VI

Ramiro esperaba todos los días que llegara la noche para dormirse pegado a su padre. Era el único rato llevadero de su realidad diaria. Nicasio arrastraba ya un cuerpo asediado por la enfermedad, aunque su solidez humana continuaba siendo inquebrantable y su hijo le seguía manteniendo en un altar. La voz del hombre se había vuelto cavernosa, pero su olor permanecía inalterable y Ramiro lo reconocía de lejos: emanaba esencia a tierra mojada, a madera recién cortada... Desde que el chico era muy pequeño recordaba este olor tan característico que a él le embriagaba y le imprimía seguridad. Cada noche, después del brutal recuento, Ramiro miraba por el ventanuco de la barraca hacia el cielo; al menos la visión del firmamento estrellado no se la podían quitar los nazis y el aroma inconfundible de su padre tampoco. Los Santisteban evitaban en lo posible hablar por las noches de trabajo, aunque a Nicasio se le escapaban muy a menudo las mismas preguntas:

—¿Hoy os han pegado?

Bien sabía él que pasar un día entero en la cantera sin llevarse algún cacharrazo era prácticamente imposible. El hombre disfrutaba en la tertulia de amigos de su misma edad con los que hablaba de política, de tiempos pasados, y Ramiro y Manuel también tenían sus amistades, jóvenes como ellos a los que a veces se les olvidaba el peligro.

Antes de conciliar el sueño bromeaban con los compañeros de barraca hasta que Nicasio protestaba:

—Ramiro, ya está bien, que los mayores tenemos que descansar para recuperar fuerzas y como os oiga el jefe, os va a mandar salir fuera.

Casi todas las noches ocurría la misma escena. Luego se quedaba dormido profundamente, a pesar de que la paja del saco que hacía las veces de colchón le irritaba la piel hasta ocasionarle sarpullidos y rozaduras. Aquella noche soñó una vez más con Laredo. Su perro Capitán le seguía, corriendo con la lengua afuera, mientras él galopaba a la grupa de su yegua Princesa por la playa. Con ella se metía en el agua para jugar con las olas, y aquel manto azul ondulado acariciaba sus cuerpos con movimientos rítmicos y constantes; el agua tibia olía a salitre y a caracola. Capitán los perseguía a nado en su recorrido hasta que aparecía su hermano Francisco, que venía a buscarle con la bicicleta. «Ramiro, madre quiere que vuelvas a casa. Te tienes que vestir ya. La boda empieza dentro de media hora. Me ha dicho que como no vuelvas inmediatamente te la vas a ganar», le gritaba desde la vereda; y él, palmeando el cuello musculoso y en algunos puntos temblón de su yegua, le susurraba al oído: «Vámonos, Princesa, que si no madre se va a enfadar conmigo». Mucho antes de llegar a la casona ya le llegaban los olores de los guisos: los callos, la paella, la ternera asada, los flanes caseros... Se le hacía la boca agua. ¡Cómo le gustaba la cocina de su madre! Se casaba la prima Rosalía, una de las preferidas de Silvina y además su ahijada. Seguro que la cocinera se había esmerado aún más de la cuenta en la elaboración de los platos.

—Ramiro, date la vuelta, que estoy en muy mala posición.

—¿Eh?... ¿eh?... ¿qué pasa?

—Que me duele la espalada. ¿Te puedes dar la vuelta?

—¡Ah, es usted, padre! Estaba soñando.

—Ya lo he notado. ¿Otra vez con Laredo? ¿A qué prima has casado hoy?

—¡Jo, padre!, ¡cómo lo sabe usted! Creo que se casaba la prima Rosalía y madre hacía unos guisos... ¡Cómo olía la paella!, y también había hecho rosquillas de postre.

—Ramiro, pero si ya las has casado varias veces a cada una en tus sueños.

El muchacho no terminó de oír lo que el padre le decía. Antes de que Nicasio finalizara la frase, a Ramiro el sueño le había vencido de nuevo.

Ramiro había probado ya casi todas las obras que se estaban construyendo en el campo. Como por su corta edad no tenía oficio determinado, le destinaban de una a otra prácticamente cada semana. Aquella mañana le habían asignado trabajar en la cantera. Estaba picando la pared de granito cuando una piedra le cayó encima, le dio en una pierna y le produjo un arañazo profundo. La herida no era muy grande, pero no tenía buen aspecto. El sargento de guardia, que se dio cuenta de lo ocurrido, le mandó para la enfermería. Al chico no le hacía ninguna gracia visitar ese lugar, sabía que era poco recomendable, pero no le quedó más remedio. Allí estaba el comandante médico, un tipo de cabeza grande, rechoncho y malencarado.

—A ti qué te pasa —gruñó gritando, como hacían siempre los SS al dirigirse a los deportados.

—Me he herido en la cantera.

El comandante miró de lejos la herida y ordenó:

—Hay que hospitalizarle y cortarle la pierna. —Ramiro se convirtió en una estatua de mármol. Se esperaba cualquier cosa de los SS, pero esto significaba su sentencia de muerte. Allí no había ningún lisiado. Si le cortaban la pierna, pasaría de inmediato al crematorio. Llorando pensamientos se recostó en la pared sin aliento para mantenerse firme. Su vida corría serio peligro. Una vez más, la muerte le andaba rondando embriagada de crueldad.

En la enfermería trabajaba un cura alemán que llevaba el triángulo de los homosexuales, y al escuchar lo que estaba ocurriendo le gritó aparentemente enfurecido:

—Ven aquí..., a ver esa herida. —Así les hablaban siempre a los prisioneros, como si se tratara de bestias a las que había que azuzar. Pero aquel hombre estaba actuando. Cuando Ramiro llegó a su altura le susurró al oído—: ¡No se te vuelva a ocurrir volver más por aquí! Vente por la noche una o dos veces por semana y yo te curaré la herida. No puedes visitarme más días porque se darían cuenta y nos matarían a los dos. Y ahora vuelve al trabajo como si no te doliera. Y sobre todo, ¡no cojees!

Ramiro obedeció sin rechistar y salió a toda prisa, andando firme y derecho, aguantándose el dolor. Por el momento, una vez más, había salvado la vida.

La herida no terminaba de cicatrizar y en ocasiones Ramiro, por más que lo intentaba, no podía disimular el dolor y renqueaba de forma evidente.

—¿Por qué cojea Santisteban? ¿Está herido o qué le pasa? —le preguntó un joven oficial nazi con aspecto de aristócrata y modales educados al delegado de los españoles. Ese alemán no tenía nada que ver con el resto. Destilaba buenas maneras; no parecía nazi.

—Yo no he visto que esté cojo —contestó el delegado, que estaba al corriente de lo que sucedía.

—Mándale que venga a verme a mi barraca.

Ramiro obedeció esa misma tarde la orden.

—Siéntate, Santisteban —le dijo; era el único nazi que llamaba a los españoles por su nombre—. ¿Qué tienes en la pierna?

—Nada.

—¡Qué tienes en la pierna!

—¡Que no tengo nada!

—¡Levanta el pantalón! —El olor a carne putrefacta le echó para atrás—. Mañana tú no vas a trabajar. Vete ahora mismo a la enfermería.

—No. Usted me perdonará, pero yo no voy a la enfermería.

—¡Es una orden! —gritó colérico, enrojecido.

—¡No voy a la enfermería!

—¡Vas a ir quieras o no quieras!

—Lleva usted una pistola..., me pega un tiro con ella, pero yo no voy a la enfermería. —A Ramiro le temblaba la voz; sus labios lloraban palabras renqueantes, y su aspecto de huérfano desprotegido le traicionaba. Se veía a las claras que estaba aterrorizado.

—¿Por qué? —preguntó el nazi suavizando la voz.

—Porque cuando fui, el comandante médico dio orden de hospitalizarme para cortarme la pierna. ¿Usted sabe lo que significa eso?

Se quedó callado unos segundos... y continuó:

—Mañana vas a la enfermería y yo te aseguro que me encargaré personalmente de que no te pase nada. Estarás bien. ¿Confías en mí?

—En usted sí.

Así salvó Ramiro su pierna y, una vez más, la vida. Había esquivado de nuevo a la muerte en un regateo continuo, sin tregua.

En la enfermería recibió a Ramiro un médico español, que nada más verle le dijo:

—¡Hola, Santisteban! Tienes mucha suerte. Se nota que estás muy bien recomendado.

—Mejor estás tú, que trabajas con los nazis —le contestó Ramiro visiblemente enfadado por la ironía fuera de lugar de aquel compatriota.

—¡No digas tonterías, hombre, que no te quiero ofender! Hay un SS que me ha hablado de ti, un sargento joven que conoce bien tu nombre. Se nota que te aprecia mucho.

—Ya lo sé. Me lo ha demostrado en algunas ocasiones. No es como los demás. Demuestra humanidad. Nos conoce hasta por el nombre.

—Me ha dicho que avise a todo el personal de la enfermería y que si te ocurre algo, los manda a todos al crematorio. —Ramiro sonrió satisfecho; no todos los SS eran unas bestias asesinas: ese hombre le había demostrado que tenía alma. No estaban solos, alguien los protegía.

Ramiro tuvo que permanecer ingresado casi un mes. La herida había empeorado de manera alarmante y se le había hecho un boquete considerable en la pierna. En ese tiempo descansó y recuperó fuerzas. ¡Que falta le hacía!

Los nazis requisaban con frecuencia casas del pueblo y una mañana, ya entrada la primavera, Ramiro, junto con otros cinco compañeros del comando al que en ese momento pertenecía, fue requerido para trabajar en una de estas viviendas. Ellos nunca supieron qué fue lo que había pasado con aquellos vecinos; simplemente, desaparecieron sin dejar rastro. La casa estaba ubicada a doscientos metros del campo, a unos dos kilómetros del pueblo. Un bosque de álamos larguiruchos y finos revestía la ladera de la montaña donde se encontraba. Muy cerca, dos chopos gemelos dejaban mecer sus ramas al son que tocaba el viento, dando voz a un sonido semejante al crepitar del fuego. Un poco más allá el río, omnipresente en el pueblo, se engrandecía; un codo surgía en un tramo de su recorrido. El día que llegaron Ramiro y sus compañeros, un tronco flotaba a la deriva sobre las aguas del Danubio, y unos patos lo esquivaban. Esta casa la habitaba ahora un sargento de las SS, añoso y flácido, con doble o más bien triple papada brillante y estirada, que se portó bien con los españoles desde el principio. Desconocía por completo el régimen militar —antes de la guerra se dedicaba a representar una marca de cosméticos— y vivía con su mujer, veinte años más joven que él, rubia, alta, bien plantada, su suegra y sus dos hijos. Ramiro y sus compañeros habían recibido el encargo de atender el ganado (cerdos, vacas, caballos, gallinas...). El mayor del grupo era Luis, un catalán de treinta y tres años al que eligieron los nazis para ese trabajo porque en su tierra había regentado una granja y conocía bien el oficio. Cada mañana, a las cuatro de la madrugada, dos soldados de las SS iban a buscar al catalán y a su ayudante, Ramiro, y los escoltaban hasta la casa. Mientras el experto ordeñaba las vacas, Ramiro limpiaba la cuadra. Otra de sus misiones era la de despertar al sargento a las siete en punto de la mañana. Llegaba hasta la puerta de la habitación y daba unos ligeros golpes hasta que oía la voz del nazi, que le contestaba medio dormido. Entonces regresaba a la cuadra a seguir trabajando. Pero un día el sargento, después de contestar a Ramiro, se volvió a dormir. Oyó los golpes, pero siguió roncando. Aquella tarde, cuando se encontró con el muchacho, le dijo:

—No vuelvas a hacerlo así. Cuando llegues a mi habitación abre la puerta, y hasta que no me veas con los pies en el suelo, dispuesto a levantarme, tú no te vayas. —Ramiro se quedó mudo. Ese hombre dormía con su mujer, pero él debía obedecer órdenes. Así que a la mañana siguiente hizo lo que le habían dicho, por supuesto escoltado como siempre por los dos soldados que le acompañaban muertos de miedo. Sabían que la orden era abrir la puerta, pero ellos estaban temerosos y encañonaban con su fusil a Ramiro cuando entró en la estancia abriendo resolutivo la puerta y diciéndole al sargento que era la hora de despertar. El oficial, al abrir los ojos, lo primero que vio fue el cañón de un arma cerca de su cara, y esto le volvió loco; se puso como un basilisco. Se levantó de la cama, cogió del suelo una de sus zapatillas y se lió a zapatillazo limpio contra el soldado. Cuanto más corría el SS, más golpes le daba.

—¿Cómo se atreve? Ha entrado en la habitación donde yo duermo con mi mujer —bramaba enajenado por la ira.

—Yo, yo, yo... guardaba al preso —mascullaba el zapatilleado.

—El preso está autorizado a entrar en mi habitación. ¡Usted no! —La situación resultaba cómica y Ramiro se reía para sus adentros. «Vaya dos», pensaba.

La mujer del oficial era una nazi recalcitrante. Espiaba por la ventana para vigilar si trabajaban o descansaban los distintos comandos que operaban cerca de su casa, y la tenía tomada con uno especialmente. Se trataba de un grupo de polacos destinados cerca de allí a hacer una carretera, y cuando llegaba su marido la mujer le informaba de todas las veces que habían descansado aquellos prisioneros:

—¡Son unos vagos! —repetía—. No sirven para nada. En cuanto los soldados que los vigilan se dan la vuelta, ellos paran de trabajar. —El oficial se encendía con aquellas acusaciones y la emprendía a golpes y castigos con los polacos. Aquella atractiva alemana con cara de ángel era en realidad el mismísimo demonio. Su hijo de siete años llevaba sus genes, era evidente. Cuando llegaba a la casa un vehículo con oficiales de las SS, los saludaba al más puro estilo nazi. Apuntaba maneras el mocoso.

Aquel día Ramiro se pasó la mañana cortando la hierba del jardín y el pequeñajo se entretenía sacándola de los sacos en los que el prisionero la iba recogiendo y volviéndola a esparcir por el suelo. Al ver lo que estaba haciendo, Ramiro se acercó a él indignado y le propinó una sonora bofetada. Fue algo instintivo; de haberlo pensado no se le hubiera ocurrido por nada del mundo, en ello le iba la vida. Sin embargo, aquel acontecimiento no pasó a mayores, un auténtico milagro. El padre de aquel pequeño nazi, que presenció la escena, se acercó al capataz y le dijo:

—¿No has visto que han pegado a mi hijo? Que sea la última vez que nadie le toca. De ahora en adelante a quien lo haga le espera el crematorio.

—Sí, señor, no volverá a ocurrir.

El hombre era amigo de Ramiro y miró a este con gesto reprobador. Pero resultaba curioso que el castigo no se produjera, y más insólito aún que aquel oficial no se dirigiera directamente a Ramiro, que se encontraba presente.

La casa era visitada un día sí y otro también por distintos oficiales nazis que vivían muy cerca. El sargento disponía de buena sidra para ellos, y cuando él se marchaba, su joven esposa se encontraba siempre dispuesta a apagar su fuego erótico y les permitía disfrutar de sus encantos. Había uno alto, rubio, de ojos aceitunados y mandíbula cuadrada, que era su preferido. Llegaba por la mañana y los dos se perdían en la cuadra, detrás de los fardos de paja, para salir un buen rato más tarde sacudiéndose el pelo completamente plagado de briznas.

—Esta vaca tiene tantos cuernos como tu marido —decía el nazi tocando la cornamenta del animal. Los dos reían. Se les veía dichosos, satisfechos.

Mientras tanto, la madre de aquella nazi de porte señorial y modales cortesanos, una bondadosa anciana de cabello blanco y ojos azules, charlaba con los prisioneros por la ventana de la cocina:

—¿Ya os ha llegado la comida? —les preguntaba.

—Sí, señora, pero no podemos hablar con usted; no nos permiten hablar con los civiles.

—¡Bah, tonterías! No hagáis caso. ¿Qué os han traído hoy de comer?

—Mírelo usted misma.

—¡Uffff, qué asco!, qué mal huele. Pobrecitos. Eso no se lo comerían ni los cerdos.

Cada día Ramiro, acompañado por sus carceleros, iba a buscar los bidones vacíos de leche a la casa de unos campesinos que vivían muy cerca de donde estaba destinado. Se trataba de una casona con la fachada pintada de amarillo, un balcón de madera labrada en el primer piso, pequeñas ventanas salpicando la estructura, tejado de pizarra en pendiente y un huerto que saludaba al visitante a su llegada. Muy cerca, un riachuelo se dirigía imparable al río grande. Un puente de madera lo cruzaba. Los propietarios eran ya mayores y tenían tres hijas casaderas: Elisabeth, Keta y Luisa, unas muchachas de buen ver; no de una hermosura desbordante, pero simpáticas, sanas y trabajadoras. Aquí llegaban a diario los presos acompañados por los dos soldados y el sargento. Siempre era el mismo ritual: nada más llegar, el oficial entraba en la cocina de la casa, allí le esperaba el viejo y los dos se ponían a beber snaps, un aguardiente de cereales de alta graduación (cuarenta grados) que hacían los campesinos. A los presos les ordenaban que mientras ellos bebían, se metieran en la cuadra y no salieran de allí. La puerta de aquella casa de labor era muy transitada por los oficiales de las SS que tenían sus casas muy cerca y pasaban por ella de camino para el campo, y el sargento, que parecía el hermano gemelo del dios Baco, no quería líos. Ramiro y sus compañeros estaban durante horas en el establo, pero no solos: los acompañaban las tres jovencitas casaderas, que coqueteaban con ellos y les contaban cosas del pueblo. Elisabeth era la mayor y la preferida de Ramiro y ella bebía los vientos por el muchacho, que, a pesar de su delgadez, se había convertido en un joven muy bien parecido: rubio, de ojos azules y con un desparpajo y una forma de ser capaz de ganarse las simpatías de cualquier mujer, y la joven austriaca sucumbió a sus encantos.

Ramiro y Elisabeth hablaban, reían, jugaban, coqueteaban, experimentando nuevas sensaciones y distintos sentimientos a los vividos hasta ese instante. Por ella se enteró Ramiro de muchas de las cosas que pasaban en el pueblo. No todos los vecinos eran almas puras: en muchos campesinos había arraigado un sentimiento antisemita profundo y eran envidiosos y usureros, criticones y mentirosos. Había de todo un poco, como en todas partes, pero muchos sabían perfectamente lo que escondía el campo.

Ramiro sometía a Elisabeth a largos interrogatorios mientras se lanzaban miradas encendidas. Le gustaba preguntarle cómo era la vida allí, cómo se divertían, qué hacían, y la chica le iba contando:

—Desde que han llegado los nazis, la comida escasea. Ya no vemos nunca ni una lata de conserva ni una pastilla de chocolate, y los alimentos tampoco nos sobran —le contaba ella en voz baja, tumbados los dos en el pajar. El olor a estiércol y a heno se entremezclaba con el de sus jóvenes cuerpos y esto, en ese contexto, les resultaba afrodisíaco.

—¿Cuándo han llegado estos aquí? —le preguntó Ramiro acercándose mucho a su cara.

—Un año antes que vosotros, en agosto del 38, cinco meses después de la anexión de Austria al III Reich.

—¿Qué hacéis durante todo el día cuando nosotros nos vamos? —curioseó mientras la chica le hacía cosquillas en la mejilla con una paja mirándole embelesada.

—Yo me ocupo de las vacas, una de mis hermanas cuida de los caballos y la otra de los cerdos; nos tenemos repartido el trabajo. Y también ayudamos a nuestra madre en la casa. Hacemos mantequilla, mermeladas, cocinamos, lavamos la ropa..., un poco de todo. No tiene el día suficientes horas para terminar todo el trabajo.

—¿Y los domingos?

—Vamos a la otra casa que tenemos a unos kilómetros de aquí. Allí siempre hay cosas que hacer, y por la tarde solemos ir al cine, no hay más diversión, es un pueblo muy pequeño.

—Seguro que te han puesto de nombre Elisabeth porque eres tan guapa como Sissi —la piropeó Ramiro, y a la chica se le encendía la mirada.

Aquella mañana el sargento que los acompañaba habitualmente hasta la casa de campo había ido a Polonia a buscar caballos, y fue reemplazado por un soldado alto.

Cuando vio a las tres chicas que trajinaban por allí, los ojos se le iluminaron. Se notaba a las claras que le gustó Elisabeth desde el primer momento: él no lo disimulaba, y la joven, enamorada de Ramiro, sintió hacia el nazi un rechazo visceral.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el SS intimidándola con la mirada.

—Elisabeth —contestó ella con desgana e incluso demostrando desprecio.

—¿Te gustaría que te invitara el domingo al cine? —A la chica parecía que no le podían haber propuesto nada peor y contestó airada:

—¿Yo con un SS?... ¡jamás! ¿Ves este que está aquí?, un pobre preso, con su cabeza rapada, delgado y demacrado como está. Sería la mujer más feliz del mundo si pudiera pasearme con él por el pueblo. —Le miraba con los ojos inyectados en ira. Su furia la desbordaba. El soldado no dijo nada más. Permaneció callado hasta que decidieron partir.

Cuando regresaban, el SS se dirigió a Ramiro:

—¡Eh, tú, español!, ¿vienes con frecuencia a esta casa?

—Todos los días.

—¿Tienes ocasión de hablar con esas chicas sin que el oficial esté presente? No temas, sé que los presos tenéis prohibido hablar con los civiles, pero no voy a decir nada, te lo aseguro.

—Alguna vez.

—Le vas a decir de mi parte que lo que me ha contestado a mí no se le ocurra repetírselo a un verdadero SS. Yo estoy aquí obligado, es una historia larga de contar, pero si esto se lo dice a un verdadero nazi, media hora después habría estado en el campo..., tú lo sabes.

Ramiro asintió con la cabeza bajando la mirada. Aquel hombre tenía razón y parecía un buen tipo; otra víctima más de la guerra.

A las cuatro de la mañana, Ramiro, Luis y sus guardianes enfilaron como cada día el camino hasta la casa de campo donde trabajaban. Aún era noche cerrada, y al llegar vieron luz y oyeron bulla en la cocina. Ramiro no quería jaleos, pero las llaves de la cuadra se encontraban dentro. No le quedaba otra, tenía que entrar. Al llegar a la puerta comenzaron a escuchar la risa inconfundible de la mujer del sargento; su voz entrecortada y aguardillosa mostraba a las claras su embriaguez. Ramiro abrió una rendija con mucho cuidado para no hacer ruido, y metió la mano para tratar de coger el manojo colgado en la pared.

—¡Prisionero, entra! —le ordenó la mujer—. ¿Por qué no querías pasar?, ¿te damos miedo? —Apenas podía hablar, el alcohol le trababa la lengua. Estaba sentada en las rodillas de un oficial de las SS desnuda de cintura para arriba, con el pecho blanco y bien formado al aire. Otro oficial le acariciaba uno de los senos, y dos más bebían snaps recostados en una mesa ventanera de madera de pino. Ramiro quería permanecer a salvo de los intríngulis de aquella dama de pacotilla: cogió a toda prisa las llaves y salió enfilado hacia la cuadra mientras ella decía—: La primera leche que ordeñes tiene que ser para este. —Y señalaba al oficial que la sostenía encima de sus rodillas.

—No le hagas caso —replicó él. Ramiro no se permitió ni siquiera comentar lo sucedido con su compañero y se empleó en sus quehaceres. Amanecía lentamente y el abrazo negro del cielo se transformó poco a poco en una caricia luminosa de color azul blanquecino. El muchacho movió las pajas, amontonó el estiércol, limpió las lecheras y estaba aseando el agua de los bebederos cuando entró la alemana en el establo. No habían transcurrido ni dos horas de la escena en la cocina, pero apareció ante él recién duchada, maquillada, perfectamente vestida y sobria. Se paseó por la cuadra y miró burlona a Ramiro. Acarició la cabeza de uno de los caballos, inspeccionó las sillas de montar, observó cómo el catalán ordeñaba las vacas, se sentó por unos instantes sobre unos fardos de paja y se marchó tarareando una canción alemana.

—¿Tú sabes dónde vive el comandante Ziereis? —le preguntó a Ramiro el sargento poco antes de la hora de la comida.

—Sí, señor. Yo he trabajado en la construcción de esa casa. Sé perfectamente dónde se encuentra.

—Vas a ir a llevar al comandante estos dos cubos de fruta de mi parte.

—Como usted ordene, señor.

Y Ramiro se puso en camino escoltado por dos soldados que le vigilaban con cierto recelo y a los que se notaba desconfiados por tener que visitar la casa del famoso comandante Franz Ziereis, jefe supremo de Mauthausen, por encima aún del capitán Bachmayer. Su solo nombre imponía.

Caminando por el corto trecho que los separaba del lugar, uno de los soldados le preguntó al prisionero:

—¿Tú conoces al comandante?

—Claro, he hablado con él muchas veces. Como le estaba haciendo la casa, venía con frecuencia a vernos. —Ramiro se estaba tirando un farol, pero le gustaba hacerse el importante delante de aquel mamarracho. Al joven SS le delataba su gesto timorato. No debía de saber cómo comportarse, era evidente que la situación le resultaba embarazosa. Al llegar a la casa de porte señorial, una doncella bien uniformada abrió la puerta. Ramiro sujetaba los dos cubos de fruta con sus manos y anunció a la criada el motivo de su visita.

—Sí, ya me habían dicho que venían. Pasa tú. Vosotros fuera. —Y les dio a los SS con la puerta en las narices.

La mujer daba muestras de estar algo mal de la cabeza, su comportamiento no resultaba muy coherente. Y allí se vio Ramiro, en medio de ese gran recibidor, con los cubos en la mano, sin saber qué hacer.

—Espera aquí —ordenó la loca alejándose mientras susurraba entre dientes algo parecido a una letanía.

Transcurridos unos cinco minutos que al prisionero le parecieron horas, apareció en lo alto de la escalera una mujer morena y corpulenta. «¡Qué barbaridad! —pensó Ramiro—. Lo menos pesa doscientos kilos.»

Aquella ballena le sonreía mientras bajaba lentamente las escaleras.

—¡Ay, qué amables! Dale las gracias al sargento de nuestra parte. Deja los cubos ahí mismo. Ya te puedes ir. —Ramiro obedeció y estaba a punto de tomar la puerta de salida cuando la voz de la oronda señora resonó de nuevo—: Prisionero, espera. Toma, llévate estas dos manzanas. Son para ti.

—Gracias, señora. —Y se las guardó en los bolsillos de la chaqueta de rayas a toda prisa. Cuando salió los soldados le interrogaron, sorprendidos de lo que habían visto.

—Pero ¿tú conocías al comandante y a su mujer?

—Sí, tengo muy buena relación con ellos. —«Vaya pardillos, se lo creen todo», pensaba Ramiro.

—Me ha pedido el campesino de ahí enfrente —dijo esa mañana el sargento señalando un sembrado— que si le puedo mandar a dos prisioneros para que le ayuden a trillar. Tiene demasiado trabajo y él solo no da abasto. Vais a ir tú y tú.

Uno de los elegidos era Ramiro, pero a él no le importaba lo más mínimo. Así perdía de vista, aunque fuera por un día, a aquella alemana de mala fe que encizañaba a su marido con saña contra los integrantes del comando polaco que trabajaban enfrente de la casa. El día anterior se había puesto tan pesada con las acusaciones que el sargento, en lugar de liarse a palos y baldar a aquellos prisioneros, le gritó a su esposa: «¡Qué quieres, que envíe a todos al crematorio!, ¡es eso lo que quieres!». Además a Ramiro le gustaban las labores del campo, que le devolvían, en el recuerdo, a su Laredo natal.

El día acompañaba y disfrutarlo al aire libre resultaba agradable, aunque el trabajo fuera duro. El grupo partió a la finca cercana y nada más llegar comenzaron con la labor. No pararon en toda la jornada, apenas unos minutos para comer. A media tarde, reventados, los hombres se sentaron a descansar sin que los soldados, por una vez, pusieran ningún impedimento.

—Bueno, chicos, habéis hecho un gran esfuerzo y esto merece una recompensa. Tendréis hambre, ¿verdad?

A esas alturas Ramiro ya comprendía muy bien el alemán, y el campesino austriaco se acompañaba, al mismo tiempo que hablaba, con gestos significativos, acercando la mano con los dedos juntos hacia la boca de manera repetitiva. El campesino había visto la comida que les bajaron del campo al mediodía y quedó impresionado. «Con esto no sé cómo se pueden mover. ¡Qué asco! —susurró a uno de sus hijos—. Parece matarratas», y ordenó a su mujer que trajera para los prisioneros una hogaza de pan de dos kilos y un buen plato de tocino.

—Es para vosotros dos, que os lo tenéis bien merecido. —Los SS miraban sin hablar, y los presos comenzaron a engullir a toda prisa. Comían, comían, comían... sin darse un respiro. Cuando la hogaza estaba a punto de acabarse, los prisioneros ya no podían más. Les salía el pan y el tocino por las orejas. Pero se miraron y Ramiro dijo:

—Aquí no se puede quedar. Para dentro.

Y no cesaron hasta terminarse la última miga. Cuando el campesino vio aquello no daba crédito. ¡Cómo alguien podía haber engullido tal cantidad de comida! Tan sorprendido se quedó que llamó a toda su familia y vecinos para que comprobaran con sus propios ojos aquel fenómeno. ¡Lo nunca visto! Para los prisioneros, aquella sensación de saciedad les resultó tan beneficiosa que estuvieron recordándola durante años.

Por la noche, de regreso al campo, Ramiro se encontró a su padre más pálido de lo habitual.

—¿Le ha pasado algo hoy?, ¿le han pegado? —preguntó angustiado.

—No, todo sigue igual, no te preocupes por mí. Yo con que te cuides a ti mismo me doy por satisfecho. Aquí en el campo los españoles estamos bien organizados. Parece que la cosa mejora por días para nosotros. Estate tranquilo.

Ramiro le contó a Nicasio todos los pormenores de su día y los dos rieron al explicarle la cantidad de comida que se había metido entre pecho y espalda.

La noche era un caballo negro a todo galope que recorría su camino en un suspiro. A las cuatro de la mañana Ramiro se sacudió el sueño y un día más bajó con los SS y su compañero catalán a la casa de campo. El trabajo intensivo del día anterior le había dejado baldado, aunque, al mismo tiempo, notaba el sobrealimento, así que se encontraba algo más fuerte pero con unos enormes dolores musculares que él intentaba disimular. Si se daban cuenta, le podía costar el crematorio. La jornada transcurrió como siempre hasta que, después de tragar la repugnante comida del mediodía como los pavos, les dijo el sargento:

—Esta tarde, cuando subáis al campo, os tenéis que llevar el cordero que me trajo hace tres meses ese oficial amigo mío. Ya se está haciendo demasiado grande.

Los prisioneros se le quedaron mirando sorprendidos. Estaba prohibido meter nada allí. ¿Cómo podrían llevar con ellos un cordero sin que los centinelas y el resto de los guardianes se dieran cuenta?

—¡No pongáis esa cara de tontos! Tenéis que hacerlo; es una orden. Sé que lo conseguiréis. Se trata de llevar el cordero hasta la cocina del campo para que allí los cocineros lo maten y lo preparen. Ya están avisados.

Los prisioneros se quedaron mudos, sin saber qué decir durante un buen rato. La situación los desbordaba. Lo que les estaban pidiendo era imposible de realizar. Además, el sargento ordenaba llevar el cordero vivo; ¡le oirían balar! Sin embargo, sabían que no se podían negar a hacerlo. Debían intentarlo porque si desobedecían órdenes, les esperaba la muerte; pero si los descubrían, morirían también. Comenzaron a idear entre todos la manera de conseguirlo.

—Vamos a meterle en un saco con hierba que llevaremos entre dos —dijo Ramiro.

—Para que no le oigan le ataremos el hocico con una cuerda.

Y comenzaron la «operación cordero». El miedo les traspasaba el cuerpo desde el pecho a la espalda. Temblaban los prisioneros tanto como el animal al amarrarle en un intento desesperado de paralizarle. Misión imposible. Pero ya no se podía demorar por más tiempo el regreso a la cárcel de granito. Decidieron que Ramiro iría sujetando el saco por delante y Pepito el malagueño lo haría por la parte de atrás. Se pusieron en camino.

—¿Qué tal vas, Pepito?

—Bueno, Ramiro, se hace lo que se puede. A ver si pasa pronto esta pesadilla. —Ambos marchaban sin resuello, intentando alcanzar cuanto antes la puerta del campo. Al llegar se pusieron firmes: los centinelas de la puerta les tenían que dar el permiso para entrar. Ramiro permanecía quieto, callado, mientras notaba cómo el cordero se movía dentro del saco. «¡Se van a dar cuenta seguro!», pensaba. Un temor negro y denso le envolvía la cabeza. Pepito detrás hacía con su cuerpo los mismos movimientos que el saco, para que los SS creyeran que era él con sus espasmos el que movía la carga. Uno de los soldados se le quedó mirando. Caminaba hacia él decidido, intrigado. Al llegar a su altura el preso continuaba meneándose; si se paraba, descubriría el ajetreo dentro del saco.

—¿Tú no sabes que te tienes que cuadrar, preso de mierda?

Ramiro temió lo peor y Pepito no contestó. El SS le dio al malagueño un papirotazo en toda la cara, pero él continuaba oscilando, y del sopapo pasó a las bofetadas contundentes, con toda su fuerza bruta. Ramiro seguía sujetando el saco con todas sus energías. Pepito sangraba por la boca y la nariz sin quejarse, aguantando estoicamente la violencia de aquel desalmado que se ensañaba en los golpes y gozaba aplicando su furia contra el pobre muchacho indefenso.

—Anda, pasad antes de que me arrepienta —ordenó por fin.