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Acababa de empezar a escribir esta historia cuando un amigo mío amante de las letras, que había pasado una velada un tanto escabrosa con los del PEN Club, se presentó de manera inesperada para pedirme un poco de bicarbonato y pensé que no estaría de más que me diera su opinión, no fuera a ser que ya hubiese metido la pata en el golpe de salida. Hay que tener en cuenta que, salvo alguna que otra anécdota en el salón de fumar del Club Los Zánganos sobre escoceses, irlandeses y judíos —que, por lo general, suelen ser un desastre— no he contado una historia en mi vida. Y si hay algo en lo que insisten los entendidos es en que hay que empezar con buen pie.

Así que le dije:

—Oye, ¿puedo leerte algo?

Y él me dijo:

—Si no hay más remedio…

A lo que yo repuse:

—¡Estupendo! Estoy tratando de escribir una experiencia bastante curiosa que viví hará cosa de un año —le expliqué—. No es que la tenga demasiado avanzada. Empieza cuando conocí al niño.

—¿A qué niño?

—Al niño que conocí —le aclaré. Y arranqué como sigue:

»El niño estaba sentado en un sillón. Yo estaba sentado en otro. El niño tenía la mejilla izquierda hinchada. Yo tenía la mejilla izquierda hinchada. El niño hojeaba el National Geographic Magazine. Yo también. En pocas palabras: ahí estábamos los dos.

Pensé que parecía un tanto inquieto, como si el National Geographic no le tuviera totalmente embelesado. A cada instante abandonaba la lectura y la reanudaba para abandonarla de nuevo al instante y fue precisamente durante una de esas fases de abandono-de-lectura-por-un-instante cuando me miró.

—¿Dónde están los demás chicos? —me preguntó.

Llegados a este punto, este amigo mío amante de las letras abrió los ojos, que hasta entonces había mantenido cerrados con expresión doliente. Su reacción fue la del hombre al que acaban de obligar a oler pescado podrido.

—¿Van a publicar esas sandeces? —me preguntó.

—Privadamente. Se colocará en los archivos familiares para que mis nietos la disfruten.

—Si quieres mi opinión —me dijo—, no van a entender una palabra. ¿Dónde se supone que ocurre la acción?

—En Hollywood.

—Bueno, pues eso hay que aclararlo. Y, luego, esos sillones, ¿qué? ¿Qué sillones son? ¿Dónde están?

—Son los sillones de la sala de espera del dentista. Ahí es donde conocí al niño.

—¿Quién es ese niño?

—Bueno, luego resulta que es el pequeño Joey Cooley, el niño prodigio del cine, ídolo de las Madres Estadounidenses.

—¿Y quién eres tú?

—¿Yo? —le dije, un tanto sorprendido, porque habíamos ido juntos al colegio—. Hombre, tú ya me conoces: Reggie Havershot.

—Lo que quiero decir es que tienes que presentarte al lector. No sabe quién eres por ciencia infusa…

—¿Y no crees que sería mejor que se fuera dando cuenta poquito a poco, a medida que la narración se va desgranando?

—Rotundamente no. Cuando se narra una historia, la regla de oro es que tiene que quedar claro desde el comienzo quién es quién, cuándo, dónde y por qué. Así que será mejor que vuelvas a empezar desde el principio.

Y ahí fue cuando cogió su bicarbonato y se marchó.

Bueno, volviendo sobre mis pasos y aplicándome de nuevo a la tarea, os diré que mi nombre, como ya he anunciado vagamente en lo antedicho, es Reggie Havershot. Reginald John Peter Swithin, tercer conde de Havershot, para respetar las formas; pero Reggie para los amigos. Tengo veintiocho años y un poquitín más y, en la época en que transcurre la historia que estoy escribiendo, tenía veintisiete y un poquitín más. Mido un metro ochenta y cinco, tengo los ojos castaños y el pelo color zanahoria.

Sin embargo, debo advertiros que, aunque diga que soy el tercer conde de Havershot, eso no significa que lo fuera siempre. No, en absoluto: empecé desde abajo y fui subiendo poco a poco. Durante años y años, me paseé por el mundo como R. J. P. Swithin a secas, convencido de que ése sería el nombre que grabarían en mi lápida, cuando surgiera la cuestión de las lápidas. En cuanto a las posibilidades que tenía de hacerme con el título, no creo que al principio fueran más de ocho en cien, y eso siendo optimista. El campo estaba plagado de candidatos aventajados que podían ganarme con facilidad y sin esfuerzo.

Pero ya se sabe cómo son las cosas. Los tíos dan por terminado lo que se traían entre manos, los primos le pasan cubo y pala y, poquito a poco y pasito a pasito, antes de que uno se dé cuenta de qué ha ocurrido… bueno, ahí está y ha ocurrido.

Bien, pues ése soy yo y, aparte lo que acabo de contarles, no hay gran cosa de interés en cuanto a datos personales. Boxeé representando a Cambridge, pero eso es todo. Lo que quiero decir es que sólo soy uno de esos tipos. De manera que pasaré a explicar enseguida cómo llegué a Hollywood.

Una mañana, mientras me estaba zampando unos buenos huevos con bacon en mi residencia londinense, el viejo Horace Plimsoll me llamó por teléfono para pedirme si podía pasar por su despacho para discutir de un asunto de cierta importancia. «Naturalmente», le dije, «naturalmente», y fui para allá sólo para complacerle.

El viejo Plimsoll me caía simpático. Era el abogado de la familia y, en los últimos tiempos, nos habíamos visto a menudo debido a la cuestión de la herencia y todo eso. Así que fui hasta su despacho y, como de costumbre, lo encontré hundido hasta la nariz en un mar de autos de reivindicación y demás. Después de apartar a un lado esos papeles, emergió a la superficie y me miró por encima de las gafas.

—Buenos días, Reginald —me saludó.

—Buenos días —repuse.

Plimsoll se quitó las gafas, las limpió y se las puso de nuevo.

—Reginald —dijo, mirándome con ojos solemnes—, ahora eres el cabeza de familia.

—Sí, ya lo sé —admití—. Vaya un chiste, ¿no? ¿Es que hay algo que firmar?

—No; de momento, no. Hoy quería verte por un asunto relacionado con una cuestión de carácter más personal. Me gustaría que no olvidaras que, como cabeza de familia, tienes ciertas responsabilidades que estoy seguro no vas a eludir. Ahora tienes obligaciones, Reginald, y esas obligaciones hay que cumplirlas, sin importar lo que cueste. Noblesse oblige.

—¿Oh, ah? —solté, porque no me gustaba cómo sonaba todo aquello. Tenía toda la pinta de un sablazo—. ¿Cuál es la mala noticia? ¿Acaso hay un pariente colateral que quiere meter cuchara en el peculio?

—Deja que empiece por el principio —dijo el viejo Plimsoll y se sacó un aviso de embargo, o algo parecido, de la manga de la americana.

—Acabo de hablar con tu tía Clara. Está muy preocupada.

—¿Ah sí?

—Sumamente preocupada a causa de tu primo Egremont.

Bueno, así que era eso y solté unos vaya-vayas conmiserativos; pero no puedo decir que me sorprendiera. Desde que se había convertido en un hombre hecho y derecho, aquella desventurada tía padecía una preocupación crónica por culpa del sujeto en cuestión, conocido sobradamente por estos pagos como el más conspicuo borrachín de Londres Oeste 1. Durante años, todo el mundo se ha ocupado de repetir a Eggy que es inútil que trate de agotar las existencias de bebidas alcohólicas de Inglaterra, pero Eggy no ceja en su empeño. Demuestra la perseverancia del buldog, qué duda cabe, pero eso tiene muy preocupada a tía Clara.

—¿Conoces el historial de Egremont?

Tuve que pensar un rato.

—Bueno, una vez, la noche de la regata, lo vi zamparse dieciséis whiskies dobles con soda, pero si ha batido o no su propia marca es algo que ya no…

—Lleva años siendo un verdadero quebradero de cabeza para lady Clara y ahora…

—No me lo diga —dije levantando la mano—. Deje que lo adivine. ¿Se dedica quizás a hundirles el casco hasta las orejas a los policías?

—No. Ha…

—¿Acaso lanza huevos pasados por agua contra los ventiladores de los restaurantes de lujo?

—No. Ha…

—No se tratará de un asesinato, ¿no?

—No. Ha huido a Hollywood.

—¿Que ha huido a Hollywood?

—Hu-i-do a Hollywood —repitió el viejo Plimsoll.

El sentido de aquel nuevo rumbo se me escapaba y así se lo confesé, por lo que el viejo Plimsoll me ayudó a seguirle la pista.

—Hace ya algún tiempo, lady Clara se alarmó ante el estado de salud de Egremont. Le temblaban las manos y se quejaba de sentir arañas en la nuca. Siguiendo los consejos de un especialista de la calle Harley, lady Clara decidió mandarle hacer un crucero alrededor del mundo, con la esperanza de que el aire fresco y el cambio de ambiente…

Enseguida advertí un error de cálculo evidente.

—Pero en esos barcos hay bares.

—Y los encargados tenían instrucciones muy estrictas de no servir a Egremont.

—Eso no le habrá gustado.

—No le gustó. Las cartas que mandaba a casa estaban llenas de quejas y los telegramas casi diarios también. Digamos que el tono general era displicente. Así que en el viaje de vuelta, cuando el barco atracó en Los Ángeles, lo abandonó y se fue a Hollywood… y ahí sigue todavía.

—¡Dios santo!, bebiendo sin vigilancia ni contención, supongo.

—Carecemos de pruebas de primera mano al respecto, si bien me siento inclinado a sospechar que éste debe de ser el caso. Sin embargo, esto no es lo peor. Cuando menos, no es la causa de la creciente inquietud de lady Clara.

—¿No?

—No. Tenemos motivos para creer… gracias a determinados pasajes de su última misiva… que se está planteando el matrimonio.

—¿Sí?

—Sí. Sus palabras no dejan ni sombra de duda. O se ha comprometido o está a punto de comprometerse con una señorita de allí. Y ya sabes la clase de jovencitas que abundan en Hollywood.

—Preciosidades, según tengo entendido.

—Físicamente, no cabe duda de que son como las describes. Sin embargo, no son en absoluto la pareja adecuada para tu primo Egremont.

Yo no lo veía así. Por mi parte, siempre había pensado que si un elemento como Eggy conseguía dar con una chica que consintiera cargar con él podía darse por más que satisfecho. A pesar de ello, no se lo dije. El viejo Plimsoll ha sentido siempre un respeto espantoso hacia nuestra familia y ese comentario le habría ofendido. Así que, en lugar de eso, le pregunté qué idea tenía en mente. ¿Dónde entraba yo en todo aquello? ¿Qué suponía que podía hacer yo?

El viejo Plimsoll parecía un sumo sacerdote que exhorta al joven gran jefe de la tribu a la consecución de nobles hazañas.

—Hombre, tendrás que ir a Hollywood, Reginald, y hacer entrar en razón a ese jovencito descarriado. Hay que poner freno a todos estos disparates. Ejerce tu autoridad como cabeza de familia.

—¿Quién, yo?

—Sí.

—Mmm.

—No digas «Mmm».

—¡Bah!

—Y no digas «¡Bah!». Tu deber está más que claro. No puedes eludirlo.

—Pero es que Hollywood está tan lejos…

—Aún siendo así, insisto en que, como cabeza de familia, tu obligación es ir y, además, inmediatamente.

Me mordí el labio inferior. Tengo que admitir que no acababa de comprender por qué tenía que entremeterme en todo aquel asunto y tratar de poner freno a los amoríos de Eggy que, por lo demás, me parecían más que envidiables. Vive y deja vivir, éste es mi lema. Si Eggy quería casarse, allá él, así lo veía yo. Quizás el matrimonio le hiciera mejorar. En realidad, era difícil pensar en un cambio que no fuera para mejor.

—Mmm —repetí.

El viejo Plimsoll jugueteaba con lápiz y papel… al parecer, planeando rutas y demás.

—Como bien dices, el viaje es largo, pero muy sencillo. Una vez en Nueva York, tengo entendido que tendrías que coger el tren de la Twentieth Century Limited hasta Chicago y, tras una breve espera…

Me enderecé en la silla.

—¿Chicago? ¿De verdad hay que pasar por Chicago?

—Sí. En Chicago hay que hacer trasbordo y, de ahí hasta Los Ángeles no hay más que…

—Espere un momento —le interrumpí—. Esto ya empieza a parecerme una propuesta mucho más práctica. La mención de Chicago abre una nueva perspectiva de posibilidades. Dentro de una semana, más o menos, va a celebrarse en Chicago el campeonato mundial de pesos pesados.

Examiné el asunto a la luz de aquel nuevo enfoque. Siempre había querido presenciar uno de esos campeonatos mundiales, pero nunca había podido costearme el viaje. En ese momento me daba cuenta de que, gracias al título y a sus ventajas, podía hacerlo si me venía en gana. Lo más sorprendente de todo era que nunca se me había ocurrido. Acostumbrarse a la idea de que uno nada en la abundancia siempre requiere su tiempo.

—¿Qué distancia hay de Chicago a Hollywood?

—Poco más de dos días de viaje, según creo.

—Entonces, no se hable más —dije—. Trato hecho. No creo que consiga hacer cambiar al bueno de Eggy, pero iré a verlo.

—Excelente.

Hubo un silencio y presentí que quedaba algo más.

—Y… eh… Reginald.

—¿Sí?

—¿Tendrás cuidado?

—¿Cuidado?

El viejo Plimsoll tosió y se puso a juguetear nerviosamente con una cédula de pago por arrendamiento en feudo.

—En lo que a ti concierne, quiero decir. Como muy bien decías hace un momento, esas mujeres de Hollywood cuentan con no pocos atractivos personales…

Me reí de buena gana.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé—. Pero si ni una sola chica me va a mirar.

Aquel comentario pareció zaherir el respeto que sentía por la familia y frunció el entrecejo de un modo reprobador.

—Eres el conde de Havershot.

—Ya lo sé, pero aún así…

—Y, si no me equivoco, las chicas ya te han mirado alguna que otra vez en el pasado.

Sabía a qué se refería. Hacía un par de años, estando en Cannes, me había prometido con una chica llamada Ann Bannister, una periodista estadounidense que pasaba las vacaciones allí y como, en aquella época, yo ya era el candidato más probable al título, el incidente había despertado una cierta inquietud en las ramas más rancias de la familia. Cuando el compromiso se rompió, creo que hubo un suspiro de alivio general.

—Los Havershot han sido siempre gente sumamente impresionable e impulsiva. En vosotros, el corazón rige la cabeza. De modo que…

—Oh, está bien. Iré con cuidado.

—Siendo así, no tengo más que decir. Verbum… ah… sapienti satis. ¿Estás de acuerdo con zarpar hacia Hollywood tan pronto como te sea posible?

—Inmediatamente —le dije.

El miércoles zarpaba un barco, de modo que metí a toda prisa un cuello y un cepillo de dientes en el equipaje y me embarqué. Tras una breve estancia en Nueva York y un par de días en Chicago, tomé el tren hacia Los Ángeles, que atravesaba a toda velocidad lo que, creo, se llama Illinois.

Y fue precisamente la segunda mañana de viaje, mientras estaba sentado fuera en el vagón mirador, fumando tranquilamente una pipa y pensando en eso y en aquello, cuando April June surgió en mi vida.

La impresión general fue como si me hubiese tragado seis peniques de dinamita y alguien los hubiera hecho estallar dentro de mí.