17
La nueva línea de pensamiento que aquel jardinero bizco con verruga acababa de abrir era, en pocas palabras, la siguiente. Contaba con la palabra de Joey Cooley de que aquel individuo sin tacha tenía lagartos cornudos mexicanos en su poder y que estaba dispuesto a proporcionármelos, gratis y sin ningún tipo de incremento por el servicio, siempre que su destino fuera la cama de la señorita Brinkmeyer. Y lo que me había venido a la cabeza de improviso, como suele ocurrir con esta clase de ideas, era que ya no había motivo alguno que me impidiera disponer de sus servicios.
Era indudable que la señorita Brinkmeyer necesitaba un lagarto cornudo en la cama con urgencia. Si alguna vez una mujer lo ha pedido a gritos, ésa era ella. Y en ese momento me daba cuenta de que el único obstáculo que me impedía asignarle uno —el temor a posibles consecuencias desastrosas y a un amargo ajuste de cuentas— se había desmoronado. Estaba en situación de descartar por completo aquella posibilidad, porque cuando estallara la tormenta yo estaría muy lejos. Tan pronto como regresara el mayordomo y me pasara los fondos, me ausentaría sin pérdida de tiempo. Por consiguiente, cuando la dama entrara en contacto con el reptil y agarrara el cepillo del pelo a toda prisa para ir a presentarme sus respetos, la señorita Brinkmeyer se encontraría con que la habitación estaba vacía y la cama por deshacer.
Así pues, me situé de un brinco en el tejado del edificio anexo y grite «¡Oiga!», hasta que el educado jardinero se acercó para desentrañar la naturaleza de mis deseos.
Descubrí que tumbado boca abajo y tensando el cuello al máximo podía mantener una conversación en un prudente susurro.
Fui directamente al grano. No tenía tiempo para andarme por las ramas.
—Oiga —le dije—. Quiero un lagarto cornudo.
Aquello pareció despertar su interés.
—¿Para el propósito de costumbre?
—Sí.
—¿Entrega urgente?
—Inmediata.
El jardinero suspiró.
—Siento tener que decirle que en este momento no dispongo de lagartos cornudos.
—¡Oh, vaya!
—Pero podría proporcionarle ranas —dijo, con un tono más esperanzado.
Estudié la proposición.
—Bueno, con las ranas ya me las arreglaré, siempre que sean escurridizas.
—Las que tengo son muy escurridizas. Si se espera un momento, iré a buscarlas enseguida.
El jardinero se esfumó, para volver al poco rato con una cesta cubierta, que me entregó diciéndome que me estaría muy agradecido si tenía la amabilidad de devolvérsela cuando hubiera terminado, pues se trataba de la cesta que uno de sus colegas utilizaba para guardar el almuerzo. Después de tranquilizarle sobre ese punto, salí como una flecha para preparar lo necesario.
El descubrimiento del traje de gala de la señorita Brinkmeyer encima de la cama, listo parta ser lucido en la juerga de la tarde, me sugirió un ligero cambio de planes. Coloqué una rana en cada uno de dos zapatos y distribuí las restantes entre las diferentes prendas de lencería. Pensé que el efecto moral de aquel gesto seria mucho más espectacular que si me limitaba a colocarlas en las sábanas.
El jardinero me estaba esperando cuando volví a salir al tejado. Me dijo que confiaba en que todo hubiera salido bien y, una vez más, me sorprendió la pureza de su dicción, que tan mal casaba con aquel aspecto de japonés.
—Habla usted el inglés extraordinariamente bien —le dije. Pareció agradecer el halago.
—Es muy amable de su parte, sin duda —repuso, esbozando una sonrisa bobalicona—. Sin embargo, tengo la impresión de que se ha dejado usted guiar por un ligero error de percepción. Probablemente, el maquillaje le ha inducido a usted a suponer que soy de origen extranjero, lo cual no es el caso.
—Entonces, ¿no es usted japonés?
—Sólo externamente. Me presenté aquí con este tosco disfraz con la esperanza de atraer la atención del señor Brinkmeyer. Una vez en la casa, siempre cabe la posibilidad de que el ojo del amo repare en uno, ¿sabe usted? La productora B-M tiene previsto el rodaje de una película sobre japoneses y espero que me den algún papelito.
—Oh, entiendo —llevaba en Hollywood el tiempo suficiente para saber que hay muy pocas cosas que son lo que parecen—. ¿De modo que es usted actor?
—Hago siempre papeles de carácter. Y espero que se presente la ocasión que me permita improvisar alguna pequeña escena capaz de impresionar al señor Brinkmeyer. Pero me he dado cuenta un poco tarde de que habría sido mucho mejor formar parte del personal de la casa. Ellos siempre tienen un contacto mucho más íntimo con el señor Brinkmeyer. Envidio especialmente a Chaffinch.
—¿Chaffinch?
—El mayordomo. Ocupa un puesto envidiable.
—Pero ¿no será actor?
—Oh, sí, sí, por supuesto. Prácticamente todos los empleados domésticos de los grandes magnates del cine son actores de carácter. Es la única manera de acercarse a ellos. Es inútil acudir a las oficinas de contratación de actores. Se limitan a tomar nota del nombre de uno y si te he visto no me acuerdo. Ése es el problema que tiene Hollywood. El sistema no funciona.
Aquello me dejó pasmado.
—¡Vaya! ¡Pues, caramba, sí me ha engañado!
—Me lo suponía.
—Habría jurado que era auténtico. Con esa tripa y esos ojos protuberantes…
—Sí, da muy bien el personaje.
—Y luego se refería a cuando había servido a su señoría y todo eso.
—Eso es saber crear el ambiente. Es un artista redomado.
—Bueno, pues… ¡Cielos! —exclamé de pronto. Se me acababa de ocurrir una idea espantosa—. Tenga la cesta. Tengo que hacer una llamada.
Salí disparado y bajé corriendo a la cabina telefónica del vestíbulo.
No era momento para ponerse a pensar qué excusa daría a la señorita Brinkmeyer si me pillaba usando el aparato. Estaba de lo más inquieto y les diré por qué.
Al confiar al tal Chaffinch las negociaciones relacionadas con mi muela, toda mi estrategia había partido del convencimiento de que aquel hombre era el mayordomo que aseguraba ser. La honradez de los mayordomos es proverbial. No hay gremio que merezca mayor confianza. El auténtico mayordomo moriría antes que permitirse incurrir en algo que pudiera describirse, aunque sólo fuera remotamente, como un asunto turbio.
Por otra parte mi relación con actores de segunda fila había arraigado en mí la convicción de que son gente de poco fiar. Puede que tenga mis prejuicios y permita que mi opinión se vea influida por un incidente que tuvo lugar durante mis tiempos de universitario, cuando uno de los actores de una compañía que representaba His Forgotten Bride de pueblo en pueblo me dio un sablazo de cinco libras, en una taberna de Newmarket, en un juego que él llamaba «Los monarcas persas»; pero eso es lo que pienso. Desde ese episodio me repito a mí mismo: «Reginald, aléjate de los actores. Son gente sin escrúpulos».
Así que, mientras buscaba el número de teléfono de Screen Beautiful en el listín, me asaltaron innumerables temores. Por primera vez, como si me hubieran atizado un golpe con una anguila disecada, caí en la cuenta de que si la redacción de aquella condenada Screen Beautiful se encontraba a una distancia razonable de casa, Chaffinch había tenido ya tiempo sobrado para estar de regreso con la misión cumplida. Le había visto salir justo después del almuerzo y ya eran más de las cuatro.
Además, no se había marchado andando. Le había visto coger un taxi con mis propios ojos.
Encontré el número y, si las circunstancias hubieran sido otras, me habría sentido halagado al ver el respeto que despertaba mi nombre en la centralita. Pero, desgraciadamente, las circunstancias eran ésas y no otras. No necesitaba respeto, sino que me tranquilizaran.
Pero de tranquilidad, nada. Transcurridos dos minutos, habían descargado sobre mí un golpe tremendo y me enteraba de que había ocurrido lo peor. El editor en persona me informó de que había entregado a mi agente cinco mil dólares en billetes pequeños hacía más de hora y media. Y cuando conseguí dominar mi voz, que mostraba una acusada tendencia a fluctuar en el registro, le pregunté cuánto tiempo se tardaba en regresar a bordo de un taxi y repuso que diez minutos.
Fue entonces cuando colgué el auricular, cortando en seco no sé qué tonterías sobre reportajes fotográficos y declaraciones personales.
No cabía error posible. Los hechos hablaban por sí solos. Se había aprovechado de mi ingenuidad. Al confiar ciegamente en aquel condenado Chaffinch, había caído en la trampa y me había timado. Podía estar seguro de que, a aquellas alturas, ese sinvergüenza disfrazado de mayordomo ya debía de viajar rumbo al este con el botín metido en el bolsillo de sus tejanos, seguro de que nadie iba a darle alcance.
Decididamente, aquella cabina telefónica no me traía buena suerte. Sólo había entrado en ella un par de veces y en las dos ocasiones había salido aturdido. La primera vez había salido de ella presa de la angustia, y en ese momento volvía a salir presa de la angustia. Saber que no iba a disponer de fondos y que tendría que abandonar mis sueños de huir a un mundo más libre y sin horizontes me indujo a caminar haciendo eses, como Eggy en el día de su cumpleaños.
Poco a poco, una nueva preocupación fue abriéndose paso en mi mente. Confiado en la locura de que podría ahuecar el ala de la zona de peligro inmediatamente, había abarrotado de ranas el dormitorio de la señorita Brinkmeyer.
No perdí el tiempo con lamentaciones inútiles. Había bajado la escalera a todo correr, pero la subí como una exhalación. Si no conseguía localizar las ranas y me espabilaba en sacarlas de allí, me asustaba sólo de pensar en las consecuencias que podía acarrear todo aquello. La cosa estaba muy clara. Tenía que encontrarlas antes de que la señorita Brinkmeyer las descubriera o me caería encima una buena tormenta.
No sé si habrán intentado cazar ranas alguna vez. Se trata de una de las modalidades de caza más difíciles. Coger escaramujos… fácil. Nueces en mayo… cosa de niños. Pero localizar y reunir a un pelotón de ranitas jóvenes y vivarachas, con el tiempo que se le echa a uno encima, es una tarea que exige toda la destreza y habilidad de un hombre.
La situación era si cabe más complicada debido a que, en ese momento, no recordaba con exactitud a cuántas de esas criaturas había esparcido por el lugar. El jardinero me había regalado un montón y yo me había limitado a distribuirlas a diestro y siniestro, cual sembrador que va esparciendo la simiente. No me había molestado en contarlas siquiera. En ese momento, un censo de la población de batracios me habría parecido ocioso. Por consiguiente, no fue hasta entonces, mientras estaba allí pensativo acariciándome la barbilla y tratando de recordar si las seis ranas que tenía en el bolsillo conformaban el lote completo, cuando me di cuenta de la locura que había cometido al tomarme a la ligera un asunto tan serio como aquél.
Ahí estaba devanándome los sesos con la cabeza gacha y habría seguido devanándome los sesos indefinidamente si un alarido estremecedor procedente del jardín no hubiera interrumpido mis cavilaciones. Al parecer, algo estaba en plena ebullición. Toque de corneta y zafarrancho de combate, como quien dice. Lo que más afectaba al oído era lo estridente del chillido femenino.
Bueno, de haber sido las dos de la madrugada y, teniendo en cuenta que me encontraba en Hollywood, la cosa no me habría alarmado en absoluto y habría dado por supuesto que algún vecino estaba celebrando una fiesta. Sin embargo, a aquella hora tan temprana, era imposible que se tratara de una fiesta. Así que, si no se trataba de una fiesta, me preguntaba, ¿qué podía ser?
Acercarme a la ventana con cautela y asomarme fue cosa de un instante. De pronto me vi contemplando una gran extensión de césped y parte de la piscina de mármol pero, desgraciadamente, la glorieta cubierta por un entramado de parra limitaba mucho mi campo de visión. Los chillidos procedían de algún punto que quedaba fuera del alcance de mi vista. Por consiguiente, la mujer que se estaba desgañitando tendría que continuar siendo, por el momento, una voz y nada más. De haber sido interrogado al respecto, lo único que habría podido decir era que tenía unos buenos pulmones.
Con todo, transcurridos unos instantes, contaba ya con más datos. Junto a una de las esquinas de la piscina y avanzando a buen paso, apareció la señorita Brinkmeyer y, pisándole los talones, una silueta ataviada con un traje de un gris sobrio. Y, cuando la luz del atardecer iluminó sus extremidades inferiores, vi que terminaban en unos calcetines azul pálido y zapatos de ante.
No creo que mucha gente haya tenido la oportunidad de observar desde una ventana de un primer piso cómo una mujer de mediana edad corre dando vueltas alrededor de una piscina, víctima de una persecución encarnizada. Se trata de una experiencia curiosa, y lo digo con conocimiento de causa.
Es cierto que a uno lo deja un tanto pasmado, pero, a pesar de todo, resulta sumamente entretenido. Teniendo en cuenta la naturaleza de mis relaciones con la señorita Brinkmeyer —me refiero al hecho de que, desde mi llegada a aquella chabola, me había mostrado invariablemente el lado más siniestro y menos agradable de su carácter— disfruté del espectáculo de todo corazón. En realidad, disfruté tanto que cuando los corredores desaparecieron de mi vista, me sentí muy contrariado.
Y, cuando, al cabo de un momento, llegó hasta mis oídos el claro chapoteo de un cuerpo pesado que se hundía en el agua, solté imprecaciones a diestro y siniestro. Tenía la deprimente sensación de haberme perdido algo que valía la pena, lo cual resulta siempre muy desagradable.
Sin embargo, otros pensamientos vinieron a imponerse a mi disgusto y, con ellos, la suposición de que, habiendo caído en la piscina, la señorita Brinkmeyer no tardaría en aparecer por su habitación para cambiarse de ropa. Todavía estaba un poco vacilante con lo de las ranas, pero era evidente que no podía permanecer allí y proseguir con mis investigaciones. Puede que tuviera a toda la población, y puede que no, pero, aunque no la tuviera, tenía que salir de allí antes de que me cortaran la retirada.
Tardé unos minutos en llegar a esta conclusión, pero, una vez llegado a ella, no me entretuve en tonterías. Como ya he dicho, mi dormitorio quedaba dos puertas después de la suya, así que me metí en él a toda prisa, como conejo que se apresura a esconderse en su madriguera.
Y no fue hasta que hube llegado a mi dormitorio cuando mis esfuerzos por solucionar el problema de las ranas se vieron recompensados con el éxito. Entonces me acordé. En un principio había ocho ranas: llevaba seis encima y había colocado las otras dos en los zapatos de mi anfitriona, donde seguían estando.