27

Cuando recobré el conocimiento, estaba tumbado junto a la carretera con los ojos cerrados y una desagradable sensación de pesadez en el cogote. Una voz me hablaba.

—¡Oye! —decía.

Lo primero que pensé fue que me encontraba en el cielo y que debía de tratarse de un ángel que tenía ganas de hablar conmigo, pero estaba demasiado atareado con lo de mi cabeza como para abrir los ojos y comprobarlo. Así que me quedé tumbado donde estaba.

—¡Oye! —repitió la voz—. ¿Estás muerto?

Un momento antes habría dicho que sí sin vacilar, pero la duda empezaba a ganar terreno. Las ideas se me estaban aclarando. Seguí pensando un rato más y me convencí.

—No —repuse.

Y, para presentar una prueba que corroborara mi declaración, abrí los ojos. Mi mirada se posó sobre algo que hizo que me incorporara de un brinco.

Por un instante me creí víctima de una de esas cosas que empiezan por «a» que suelen pasarle a la gente, pero la cabeza se me despejó todavía más y vi que no era así.

De pie, frente a mí, tenía al pequeño Joey Cooley en persona. No cabía posibilidad de error: ahí estaban los pantalones de golf y los ricitos de oro. Y, en el mismo instante, reparé en mis piernas, que se extendían hacia el horizonte. Eran largas y fornidas y estaban enfundadas en unos pantalones de un gris sobrio, rematados en los tobillos por unos calcetines de color azul claro que se fundían en unos zapatos de ante de un gusto exquisito.

Supongo que mucha gente se habría quedado estupefacta y, con toda probabilidad, hasta yo mismo me habría quedado estupefacto un día antes. Sin embargo, la ajetreada vida que había llevado últimamente había agudizado mis sentidos, de modo que, en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de la situación.

Volvíamos a estar como antes.

No era difícil adivinar cómo habían ocurrido las cosas. El porrazo se había encargado de devolver las cosas a su sitio. En el preciso instante en el que me había quedado inconsciente, el chico Cooley debía de haberse quedado inconsciente también y, mientras los dos estábamos inconscientes, se había producido otro de aquellos intercambios. Nada recordaba del incidente, pero no cabía duda de que nos debíamos de haber reunido en la cuarta dimensión y, después de hablar brevemente del asunto, habíamos decidido que era una oportunidad única para volver a lo que según creo, aunque no podría jurarlo, se llama el status quo.

—¡Vaya! —exclamé.

Después de lo ocurrido entre aquel jovenzuelo y yo en nuestro último encuentro, tenía todo el derecho a mostrarme un tanto irritado. Como recordarán, nos habíamos separado bastante enfadados: Joey Cooley se había encogido de mis hombros, se había burlado de mí y después se había marchado y me había abandonado a mi suerte dejándome a solas con el furioso Murphy. Con todo, me sentía demasiado animado para mostrarme descortés. Estaba prácticamente rebosante de alegría ante aquel pequeñuelo.

—¡Vaya, vaya! —exclamé—. Oye, ¿has notado algo?

—¿Notado el qué?

—Hombre, pues nuestro antiguo status quo, si es que es ésta la expresión adecuada. ¿Has reparado en que volvemos a ser los de antes?

—Oh, sí. Eso ya lo he captado. ¿Cómo habrá ocurrido?

Como es natural, no había tenido el tiempo suficiente para pensarlo con detenimiento, pero le di mi opinión. Joey asintió con la cabeza como si comprendiera.

—Ya, la historia de siempre. Pero no ha sido culpa mía —dijo, un tanto enfadado y a la defensiva—. Yo he tocado la bocina.

—Eso sí es verdad.

—Además, ¿qué hacías paseando despistado por la carretera de esa manera?

—Estaba pensando.

—¿Y qué hacías aquí?

—Aquí es donde me han traído George, Eddie y Fred.

—¿Quiénes son George, Eddie y Fred?

—Unos individuos bastante respetables. Secuestradores.

Se le iluminó el rostro.

—¡Ah! ¿Así que el montaje publicitario del secuestro salió bien, después de todo?

—Sin tropiezos.

—¿Y aquél era el escondite? ¿Aquella casa que hay al final de la callejuela?

—Exactamente.

—¿Y qué ha pasado?

—Es una historia muy larga. Primero hemos desayunado…

Joey soltó una exclamación.

—¿Desayunado? ¿Así que era eso? En cuanto me he vuelto a meter en mi cuerpo, he notado enseguida que algo le tenías que haber hecho mientras yo estaba fuera. Me ha parecido más llenito y casi no notaba esa sensación de vacío. Conque desayuno, ¿eh? ¿Y qué has desayunado?

—Salchichas y hojuelas.

Los ojos se le iluminaron.

—¿Queda alguna?

—Es imposible que ya vuelvas a tener ganas de comer.

—Pues tengo ganas.

—A lo mejor queda alguna en la cocina. ¿Sabes preparar salchichas?

—No estoy muy seguro, pero se puede intentar. Y quizás hasta encuentre un poco de bacon y huevos y pan… Si tengo que volver con la vieja Brinkmeyer, considerando que la cláusula B sigue vigente, tendré que cebarme.

Comprendí que había llegado la hora de darle la noticia.

—Yo de ti no volvería con los Brinkmeyer.

—No digas tonterías. Según mi contrato, todavía me quedan tres años.

—Ya no.

—¿Cómo?

—¿No has leído el periódico del domingo?

—No, ¿porqué?

—Bueno, pues siento tener que decirte que, involuntariamente, si es que sabes lo que la palabra significa, te he metido en un buen lío.

Con unas pocas palabras le puse al corriente de la situación.

No tenía por qué haberme preocupado: aquél era el chiquillo más feliz del mundo. Al suponer que le dejaría abatido la noticia de que su carrera profesional estaba totalmente acabada, me había equivocado de todas todas. Nada más lejos de eso.

—¡Sí, señor! —exclamó, mirándome con afecto—. ¡Menudo favor me has hecho! No podrías haberlo hecho mejor aunque te hubieras pasado noches enteras en blanco tratando de pensar en algo. ¡No, señor!

Me dejó estupefacto.

—¿Así que estás contento y me lo agradeces? —le pregunté, absolutamente incapaz de comprender.

—¿Cómo no voy a estar contento y agradecido? Me viene de perilla. Ahora ya puedo regresar a Chillicothe —pero de pronto se calló un tanto alicaído—. Porque puedo, ¿no?

—¿Por qué no ibas a poder?

—¿Y cómo voy a llegar hasta allí?

Levanté la mano para indicarle que se calmara, y el solo hecho de poder hacer un ademán con mi propia mano ya me pareció fantástico.

—Ah, bueno, eso está hecho.

—¿Ah, sí?

—Oh, desde luego. Dentro de un momento tendrás un coche aquí mismo que te llevará.

—¡Eso está de primera! ¿Y quién ha tenido la idea?

—Ann Bannister.

—Tenía que ser ella. ¡Menuda chica!

—¡Ah!

—¡Ésa sí que tiene la cabeza sobre los hombros!

—¡Y qué cabecita!

—La quiero.

—Yo también.

Eso pareció sorprenderle.

—¿Tú?

—Desde luego.

—¿Así que quieres a dos?

—Perdón, ¿cómo dices?

—Eso mismo me dijiste de April June.

Sentí un escalofrío.

—Hazme un favor —le pedí—. No vuelvas a mencionar ese nombre. ¡Cuánta razón tenías, Cooley, muchacho! ¡Qué equivocado estaba al juzgarla! Me refiero a cuando dijiste que era una pelmaza.

—Y es que es una pelmaza, de acuerdo.

—Definitivamente una pelmaza.

—Una enorme pelmaza.

—Una pelmaza insoportable.

—¡Sí señor!

—¡Sí señor!

En ese punto parecíamos estar totalmente de acuerdo. Pasé a otro punto.

—Qué raro que no leyeras el periódico del domingo —comenté—. ¿Acaso no acostumbras a leerlo?

Me pareció advertir que su rostro se ensombrecía ligeramente. Aquello debía de resultarle un tanto embarazoso, pensé.

—Sí, claro —repuso—. Siempre lo leo. Pero es que hoy no he podido… como si dijéramos.

—¿Que no has podido… como si dijéramos?

—Sí, que me han interrumpido, como quien dice, antes de que pudiera leerlo.

—¿Y quién te ha interrumpido?

—Ese poli.

—¿Qué poli?

Su embarazo iba en aumento.

—Mira —me dijo—, hay algo que deberías saber. Quería contártelo antes, pero como nos hemos puesto a hablar, entre una cosa y otra… Ha ocurrido lo siguiente: esta mañana he comprado el periódico y estaba a punto de empezar a leerlo en la calle que queda delante del Jardín de las Hespérides cuando, de pronto, se ha presentado ese poli en moto y me ha preguntado si yo era lord Havershot.

—¿A lo que tú has respondido…?

—Sí señor. Y entonces va y me dice sin más que estoy arrestado por asalto contra la persona de la Brinkmeyer. Además, es un caso cerrado, según me ha dicho, porque al parecer, mientras la perseguía alrededor de la piscina, se me cayó el tarjetero.

—¡Virgen santa!

—Pues sí. Pero espera, que todavía no has oído nada. ¿Sabes ese formidable gancho que tienes, ese que te sale recto unos veinte centímetros y luego termina en un tirabuzón, como un sacacorchos?

Me tambaleé.

—¿No serías capaz…?

—Sí señor. Directo en los morros. Se ha caído redondo, así que le he birlado la moto y me he largado pitando. Tenía la intención de llegar a México. Y deja que te diga una cosa: yo de ti, si ese cacharro de moto todavía funciona, seguiría ese camino. Eso si estuviera en tu lugar. ¡Sí señor! Y ahora creo que me marcho a ver si consigo echarme una salchicha al coleto, porque esas hojuelas que te has zampado están más que digeridas.

Y dicho esto desapareció callejuela abajo y yo fui derecho hacia la moto para echarle un vistazo. Si era verdad que aquel cuerpo mío, de cuyos atropellos debía volver a responsabilizarme, se había dedicado a ir por ahí atizando a policías, no cabía duda de que el consejo de atravesar la frontera con México era muy prudente.

La perspectiva era mucho más optimista que la que ofrecía la moto. Estaba hecha puré. Así que di por concluido mi postmortem y me marché. Aquella majestuosa cafetera no me permitiría ponerme a salvo.

Pensé que lo mejor que podía hacer era esperar a que llegara el coche alquilado que tenía que recoger al crío y pedirle que me llevara a su querido Chillicothe, por lo menos me dejaría en otro estado; así que me encaminé hacia la casa para preguntar al chico si le parecía bien. Me lo encontré en la cocina, listo para ponerse manos a la obra con una gran sartén, y me dijo que le parecía muy bien. Cuando menos tuvo la decencia de decir que estaría encantado de que le acompañara.

—Y, cuando hayas cruzado la frontera, podrás estar tranquilo —me dijo—. Ahí ya no pueden echarte el guante.

—¿Estás seguro?

—Pues claro que estoy seguro. Tendrían que extradirte, o como se diga eso.

Se oyó un bocinazo.

—¡Eh! —exclamó—. Hay alguien fuera. Si preguntan por mí, diles que todavía no estoy listo.

De pronto me asaltó una idea espantosa.

—¿Y si preguntaran por mí?

—¿Los polis, quieres decir? No puede ser.

—Podría.

—Bueno, pues si son los polis, dales un buen puñetazo en los morros.

Presa de una tremenda inquietud, me acerqué a la puerta principal y la abrí. No compartía la fe que profesaba el chico en los puñetazos en los morros como panacea para todos los males. Fuera había un coche y sentí un alivio considerable al descubrir que no se trataba de un coche de la policía, sino de uno de esos viejos biplaza que son moneda corriente en Hollywood.

Alguien se estaba apeando de él. Alguien que me resultaba extrañamente familiar.

—¡Caramba! —exclamé.

Acababa de reconocer a nuestro visitante. Era mi primo Eggy.