14

Por un momento creí estar soñando. Lo que quiero decir es que era demasiado bonito para ser verdad que precisamente el individuo que me hacía falta se asomara por el escotillón exactamente en el momento psicológico. Aunque hubiera sido Aladino y acabara de frotar la lámpara maravillosa no me habría quedado más sorprendido.

Para cerciorarme, me acerqué a las cortinas sin hacer ruido y me asomé con mucha cautela.

Era Eggy en persona. Estaba sentado en el borde de una silla chupando el mango de su bastón. Enfrente tenía sentada a la señorita Brinkmeyer, que me daba la espalda, pero podía ver la cara de Eggy con suficiente claridad. Y, como de costumbre a aquellas horas del día, su piel tenía un color verdoso, si bien no del todo desagradable. Eggy es el clásico individuo de rasgos patricios bien definidos a los que el verde suele sentar bien.

La señorita Brinkmeyer estaba hablando.

—Celebro que esté de acuerdo conmigo —decía, y había una inusitada camaradería en su voz, como si estuviera tratando con un alma afín—. Como profesor de dicción, ya debe de saberlo usted.

El misterio se había aclarado. Después de atar unos cuantos cabos sueltos, pude seguir sin dificultad el desarrollo de la trama. Recordé que Ann me había contado que había conseguido un trabajo para Eggy. El pequeño Cooley había mencionado que aquella mañana tenía una clase de dicción. Y cuando el criado había anunciado su llegada hacía apenas un rato, la señorita Brinkmeyer había dicho: «Hombre, el profesor de dicción», o algo por el estilo.

Me parecía de lo más sencillo y, además, no me sorprendía en absoluto descubrir que Eggy iba a ejercer aquella profesión. Desde la aparición del cine sonoro, en Hollywood no se puede dar un paso sin tropezar con un profesor de dicción de nacionalidad británica. El lugar está abarrotado de britanos resueltos a triunfar y, si no consiguen trabajo como actores, se dedican al negocio de la enseñanza de la dicción. No se exigen ni títulos ni referencias. Con tal de que sea inglés, es bienvenido. Según tengo entendido, en Hollywood hay profesores de dicción ingleses que están amasando verdaderas fortunas y ni siquiera tienen paladar.

—No hay nada más importante —prosiguió la señorita Brinkmeyer—, cuando se habla de películas, que un buen acento. El aspecto físico, la manera de actuar y la personalidad de nada sirven si se tiene una dicción de pescadero.

—Cierto.

—Y eso es precisamente lo que le ocurre a ese niño. ¿Le ha visto usted alguna vez en la pantalla?

—Pues no. Con una cosa y otra…

—Ahí lo tiene. Y viene usted de Inglaterra.

—Sí.

—¿De Londres?

—Sí.

—Y supongo que llevará usted viviendo allí cierto tiempo.

—Bastante, sí.

—Y nunca ha visto una película de Cooley. A eso me refería precisamente. El señor Brinkmeyer no deja de repetirme que la voz de ese pequeño demócrata del sur le parece bien, que tenga en cuenta lo mucho que se recaudó la última vez en Kansas City o donde fuera, y siempre me sale con las mismas. Pero yo ya le he dicho al señor Brinkmeyer que los Estados Unidos no lo es todo.

—Cierto.

—Uno no puede permitirse el lujo de olvidarse de Gran Bretaña y de los dominios. Fíjate qué desastre es en Londres, eso es lo que le digo yo al señor Brinkmeyer, y ahora me lo confirma usted diciendo que ni siquiera le ha visto en su vida.

—Ah.

—A juzgar por las ganancias, me imagino que casi nadie lo conoce ahí. Y eso, ¿por qué? Pues porque tiene un acento de Ohio que tumba de espaldas.

—Vaya.

—Y no dejo de insistir al señor Brinkmeyer que lo que hay que hacer es limar bien esas asperezas si no queremos perder dinero.

—Naturalmente.

—Tampoco pretendemos que tenga uno de esos acentos ingleses impecables, claro está. Pero hay un término medio que siempre sirve en todas partes. Como por ejemplo el de Ronald Colman y esa gente.

—Ah.

—Y eso es justamente lo que quiero que le enseñe.

—Claro, claro.

—No sé cuáles serán sus métodos, desde luego, pero la señorita Bannister me aseguró que era usted el profesor de dicción más célebre de Londres y que había trabajado con todos los locutores de la BBC.

Aquel comentario pareció sobresaltar un tanto a Eggy. No es que se tragara el bastón, pero estuvo a punto.

—¿No me diga? —logró articular, después de conseguir que el bastón emergiera de nuevo a la superficie.

—Por supuesto. Me explicó que era especialmente eficaz a la hora de borrarles el acento de Lancashire. Por eso pensé que quizá fuera usted capaz de curar ese achaque de Ohio que padece el chico.

—Oh, desde luego. Veré lo que puedo hacer… Mmm… ¿Cómo se encuentra la señorita Bannister esta mañana?

Fue lo primero que dijo fuera de lugar. La señorita Brinkmeyer se puso muy tiesa en la silla con una expresión de frialdad. No sé qué debía de tener en contra de Ann, pero era evidente que no le resultaba simpática.

—Esta mañana todavía no he visto a la señorita Bannister.

—¿No?

—Pero, en cuanto la vea, le diré un par de cositas.

—¿Y eso? ¿Ha ocurrido algo?

—Preferiría no hablar del asunto.

—Oh, comprendo.

Hubo un momento de silencio. Aquella nota discordante había dejado la conversación temporalmente concluida. La señorita Brinkmeyer estaba sentada con los brazos cruzados. Eggy chupaba el mango de su bastón.

La señorita Brinkmeyer fue la primera en romper el silencio.

—Pues bien, como le iba diciendo, no sé cuáles serán sus métodos. No tengo ni la más remota idea de cómo abordan este tipo de problemas ustedes, los expertos en la materia…

Eggy se reanimó.

—Se lo explicaré —dijo—. Existen distintos métodos y hay también diferentes escuelas de pensamiento. Cada una tiene su sistema. Yo, personalmente, prefiero empezar siempre con un buen trago de whisky escocés con soda…

—¿Cómo?

—O, mejor dicho, con dos whiskies escoceses con soda. Despierta la mente y le pone a uno de humor para la enseñanza. Así que si tuviera usted en casa whisky escocés…

—No, no tengo.

—Entonces que sea whisky de centeno —dijo Eggy, que era un hombre de recursos.

La señorita Brinkmeyer lo miró con frialdad.

—En esta casa no encontrará usted bebidas alcohólicas.

—¿De ninguna clase?

—De ninguna clase.

—¿Oh? —dijo Eggy, y supongo que eso es todo lo que se puede esperar que diga un tipo cuyos sueños y visiones acaban de sufrir un revés tal.

—El señor Brinkmeyer y yo asistimos regularmente al Templo de la Nueva Aurora.

—¿Oh? —repitió Eggy y volvió a chupar su bastón, como si pretendiera extraer de él la poca sensación refrescante que podía ofrecerle.

—Sí, me costó lo suyo convencer al señor Brinkmeyer de que se convirtiera en uno de sus fieles, pero al final lo conseguí, y ahora se encuentra bajo los auspicios de la hermana Stott.

Eggy se quitó el bastón de la boca, se enderezó y, después de aclararse la garganta, habló con voz firme y sonora.

—Se encuentra bajo los auspicios de la hermana Stott.

—Eso es lo que he dicho: se encuentra bajo los auspicios de la hermana Stott.

—¡Puedo decirlo!

—No le comprendo.

—Es estupendo, ¿no le parece?

—¿Qué le parece estupendo?

—Ser capaz de decirlo.

Eggy pareció comprender lentamente que el asunto requería una explicación.

—Estaba pensando en algo que me ocurrió ayer. Conocí a una chica que me dijo las sandeces más subversivas que he oído en mi vida. Verá usted, yo había dicho de un tirón cosas como «Tres tristes tigres comen trigo en un trigal» y «Un carro cargado de piedras va por la carretera» como si nada, y ella pretendía que me creyera que el hecho de ser capaz de decir cosas como ésas nada significaba. Me asustó un poquitín, lo admito, pero hoy veo con claridad diáfana lo engañoso de sus argumentos. Es absurdo insistir en que un individuo no está totalmente sano si es capaz de decir cosas como «tres tristes tigres comen trigo en un trigal» y «Un carro cargado de piedras va por la carretera», eso por no hablar de frases tan intrincadas y complejas como «Se encuentra bajo los uspicios de “larmana” Stott»… quiero decir los uspicios… A ver, un momento —dijo Eggy, tratando de aunar sus fuerzas—. No hay que permitirse incurrir en confusiones. Éste es un asunto perfectamente claro y bien definido. Así que, en pocas palabras, se encuentra bajo los uspicios…

Eggy se concedió una pausa. Una expresión de cierta preocupación apareció en su cara. Y, entonces, cuando estaba a punto de volver a intentarlo, su voz se fue ahogando hasta convertirse en una especie de suspiro sibilante. El bastón se deslizó entre sus débiles dedos y cayó al suelo con estrépito. Se puso muy tieso en su asiento mientras la nuez subía y bajaba lentamente. Me había pillado espiando entre las cortinas.

No podía ver la expresión de la señorita Brinkmeyer, pero es de suponer que lo miraba con aire interrogador. Con una de esas miradas de extrañeza. Su voz sonó a extrañeza.

—¿Le ocurre algo, señor Mannering?

El tono verdoso de la tez de Eggy había dado paso a una delicada blancura. Había traspasado las cortinas y estaba allí de pie, sonriéndole con simpatía. Quería que el pobre muchacho se sintiera cómodo.

—No —repuso—. Oh, no, no, gracias.

—No parece tener buen aspecto.

Eggy tragó saliva un par de veces.

—No, me encuentro perfectamente, gracias. Nunca me he sentido mejor.

Apartó sus ojos de los míos con visible esfuerzo.

—¡Si por lo menos no hiciera muecas!

—¿Muecas?

—No veo por qué tiene que hacer muecas.

—¿Cómo dice?

—Nada, nada —dijo Eggy—. Es que tiene un aire malicioso y repulsivo. Los conejos de color rosa deben de ser muy diferentes, de eso estoy seguro.

La señorita Brinkmeyer empezó a tener el convencimiento de que se enfrentaba con un caso bastante grave.

—¿Quiere usted un vaso de agua?

—¿Eh? No. No, gracias.

Hubo otro silencio.

—Y, dígame —dijo Eggy—, hábleme de ese Templo. Es una idea que me atrae. La chica de la que le hablaba lo mencionó ayer y la cosa me gustó. Se trata de uno de esos centros para curas, ¿no es cierto? Pongamos el caso de un individuo, vamos a llamarlo A, que le ha estado dando un poquitín al asunto, ¿lo acogerían y lo ayudarían?

—Eso es precisamente lo que hacen.

—¿Aunque sea prácticamente un caso perdido?

—No hay caso perdido que la hermana Stott no pueda salvar.

—Creo que voy a afiliarme. Ahora ya soy casi abstemio, desde luego, pero últimamente he tenido algunos problemas con los duendecillos. Nada grave, pero molesto. ¿Dónde está ese Templo?

—En Culver City.

—¿Y es necesario que le recomienden a uno?, ¿que le apadrinen y esas cosas?

—Todos los que llegan son bienvenidos.

—Eso está bien.

—Pero ahora no tenemos tiempo para hablar de esas cosas.

—No, no, desde luego.

—Quiero que sea usted precavido con el chico.

—Oh, naturalmente.

—No le permita ni una sola tontería. En cuanto vea una oportunidad tratará de gastarle una bromita de las suyas.

—Un sinvergüenza, ¿eh?

—Sinvergüenza como el que más. Yo lo describiría como una especie de zorrillo humano con hidrofobia.

No estaba dispuesto a aguantar aquel tipo de comentarios. Crítica constructiva, de acuerdo; pero nada de insultos vulgares.

Me acerqué a ellos.

—He oído ese comentario —dije con frialdad. La señorita Brinkmeyer se volvió.

—Ah, así que estás aquí, ¿eh?

—¡Cielo santo! —exclamó Eggy—. ¿Usted también lo ve?

—Perdón, ¿cómo dice?

—¿Ve usted a ese duendecillo que está ahí de pie?

—Demonio, más bien. Ése es el niño Cooley.

—¿Ah, sí?

—Desde luego.

—¡Uf! —suspiró Eggy, abandonándose de nuevo en su asiento y secándose la frente.

La señorita Brinkmeyer me dirigió una de sus miradas desagradables.

—Llevas los rizos hechos un desastre. ¿No puedes ir bien peinado? Éste es el señor Mannering y va a tratar de resolver lo de ese acento tuyo. Di: «¿Cómo está usted, señor Mannering?».

Estaba dispuesto a satisfacerla en aquel detalle sin importancia.

—¿Cómo está usted, señor Mannering? —repetí.

—Bien —repuso Eggy—. Creo que conozco tu cuerpo astral.

—Bueno, ahora ya le ha oído hablar —dijo la señorita Brinkmeyer, poniéndose de pie—. Voy a dejarles a solas. Tengo que hablar con el cocinero. Haga cuanto esté en su mano por pulirle el acento. Y líbrele usted de ese tono nasal de Ohio, aunque tenga que usar un hacha.

Cuando la señorita Brinkmeyer se hubo marchado, Eggy estuvo un rato doblando el pañuelo y removiéndose en el asiento, como un océano agitado por el temporal. Finalmente, se guardó el pañuelo.

—¡Gracias a Dios, qué alivio! —suspiró—. Me diste un buen susto, amiguito, te lo aseguro. Tendrías que hacer algo con ese cuerpo astral que tienes, encadénalo si es preciso. Puede que no estés al corriente de esto, pero ayer se escapó para hacerme una visita y me susurró en la oreja izquierda, cosa que no sólo me sobresaltó y desanimó, sino que me puso sobre una pista totalmente falsa que me provocó una visión absolutamente equivocada del estado de cosas. Ahora ya está todo solucionado, naturalmente. Y entiendo que todo este asunto…

Yo seguía sumido en mis cavilaciones. Puesto que ya había conseguido estar a solas con él, trataba de encontrar la mejor manera de abordar el delicado asunto que me preocupaba.

—Y ahora entiendo que todo este asunto no ha sido más que un fenómeno psíquico perfectamente explicable. Un fenómeno psíquico perfectamente explicable —volvió a decir, como si repetir aquellas palabras le hiciera algún bien—. No diré que lo comprendo, porque seguramente nuestra mente no está preparada para comprender este tipo de cosas; pero supongo que es algo que ocurre continuamente y en todas partes. ¡Y esa chica que pretendía hacerme creer que estaba en las últimas! Eso demuestra que no hay que hacer el menor caso de lo que dice la gente. Lo hacen con la mejor intención del mundo, pero no dicen más que sandeces. ¿Te das cuenta de que, de no haberte conocido, nunca habría sabido que todo esto era un fenómeno psíquico perfectamente explicable y a estas alturas ya me habría convertido en un detestable abstemio? Puedes creerme. Estaba decidido. Estaba resuelto a ir a ese Templo de cómo se llame para firmar y llegar hasta el final de todo esto.

Yo seguía con mis pensamientos. Era consciente de que la situación en que me encontraba requería una buena explicación. Era imprescindible que hiciera una declaración, por supuesto, pero era algo que debía hacer de la manera adecuada.

Estaba convencido de que al final conseguiría ponerle al corriente de los hechos más significativos. Puede que Eggy sea un tipo aprensivo, pero no tiene un pelo de escéptico. Por poner sólo un ejemplo, siempre se ha creído a pies juntillas todas y cada una de las palabras que los especialistas en carreras de caballos escriben en los periódicos de la mañana. Supuse, por lo tanto, que sería un interlocutor receptivo.

Con todo, habría que pasar por los pourparlers preliminares.

La voz de Eggy traslucía malhumor.

—¡Menuda mema, esa chica! Vamos a suponer que es cierto que su padre vio un conejo rosa. Vamos a suponer que le pidió una cerilla. Bueno pues, ¿y qué? Ésas son cosas personales que sólo le atañen a uno. Lo que hace que un hombre vea conejos de color rosa puede que no afecte en absoluto a otro que sea más fuerte. Es una cuestión de constitución y de glándulas, así lo veo yo. Tengo una constitución inmejorable y mis glándulas son soberbias, de modo que no hay por qué preocuparse. Pero no puedo perder toda la mañana así, de cháchara, y, además, seguramente te estoy aburriendo mortalmente. Se supone que soy tu profesor de dicción. Bueno, ya he oído tu voz, amiguito, y estoy de acuerdo con el vejestorio en que hay que hacer algo al respecto. Requiere masaje o amputación, o alguna otra cosa en esa línea, ya se verá. Lo que más me preocupa son esas «oes». Has dicho «¿Cómo está usted?» como si fueras un banjo con las tripas revueltas. Vamos a empezar por arreglar eso. Repite conmigo: «Como, lomo, todo, tomo…».

Tomé una decisión. Era inútil andarse con rodeos. Había que poner las cartas sobre la mesa. Puede que más adelante fuera necesario dar ciertas explicaciones, pero lo primero que había que hacer era ir directamente a lo que el viejo Plimsoll llama la res.

—Escucha —le dije—. Tengo una cosa que decirte.

—Exacto. «Como, lomo, todo, tomo». Venga, chiquitín, repite conmigo: «Como, lomo, todo, tomo y sólo a los bobos robo».

No estaba dispuesto a abandonar mi propósito sólo por complacerle con bobadas como aquélla.

—Tengo que empezar por comunicarte que soy tu primo, Reggie Havershot —le anuncié.

Eggy estaba repitiendo todavía el «Como, lomo, todo, tomo» con una entonación animada y alentadora, pero mi declaración le dejó sin habla, como alcanzado por el rayo. Parpadeó varias veces.

—¿Decías algo? —me preguntó, con voz desalentada y fantasmal.

—Te decía que soy tu primo, Reggie Havershot. Así de sencillo —y, para tranquilizarle, añadí—: Mi alma se metió en el cuerpo equivocado.

Durante unos momentos reinó el silencio. Parecía estar tratando de asimilarlo. Y, entonces, cuando pensaba que ya empezaba a captar el problema, soltó un suspiro largo y estremecedor y, con un gesto de triste resignación, se agachó para recoger su bastón y su sombrero.

—Esto es el final —dijo—. Me rindo. Si alguien preguntara por mí, estaré en el Templo de la Nueva Aurora. Dirigid las cartas a la hermana Stott.

Eggy traspasó las cortinas con la cabeza gacha.

—¡Eh! ¡Espera un momento! —grité y eché a correr tras él hasta colisionar con un cuerpo sólido.

Durante unos instantes, lo vi todo negro, pero enseguida descubrí la causa de aquel apagón. Allí estaba, con la cabeza hundida en un estómago humano.

Retrocedí unos pasos y alcé los ojos. Se trataba del mayordomo, en cuyo diafragma acababa de aparcarme.