15

—¡Uf! —se quejó, frotándose la contusión—. ¡Uufff!

De haber sido el individuo atento de siempre, qué duda cabe que me habría detenido para presentarle mis excusas y pésame, pues saltaba a la vista que había arremetido contra aquel hombre como un canalla. Tenía la cara de un tono malva muy acusado y sus ojillos derramaban lágrimas a discreción. Sin embargo, no tenía tiempo para formalismos civilizados con mayordomos. Quería alcanzar a Eggy y proseguir con mi declaración.

Con este propósito en mente, salí disparado hacia la puerta principal, pero descubrí que había desaparecido de mi vista. Se había marchado sin dejar ni rastro.

Así que regresé al vestíbulo con el ánimo abatido. El mayordomo seguía allí, con el aspecto de haberse repuesto ligeramente. Aquel rubor violáceo había desaparecido de su cara y había dejado de sobarse el chaleco. Estaba apoyado contra la pared y resoplaba ligeramente. Al parecer, la naturaleza y una constitución robusta le habían ayudado a superar aquel mal trance.

Le dirigí una mirada ceñuda. No podía perdonarle aquella intromisión tan poco oportuna. De no haber tropezado con él en plena carrera, habría podido proseguir mi charla con Eggy y, con ello, ampliar aquella declaración con mayor detalle, como diría el viejo Plimsoll. Debido a aquel contratiempo, lo acababa de perder. Se había evaporado, como el rocío de una rosa. Malditos mayordomos metomentodo, así es como lo veía yo.

—Señorito —dijo, al verme pasar.

Le dirigí otra mirada ceñuda. Conversar con él era lo último que me apetecía. Quería meditar.

—¿Podría hablar con usted, señorito?

Proseguí mi camino.

—Se me ha ocurrido una idea, señor. Está relacionada con el asunto que hemos estado tratando mientras desayunaba.

Seguí caminando sin detenerme.

—Se trata del asunto del dinero, señor.

Aquello me hizo parar en seco. Ninguna otra palabra lo habría conseguido. Me detuve, lo miré y escuché.

—¿Insinúa usted que se le ha ocurrido el modo de reunir un poco de capital?

—Sí, señor. Creo haber encontrado la solución a ese problema.

Lo miré con ojos como platos. No era un hombre de aspecto particularmente inteligente y, sin embargo, si había que dar crédito a sus palabras, había salido airoso donde pensadores privilegiados se habrían estrellado.

—¡No me diga!

—Sí, señor.

—¿Pretende usted decirme que, después de haberlo pensado detenidamente, ha decidido usted prestarme aunque sólo sea una miseria?

—No, señor.

—Entonces, ¿a qué se refiere?

El mayordomo adoptó un aire misterioso. Miró a un lado, miró al otro, echó una ojeada al salón y otra a la escalera.

—Se me ha ocurrido mientras estaba limpiando la plata, señor.

—¿Qué cosa?

—Esta idea, señor. Ya he advertido en otras ocasiones que mi mente se vuelve ostensiblemente más brillante cuando limpio la plata. Es como si esos movimientos rítmicos y regulares estimularan el pensamiento. Su señoría solía decir que…

—Dejemos en paz a su señoría. ¿Cuál es esa idea?

El mayordomo volvió a las zarandajas de Sociedad Secreta. «¿Estamos solos y fuera del alcance de miradas ajenas?», parecía preguntarme con su actitud. Finalmente, bajó el tono de su voz hasta convertirlo en un susurro.

—¡La muela, señor!

No acababa de seguir su razonamiento.

—¿Qué nuera?

—Nuera, no, señor… muela, señor.

—¿Muela?

—Sí, señor. Mientras estaba limpiando la plata, la muela me ha venido a la cabeza. Me ha venido así, de sopetón.

Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Sus palabras me parecieron las de un mayordomo borracho como una cuba. Y, sin embargo, era imposible que un mayordomo estuviera borracho tan temprano. Ni siquiera Eggy lo estaba, por lo menos no muy a menudo.

—¿La muela de quién?

—La suya, señor —la inquietud se apoderó de pronto de su expresión—. Porque tiene usted la muela, ¿no es cierto?

Yo seguía sin entender.

—Ayer me quitaron la muela.

—Sí, señor. A ésa me refiero. ¿Y el dentista se la dio, señor?

—¿Qué quiere decir con eso de si me la dio? Me la quitó.

—Sí, señor. Pero cuando era un chiquillo, cada vez que me arrancaban una muela, el dentista me la daba para que la conservara con todos mis chismes. Y tenía la esperanza de que…

Negué con la cabeza.

—No. Ése no fue el ca… —me callé. Acababa de recordar algo—. Sí, pues me la dio, ¡caramba! La tengo aquí, en una cajita de cartón.

Busqué en el bolsillo y se la enseñé. El mayordomo soltó un extasiado «¡Ah!».

—Entonces todo va bien, señor —dijo, con alivio, como un mayordomo que se acaba de quitar un peso de encima.

Seguía sin entender palabra.

—¿Porqué?

Se convirtió de nuevo en la Mano Negra. Miró a derecha y a izquierda. Echó una ojeada aquí y otra allá. Luego bajó el tono de su voz hasta convertirlo en un susurro inaudible.

—¡Hable más alto! —le ordené con sequedad.

Entonces se agachó y me habló al oído.

—¡En esa muela hay oro!

—¿Oro? Querrá usted decir un empaste.

—Dinero, señor.

—¿Qué?

—Sí, señor. Eso es lo que se me ha ocurrido de pronto mientras estaba limpiando la plata. Mi mente era árida cual desierto, como quien dice y, al cabo de un momento, ya había caído. Precisamente estaba sacando brillo a la copa que el señor Brinkmeyer ganó en el Torneo Anual de Golf de los Magnates del Mundo del Cine y se me ha caído de las manos. «¡Qué me trinchen las tripas!», me he dicho…

—¿Cómo?

—«¡Que me trinchen las tripas!», señor. Era la expresión favorita de su señoría en los momentos de emoción. «¡Que me trinchen las tripas!», he dicho. «¡La muela!».

—¿Y qué quería decir con eso?

—¡Reflexione, señor, reflexione! Piense en el lugar que ocupa en el corazón de la gente. Es usted el ídolo de las Madres Estadounidenses. Y los admiradores sienten un deseo incontenible de poseer algo que haya pertenecido a sus ídolos, eso se lo puedo asegurar. He visto cómo importantes sumas de dinero cambiaban de manos sólo por uno de los botones del pantalón de Fred Astaire, sumas muy importantes. Y convendrá usted conmigo en que no se puede comparar el encanto de un botón de pantalón con el de una muela.

Me estremecí. Por fin había captado su idea.

—¿De modo que cree que podría vender esa muela?

—Por dinero contante y sonante, señor, por dinero contante y sonante.

Me estremecí de nuevo. Aquel hombre había conseguido sofocarme.

—¿Y quién la compraría?

—Cualquiera, señor. Cualquiera de esos grandes coleccionistas. Pero eso requerirá su tiempo. Yo había pensado más bien en contactar con una de esas revistas de cine. Screen Beautiful es la primera que se me ocurre. ¡No me sorprendería que le dieran dos mil dólares por ella!

—¿Qué?

—Como lo oye, señor, y ellos recuperarán doce veces esa cantidad.

—¡No me diga!

—Desde luego, señor. Seguramente, organizarán un concurso entre sus lectores y, a cambio de un dólar por participar, el vencedor se llevará la muela de Cooley por hacer cualquier cosa que se les ocurra; como por ejemplo nombrar en el orden correcto a las doce estrellas de cine más populares, o algo por el estilo.

La cabeza me hervía. Me sentía como si acabara de apostar por un caballo desconocido en el Grand National y en ese momento lo estuviera viendo salvar el último obstáculo con tres cuerpos de ventaja.

—¿Dos mil dólares?

—Incluso más, señor. Con un buen agente, hasta cinco mil.

—¿Y conoce usted a algún buen agente?

—Si no le importa a usted, señor, yo podría encargarme del asunto en su nombre.

—¿Lo haría?

—Hacerlo me llenaría de orgullo y satisfacción, señor. A cambio de la comisión habitual, claro está.

—¿Y a cuánto ascendería eso?

—Al cincuenta por ciento, señor.

—¿Al cincuenta? Conozco a un escritor que tiene un agente que le vende lo que sea por el diez por ciento.

—Producciones literarias sí, señor; pero no muelas. Las muelas se cotizan mucho más.

—El cincuenta es demasiado. ¡Es mi muela, caramba!

—Pero usted no está en situación de negociar.

—Ya lo sé, pero…

—Necesita a alguien que sepa hablar de negocios.

—¿Y usted sabe hablar de negocios?

El mayordomo se echó a reír de un modo condescendiente.

—No me preguntaría usted si me hubiera visto negociando mi comisión con los tenderos del barrio, señor.

Me quedé pensativo. La conversación habría llegado a un punto muerto si él no se hubiera decidido a intervenir.

—Muy bien, señor, vamos a dejarnos de regateos. ¿Digamos un veinte por ciento?

Aquello me pareció más razonable.

—De acuerdo.

—Con un veinte por ciento por la transacción no me voy a hacer rico, pero será como usted dice. Debería usted entregarme la caja y quizás unas líneas de su puño y letra que garanticen su autenticidad. Últimamente, esos directores de revistas de nadie se fían, sobre todo desde que estafaron a los de Film Pandes con una supuesta camiseta de Clark Cable que luego resultó ser falsa. Aquí tengo la pluma, señor. Si fuera usted tan amable de escribir cuatro palabras en la tapa.

—¿Algo así como: «Muela auténtica de J. Cooley. La única genuina»?

—Eso serviría admirablemente, señor. Muchas gracias, señor, muchas gracias. La llevaré a la redacción de la revista tan pronto como haya terminado el almuerzo. Hasta entonces, mucho me temo que los deberes de mi cargo me obligarán a permanecer confinado en este edificio.