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Y les diré por qué estaba tan serio y meditabundo. Pues bien, lo estaba porque, como suele decirse en las novelas, veía que aquello no era el final, sino el principio. Me refiero a que esto del amor a primera vista está muy bien, pero con eso no iba a llegar muy lejos. ¿Cuál iba a ser el siguiente paso?, me preguntaba, ¿y el futuro, qué? En otras palabras, ¿qué había que hacer para que todo aquello tuviera un final feliz? Había que enfrentarse al hecho de que si la cosa iba a terminar con una lectura de las amonestaciones y con el cura soltando aquello de «Reginald, ¿aceptas…?», me esperaba un montón de trabajo por delante. Era evidente que no se podía enfocar el asunto como si fuera coser y cantar.

Verán, hasta ahora les he ocultado ciertos detalles de mi aspecto que me impiden ser el partido apetecible en lo que al otro sexo concierne. Mi estampa no es precisamente de las que tiran de espaldas. Físicamente, yo diría que he salido más bien al viejo, y si lo hubiesen visto alguna vez entenderían qué quiero decir. Es cierto que fue un soldado valiente y que jugaba al polo como el mejor, pero su cara recordaba a la de un gorila —mucho más aún que la de la mayoría de los gorilas— y, por lo que tengo entendido, en su pequeño círculo de camaradas lo llamaban con el sobrenombre de Cónsul, el Casi Humano. Pues yo soy su vivo retrato.

Y este tipo de cosas tienen su importancia para las chicas. Evitan unir su suerte a la de un individuo cuyo aspecto parece indicar que en cualquier momento puede encaramarse a un árbol y empezar a lanzar cocos.

Con todo, ya era demasiado tarde para ponerle remedio. Lo único que podía hacer era esperar, de todo corazón, que April June fuera una de esas raras personas capaces de atravesar el caparazón para descubrir el alma que hay debajo. Porque, en lo que a almas se refiere, la mía no está mal. Con eso no quiero decir que se trate de esa clase excepcional de almas de la que hablan hasta en la prensa, pero está por encima de la media.

Tengo que reconocer que, a medida que iban pasando los días, me sentía más y más animado. Todo parecía indicar que iba progresando. Nadie podría haber sido mejor compañera que April durante mi primera semana en Hollywood. Juntos fuimos a dar paseos en automóvil, juntos nadamos y juntos tuvimos largas conversaciones en atardeceres perfumados. Ella me confesó todos sus ideales y yo se lo conté todo acerca de la vieja casa solariega de Biddleford y le expliqué también cómo se presentaba a las condesas ante la corte, y cómo tenían acceso al palco real en Ascot y tantas otras cosas que parecían interesarle. Además, nada en su comportamiento parecía indicar que le repeliera el hecho de que yo tuviera el aspecto de un ejemplar salido directamente del zoo de Whipsnade.

Es más, para abreviar les diré que su camaradería me animó tanto que, a fines de la primera semana, ya había decidido empuñar las armas y pasar al ataque.

La ocasión que elegí como más idónea para presionar el botón que iba a poner en marcha la maquinaria fue una fiesta que April quería celebrar en su casa de la avenida Linden. Antes me explicó que aunque a ella no le gustaran las fiestas porque le parecían vanas, una chica con una profesión como la suya tenía que dar alguna de vez en cuando, especialmente si había estado ausente una temporada.

Iba a ser una de aquellas alegres fiestas al aire libre de Beverly Hills en las que uno mismo se sirve la cena, se mete por todas partes entre un montón de gente y la velada concluye con una zambullida en la piscina. Sabiendo que la cosa iba a empezar entre las nueve y las diez, decidí presentarme a las diez menos cuarto.

Con todo, resultó que era demasiado temprano. Había ya unas cuantas parejas que paseaban bajo los farolillos de colores, pero April todavía se estaba vistiendo y la orquesta no había comenzado a tocar aún, así que estaba claro que tendríamos un intervalo de calma pasajera antes de que la juerga se animara de verdad.

En estas circunstancias, me pareció que la mejor manera de matar el tiempo sería acercarme al mostrador donde estaban las bebidas como quien no quiere la cosa y tonificarme un poquito con un trago o dos. Como sabía lo que me esperaba, quería estar en la mejor de las formas… lo cual no era el caso, pues me había pasado buena parte de la noche sin pegar ojo por culpa de un dolor de muelas.

A pesar de que mi idea de encaminarme a la barra para llenar el depósito me pareció buena, al acercarme a mi objetivo vi que no era del todo original. En efecto, a un individuo alto, delgado y con el pelo color mantequilla también se le había ocurrido lo mismo. Ahí estaba, de pie, anclado con firmeza, como si tuviera la intención de balancearse a discreción y, además, parecía tener mucha experiencia sobre cómo había que comportarse en esos sitios. Y había algo en él, algo en su técnica de levantar y dejar el vaso que, en cierto modo, me resultaba tremendamente familiar. Además, tenía la sensación de que había visto ese pelo antes. Al cabo de un momento ya lo tenía identificado.

—¡Eggy! —exclamé.

Afortunadamente, acababa de vaciar su copa cuando lo llamé, porque al oír aquella especie de grito de caza pegó un brinco que lo levantó quince centímetros del suelo. Al posarse de nuevo en tierra, se inclinó hacia el tipo que había detrás de la barra un tanto sobresaltado.

—Oiga —le dijo, hablando en un susurro y con voz temblorosa—, ¿no ha oído usted una voz, por casualidad?

El individuo en cuestión repuso que le había parecido oír a alguien decir no sé qué sobre huevos.[1]

—¡Ah!, entonces, ¿lo ha oído usted también?

—¡Eggy, imbécil! —exclamé.

Esta vez se volvió y se me quedó mirando. Su expresión era entre inquieta y aturdida.

—¿Reggie? —preguntó, como si no estuviera muy convencido.

Eggy parpadeó un par de veces antes de aventurarse a palparme el pecho con mano prudente. Cuando notó que la pechera de mi camisa era efectivamente sólida, una expresión de alivio distendió sus facciones crispadas.

—¡Uf! —soltó.

Inmediatamente pidió otro whisky al pájaro que estaba detrás de la barra y no volvió a decir esta boca es mía hasta que no lo tuvo delante y se hubo atizado un trago generoso. Cuando habló de nuevo su voz era seria y estaba cargada de reproches.

—Reggie, aunque me conozcas desde hace un montón de tiempo, chaval —me dijo secándose el sudor que le perlaba la frente—, nunca vuelvas a hacer una cosa así. Yo te hacía a kilómetros y kilómetros de distancia, y cuando he oído esa voz tuya, tan tenebrosa y fantasmagórica… que me llamaba… como un maldito espíritu… Es lo único que me aterra: oír voces —me confesó—. Tengo entendido que, mientras no las oigas, puedes estar tranquilo, pero, en cuanto empiezas, es el principio del fin.

Eggy se estremeció y vació su copa de un trago. Al parecer, eso acabó de restablecerlo por completo, porque empezó a comportarse de un modo mucho más desenvuelto.

—Vaya, vaya, vaya —dijo—. De modo que estás aquí, ¿eh, Reggie? Hacía siglos que no te veía. Unos seis meses, más o menos. ¿Qué estás haciendo en Hollywood, si puede saberse?

—He venido a verte.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Como un buen primo. Tómate algo. Te recomiendo el whisky escocés. Oiga, tío del bar, ¿tendría usted la amabilidad de servir un whisky con soda a este pariente mío y lo mismo para mí?

Traté de disuadirlo.

—Yo no me tomaría otro.

—Pero si todavía no te has tomado ninguno.

—Si fuera tú, quiero decir. Ya estás como una cuba.

—Como media cuba —me corrigió, porque es muy muy puntilloso en este tipo de precisiones.

—Bueno, pues como media. Y sólo son las diez.

—Si un hombre no está como media cuba a las diez es porque no quiere. Pero no te preocupes por mí, Reggie, amigo mío. Todavía no estás familiarizado con las maravillas del clima californiano. Es tan tremendamente tonificante que todos los días te puedes atizar lo que te venga en gana sin que tu pobre hígado se resienta lo más mínimo. A eso es precisamente a lo que se refieren cuando hablan de California como del paraíso terrenal y por esta razón se vacían continuamente los trenes abarrotados de gente del Medio Oeste que llega con la lengua fuera. Me imagino que por eso habrás venido hasta aquí, ¿no es así?

—He venido a verte.

—¡Ah, sí! Ya me lo has dicho antes, ¿no?

—Sí.

—Y yo te he dicho que como un buen primo, ¿no?

—Sí.

—Y así es. Eres el mejor de los primos. ¿Dónde te hospedas?

—Tengo un bungalow en un lugar llamado el Jardín de las Hespérides.

—Lo conozco. ¿Y tienes bodega?

—Tengo una botella de whisky, si es eso lo que quieres decir.

—Eso es precisamente lo que quiero decir. Siendo así, procuraré pasar a hacerte una visita. Un oasis nunca está de más. Entretanto, apura bien tu copa y tómate otra.

Había un no sé qué en todo aquello que me escamaba y en ese momento ya sabía de qué se trataba. Recordaba haber hablado de Eggy en el tren y April me había asegurado que no lo conocía. En cambio, ahí estaba, paseándose por la casa de April como un tarambana de ópera bufa.

—¿Y qué haces aquí? —le pregunté, dispuesto a aclarar aquel misterio.

—Pues divertirme de lo lindo —me respondió de buena gana—, y voy a divertirme mucho más ahora que te he encontrado. Estoy encantado de volver a verte, Reggie. Espero que luego me cuentes qué te ha traído a California.

—¿Y no conoces a April June?

—¿A April qué?

—June.

—¿Qué le pasa?

—Te preguntaba si la conoces.

—Pues no, pero me encantaría. A cualquiera de tus amigos. Si es amiga tuya.

—Es que ésta es su fiesta.

—Eso ya dice mucho en su favor.

—Y no te han invitado.

Su rostro se iluminó.

—¡Ahora lo entiendo! Ahora veo adonde quieres ir a parar. ¡Por el amor de Dios, muchacho, en Hollywood no hace falta que estés invitado para ir a la fiesta de alguien! Lo único que hay que hacer es deambular por ahí y entrar tan pronto como divises unos farolillos de colores. Las veladas más deliciosas las he pasado como invitado de gente que no me conocía ni tenía la más remota idea de qué pintaba yo ahí. Pero, por una de esas casualidades, esta noche no me he tenido que colar. Me han traído. ¿Cómo has dicho que se llamaba? ¿April…?

—June.

—Eso. Ahora lo recuerdo. Mi prometida es la agente de publicidad de April June y por eso me ha traído.

Pensé que aquélla era una buena oportunidad para abordar la cuestión de su prometida. Llevaba rato pensando cómo desviar la conversación hacia ese tema.

—Precisamente quería hablarte acerca de esto.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de ese compromiso tuyo.

Le hablé de manera bastante brusca, con un tono muy cabeza-de-familia, porque la conciencia me azuzaba un poquitín. Tenía la sensación de haber defraudado por completo a Horace Plimsoll y a mi tía Clara. En realidad, me habían mandado hasta allí para que encontrara a aquel elemento y lo hiciera entrar en razón y yo, en cambio, llevaba ya una semana allí y no había pensado en él ni un solo minuto. De hecho, desde que me había apeado del tren en Los Ángeles se me había olvidado por completo. Eso demuestra de lo que es capaz el amor.

Eggy consideró mis palabras con cautela.

—¿Compromiso?

—Sí.

—¿De mi compromiso?

—Sí.

—¿Qué le ocurre a mi compromiso?

—Bueno, eso me pregunto yo.

—Soy el hombre más feliz del mundo.

—Pues la tía Clara no.

—¿Y quién es esa tía Clara?

—Tu madre.

—¡Ah, mi vieja! La conozco, en efecto. ¿Brindamos a su salud?

—No.

—Como quieras, pero me parece poco considerado por tu parte. Bueno, ¿y qué le pasa a mi vieja? ¿Por qué no es la persona más feliz del mundo?

—Porque está preocupadísima por ti.

—¡Dios Santo! ¿Y eso por qué? Me encuentro perfectamente.

—¿Qué quieres decir con eso de que te encuentras perfectamente? ¡Vergüenza tendría que darte! Te largas a Hollywood, y te encuentro aquí bebiendo alcohol como un aspirador…

—¿No crees que tu discursillo es un poco ampuloso?

Tenía toda la razón. Lo era, por supuesto. No obstante, estaba convencido de que la ampulosidad era de suma importancia. Lo que quiero decir es que no se puede pretender sermonear a un individuo si uno no se muestra un poco victoriano.

—Qué más da si lo es. Me pones enfermo.

Eggy adoptó una expresión afligida.

—¿Es Reginald Havershot el que me está hablando? —dijo, en tono de reproche—. El mismo y querido primo Reginald que, hace dos años, en la Nochevieja y en compañía del viejo Canalla Pomeroy y conmigo, rompió veintitrés vasos en el Café de l’Europe, del que fue posteriormente echado pataleando y gritando…

Le hice callar con un ademán insensible. Mi gran amor me había purificado hasta tal punto que escuchar las andanzas de aquel ser rastrero que había habido en mí dos años antes me resultaba repugnante.

—Dejemos eso ahora —le aconsejé—. Lo que quiero es que me aclares todo ese asunto. ¿Cuánto tiempo hace que te comprometiste?

—Oh, hace ya algún tiempo.

—¿Y tienes intención de casarte?

—Mi querido amigo, eso es precisamente lo que tengo en mente. En aquellas circunstancias, encontrar las palabras adecuadas me resultaba un poco difícil. El viejo Plimsoll me había pedido que hiciera uso de mi autoridad, pero no sabía muy bien cómo había que hacerlo. Además, Eggy disponía de su propio dinero. Si le hubiera amenazado con dejarle sin un solo chelín, se habría limitado a que le mostrara el chelín, se lo habría metido en el bolsillo y, después de darme las gracias, habría seguido con el plan que se había trazado.

—Bueno, pues si te vas a casar, será mejor que empieces por dejar de beber —le recomendé.

Eggy negó con la cabeza.

—No entiendes, viejo. No puedo dejar de beber. Me da en la nariz que esa chica se ha comprometido conmigo con la intención de reformarme, así que imagínate lo ridícula que se sentiría si ahora yo voy y me reformo solito. ¡Lo desanimada que se sentiría! Seguramente, perdería el interés por mí y me dejaría plantado. Hay que pensar en todo, ¿sabes? Tal como lo veo yo, la estrategia más segura, juiciosa y prudente a seguir es continuar empinando el codo con regularidad hasta que se haya celebrado la ceremonia y, luego, ir moderándome gradualmente durante la luna de miel.

Era toda una teoría, por supuesto, pero no tenía tiempo para entrar en discusiones.

—¿Y quién es esa chica con la que te has comprometido?

—Se llama… —Eggy se quedó callado y frunció el entrecejo—. Se llama… Hombre, si me lo hubieras preguntado hace una hora… incluso hace media… ¡Ah! —exclamó, animado—. Ahí viene en carne y hueso, así que nos lo podrá decir personalmente.

Eggy saludó con alegría a alguien que estaba detrás de mí. Me volví. Una chica delgaducha se acercaba a nosotros por el césped. No podía distinguir si era guapa o no, porque tenía la cara en la penumbra. La chica le devolvió el saludo.

—¡Hola, Eggy! Así que estás aquí. Sabía que vendrías.

Un no sé qué en su voz me hizo dar un respingo y mirarla con mayor atención tan pronto como la luz le iluminó las facciones. Al mismo tiempo un no sé qué en mi semblante hizo que la chica diera otro respingo y me mirara con mayor atención. Al cabo de un instante, los dos nos mirábamos mutuamente con atención: ella a mí y yo a ella. Al cabo de otro instante, todas las dudas se habían disipado.

Leyendo de derecha a izquierda, allí estábamos yo y Ann Bannister.