5
El significado de aquella pregunta se me escapaba. No lo comprendía. Un chico enigmático, uno de esos que, como dice la expresión, hablan en enigmas. Me miraba inquisitivamente, así que le devolví la mirada, también inquisitivamente.
Entonces hablé y fui derecho al grano, dejando a un lado cualquier otra cuestión colateral.
—¿Qué chicos?
—Los chicos de la prensa.
—¿Los chicos de la prensa?
De pronto tuvo una idea.
—¿No eres reportero?
—No, no soy reportero.
—¿Qué estás haciendo aquí, entonces?
—He venido a que me saquen una muela.
Esto pareció sorprenderle y disgustarle al mismo tiempo. Cuando volvió a hablar, lo hizo con mucha sequedad:
—No puede ser que hayas venido a que te saquen una muela.
—Pues a eso he venido.
—Soy yo el que he venido a que me saquen una.
De pronto di con una posible solución.
—Quizá —dije, probando suerte y planteándole una posible solución— hayamos venido los dos a que nos saquen una muela, ¿no? Tú la tuya y yo la mía. Muela A y muela B, como quien dice.
Sin embargo, todavía parecía irritado y no dejaba de mirarme con cierta inquina.
—¿A qué hora es tu visita?
—A las tres y media.
—Imposible. Ésa es la mía.
—Y la mía. I. J. Zizzbaum ha sido de lo más claro en este punto. He concertado la visita por teléfono y sus palabras disipan toda duda. «Tres y media», me ha dicho I. J. Zizzbaum, tan clarito como te estoy viendo a ti en este momento.
El chico pareció tranquilizarse. Ya no tenía fruncida la frente de alabastro y dejó de mirarme como si fuera un atracadero un bandido. Era como si un rayo acabara de echar luz sobre el asunto.
—¡Ah! ¿I. J. Zizzbaum? —repitió—. De la mía se encarga B. K. Burwash.
Fue entonces cuando miré en derredor y me percaté de que en la sala de espera en la que estábamos sentados había una puerta en cada extremo.
En una de ellas se leía:
I. J. ZIZZBAUM
Y en la otra:
B. K. BURWASH
El misterio se había aclarado. Ya fuera porque eran viejos amigos de la facultad de Odontología o puramente por motivos de economía, el caso es que aquel par de arrancacolmillos compartían la sala de espera.
Convencido ya de que nadie trataba de arrebatarle un derecho que era suyo, el chico se convirtió en la amabilidad personificada. Como ya no me consideraba un rival que intentaba sentarse en el sillón de operaciones antes que él, sino un simple ser humano que, como él, tenía que enfrentarse a las vicisitudes de la vida, su tono pasó a ser de cordial interés.
—¿Y te duele la muela?
—Un horror.
—La mía también. ¡Uuuuh!
—¿Y dónde te duele más?
—Me duele todo el cuerpo, hasta las uñas de los pies.
—A mí también. Esta muela mía me hace un daño atroz. ¡Sí señor!
—Igual que la mía.
—Me juego lo que quieras a que la mía es peor.
—Imposible.
Entonces me puso al corriente de un dato que, sin lugar a dudas, consideraba definitivo:
—Me van a tener que administrar gas.
—También a mí.
—Me juego lo que quieras a que a mí me va a hacer falta mucho más.
—Pues yo me juego lo que tú quieras a que no.
—Me apuesto un trillón de dólares.
Tenía la sensación de que el resentimiento había vuelto a colarse en la conversación y que no pasaría mucho rato antes de que volviéramos a estar enzarzados en una vulgar trifulca. Así pues, para impedir que la discordia empañara la armonía de los acontecimientos, decidí cambiar de tema y hacer derivar la conversación hacia una cuestión que me tenía intrigado desde el principio. Como recordarán, al principio había tenido la sensación de que aquel chico hablaba en enigmas y todavía quería que me aclarase aquellas palabras suyas iniciales tan misteriosas.
—Seguramente tienes razón —dije, conciliador—. De todos modos, ¿qué te ha hecho pensar que era reportero?
—Es que espero una manada de ellos.
—¿Ah, sí?
—Seguro. También habrá cámaras y periodistas de artículos de interés humano.
—¿Cómo? ¿Sólo para ver cómo te sacan una muela?
—Seguro. Cuando me sacan una muela es noticia.
—¿Qué me dices?
—Seguro. Mañana aparecerá en la primera página de todos los periódicos del país.
—¿El qué, tu muela?
—Sí, mi muela. Mira, el año pasado, cuando me operaron de amígdalas, tuve en vilo a la civilización entera. Quiero que sepas que no soy un donnadie.
—¿Quieres decir que eres alguien especial?
—Quiero decir lo que digo. Soy Joey Cooley.
Teniendo en cuenta que una de las reglas inquebrantables de mi conducta en la vida es nunca ir al cine si mis informadores particulares me han advertido previamente que en la película aparece un niño, es natural que jamás hubiera visto a aquel mozalbete. Con todo, su nombre me era familiar, desde luego. Como recordarán, Ann me había hablado de él. Es más, April June también.
—¡Oh, ah! —exclamé—. De modo que tú eres Joey Cooley, ¿eh?
—Joey Cooley. Él mismo.
—Sí, he oído hablar de ti.
—Lo suponía.
—Conozco a tu niñera.
—¿A mi qué?
—Bueno, a la chica que cuida de ti o lo que sea: Ann Bannister.
—¡Ah, Ann! Es una tía estupenda esa Ann.
—Estoy de acuerdo.
—De bandera y no permitas que alguien diga lo contrario.
—No lo permitiré.
—Ann es una chica que tira de espaldas. ¡Sí señor! Ésa es Ann.
—Y el otro día, precisamente, April June me hablaba de ti.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te dijo?
—Pues me dijo que habías trabajado en su última película.
—Con que eso dijo, ¿eh? —repuso, resoplando bastante enfadado y frunciendo el entrecejo.
No cabía duda de que estaba molesto. Yo que sólo pretendía hablar de algo sin importancia y resultaba que había ido a meter el dedo en la llaga.
—¡Vaya desfachatez la de esa mujer! Así que en «su» última película, ¿no? ¡Permíteme que te aclare que fue «ella» la que trabajó en «mi» última película!
Resopló de nuevo. Había vuelto a coger el National Geographic Magazine, pero me di cuenta enseguida de que le temblaban las manos, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por reprimir un impulso muy poderoso. Al rato se le pasó el espasmo y volvió a ser el de siempre.
—De modo que conoces a esa pelmaza, ¿no es así? —me preguntó. Al que le tocó temblar entonces fue a mí, y temblé como una gelatina.
—¿A esa qué?
—A esa pelmaza.
—¿Has dicho «pelmaza»?
—Eso mismo, «pel-ma-za». La cojas por donde la cojas, siempre será un adefesio.
Me levanté indignado.
—Estás hablando de la mujer que amo —le advertí.
Joey Cooley trató de responder, pero levanté la mano con frialdad, dije «Por favor» y sobrevino el silencio. Él se puso a leer su National Geographic Magazine y yo el mío. Durante unos minutos, la cosa se mantuvo en estos términos y fue entonces cuando me dije: «Oh, venga, hombre», y decidí que había que concertar una tregua. Y es que me parecía una solemne tontería que un par de individuos que se hallaban a punto de perder una muela estuvieran cada uno en su rincón leyendo el National Geographic Magazine, en lugar de tratar de olvidar el tormento que les esperaba con una pequeña charla.
—De modo que eres Joey Cooley, ¿eh? —dije.
Joey aceptó mi oferta en los términos en que yo la hacía.
—No has pronunciado palabra más cierta que ésta —me dijo, complaciente—. Ahora que lo dices, ése soy yo: Joey Cooley, el ídolo de las Madres Estadounidenses. ¿Y tú?
—Me llamo Havershot.
—Así que eres inglés.
—Exactamente.
—¿Y llevas mucho tiempo en Hollywood?
—Apenas una semana.
—¿Y dónde te alojas?
—En un bungalow del Jardín de las Hespérides.
—¿Y te gusta Hollywood?
—Oh, desde luego. Es un lugar estupendo.
—Pues entonces tendrías que ver Chillicothe, en Ohio.
—¿Y eso por qué?
—Esa es mi tierra y ahí es precisamente donde me gustaría estar en este momento. ¡Sí señor! De nuevo en mi pequeño y querido Chillicothe.
—¿De modo que lo echas de menos?
—Y que lo digas.
—Aun así, aquí en Hollywood no lo debes de pasar tan mal…
Su expresión se ensombreció. Al parecer, había vuelto a meter la pata.
—¿Quién, yo? No.
—¿Y por qué no?
—Te diré por qué no: porque prácticamente llevo la vida de un condenado a trabajos forzados. Aunque estuviera en la Isla del Diablo, en la Legión Extranjera o donde fuera, no lo pasaría peor. ¿Quieres que te diga una cosa?
—¿Qué?
—¿Sabes qué se le ocurrió al viejo Brinkmeyer cuando estaban redactando el contrato?
—No, ¿qué?
—Pues se le ocurrió incluir una cláusula que me obligaba a vivir bajo su techo. Así no me quita ojo de encima.
—¿Y quién es ese Brinkmeyer?
—El jefazo de la sociedad para la que trabajo.
—¿Y no te gustan los ojos que tiene?
—No, si no es por él. Ése es un viejales bonachón. Es por su hermana Beulah. Fue ella la que le instigó a hacerlo. Es la mala de la película. Tiene muy mala sombra. ¿Has oído hablar de Simón Legree?
—Sí.
—Pues es igualito a Beulah Brinkmeyer. ¿Sabes lo que es un siervo?
—Bueno, ¿te refieres a un mamífero rumiante de grandes cuernos?
—No, no me refiero a un ciervo, sino a un siervo. Ese al que siempre pisotean, oprimen y al que siempre le toca recibir. Pues ése soy yo. ¡Cielo santo, qué vida la mía! ¿Quieres que te cuente una cosa?
—Adelante.
—Pues no me permiten jugar, porque podría hacerme daño. No me permiten tener un perro, porque podría morderme. No me permiten bañarme en la piscina, porque podría ahogarme. Y escucha ésta, escucha, porque es de lo que no hay: no me permiten comer dulces porque podría engordar.
—¿Hablas en serio?
—¡Y tan en serio! Está todo en el contrato: «La parte de la segunda parte, en adelante llamado el artista, se abstendrá de ingerir todo tipo de helados, cremas de chocolate, helados con crema, almíbares, frutas y nueces, dulces de chocolate o azúcar y toda clase de chupa-chups y piruletas, en adelante llamados golosinas, que engloban asimismo los buñuelos, dulces de malvavisco, pasteles, alimentos ricos en fécula y pollo». ¿Te cabe en la cabeza que mi abogado les permitiera hacer semejante jugarreta?
Tengo que reconocer que me había dejado pasmado. Los Havershot siempre hemos sido gente de buen comer y nada hay que me apene más que saber de alguien que está a régimen. Me imaginaba cómo me habría sentido si, a su edad, una mano de hierro me hubiese mantenido alejado de una tienda de golosinas.
—Me sorprende que no lo abandones.
—¡No puedo!
—¿Porque amas este Arte por encima de todo?
—No.
—¿Porque te gusta llevar un rayito de sol a esas vidas grises de Pittsburgh y Cincinnati?
—Aunque todo Pittsburgh se ahogara me importaría un bledo. Y lo mismo digo de Cincinnati.
—Entonces será porque la fama y el dinero te compensan de todo eso que podríamos llamar privaciones inhumanas.
Joey resopló de nuevo. Parecía tener tan mal concepto del dinero y la fama como April June.
—¿Qué tienen de bueno el dinero y la fama? Que yo sepa, no son comestibles. Lo que más me apetecería en el mundo sería deshacerme de todo este tinglado y regresar a Chillicothe, Ohio, donde los corazones son puros y los hombres, hombres. Ahora mismo me gustaría estar con mi madre. ¡Tendrías que probar su pollo frito al estilo sureño! Y, además, estaría encantadísima de volverme a tener en casa, pero no puedo marcharme. Tengo un contrato de cinco años y puedes estar seguro de que se cuidarán muy mucho de que lo cumpla.
—Ya.
—Sí, sí, soy como el Tío Tom. Pero ¿sabes una cosa? Un día llegará mi oportunidad, sólo es cuestión de esperar. Un día creceré y, cuando sea mayor… ¡oh, bueno…!
—¿Oh qué?
—He dicho: ¡oh, bueno…! Voy a darle un buen puñetazo en los morros a esa Beulah Brinkmeyer.
—¿Qué? ¿Serías capaz de pegar a una mujer?
—¡Toma si sería capaz! ¡Sí señor, le daré una buena zurra! Y hay unos seis directores que también se van a llevar un buen puñetazo en los morros, ésos y toda su pandilla de supervisores y productores. Y ese agente de prensa que tengo, tampoco se va a librar de otro puñetazo en los morros. ¡Sí señor! En realidad, sería difícil pensar en alguien que no se vaya a llevar un buen puñetazo en los morros cuando sea mayor —dijo, resumiendo—. Tengo todos sus nombres apuntados en una libreta.
Joey se sumió en un silencio melancólico y yo me quedé sin saber muy bien qué decir. Tenía la sensación de que con mis palabras no conseguiría aliviar a aquel chico tan apenado. La herida que llevaba en el alma era demasiado profunda como para que un simple «¡Ánimo, chaval!» pudiese surtir algún efecto.
De todos modos, luego resultó que tampoco habría tenido tiempo de invertir mis esfuerzos en una charla alentadora pues, en ese preciso momento, la puerta se abrió y dio paso al alboroto y a una manada de individuos, unos de sexo masculino, otros del femenino, unos con cámaras y otros sin ellas y el aire se llenó con sus entrevistas y sus flashes, hasta tal punto que me habría resultado imposible meter baza. Así que me quedé sentado leyendo mi National Geographic Magazine, hasta que apareció una ayudante con bata blanca para anunciar que B. K. Burwash ya tenía las pinzas a punto y aquella bandada de individuos se metió en su consultorio para entrevistar a este último.
No pasó mucho rato hasta que salió otra ayudante con bata blanca y me dijo que I. J. Zizzbaum estaría encantado de atenderme, de modo que encomendé el alma a Dios y la seguí hasta la sala de operaciones.