22
Me puse de pie presa del cúmulo de sensaciones que experimentaría un hombre que acaba de recibir la embestida del expreso de Cornualles allí donde la espalda pierde su nombre. Ella estaba de pie, mirándome con los brazos en jarras y sin dejar de hacer rechinar los dientes, así que le devolví una mirada cargada de reproche y de sorpresa, como Julio César a Bruto.
—¡Vaya! —exclamé.
Describirme como una persona que se había quedado pasmada ante lo que acababa de ocurrirle sería pintar un cuadro poco exacto del torbellino de emociones que se agitaban bajo la pechera de mi camisa de chorrera. Había perdido por completo la capacidad de discernimiento. En efecto, me parecía una de esas situaciones en las que no resulta fácil mantener una calma patricia.
Como es natural, a esas alturas me había más que acostumbrado a la idea de que no había prácticamente nada que no fuera susceptible de ocurrirle al pobre infeliz que había tenido la imprudencia de adoptar la identidad del pequeño Joey Cooley. Que T. Murphies y O. Flowers fueran por ahí esperando la oportunidad de cometer un acto de mutilación en mi persona era algo que todavía podía aceptar dentro del orden natural de las cosas. Si la del patadón hubiera sido la señorita Brinkmeyer, todavía lo habría comprendido. Puede que hasta le hubiera dado la razón. No obstante, aquella agresión en concreto me cogía completamente por sorpresa. Tratándose como se trataba de April June despachándose a gusto contra mis posaderas, francamente tenía que confesarme incapaz de seguir lo que el señor Brinkmeyer habría llamado la secuencia.
—¡Vaya! ¿Y eso? —dije.
Además de estar aturdido hasta la mismísima médula desde el punto de vista espiritual, no estaba en las mejores condiciones físicas. El golpetazo me escocía de lo lindo y hasta tuve que llevarme la mano a la cabeza para comprobar que la columna vertebral no se había asomado a la superficie. Desde los años de mi tierna adolescencia, época durante la cual, según tengo entendido, la natural vivacidad de mi comportamiento invitaba a este tipo de reacciones, no recordaba haber recibido una paliza como aquélla.
—¡Vaya! ¡Diantre! —exclamé.
No obstante, incluso entonces mi amor era tan profundo que, de haber pronunciado algo dentro de la índole de una disculpa o de un arrepentimiento y de haberme asegurado, por ejemplo, de que se le había ido el pie o algo por el estilo, creo que hasta habría dado el asunto por perdonado y olvidado para poder empezar de nuevo sin rencores.
Sin embargo, nada dijo dentro de esta tónica. Es más, parecía regocijarse en su discutible comportamiento y su actitud traslucía claramente triunfo y satisfacción.
—¡Toma! —exclamó—. ¿Qué te ha parecido? ¿A que no te ríes ahora?
Nada más alejado de mis pensamientos que el regocijo. En ese momento no hubiera podido reírme ni siquiera para complacer a una tía moribunda.
De pronto tuve la sensación de comprender lo que había ocurrido. Las condiciones de vida de Hollywood son tan agotadoras, con esa tensión incesante y ese trabajar sin descanso, que habían acabado por vencer la ya precaria fortaleza de aquella chica. Acababa de sufrir un trastorno cerebral. Había sido víctima de una crisis nerviosa. En pocas palabras: aplastada por el peso de esa gran maquinaria, se encontraba sumida en un estado de chifladura temporal.
Sentía una gran pena por ella. Olvidé mis doloridas posaderas.
—Bueno —dije y estaba a punto de sugerir la conveniencia de una taza de té calentita y de un buen reposo, cuando April añadió:
—¡A ver si esto te enseña de una vez a no arrastrarte como un gusano delante de los directores para que te dejen chupar cámara!
La venda se me cayó de los ojos. Comprendí que me había equivocado en el diagnóstico. La espantosa verdad me golpeó como una toalla húmeda. Aquello nada tenía que ver con una crisis nerviosa por exceso de trabajo. Por increíble que pueda parecer, después de haberse presentado como la artista que sacrifica la gloria personal por el éxito de una película, aquello no eran más que celos profesionales. Volvía a estar igual que con Murphy y Flower, sólo que un poco peor, porque para arreglar mis pequeñas diferencias con Thomas y Orlando había gozado de plena libertad de movimiento, mientras que en ese momento, encerrado entre cuatro paredes, ¿quién iba a predecir las consecuencias?
Desde el principio de este relato he dejado ya muy claro, creo yo, que lo que más me había atraído en April June había sido aquella especie de dulzura melancólica que parecía flotar como un halo a su alrededor. Como he asegurado ya en repetidas ocasiones, habría apostado todo cuanto tenía convencido de que, en ella, había encontrado un alma pura y sencilla.
En ese momento, en cambio, no quedaba ni rastro de esa dulzura y melancolía. Esos tiernos ojos azules que tanto había admirado me miraban con dureza y empezaban a echar chispas. La piel que tanto me habría gustado acariciar presentaba los síntomas del acaloramiento, la boca estaba contraída en una mueca rígida y tenía las manos crispadas. En pocas palabras, presentaba todos los atributos que caracterizan a esas asesinas aficionadas al martillo que aparecen en los periódicos y que se dedican a dejar fiambres a sus mandos de un buen golpe en la sesera, para luego esconder el cadáver en un baúl. Por consiguiente, me coloqué al otro lado del sofá con toda la rapidez de que fui capaz y la miré sin decir palabra. Fue entonces cuando experimenté por primera vez lo que debe de sentir un gusano frente a una gallina.
April siguió hablando de un modo que no se parecía en absoluto a aquella manera de hablar suya que tanto me había fascinado en nuestro primer encuentro. Las palabras brotaban de sus labios en un agudo y vibrante soprano que se me clavaba en el alma como un punzón.
—Quizás así aprendas a no entrometerte cuando recibo a la prensa. ¡Vaya una cara la tuya, presentándote a meter las narices cuando voy a recibir a una representante muy especial de un periódico importantísimo y que está muy interesada en mis opiniones sobre el arte y los gustos del público! ¡Tú y tus ramitos de flores! —añadió y, mostrándome los dientes de un modo francamente desagradable, propinó un puntapié al ramillete—. ¡Si hasta me vienen ganas de hacértelo tragar!
Me alejé un poco más de ella y me atrincheré detrás del sofá. Cada vez me gustaba menos el giro que estaba tomando la conversación.
—¡Y yo que creía que en mi propia casa estaría a salvo de ti!… ¡Pero no! ¡Ya veo que te extiendes como una plaga!
De haberme dado la oportunidad, me habría gustado explicarle que tenía excelentes motivos para extenderme como una plaga, pues me había presentado con el único propósito de salvarla de un destino que, si bien no era peor que la muerte, sí podía llegar a ser decididamente desagradable. Pero no me dio esa oportunidad.
—Tratando de acaparar la atención de todo el mundo, como siempre. Pues bien, si crees que vas a salirte con la tuya, estás muy equivocado. Ya puedes quitártelo de la cabeza. No sólo quieres que te sirva para que tú te puedas hacer el gracioso delante de la cámara, sino que encima pretendes que me quede sentadita y sonriendo en un segundo plano, mientras tú vienes a meter tus narices en mi casa y me robas la entrevista.
Traté de tranquilizarla asegurándole que estaba totalmente equivocada al enfocar la situación de aquel modo, pero me volvió a tomar la delantera.
—¡Qué desfachatez! ¡Qué insolencia! ¡Qué…! ¡Pero bueno! —dijo de pronto, dejando la frase en el aire—, ¿de qué sirve perder el tiempo hablando de todo esto?
Estaba de acuerdo con ella. Tenía la sensación de que nada íbamos a conseguir prolongando aquella conferencia.
—Exactamente —dije—. Tienes toda la razón. Ya es hora de que me marche.
—¡Quédate donde estás!
—Pero es que yo pensaba que habíamos quedado en que…
—¡Déjame que te coja y verás!
No podía acceder a su petición, que hasta a ella misma tenía que parecerle poco razonable. Con un gesto rápido de la mano se había hecho con un cortapapeles grande, pesado y plano, así que lo último que estaba dispuesto a hacer era dejar que me cogiera.
—Escúchame —traté de decirle.
Sin embargo, no pude ir más lejos porque, aprovechando que le hablaba, April se había colocado al otro lado del sofá y comprendí enseguida que aquél no era el momento para palabras. Reaccioné con rapidez y di un brinco hacia atrás de casi dos metros, maniobra conocida en los Estados Unidos como salida nula. Con igual presteza, April dio un salto al frente de aproximadamente un metro y medio. A continuación, y al oír el silbido del cortapapeles que me había pasado rozando los pantalones de golf, decidí dar un salto hacia un lado de quizás un metro. Mi astucia me salvó por el momento, pero no pude por menos de reconocer que mi posición estratégica había empeorado de manera considerable. En efecto, April había conseguido alejarme de mi atrincheramiento y me encontraba a campo abierto, susceptible de ser atacado por ambos flancos.
Parecía el momento indicado para otro intento de reconciliación.
—Todo este asunto resulta de lo más lamentable —me apresuré a decir.
—Y va a ponerse mucho peor —me aseguró.
Le rogué que no hiciera nada de lo que más tarde pudiera arrepentirse. Me agradeció la sugerencia, pero me garantizó que era yo quien me iba a arrepentir. April echó a andar hacia mí de nuevo, pero esa vez con pasos cautelosos, como un leopardo de la jungla y, mientras yo retrocedía con prudencia, pensé en lo mucho que puede uno cambiar la manera de ver las cosas en pocos minutos. No quedaba ya ni rastro del amor que apenas hacía unos instantes albergara mi corazón por aquella chica. El cortapapeles que blandía había puesto punto final a aquella tierna pasión. Cuando pensaba que no hacía tanto tiempo suspiraba por atravesar la nave de la iglesia junto a ella al son de La voz que susurraba en el Edén interpretada al órgano, mientras el capellán esperaba el momento para representar su papel, me quedaba maravillado ante mi imbecilidad.
Sin embargo, no me concedió el tiempo suficiente para nada que implicara largas meditaciones. April dio un salto al frente y la cosa volvió a animarse. No pasó mucho tiempo antes de que comprendiera que aquélla iba a ser una tarde bastante movida.
Describir con todo detalle este tipo de experiencias que entrañan grandes emociones resulta siempre considerablemente difícil. Mientras se encuentran todavía en proceso de desarrollo, uno no está en condiciones de observar, anotar y registrar en la memoria la secuencia de acontecimientos. Los recuerdos tienden a ser confusos.
Recuerdo perfectamente haberme impuesto un buen paso pero, aun así, dio en mis carnes en el lugar más apropiado para ello en dos ocasiones —una cuando me lié con la lámpara de pie colocada junto a la chimenea y la otra cuando tropecé con una silla baja— y ambas fueron unos golpes sin parangón. Sus ataques despertaron lo mejor que había en mí como experto en carreras lisas y de obstáculos, y salí disparado de tal modo que casi me llevé el piano por delante, ese piano en el que, en circunstancias más felices, había interpretado para mí antiguas canciones populares. De pronto volví a encontrarme parapetado detrás del sofá.
Era tal la agilidad que la proximidad del peligro me había infundido que estoy convencido de que, a esas alturas, ya habría conseguido alcanzar la puerta y, con ella, la salvación, de no haber sido porque mis pobres conocimientos acerca de las condiciones del lugar me llevaron a cometer un error estúpido. Al verla avanzar hacia mí con mucho brío por mi flanco derecho, como un pobre idiota pensé que sería mucho más rápido pasar por debajo del sofá que rodearlo.
Ya he aclarado antes que había estado sentado en ese salón muchas otras veces y que lo conocía bien, pero me refería concretamente a la parte de él que se hallaba a la vista. No estaba familiarizado con las regiones que escapaban a la mirada. Eso fue mi perdición. Como iba diciendo, convencido de que cogería un atajo si me escabullía por debajo del sofá para emerger al otro lado —maniobra que habría sido digna de Napoleón, todo hay que decirlo, pues de haber resultado me habría situado a una distancia decente de la puerta— me dejé caer al suelo. Sin embargo, al tratar de pasar serpenteando por debajo del sofá descubrí que los bajos del puñetero mueble no alcanzaban siquiera los treinta centímetros. Así pues, introduje la cabeza y me quedé atascado.
Antes de que pudiera ponerme de pie y buscar un refugio más apropiado, April June estaba ya muy ocupada con el cortapapeles.
Parecía querer castigarme hasta el alma. Recuerdo que, a pesar de lo supremo del momento, me pregunté cómo era posible que una mujer de fuerza insignificante y con un físico de apariencia frágil pudiera tener un juego de muñeca tan imponente. Siempre había considerado al director de mi primera escuela un maestro de la vara, pero no estaba a la altura de aquella chica esbelta de ojos azules. Supongo que es meramente una cuestión de coordinación de movimientos.
—¡Toma! —dijo, por fin.
Había conseguido rodear el sofá y ahí estábamos los dos, mirándonos el uno al otro con aquella barrera en medio. Aquel ejercicio tonificante había dado rubor a sus mejillas y brillo a sus ojos, y me pareció que estaba más bonita que nunca. Con todo, las cenizas de mi amor ya muerto no mostraban el menor signo de avivar el rescoldo de la antigua llama. Me froté donde me dolía y la miré sombrío. Saber que nadie la pondría sobre aviso de lo que le esperaba cuando Reginald, lord Havershot, acabara por encontrar el camino hasta su puerta me procuraba una cierta satisfacción un tanto triste.
—Bueno —dijo—, eso te enseñará. ¡Y ahora largo!
De no haber estado familiarizado con aquel término, el ademán que lo acompañó me habría hecho comprender que debía retirarme de su presencia y yo estaba más que dispuesto a ello. Cuanto más rápido mejor. Me dirigí hacia la puerta sin más dilaciones.
Y fue entonces cuando, a pesar de todo cuanto había ocurrido, mi lado bueno se impuso.
—Escúchame —le dije—, hay algo que…
April June blandió el cortapapeles ante mis ojos con gesto imperioso.
—¡Venga! ¡Fuera de aquí!
—Sí, pero escucha…
—¡Largo! —insistió con desdén—. Y eso va por ti.
Suspiré con resignación. Me encogí de hombros. No estoy seguro, pero creo que dije: «Así se hará». Sea como fuere, me encaminé hacia la puerta de nuevo. Fue entonces cuando, con el rabillo del ojo, me pareció ver algo al otro lado de la ventana que me hizo parar en seco.
Fuera de la casa, con la nariz aplastada contra el cristal, estaban Tommy Murphy y Orlando Flower.
Me quedé helado. Enseguida comprendí lo ocurrido. Desde el momento en que estaban el uno junto al otro en aparente concordia, era evidente que las desavenencias que antaño les enfrentaban habían desaparecido. Seguramente, después de mi marcha habían vuelto a hablar del asunto y habían decidido que obtendrían mejores resultados si dejaban aquella competición despiadada y aunaban sus fuerzas. Habían concertado una alianza, aunque creo que el término técnico es «fusión».
Sus rostros desaparecieron de pronto. Sabía lo que eso significaba: aquel par de abusones habían ido a ocupar posiciones estratégicas junto a la puerta principal.
April June dio un paso al frente.
—¡He dicho que largo! —me advirtió. Pero yo vacilaba.
—Pero es que Tommy Murphy y Orlando Flower están ahí fuera —dije con voz temblorosa.
—¿Y qué?
—Pues que no estamos en muy buenas relaciones que digamos. En realidad quieren darme una paliza.
—Pues espero que se salgan con la suya.
April June me azuzó hasta tenerme junto a la puerta, la abrió y, después de colocar una mano firme en mi espalda, me dio un empujón. Salí disparado a la noche y, cuando la puerta se cerró de golpe a mis espaldas y oí gritos y rumor de pasos, comprendí, con una lúgubre visión del destino, que no tenía escapatoria. Lo único que podía salvarme era la ligereza de mis pies, pero ya no era ligero de pies. Nada hay que deje más planchado a un corredor que lo que acababa de pasar. Tenía las extremidades entumecidas y no estaba en forma para la carrera.
Cuando pude darme cuenta, unas manos me tenían agarrado y tras un ahogado: «¡A jugar limpio, sinvergüenzas!», me encontré en el suelo.
Sin embargo, cuando me disponía a propinar un buen mordisco al primer tobillo que se me pusiera a tiro —aunque sólo fuera por hacer algo insignificante antes de que se cerniera sobre mí el penoso final— ocurrió el milagro. Una voz gritó: «¡Alto, bestias!» y oí un melodioso bofetón en un par de caras que se llevaron sendos sopapos, seguido de dos alaridos desesperados y luego la noche se tragó a mis asaltantes.
Una mano me cogió por la muñeca y me ayudó a ponerme de pie, y de pronto me encontré ante la mirada compasiva de Ann Bannister.