23
Un resoplido de indignación me dijo que aquello había impresionado profundamente la buena naturaleza de Ann. A pesar de que estaba anocheciendo, noté que echaba chispas por los ojos.
—Esos bestias —me dijo—. ¿Te han hecho daño, Joey, cariño?
—Ni pizca, gracias.
—¿Seguro?
—Seguro. No han tenido tiempo. Gracias —añadí, con auténtico sentimiento en la voz— a lo oportuno de tu intervención. Has estado magnífica.
—No me he andado con rodeos. Creí que te iban a matar. ¿Quiénes eran?
—Tommy Murphy y Orlando Flower.
—Los metería en aceite hirviendo.
Yo también era de la opinión de que un ratito en aceite hirviendo no vendría mal a aquel par de monstruitos, y lamentaba que quedara fuera del ámbito de una política factible. Con todo, recalqué el lado bueno del asunto.
—Deben de haber dado un buen respingo con ese par de bofetones que se han llevado —comenté—. Por el ruido parecían buenos.
—Y lo eran. Casi me disloco la muñeca. No sé si será Orlando o Tommy, pero hay uno que tiene la cara dura como una piedra, el condenado. Pero bueno, bien está lo que bien acaba. ¡Eh! Yo creía que no te habían hecho daño.
—No.
—¿Entonces por qué cojeas?
Era una pregunta embarazosa. Después de la actitud que había adoptado en nuestra conversación de aquella tarde y de defender a capa y espada la dulzura y amabilidad de April June, revelar lo que podría llamar la faceta cortapapeles de su carácter me habría hecho sentir como un mentecato. Temía la carcajada a mandíbula batiente y el burlón «Ya te lo advertí». Ni la mejor de entre las mujeres puede reprimirse en estas cosas.
—Es que estoy un poco entumecido. Tanto rato sentado… —me justifiqué.
—Así que estar sentado te deja entumecido, ¿eh? ¡Menudo octogenario estás hecho! Siempre se te agarrotan las articulaciones. ¿Y qué hacías ahí, si puede saberse? ¿Has ido a visitar a April June?
—Sólo ha sido un momento.
—¡Sabiendo que Tommy Murphy y ese Flower estaban al acecho a la espera de su oportunidad! Joseph, tendrías que tirar a la basura esa cabezota que tienes. Te lo digo en serio. No vale la pena que la sigas manteniendo. ¿Y por qué querías ver a April June?
En ese punto me vi incapaz también de revelarle la verdad.
—Es que quería darle un ramillete.
—¿Un «qué»?
—Flores, ya sabes. Un ramo. Aquello la dejó aturullada.
—Imposible.
—Pues sí.
—Bueno, pues no me lo explico. No te entiendo, sencillamente, Joseph. Si alguna vez ha existido una personalidad poco corriente e inescrutable, ésa es la tuya. Te he oído repetir centenares de veces que April June te parece una pelmaza. En varias ocasiones, y a menudo, diría yo, te has referido a ella ante mi presencia como a una pesada de aquí te espero. Y aun así vas y te expones a terribles peligros sólo para ir a ofrecerle flores. Y, además, esta misma tarde, cuando me he atrevido a hacerle unas cuantas críticas te has puesto hecho una furia.
Los remordimientos se apoderaron de mí.
—Lo siento.
—Oh, no te disculpes. Lo que pasa es que me parece desconcertante. Por cierto, ¿cuánto pastel de cerdo conseguiste tragarte? Me fui enseguida, como recordarás.
—No mucho. También siento enormemente lo que pasó.
—Me lo imagino.
—No, lo que quiero decir es que has perdido tu empleo por culpa de esa buena acción.
—Oh, no te preocupes por eso. Tampoco lo consideraba el trabajo de mi vida. No le des más vueltas, Joey. Mañana a estas horas espero ser ya la agente de publicidad de tu reciente anfitriona. De hecho, venía a hacerle una visita para concretarlo, por eso estaba aquí. Supongo que debería volver, pero no me hace la menor gracia dejarte solo. No me sorprendería que Tommy y ese amiguito suyo estuvieran acechando en la oscuridad en alguna parte. Parecen hordas de madianitas. Siempre andan merodeando en busca de una presa.
Precisamente yo pensaba lo mismo. Así pues, le rogué con todas mis fuerzas que no me dejara solo por nada del mundo.
—Sí, creo que necesitas de la fuerza de mi brazo derecho. Te diré lo que vamos a hacer —añadió, después de quedarse pensativa un instante—. ¿Te apetece un helado?
—Pues claro.
—Muy bien. Entonces, si no te importa que te aleje un poco de tu camino, iremos al centro comercial de Beverley-Wilshire y te invitaré a uno. Ya llamaré desde allí.
Le aseguré que no me importaba lo mucho que me alejara de mi camino y un momento más tarde ya habíamos emprendido la marcha: ella me hablaba despreocupadamente de esto y de aquello, mientras yo permanecía en silencio, porque tenía el alma hecha un hervidero de emociones confusas.
Y si queréis saber por qué tenía el alma hecha un hervidero de emociones confusas, os lo diré. Pues bien, estaba así porque en el breve lapso transcurrido desde que Ann había propinado un par de sopapos a Tommy Murphy y Orlando Flower, el amor había renacido en mí. Sí, todo el amor que había profesado a aquella chica hacía dos años, que creía muerto para siempre después de aquella respuesta suya tan tajante en Cannes, ocupaba de nuevo su lugar de antaño con más vigor que nunca.
No había duda de que muchas cosas habían contribuido a ello. En primer lugar, estaba la reacción ante el encanto engañoso de April June. Luego estaba la valiente actitud de Ann en su última aparición. Pero lo más importante creo que era su alegre y generosa simpatía, su amabilidad natural y su camaradería sana y jovial. Y, naturalmente, estaba también el pastel de cerdo. Pero, fuera lo que fuese, la quería, la quería y la quería.
Y, mientras con aire melancólico engullía un helado con nueces y ella hacía su llamada desde la tienda, pensaba con tristeza en lo poco que me servía quererla. De todas las palabras tristes existentes y por existir, las más tristes son éstas: pudiera haber sido y no fue. Si por lo menos hubiera tenido el buen sentido de darme cuenta enseguida de que no podía existir en todo el mundo otra chica para mí, no habría cometido la tontería de comer helado en la fiesta de April June, no habría tenido problemas con la muela y no habría tenido que ir a I. J. Zizzbaum al mismo tiempo que el pequeño Joey Cooley iba a B. K. Burwash, y, en pocas palabras, nada de todo esto habría ocurrido.
Tal como estaban las cosas, ¿qué iba a conseguir? Era la prometida de mi primo Eggy y, aunque no lo hubiera sido, no estaba en situación de pedirle que compartiera mi suerte. Todos los obstáculos que había visto ya interponerse entre April June y yo se interponían ahora con el mismo empeño entre Ann y yo. Además, aun en el caso de ser libre, ¿cómo se habría tomado una propuesta de matrimonio de Joey Cooley?
«¡Ay!» resumía bastante bien la situación y estaba murmurando para mis adentros decaído cuando Ann salió de la cabina telefónica y me acompañó en un segundo helado con nueces.
—He hablado con ella —me dijo—. Todo está arreglado.
No comprendía muy bien lo que quería decir con eso, pero de todos modos respondí con un «¿Ah, sí?» y ataqué el helado con nueces con tal ímpetu que, cuando Ann empezó con el suyo, yo ya estaba terminando el mío. Entonces me preguntó si me apetecía otro y yo le dije que sí y me lo pidió. Aquélla era una anfitriona digna de un príncipe.
—Bueno —dijo, retomando la conversación—. Habrás tenido una tarde muy ocupada.
Me eché a reír un tanto apenado.
—Sí, muy ocupada.
—¿Y cómo ha ido todo?
—¿Cómo dices?
—Lo de la estatua del señor Brinkmeyer. La inauguración de la estatua.
Di un brinco como si me acabara de propinar un mordisco en la pierna. Se me cayó un poco de helado con nueces de aquella cuchara poco firme. Aunque parezca increíble, entre una cosa y otra, se me había ido el santo al cielo y había olvidado por completo lo de la estatua.
—¡Cielos! —exclamé.
—¿Qué te pasa?
Transcurrieron unos instantes antes de que pudiera articular palabra. Y, entonces, con franqueza y sin ambages, se lo conté todo. Ann me escuchó con una atención de lo más halagadora y frunció un poco los labios cuando llegué al episodio de las ranas.
—¿Y tú crees que la señorita Brinkmeyer las habrá encontrado ya? —me preguntó.
—Si la voz de las mujeres no me engaña —le dije—, estoy convencido de que ya las ha descubierto. Y a estas alturas ya se habrá enterado de que no he ido a la ceremonia de la estatua y ya le habrán informado de que, al descubrirla, tenía la nariz roja. En pocas palabras, si alguien ha estado alguna vez en un lío de mil demonios, ése soy yo.
—No hay que decir «demonios», Joey.
—Hay momentos en los que a uno no le queda más remedio que decir «demonios» —repuse con firmeza—. Y éste es uno de ellos.
Pareció comprender mi punto de vista.
—Sí, no cabe duda de que te has metido en un buen avispero. Di por supuesto que la palabreja en cuestión era el equivalente estadounidense de «lío». Asentí apesadumbrado.
—Bueno, por lo menos, mañana ya se les habrá olvidado.
—¿De verdad lo crees así?
—Desde luego.
Su optimismo se me contagió.
—Eso es estupendo —dije. Ann se puso de pie.
—Lo mejor será que te acompañe a casa —dijo—. Venga, vamos. No te preocupes, todo va a ir bien.
Le permití que me escoltara hasta la residencia de los Brinkmeyer. Sin embargo, cuando me dejó ante la verja de la entrada reparé en que aquel razonamiento suyo presentaba un punto flaco. Teniendo en cuenta el trepidante ritmo de la vida en Hollywood, puede que se hallara en lo cierto en sus predicciones y a la mañana siguiente todo estuviera olvidado. Sin embargo, en sus cálculos había pasado por alto qué demonios iba a ocurrir aquella noche.
Poco a poco, mis pensamientos se fueron centrando en la señorita Brinkmeyer. Después de lo ocurrido, pensar que iba a encontrarla de buen humor era demasiado pedir. De hecho, cuanto más me acercaba a mi destino, más convencido estaba de que había que pensar en aquel cepillo de pelo suyo como una certeza.
Así pues, me encaramé al tejado del edificio anexo un tanto pesaroso. Y todavía no había afianzado ambos pies sobre él cuando empecé a presentir lo peor. Había luz en mi cuarto y la circunstancia me pareció siniestra.
Caminando sin hacer ruido, recorrí todo el tejado y eché una ojeada al interior. Era tal y como me lo temía. Aquella luz significaba dificultades. Las persianas no estaban bajadas y eso me permitió tener un buen panorama de la situación.
Mi inspección reveló que la señorita Brinkmeyer estaba sentada muy erguida en una silla. Su rostro lucía una expresión pétrea y, sin embargo, se leía en sus ojos un cierto anhelo y melancolía, como si estuviera esperando algo. Llevaba una bata de color rosa y su mano crispada agarraba con fuerza un cepillo de pelo.
Aquello lo explicaba todo. Me estaba esperando.
Volví sobre mis pasos de puntillas y me deslicé hasta el jardín sin hacer ruido. Comprendí enseguida que lo que aquella situación requería era una reflexión rápida, profunda y clara. Y precisamente me estaba devanando los sesos a conciencia cuando, de pronto, advertí que había un individuo de pie junto a mí.
—¡Eh! —me llamó.
—¿Sí? —repuse.
—¿Eres el niño Cooley? —me preguntó.
—Sí —le confirmé.
—Encantado de conocerte —dijo. Un tipo educado.
—Lo mismo digo —contesté, pues no estaba dispuesto a dejarme ganar en el terreno de la cortesía.
—Muy bien —dijo.
A continuación, algo húmedo y blando me cubrió la cara y aspiré el olor a cloroformo. Y fue entonces cuando, de pronto, caí en la cuenta de que para acabar de rematar todas las vicisitudes que había vivido ese día, en ese momento me estaban secuestrando. Eso era la cereza que completaba el pastel.
—¡Estupendo, vaya un regalito! —recuerdo que dije para mis adentros antes de desmayarme.
Y lo decía en serio.