oportuno daba el visto bueno, pero mientras tanto las chicas seguían aclarando y aclarando a los babosos animales sin descanso. Previamente los había purgado durante días, manteniéndolos en un saco poroso con harina de maíz. Esta operación se repetía con frecuencia; al ser la especialidad de la casa formaba parte de la rutina diaria.
Otro asunto que mantenía a Ramiro en alerta era el de las bodas. En determinados meses del año, desde abril a octubre más o menos, rara era la semana que no se celebrara alguna. Desde un escalón de piedra observaba cómo llegaban los novios al restaurante, convertidos en marido y mujer, a pie, cogidos del brazo y encabezando un desfile de familiares y amigos. Se dirigían sonrientes y felices, repartiendo miradas de complicidad, a ocupar las sillas y mesas de tijera vestidas con manteles blancos y flores dispuestas en el gran salón habilitado para estas ocasiones. Allí comenzaba la fiesta.
Margarita y la abuela Rosa veían pasar a la comitiva desde los balcones de la casona y hacían comentarios sobre lo que llamaba más su atención: el traje de la novia, cómo iban vestidos los invitados... Se fijaban en todos los pormenores y los desmenuzaban.
Aquella mañana se casaba una prima lejana de Nicasio y la expectación era aún mayor.
—Qué mala suerte va a tener la Marimar. El cielo se está empezando a descomponer; chaparrón seguro. Se le va a mojar el vestido que le ha hecho la señá Eufrasia —auguró la abuela Rosa colocada ya en un sitio estratégico para no perderse ni un solo detalle y poniendo la mano en la oreja para facilitar la audición; parecía que se escuchaban los primeros cánticos.
Margarita, tras entrar a la casa a por un paraguas verde descolorido por tantos años de lluvias soportados, añadió:
—Pues me ha dicho que se ha gastado buenos duros en el traje. Ahora veremos si los merece.
Ya se oía el jolgorio de la comitiva subir por la cuesta de la iglesia. La expectación aumentó. Margarita y la abuela Rosa sacaron medio cuerpo por el balcón; los pequeños, a su lado, se agarraron a los barrotes; Ramiro contemplaba solitario la escena desde su posición. Olía a flores recién cortadas. El ambiente de fiesta lo cubría todo y transmitía alegría, ganas de unirse al jolgorio. Los perros de la casa se revolucionaron, ladraban a los que llegaban, pero sin ánimo de agredir; eran ladridos de complacencia, de bienvenida. Estaban acostumbrados a fiestas.
—¡Vivan los novios! —gritó un hombre bajito y regordete, con la cara colorada y dibujada con el mapa de los vinos de la región.
—¡Vivan! —contestaron al unísono todos los invitados que iban ataviados con sus mejores galas.
—¡Vivan los padrinos! —vociferó en esta ocasión una mujer, delgada como una flauta y con la permanente del pelo muy marcada.
—¡Vivan! —repetían mientras saboreaban las ricas paellas, los olorosos asados y los delicados postres que Silvina había preparado en sus fogones. Y vino, y más vino, y canciones populares que salían espontáneas de las bocas de los comensales eufóricos de dicha, y de alcohol.
Ya se va ocultando el sol
por detrás de los coteros
ya se quedan los amores
ya se marchan los romeros.
Entonaban acompañados de panderetas, tambores, pitos, e incluso con rabeles y dulzainas, mientras el vino seguía cayendo en sus bocas desde porrones, vasos y botellas. El de albillo era muy festejado sobre todo en los postres, ya que tenía un paladar dulzón que entraba muy bien.
Eres alta y delgada como tu madre, morena salada, como tu madre,
bendita sea la rama que al tronco sale, morena salada,
que al tronco sale...
Algunos traían sus instrumentos musicales, pero los más bailaban y cantaban al son del organillo que había comprado Nicasio, único en el pueblo, y buen reclamo para la clientela. Por eso casi todas las bodas de Laredo se celebraban allí. Nicasio había sabido invertir; la rentabilidad que le sacaba al famoso organillo era muy alta.
La mirada azul de Ramiro observaba entre curiosa, intrigada y divertida todo lo que ocurría mientras los invitados continuaban con sus chuflas, parrandas y cancioncillas.
Porque te he dado un beso llora tu madre, llora tu madre.
Ven que te dé otro para que calle, para que calle.
Se aprendía estas canciones mientras jugaba con sus hermanos Manuel, Francisco y Alfonso a hacerse tirachinas con ramas de los árboles, o a las chapas. Quien ganaba le exigía a los demás una prueba.
—Tienes que subirte a ese árbol, recoger de lo más alto veinte manzanas, y bajar con ellas sin caerte ni tirar ninguna.
—Sí, hombre, lo que tú digas. Manuel, padre no nos deja hacer eso —protestaba Ramiro—. No quiero que me vea y luego me castigue.
Los ojos de Ramiro, abiertos a los acontecimientos que se sucedían aquella tarde de boda, vieron cómo entre dos hombres cogían con sus manos entrelazadas a otro que no se podía mantener en pie, y se lo llevaban a la sillita de la reina supuestamente hasta su casa. ¿Por qué ese señor ladeaba la cabeza, mantenía los ojos entrecerrados y hablaba torpemente? El niño corrió a preguntarle a su padre qué era lo que estaba pasando, y este le contestó sonriente:
—Se ha mareado de tanto bailar.
Mientras novios e invitados festejaban el enlace saboreando exquisitos guisos (en esta ocasión Silvina había hecho una monumental paella para cien comensales que olía a glorias y que mereció un apretado aplauso de los invitados al terminarla), vinos, y bailando hasta el amanecer en el salón de bodas, Nicasio charlaba animadamente con algunos amigos en el bar contiguo. Muchos eran indianos, que habían hecho fortuna en América y disfrutaban de una buena posición económica de vuelta en su tierra; otros solo campesinos de la zona. Hablaban sobre todo de política (Santisteban pertenecía al partido socialista y era miembro de UGT), e intercambiaban opiniones. Una parte de los contertulios rechazaba el golpe del general Primo de Rivera de 1923, y la dictadura militar que con el beneplácito de Alfonso XIII sustituyó al gobierno liberal. Aunque el golpista, si bien había adoptado medidas sancionadoras contra la CNT, toleraba todos los movimientos de la UGT, hasta el punto de convertirse esta en la primera central sindical de España. Unos y otros comentaban pormenores, opinaban, mientras fumaban liándose un cigarrillo tras otro, y echando un trago de vez en cuando. Cada tarde noche de tertulia arreglaban el difícil panorama político español, aunque solo fuera de boquilla, envueltos en efluvios de aguardiente y humo de tabaco. Olía a anís, a taberna limpia y concurrida.