10

Ann estaba maravillosa. Para alguien que, en cuanto la puerta empezó a abrirse, esperaba ver aparecer a la Brinkmeyer, la visión de la alegre cara de Ann era como encontrar Maná en el desierto. Iluminó hasta el más pequeño rincón de mi corazón y no me avergüenza reconocer que ese rayito de sol me hacía mucha falta. Esas ciruelas pasas me habían dejado de lo más afligido.

Ann me sonrió como lo haría un amigo a otro.

—Bien, Joseph —dijo—, ¿cómo te encuentras?

—Tremendamente hambriento.

—Pero, por lo demás, ¿estás bien?

—Oh, bastante bien.

—¿Y no te duele ni pizca donde tenías esa muela molestona?

—Ni pizca, gracias.

—Eso está bien. Bueno, señor, no te podrás quejar del recibimiento que te han hecho.

—¿Cómo?

—Me refiero a los chicos y chicas de la prensa.

—Ah, ya.

—Por cierto, les he dado lo que querían. En realidad, tu agente de publicidad tendría que haberse encargado de esto, pero estaba tan atareado con esas «Madres de Michigan» que he decidido pasar a la ofensiva antes de que te dejaran hecho pedazos. Les he dicho que deberían citarte diciendo que el presidente cuenta con todo tu apoyo. ¿Te parece bien?

—Desde luego.

—Bien. No estaba muy segura de tus ideas políticas. Luego me han preguntado tu opinión sobre el futuro del séptimo arte y yo les he dicho que querías declarar públicamente que, en tu opinión, el futuro del séptimo arte estaba muy seguro en manos de hombres como T. P. Brinkmeyer. He pensado que a nadie heríamos con ese pequeño elogio al bueno de B. A ti te cae simpático y, además, a la señorita Brinkmeyer le va a gustar, teniendo en cuenta que no ha estado demasiado amable contigo desde que le pusiste aquel lagarto cornudo mexicano en la cama.

—¿Qué?

—¿Qué quieres decir con eso de «qué»?

—Yo no puse un lagarto cornudo mexicano en la cama de la señorita Brinkmeyer. ¿Lo hice?

—¡No puedes haberlo olvidado! Naturalmente que lo hiciste, y bien divertido que fue; aunque puede que la señorita Brinkmeyer no riera con tantas ganas como algunos.

Me mordí el labio. No sería exagerar decir que me había dejado pasmado. En ese momento comprendía que al adoptar la identidad de aquel renacuajo me había metido en un buen lío. Si alguna vez ha habido un niño con un pasado, ése era Joey, y no me extrañaba que no gozara de simpatías en algunos barrios. Lo que más me sorprendía era que se las hubiese arreglado para salir incólume hasta entonces.

Al entrar en aquel hogar aparentemente tranquilo no tenía ni la menor idea de que me estaba metiendo en un torbellino de pasiones encontradas. Aquel maldito chico era un enemigo público de armas tomar y no me sorprendía que la señorita Brinkmeyer me hubiese agarrado de la muñeca y tirado de mí, como si lamentara que no se tratara de mi pescuezo. No puedo decir que compadeciera a la señorita Brinkmeyer, porque no era precisamente de las mujeres que invitan a la compasión, pero comprendía su punto de vista. Seguía sin dificultad el hilo de sus pensamientos.

—He pensado que un poquito de propaganda para el viejo ayudaría a suavizar las cosas. ¿Te parece bien?

—Oh, desde luego —repuse. No me cabía duda de que aquello aliviaría la situación por esos barrios.

—Bueno, luego me pidieron un mensaje para el pueblo de los Estados Unidos, y yo les solté no sé qué sobre no perder la esperanza porque los buenos tiempos estaban a la vuelta de la esquina. No es que sea una gran declaración, pero fue lo único que se me ocurrió en ese momento. Además, «Según Joey Cooley, los buenos tiempos están a la vuelta de la esquina» no quedará tan mal en los titulares.

—Ni mucho menos.

—Luego he llamado a las oficinas de la Perfecto Prune Corporation[4] para decirles que atribuías tu maravillosa y rápida recuperación al hecho de comer Ciruelas Pasas Perfecto en todas las comidas.

Aquello me afectó profundamente.

—¿Todas las comidas?

—¿Acaso no es verdad?

—¿Lo es? —dije, todavía aturdido.

—Esta noche no hay quien te entienda, Joseph. Te comportas de un modo de lo más extraño. Pareces un poco desorientado. Primero olvidas que pusiste ese lagarto cornudo en la cama de la señorita Brinkmeyer, y eso que fue la atracción de la semana, y ahora no pareces demasiado entusiasmado con la situación de las ciruelas pasas. Me parece que todavía no te has recuperado del todo de ese gas. Aún estás bajo sus efectos. Lo que necesitas es un buen descanso, así que lo mejor será que te metas en la cama enseguida.

—¿En la cama? ¿A esta hora del día?

—Es la hora de siempre. Y ahora no me digas que también lo has olvidado. Pero primero ven que voy a darte un baño.

Cualquiera se habría imaginado que, después de todo lo que había pasado, a esas alturas ya estaría curado de espanto, pero no era el caso. Al oír estas espantosas palabras, tuve la sensación de que la habitación entera empezaba a dar vueltas, y la miré atónito como si la viera a través de una densa capa de niebla. Aun cuando ya me había advertido que era la institutriz-acompañante-niñera de Joey Cooley, nunca se me había ocurrido que pudiera mantener una relación de semejante intimidad. Mi recato natural se rebeló con vehemencia.

—¡No! —exclamé.

—No seas bobo.

—¡No! ¡Jamás!

—¡Pero tendrás que bañarte!

—Delante de ti, nunca.

Me pareció desconcertada. No cabía duda de que era la primera vez que se enfrentaba a una situación tan tensa.

—Te dejaré tener tu patito de goma.

Rechacé la propuesta con un ademán.

—Es inútil que trates de sobornarme —le dije con firmeza—. No voy a permitir que me bañes.

—Oh, venga ya.

—¡No, no y mil veces no!

La situación parecía haberse estancado. Ann me miró con ojos suplicantes, pero me enfrenté a su mirada con redoblada firmeza. En eso se abrió la puerta y apareció la señorita Brinkmeyer.

—Ya es hora de que tomes…

—Venga, no empieces ahora.

—… tu baño —concluyó.

—Eso es precisamente lo que le estaba diciendo —se excusó Ann.

—Y, entonces, ¿por qué no está en la bañera?

Ann vaciló. Comprendí enseguida que no quería meterse en líos con la Gran Jefa Blanca y le agradecí la amabilidad de su gesto. Decidí ayudarla a salir del trance.

—No quiero bañarme —dije.

—¿Que no quieres? —dijo la Brinkmeyer, soltando uno de sus ya famosos resoplidos—. No es una cuestión de que quieras o no, es una cuestión…

—De recato —solté, interrumpiéndola sin más—. Es una cuestión de principios. Uno tiene sus códigos de comportamiento. A un baño, quâ baño —proseguí, tomando prestada la palabreja de Horace Plimsoll—, no tengo nada que objetar. Podría afirmar incluso que me gustaría. Ahora bien, si lo que me piden es que me preste a convertirlo en una especie de orgía babilónica…

La Brinkmeyer miró a Ann.

—¿De qué demonios está hablando?

—No lo entiendo. Esta noche está muy chistoso.

—Pues a mí no me hace la menor gracia.

—Quería decir que está un poco raro.

—Pues a mí no me parece raro —resopló la Brinkmeyer—. Eso es justamente lo que me dijo el idiota del dentista ése. Quería que me tragara que deliraba, pero yo ya le dije que este niño es un pelmazo y que siempre lo ha sido. Y eso es precisamente lo que es ahora.

Decidí presentarles un ultimátum. Y lo hice de un modo civilizado, pero inflexible.

—Me bañaré, pero cruzaré el umbral del baño solo.

—Sí, para que remuevas un poco el agua con la mano y luego salgas diciendo que te has bañado.

Respondí a aquella calumnia con el silencioso desdén que se merecía. A continuación, cogí el pijama, me metí en el baño de un salto y cerré la puerta con pestillo. Hay que actuar con rapidez y decisión, cuando todavía están parloteando: ésa es la única manera de tratar a las mujeres. Se quedan boquiabiertas ante un fait accompli.

Supongo que la Brinkmeyer debió de soltar un montón de gritos —todos ellos de la categoría despectiva, desde luego—, desde el otro lado de la puerta, pero el ruido del agua ahogó sus comentarios con conmiseración. Abrí el grifo de agua caliente y me metí debajo de él con deleite. Todavía me llegaba la voz de la Brinkmeyer, que decía algo sobre frotarme bien detrás de las orejas, pero no le hice caso. Esas cosas no se discuten con las mujeres. Encontré el patito de goma y me quedé sorprendidísimo al comprobar lo mucho que disfrutaba jugando con él. Ya fuera gracias a eso o al efecto reparador de un buen remojón prolongado, la cuestión es que al cabo de veinte minutos salí del baño con mi sistema nervioso casi totalmente restablecido. Mi sensación de bien-être fue completa al descubrir que la Brinkmeyer ya no se encontraba entre nosotros. Derrotada ante la superioridad de mis dotes de mando, había optado por retirarse frustrada, eso seguro. Y, sin embargo, allí estaba Ann, esperando para acostarme.

Tengo que confesar que lo hizo de un modo tan maternal que me dejó un tanto perplejo. Ann siempre me había caído simpática —es más, recordarán que durante una época llegué incluso a amarla—, pero en mi trato con ella siempre había notado una cierta… no diré dureza, pero sí una especie de espíritu de mujer mandona y segura de sí misma que no está para bromas, tan común entre las chicas estadounidenses que trabajan, y siempre lo había considerado un defecto. Echaba en falta en ella esa gracia tierna, dulce y agradable que tanto me había atraído en April June. Y, sin embargo, en ese momento ese poema sobre «Un ángel auxiliador: tú» le habría caído que ni pintado. Pues bien, como decía, me dejó un tanto perplejo.

Me cubrió bien con las mantas, tratándome con mucho cariño al hacerlo.

—¡Vaya un hueso duro de roer está hecho el pequeño Joseph! ¿Qué te pasa esta noche?

—Estoy perfectamente.

—Uno de tus accesos de humor, supongo. Con que eres un chiquillo chistoso, ¿eh? Pero, si sigues así de guasa con la señorita Brinkmeyer, un día de éstos te va a agarrar y te vas a ganar un buen bofetón. ¡Si hasta me sorprende que no te llevaras uno hace un momento!

Aquellas palabras me hicieron volver a la realidad. Reconocí que tenía razón. En ese momento que evocaba la escena con cierta distancia, recordé haber visto temblar un par de veces la mano de la señorita Brinkmeyer, como si sintiera unos deseos incontenibles de darme un bofetón.

—Mmm —dije.

—Sí, yo en tu lugar me andaría con cuidado. Lo que te pasa, Joseph, es que tienes un sentido del humor demasiado exacerbado. Cualquier cosa por una carcajada, ése es tu lema. Bueno, hasta mañana, pillín.

—Buenas noches.

—¿Estás bien?

—Muy bien, gracias.

—Lo mejor será que te duermas cuanto antes. Mañana tienes un día muy atareado —y me dirigió una mirada cargada de intención; el porqué ya no lo sé—. Muy atareado, ¿a que sí?

—Oh, mucho —dije, porque no quería que me delatara mi ignorancia.

—Ya está todo preparado para mañana por la noche.

—¿Ah, sí?

—Sí. Bueno, que duermas bien.

Me dio un beso en el pelo y desapareció, dejándome ahí tumbado y meditabundo. Tal como yo lo veía, uno de los mayores problemas que suponía cambiarme por el pequeño Joey Cooley era que, hasta que no lo tuviera todo bajo control, no iba a comprender ni la mitad de lo que me decía la gente. Todo un fastidio, desde luego, pero había que aguantarse.

Así que me quedé allí tumbado, mirando con ojos pensativos la ventana abierta, que se había convertido en un rectángulo azul oscuro claveteado por unas pocas estrellas. Y así estaba, ensimismado, cuando de pronto las estrellas desaparecieron. Algún cuerpo sólido se debía de haber interpuesto entre ellas y yo y me llegaba el ruido de una pierna deslizándose sobre el alféizar de la ventana.

Encendí la luz. Había una persona de pie, en la habitación. Era la figura de un tipo más bien entrado en carnes enfundado en un traje de un gris sobrio, que remataban unos calcetines de un azul pálido, a juego con una elegante corbata, y que parecían fundirse, como quien dice, con unos zapatos de ante de un gusto exquisito. Así pues, para decirlo en pocas palabras, el conde de Havershot en persona.

—¡Caray, chaval! —exclamó el hombre con satisfacción—, al fin te encuentro.