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Chez Brinkmeyer —o, cuando menos, eso supuse que era— se erigía, sin duda, como una de las mansiones más impresionantes de Hollywood. El ojo avistaba grandes extensiones de césped, pistas de tenis, piscinas, pérgolas, buganvilla, tres jardineros, un ciervo de hierro, una terraza cubierta para jugar al ping-pong y otros indicios de riqueza. Y, para disipar cualquier duda acerca de la opulencia en la que vivía su propietario, el mayordomo que abrió la puerta principal en respuesta a los bocinazos del chófer resultó ser inglés. En Hollywood apenas se tropieza uno con mayordomos ingleses, a no ser que se esté en casa de un personaje de categoría. Los personajillos suelen contentarse con japoneses y filipinos.
La presencia del mayordomo contribuyó a infundirme ánimo. Sentí como una ráfaga de aire fresco del hogar ante aquel hombre robusto, mofletudo y con ojillos como un par de grosellas, propios del buen mayordomo de familia de rancio abolengo y, conforme lo contemplaba, fui librándome de la sensación de haber ido a caer entre salvajes. Tuve la impresión de que, con él, el tormento que supondría la compañía de la señorita Brinkmeyer resultaría más llevadero.
De todos modos, en aquel momento no me fue permitido regalarme la vista con aquel espectáculo, porque mi acompañante —vigilante, carcelera o lo que fuese— me agarró de nuevo de la mano y, prácticamente a rastras, me hizo caminar a buen paso hasta que llegamos a una especie de salón larguísimo y de techo bajo con puertaventanas que se abrían a un patio.
Su único ocupante era un individuo corpulento y rechonchete con gafas de montura de concha. Al verlo repantigado en el sofá como si todo aquello le perteneciera, deduje que era suyo; es decir, que era mi anfitrión, el señor Brinkmeyer, bajo cuyo ojo vigilante iba a residir en aquella casa.
Una vez más el pequeño Cooley demostró ser un observador perspicaz. Me había dicho que aquel hombre era un viejales bonachón y bastaba una mirada para darse cuenta de que ése era precisamente el caso.
El aspecto del señor Brinkmeyer me gustó. Claro está que, después de haberme pasado un buen rato en compañía de su hermana no podía mostrarme demasiado quisquilloso con el aspecto de la gente —lo que quiero decir es que en aquel momento me habría conformado con cualquier cosa—, pero me pareció una persona amable.
Sus primeras palabras no hicieron más que confirmar esa supuesta amabilidad.
—¡Ah, ya estáis aquí! —nos saludó—. ¿Ha salido todo bien? ¿Se encuentra bien?
La señorita Brinkmeyer chasqueó la lengua.
—¡Por el amor de Dios, ahora no vayas a empezar tú! Desde luego que se encuentra bien. La gente exagera de una manera… que cualquiera diría que al niño le acaban de amputar una pierna o algo así. ¡Todo este alboroto me agota la paciencia!
—¿Acaso ha alborotado el chico?
—Me refiero a los periodistas y a toda esa pandilla de mujeres chifladas. ¡Bah! Menudo atajo de vejestorios.
—¿Se le han echado encima?
—Sí y de la manera más impertinente.
—Es fantástico para la publicidad —le recordó el señor Brinkmeyer, condescendiente.
La señorita Brinkmeyer volvió a soltar un resoplido.
—Y muy malo para el chico.
—Pero muy bueno para la taquilla.
—Me importa un rábano. Me saca de quicio. No hace más que alimentar su vanidad. Como si no estuviera ya hinchado como un gallito…
El señor Brinkmeyer me examinó como un búho benévolo a través de los cristales de sus gafas de montura de concha.
—No parece tan hinchado como antes.
—¿Cómo?
—Decía que la hinchazón le ha bajado un poco.
—Sí, gracias a Dios.
Con la esperanza de crear un ambiente afable y cordial, le dije que era muy amable por su parte mostrarse tan comprensiva. Ella me dijo que me callara la boca.
—No, ya no da la impresión de tener paperas —añadió—, así que creo que ya se habrá repuesto para la inauguración de la estatua.
—Sí —convino el señor Brinkmeyer y me pareció notar cierta tristeza en su voz—. Sí, supongo que sí.
Siguiendo mi política encaminada a que todo el mundo se sintiera cómodo, pregunté de qué estatua se trataba. Ella me dijo que me callara la boca.
—Y tampoco habrá que cancelar lo de las Madres de Michigan.
—¿Qué madres de Michigan?
Por tercera vez me dijo que me callara la boca. Mantener una conversación con aquella mujer no era cosa fácil.
—Si tuviera la cara hinchada como una calabaza, habríamos tenido que aplazarlo, y Dios sabe el escándalo que habrían organizado, después de un viaje tan largo. Pero, afortunadamente, el flemón ha desaparecido casi por completo, de modo que mañana seguro que está fresco como una rosa —y se quedó pensativa un rato antes de añadir—. Mejor que nunca, el niño repelente.
Por ahí sí que no pasaba.
—Considero este comentario sumamente ofensivo.
Por cuarta vez me dijo que me callara la boca y, acto seguido, me agarró de la muñeca de aquel modo tan suyo, me sacó a rastras del salón y me llevó escaleras arriba hasta un dormitorio que estaba en el primer piso. Después de hacerme entrar de un empujón, me ordenó que me tumbara en la cama y echara una siestecita.
No daba crédito a mis oídos.
—¿Una siestecita?
—Por la tarde tienes que echar una siestecita, ¿recuerdas?
—Pero, maldición…
—¡Cállate la boca! —dijo.
Con ésa ya iban cinco. Luego se esfumó y cerró la puerta con llave. Tengo que confesar que solté una risita un tanto abatido. ¡Una siestecita! ¡Menudo chiste! Una siestecita, ¿para qué? Como si tuviera tiempo para tonterías como ésa. A mi modo de ver, lo que con mayor urgencia reclamaba mi atención era examinar la situación cuanto antes y, siempre que cupiera dentro de lo posible, tratar de averiguar qué demonios podía hacer al respecto. Porque algo había que hacer y sin pérdida de tiempo. Tendría que explorar un montón de caminos y no dejar piedra por remover. Lo que tenía que hacer no era echar una siestecita, sino reflexionar.
Así pues, me senté en la cama y me puse manos a la obra.
No sé cuánto tiempo estuve reflexionando, pero fue un buen rato, y así hubiera estado indefinidamente sin probar bocado si en el transcurso de mis meditaciones no me hubiese levantado de la cama para acercarme a la ventana. En el preciso momento que llegué las cosas se aclararon de pronto. Fue entonces cuando vi lo que tenía que haber visto desde el principio: que el primer paso que había que dar era establecer contacto con el pequeño Cooley y concertar una cita.
No es que creyera que pudiera ser capaz de dar con una solución para ese pequeño problemilla nuestro —pues no era un brujo egipcio—, pero por lo menos sabría darme algún que otro consejo de utilidad para aquella nueva vida mía. Y fue entonces cuando pensé que lo mejor que podía hacer para localizarlo era ir hasta mi bungalow del Jardín de las Hespérides y ver si había aparecido por allí. Ya le había dicho que ése era el lugar donde vivía, de modo que, si recordaba mis palabras, lo más probable era que se asomara por allí tarde o temprano.
Nosotros, los Havershot, somos hombres de acción, incluso cuando nos han convertido en niños de rizos dorados que huelen —como empezaba a notar— a una marca de brillantina bastante repulsiva. De pronto me invadieron unos deseos incontenibles de salir de allí. Me sentía ahogado, ésa era la palabra. A un metro escaso del alféizar de la ventana se veía el tejado de una especie de edificio anexo, y de ese tejado al suelo no había más que un salto. Al cabo de medio minuto ya estaba en el jardín y medio minuto más tarde lo había dejado atrás y corría hacia mi antiguo hogar.
No sé si realmente esperaba encontrarme al chico en el bungalow, pero el caso es que no estaba allí. El bungalow estaba vacío. Se encontrara donde se encontrase, lo que saltaba a la vista era que Joey Cooley no estaba sentado en un sillón del Jardín de las Hespérides reflexionando tranquilamente.
Así las cosas, lo único que podía hacer era esperar. De modo que me senté en un sillón y me entregué de nuevo a mis cavilaciones.
Cualquiera habría asegurado que, con el abundante material que me habían proporcionado los inquietantes acontecimientos recientes, mantener el cerebro ocupado y no alejarse del meollo de la cuestión iba a ser cosa de niños. Pero no. Se alejaba de él de lo lindo. No llevaba ni dos minutos sentado y ya había enterrado en el olvido todos los puntos del orden del día para entregarme, con unos remordimientos espantosos, a meditar sobre helados, buñuelos, pasteles de calabaza, natillas, pasteles de bizcocho, pasteles de chocolate, dulces de chocolate o azúcar, montañas de cacahuetes y todo tipo de chupa-chups y piruletas. No podía apartar la mente de ellos. Después de hacer un esfuerzo terrible, conseguía arrancar mis pensamientos de los helados y, ¡bingo!, en un abrir y cerrar de ojos ya estaba soñando con buñuelos. Y, tan pronto como había conseguido borrar la visión de los buñuelos, me asaltaban los pasteles de calabaza y todo tipo de chupa-chups y piruletas.
Para mí era una experiencia totalmente nueva. No pensaba en ese tipo de alimentos desde hacía un montón de años… por lo menos no con semejante deleite. Y, sin embargo, los dulces de chocolate o azúcar y el pastel de chocolate parecían estar entregados a una zarabanda desatada ante mis ojos y no dudaba de que habría dado cualquier cosa por poderles hincar el diente. No recordaba un hambre tan atroz desde los lejanos días de mi primera escuela privada. Apetito no es la palabra; más bien me sentía como una tenía que se ha quedado sin hogar.
De pronto caí en la cuenta de lo estúpido que había sido en mi experiencia anterior como Reginald, lord Havershot, por no haber pensado en hacer provisión de un buen lote de todos estos artículos para un caso de emergencia. No dejaba de repetirme que tendría que haber previsto que nunca se puede estar seguro de cuándo se verá uno convertido en un chico de doce años, así que, teniendo en cuenta que dicha posibilidad siempre forma parte del programa, era una locura no tener siquiera un bocadito al que echar mano en la nevera.
Y aún diré más, empezaba a ver con ojos críticos a mi anterior «yo» —porque nunca he podido soportar a esos tipos de cabellos rizados y manirrotos que nunca piensan en el mañana— cuando unos pasos que se acercaban a la puerta principal me interrumpieron de golpe.
—Reggie —dijo alguien.
Reconocí la voz enseguida. Era la de mi primo Egremont. De pronto recordé que me había comentado que pasaría a hacerme una visita para catar mi bodega y tendría que haberme imaginado que no se haría rogar.
—Reggie, muchacho. Reggie, ¿estás ahí?
Bueno, ya saben cómo son las cosas. Hay momentos en los que a uno no le apetece ver gente. Uno no se siente con ánimos. Como ya había comentado a Ann Bannister, el buenazo de Eggy me era muy simpático, y en el pasado —como por ejemplo en ocasión de la fiesta de Nochevieja a la que había hecho referencia—, había disfrutado mucho en su compañía y, sin embargo, en aquel momento trataba de evitarla. Pensé que se quedaría muy sorprendido al ver a un niño de cabellos dorados en lugar del primo de cabellos color zanahoria que esperaba encontrar, y entonces me haría un montón de preguntas de lo más tedioso, todo un interrogatorio, y no me sentía con fuerzas.
Así que, para evitar aquel encuentro tan desafortunado, me levanté del sillón sin hacer ruido y me agaché detrás del respaldo con la esperanza de que, cuando entrara y viera que no había nadie se marcharía sin más.
Pero eso ni soñarlo, desde luego. Tendría que haberme imaginado la reacción de una psicología como la suya. Eggy no es precisamente la clase de individuo que se marcha de una casa en la que hay whisky escocés sólo porque no hay nadie. Mientras tenga todo lo necesario, a Eggy no le preocupan los anfitriones ausentes. Así que nada más entrar fue derechito a su objetivo como una paloma mensajera. No podía verlo, pero sí oí un salpicar musical seguido de un engullir, para luego oír otro salpicar musical seguido de otro engullir y hasta un tercer salpicar musical, así que podía leer sus actos como en un libro abierto. Primero se había zampado un par de copas rápidas y en ese momento se estaba preparando para la tercera con toda calma.
Parecía estar dispuesto a tomarse su tiempo con aquella copa. Ya había saciado aquella primera sed tremenda que le aquejaba, así que, por decirlo de algún modo, en ese momento podía tomarse las cosas con calma y saborear la sustancia a placer. Le oí pasearse por la habitación y, a continuación, el chisporroteo de una cerilla que se enciende y una columna de humo se elevó hasta el techo, lo que me confirmó que acababa de encontrar mis puros. Al cabo de un momento ocurrió lo que ya debería haberme figurado. Se acercó al sillón y se dejó caer en él con un lujurioso suspiro de alivio. En realidad, era el único asiento cómodo que había en toda la habitación, así que no era de extrañar que se hubiera dirigido hacia él como una flecha.
De modo que allí estábamos los dos: él con todo dispuesto para una agradable velada y yo agazapado junto a la pared, prisionero. No habría estado en escondrijo más seguro ni siquiera si hubiera sido el Tratado Naval metido dentro de una caja de seguridad del Almirantazgo.
Era una de esas situaciones que a uno le hacen fruncir el entrecejo para tratar de dar con la solución más apropiada, y estaba precisamente entregado a dicha tarea cuando alguien llamó a la puerta.
Al parecer, había alguien fuera.