24
Resulta que el cloroformo es algo que no conozco en exceso —lo único que sé de él es lo que he leído en las novelas policíacas— pero, de todos modos, supongo que en circunstancias normales la persona a la que se administra no tarda demasiado en recobrar el conocimiento. De haber ocurrido todo esto durante las primeras horas de la tarde, no me cabe duda de que enseguida habría estado vivito y coleando otra vez, como nuevo.
Sin embargo, recordarán que había tenido un día bastante atareado, uno de esos días que ponen a prueba la constitución y minan la vitalidad y todo eso y, además, yo no estaba lo suficientemente fuerte para plantarle cara. La consecuencia de todo esto fue que, después de desmayarme como un corderito, seguí como un corderito y no mostré el menor interés por el curso de los acontecimientos durante un período considerable. Creo recordar vagamente haber ido en coche y detenernos delante de una casa en la que me metieron. Sin embargo, lo primero que recuerdo con claridad es despertarme en una cama y descubrir que ya había amanecido. Los rayos de sol se colaban por la ventana, un par de pájaros se dedicaban a los trinos a dúo y un repicar lejano de campanas de iglesia me dijo que era domingo.
Nada hay como echar un buen sueñecito para sentirse en forma. Hay quien lo llama el dulce restaurador de la naturaleza cansada, y no anda muy equivocado. Me quedé encantado al descubrir que, salvo un ligero entumecimiento en las posaderas, natural después del episodio del cortapapeles, me sentía en forma. Así pues, me levanté, me acerqué a la ventana y me asomé.
La casa se levantaba en uno de los extremos de una callejuela que desembocaba en una carretera importante, o algo por el estilo. Más tarde descubrí que se trataba del bulevar Ventura. Era una parte del país que desconocía y lo estaba examinando con interés cuando, de pronto, mi olfato detectó un agradable perfume de salchichas y café tan intenso y tentador que cogí mi ropa a todo correr y procedí a un simple aseo sin mayores preámbulos. Hacía apenas un momento que daba vueltas a la posibilidad de que los tipos que me habían secuestrado pudieran cortarme dedos y otros apéndices, para luego empaquetarlos y mandarlos con el fin de despertar el espíritu navideño en quien fuera que tuviese que apechugar con el rescate; pero en ese momento ya no parecía tener tanta importancia. Lo que quiero decir es que, si primero me permitían echar mano a aquellas salchichas, no sería quisquilloso con lo que tuvieran intención de hacerme luego.
Y ya casi estaba listo para bajar la escalera corriendo cuando, de pronto, alguien llamó a la puerta con gran alboroto y oí una voz que decía:
—¡Eh, el de ahí dentro! —exclamó.
—¡Hola! —le saludé.
—¿Cómo va?
—¿Cómo va qué?
—¿Cómo te encuentras?
—Con hambre.
—Muy bien. Tenemos salchichas y hojuelas.
—¿Hojuelas? —repetí, con una voz que me temblaba por la emoción.
—Pues claro —repuso el individuo invisible. Un malhechor de lo más amable—. Ponte algo cómodo y ven a unirte a la fiesta.
Al cabo de dos minutos ya estaba en el salón y echaba mi primer vistazo a la pandilla. Estaban todos sentados alrededor de una mesa, en la que había una fuente de salchichas tan grande que su simple visión me estremeció como un cuerno de caza. Estaba claro que ahí no había restricciones.
Como se trataba de los primeros secuestradores con quienes trababa amistad, los examiné de pies a cabeza con natural curiosidad. Eran tres y los tres lucían grandes barbas que les daban un cierto aspecto de esas celebridades victorianas que a veces se ven en fotografías de grupo. No diré que esa pelambrera les quedara muy chic, pero supongo que la gente de ese ramo siempre tiene que pensar más en el lado práctico de las cosas que en el aspecto personal. Sea como fuere, las cosas no estaban tan mal como pudieran haber estado. Las barbas eran postizas, pues se veía la goma elástica que les pasaba por encima de las orejas. En otras palabras, había caído en manos de una banda de criminales que no eran barbudos por voluntad propia, sino que habían adoptado aquel adminículo por imperativos del disfraz. Es muy posible que este descubrimiento me predispusiera en su favor, pero, de todos modos, tengo que reconocer que parecían unos tipos muy decentes. Mostraban un especial interés por procurar que su pequeño huésped se sintiera como en casa. Se presentaron, respectivamente, como George, Eddie y Fred y, después de comentar que esperaban que hubiera dormido bien, me invitaron a que me sentara a la mesa. George me sirvió las salchichas, Eddie me dijo que las hojuelas estarían listas enseguida y que, si las salchichas no estaban a mi gusto, no tenía más que decirlo, y Fred se disculpó con suma educación por lo del cloroformo.
—Lo siento, chaval —se disculpó—. Pero ya estás bien, ¿eh?
—Nunca me he encontrado mejor —le tranquilicé—. Nunca.
—Estupendo. ¿Sabes? George y Eddie se han estado burlando de mí todo el rato por cómo usé la esponja…
—Necesidad, necesidad, no había —dijo George, meneando la cabeza.
—Tampoco parecía que se fuera a poner a chillar —intervino Eddie.
—Sí, ya lo sé —reconoció Fred—. Pero las cosas, o se hacen bien o se hacen mal. Cada cual tiene su técnica, ¿o no? El artista que uno lleva dentro tiene que expresarse, ¿o no?
—Ya basta —zanjó George, que parecía algo así como el presidente de la organización, con un tono cortante de censura—. Ve a la cocina a ver como van esas hojuelas.
—Oh, vaya —rezongó Fred… que saltaba a la vista que se había ofendido, el pobre diablo—. No veo por qué le han de censurar a uno la técnica.
Fred se metió en la cocina arrastrando los pies y George creyó necesario disculparle.
—Sin rencores, ¿eh? —me dijo—. Fred da mucha importancia a la técnica. Es su carácter, pero hay que saber perdonarle.
Le rogué que no diera más vueltas al asunto.
—De todos modos —dijo Eddie—, hay que decir que hace unas hojuelas que hay que probarlas para creerlo.
Al poco rato Fred ya estaba de vuelta de la cocina con una fuente humeante y comprobé que el juicio era correcto. No me avergüenza reconocer que engullí hasta reventar y tuvo que pasar un buen rato antes de que me encontrara en situación de prestar oídos a la conversación de sobremesa.
Al igual que todas las conversaciones que se estarían desgranando en aquel preciso instante, después del desayuno, en toda el área de Hollywood, la que nos ocupa giraba en torno del cine. George, que estaba enfrascado en la lectura del periódico del domingo y que removía el café distraídamente con el cañón de su automática, comentó que aquel nuevo Giro Hacia el Puritanismo parecía estar empezando a ganar terreno. Para corroborarlo, leyó en voz alta el párrafo de una noticia en el que se comentaba un rumor según el cual la próxima película de Mae West iba a ser Alicia en el País de las Maravillas.
Por su parte, Fred y Eddie dijeron que les alegraba mucho saberlo. Eddie, además, añadió que ya era hora de que alguien se decidiera a echar un buen cubo de agua fría que apagara las llamas de aquel incendio arrasador de libertinaje y que no hacía más que envenenar la mente del público, y Fred dijo que «Sé», que siempre lo había visto así.
—Esto va a ser toda una oportunidad para ti, chaval —dijo George—. Lo tuyo es decente.
—Eso —dijo Fred.
—Vas a subir como la espuma.
—Pues claro —convino Eddie—. Por fin tendrá lo que se merece.
—Eso —añadió George, con un tono de advertencia— si le proponen la historia adecuada. Decente o no decente, lo que hay que tener es una buena historia, fuerte y con emoción. Esa gente que te escribe las cosas, chaval, no tiene ni la menor idea de lo que es una buena historia.
—Eso —corroboró Fred.
—Tienes que andar con cuidado con eso, chaval —dijo Eddie.
—Es el sistema lo que no funciona —dijo George—. La culpa la tienen los responsables de los estudios.
—Los mongoles —aclaró Eddie.
—Los mandarines —puntualizó Fred.
—Los Hitler y los Mussolini del mundo de las películas —concluyó George—. ¿Qué hacen? Se traen a todo ese surtido de dramaturgos de Nueva York y novelistas ingleses y lo dejan todo en sus manos. A la gente de fuera con talento no le dan ni una sola oportunidad.
—Eso —dijo Fred.
—Mira, fíjate —prosiguió George—. Si a un tipo de fuera se le ocurre una idea fenomenal para una película, ¿qué ocurre? Pues que, cuanto más insiste en presentarla al departamento de guiones, menos interesados están. Yo, sin ir más lejos, ahora mismo tengo una idea genial para una película para ti, chaval, ¿pero de qué iba a servirme? Ni siguiera se dignarían leerla.
—¿La que nos contaste el martes? —preguntó Eddie.
—¿Aquella sobre el Enemigo Público Número Trece? —preguntó Fred.
—La misma —confirmó George—. Es de aúpa.
—Ya lo creo que es de aúpa —dijo Eddie.
—Eso es lo que es —sentenció Fred.
Terminé mi hojuela.
—Así que es buena, ¿eh?
—Ya lo creo que es buena —dijo George.
—Ya lo creo que es buena —dijo Eddie.
—Ya lo creo que es buena —dijo Fred.
—Seguro que lo es —dije yo.
—Escucha —empezó George, como si hubiera entrado en éxtasis—. Pon atención, chaval. Haz una buena provisión de hojuelas y luego dime si no son como las de tu madre. Está este gángster que se ha convertido en el Enemigo Público Número Trece, ¿no? Y resulta que es supersticioso, ¿no? Y cree que nunca más va a tener suerte mientras tenga que cargar con ese numerito gafe, ¿no? Así que, ¿qué hace?
—No te lo pierdas, chaval —dijo Eddie.
—No te lo pierdas, chaval —dijo Fred.
Estaban los dos con el cuerpo echado hacia adelante y se retorcían las barbas de emoción.
—Pues tiene demasiado buen corazón para dejar seco de un disparo a cualquiera de los Enemigos Públicos que le preceden en la lista, y eso que sabe que, si lo hiciera, se convertiría automáticamente en el Enemigo Público Número Doce…
—Yo creo que es un papel ideal para Lionel Barrymore —le interrumpió Eddie.
—O para Warner Baxter —dijo Fred.
—Para Bill Powell —atajó George con brusquedad, para ponerlos a los dos en su sitio—. Pues bien, se le ocurre una jugarreta que va a hacer que el gobierno se entere de lo bueno que es y que le permitirá escalar en la lista hasta el puesto número uno o dos, y la idea es la siguiente: él y su banda se embarcan en un transatlántico, que va a cruzar el charco cargado de oro y, una vez a bordo, reducen al capitán y a los oficiales y se hacen con el barco, ponen rumbo a América del Sur y, ya en tierra, vuelan en pedazos el barco y huyen hacia el interior con el oro. ¿Me sigues?
No es que me gustara la idea de desalentar al pobre hombre, pero tenía que hacerle ver el defecto de todo aquello. Al fin y al cabo, para eso sirven las reuniones de guionistas.
—No querría desanimarle —le dije—, porque la idea es buena. Pero no acaba de cuajar.
George me miró alzando la barbilla.
—¿A qué te refieres? ¿Qué tiene de malo la secuencia del barco?
—Pues que lo has convertido en una comedia —dijo Eddie—. El capitán pasaría a ser un personaje cómico. Charles Butterworth, ¡como si lo viera!
—¡Joe Cawthorne! —dijo Fred.
—¡Edward Everett Horton! —dijo George.
—¿Dónde está la trama amorosa? —pregunté, sin perder la calma.
Era evidente que aquella pregunta les había cogido por sorpresa. George se rascó la barbilla y Eddie y Fred la mejilla izquierda y la cabeza, respectivamente.
—¿La trama amorosa? —repitió George. Se le iluminó la expresión—. A ver qué te parece: las costas de América del Sur, una chica que nada junto al barco anclado. El aire es denso, cargado de los exóticos perfumes del trópico…
—Flamencos —sugirió Eddie, respetuoso.
—Eso, flamencos —aceptó George—. El aire es denso, cargado de los exóticos perfumes del trópico y una bandada de flamencos rosa cruza perezosa el cielo, y ahí está esa chica, nadando prácticamente desnuda…
Meneé la cabeza.
—Demasiado tarde —objeté—. Cuando llegamos a América del Sur ya estamos en el cuarto rollo.
George descargó un puñetazo contra la mesa.
—Bueno, ¡pues al diablo con la trama amorosa! —se hartó.
—Pero es que tiene que haber un intríngulis amoroso —insistí.
—No, no tiene por qué si la historia es lo suficientemente buena. Ahí está Sin novedad en el frente.
—Eso —dijo Eddie—. Y Skippy.
—Eso —dijo Fred—. Y La patrulla perdida. ¿Cuánto crees que se recaudó con esta peli?
—Pues yo sigo diciendo que tiene que haber una trama amorosa.
—Déjate ahora de tramas amorosas —dijo George—. Vamos a retomarlo donde me interrumpiste. Esos gángsteres echan el barco a pique, ¿no? Y huyen en un bote, ¿no? Como en Rebelión a bordo, ¿no? Pues bueno, entonces…
—Entonces… —repitió Eddie.
—Pues bueno, entonces —volvió a decir George—, imagínate que en ese bote hay un niño de ricitos de oro, monísimo…
—Eso —dijo Fred.
—¿Me sigues? —preguntó George, poniéndose de pie—. ¿A que es bueno? Venga, Fred y Eddie, venid aquí. Poneos en cuclillas encima de esta alfombra. Atiende bien, chaval. La alfombra es el bote y a bordo de él sólo están los gángsteres y tú, ¿me entiendes? Pues tú vas y les dejas encandilados.
—Te adoran… —dijo Eddie.
—Eso —dijo Fred.
—Pues eso es lo que les pasa —dijo George—: te adoran. Y, como no tienen demasiada agua ni víveres suficientes, los gángsteres se van empujando los unos a los otros por la borda para que no te falte nada…
—Hasta que… —dijo Eddie.
—Sólo quedan… —dijo Fred.
—Hasta que sólo quedan el Enemigo Número Trece y tú —concluyó George.
—Y ahora no te lo pierdas, chaval —dijo Eddie—. ¿A que no adivinas quién es…?
—Eso, no te lo pierdas, chaval —dijo Fred—. ¿A que no adivinas quién es…?
—Eso, abre bien los oídos para el golpe de efecto final, chaval —dijo George—. ¿A que no adivinas quién es ese Enemigo Público Número Trece? Pues nada menos que tu padre, perdido hace largo tiempo. ¡Ahí lo tienes! ¡Chúpate ésa! Vaya un sorpresón, ¿eh? Resulta que tú llevas un guardapelo colgado del cuello, ¿entiendes?…
—Y ese tío decide echarle un vistazo mientras estás dormido, ¿entiendes?…
—Y va y encuentra el retrato de su difunta y amada esposa… —dice George.
Llegados a ese punto interrumpí la reunión de guionistas.
—¡Manos arriba! —les grité, apuntándoles con la pistola que el pobre papanatas de George habían dejado junto a su taza—. ¡Manos arriba, condenados bergantes!