18

Este descubrimiento tuvo el efecto de enturbiar la alegría que había sentido al imaginarme a la señorita Brinkmeyer dándose un chapuzón en la piscina. Era consciente de que me encontraba ante una situación difícil y compleja. Era demasiado tarde para volver sobre mis pasos y recuperar aquel par de ranas y, sin embargo, limitarse a no hacer nada y permitir que la Naturaleza siguiera su curso sólo podía conducir a otro disgusto de bastante categoría. En efecto, no se trataba de uno de esos incidentes que se saldan con una simple disculpa.

En pocas palabras, no resultaba fácil tratar de dar con la mejor manera de proceder, y estaba todavía frunciendo el entrecejo y esforzándome por encontrar una solución práctica, cuando se presentó el criado filipino.

—Discúlpeme, sí, por favor, sin duda —dijo.

A pesar de que, como ya he aclarado, me encontraba un poco nervioso, por un momento la curiosidad consiguió vencer mis preocupaciones.

—Dígame —le pregunté—, ¿habla usted así porque no sabe hablar de otro modo o es usted otro de esos actores de carácter, moneda corriente al parecer en esta casa?

Se quitó la máscara.

—¡Exactamente! —repuso, con un inmaculado acento estadounidense—. Ha dado usted en el clavo, sí señor. Me dedico a representar retazos de comedia y tragedias hogareñas. Un día de éstos, cuando pille a ese buitre a solas y no pueda escabullirse, le voy a soltar un monólogo en dialecto a toda pastilla, de esos tragicómicos, y el señor Brinkmeyer firmará en la línea de puntos en menos tiempo del que una corista tarda en zamparse una lata entera de caviar. La mayor parte de los empleados de la casa somos del gremio.

—Eso tengo entendido. Y dígame —añadí, porque aún me aferraba a la esperanza—. ¿No habrá usted visto a Chaffinch, por casualidad?

—Se ha marchado.

—Ya sé que se ha marchado, pero pensaba que quizás ya habría vuelto.

—No, no, se ha despedido. Ha telefoneado desde la estación hará cosa de una hora para decir que le había caído una herencia inesperada de un tío rico que tiene en Australia y que tenía que irse a Nueva York inmediatamente. ¡Vaya una suerte!

Creo que nunca abrigué grandes esperanzas, en realidad; pero después de aquello dejé de abrigar la menor esperanza. A tenor de esa información de primera mano, de poco habría servido tratar de ser optimista. Mi intuición no me había engañado. Tal como imaginara, el muy sinvergüenza había hecho un hatillo con las ganancias de nuestro acuerdo y ya debía de estar muy lejos. Solté un modesto gemido y me pasé una mano temblorosa entre los rizos.

Sin embargo, una de las ventajas de ser Joey Cooley era que uno nunca disponía del tiempo suficiente para preocuparse demasiado por algo porque, en cuanto uno empezaba a ponerse en situación, siempre le caía encima algo mucho peor y tenía que empezar a preocuparse por otra cosa.

—Bueno, vamos, amiguito —dijo el criado—. Espabila.

—Perdón, ¿cómo dice?

—La vieja me ha mandado a buscarte.

Y ahí fue cuando dejé de preocuparme por Chaffinch. Mi boca se abrió un par de grados.

—¿Quiere verme?

—Ésa es la idea.

—¿Y no ha dicho para qué?

—No.

—¿No habrá mencionado la palabra «ranas», por casualidad?

—Que yo sepa, no.

Un pequeño rayo de esperanza me dijo que, al fin y al cabo, quizá no fuera a caerme encima la mano del destino. Me encaminé al dormitorio de la señorita Brinkmeyer y me encontré con que ya se había acostado y que el señor Brinkmeyer estaba de pie, junto a ella. La ropa que un momento antes estaba encima de la cama había desaparecido y con ella los zapatos y su siniestro contenido. Dónde podían estar era algo que ignoraba, pero todo parecía indicar que todavía no había llegado lo peor, y eso supuso tal alivio para mí que casi me volví locuaz.

—Vaya, vaya, vaya —dije, lleno de contento y frotándome las manos sin dejar de sonreír amablemente—. ¿Cómo estamos, hoy? ¿Cómo estamos?

Algo blando y húmedo me golpeó la cara. La paciente me acababa de arrojar una bolsa de agua caliente. Entonces comprendí lo que había ocurrido: me había mostrado demasiado animado. Siempre se corre ese riesgo.

—¡Haz el favor de dejarte de muecas y de sonrisitas! —me chilló. El buenazo de Brinkmeyer trató de calmar los ánimos con su acostumbrada amabilidad.

—Es que está nerviosa —dijo, tratando de excusarla—. Se acaba de llevar un buen susto.

—De eso estoy seguro —dije, desconectando la sonrisa a toda prisa y explotando la faceta de la compasión—. No debe de ser una caricia para el sistema nervioso eso de que a uno le echen a las piscinas a empujones. Eso es precisamente lo que me estaba diciendo cuando he visto lo que ocurría.

La señorita Brinkmeyer, que después de arrojarme la bolsa de agua caliente había vuelto a acomodarse entre sus almohadones con indiferencia, se incorporó.

—¿De modo que lo has visto?

—Oh, por supuesto.

—¿Y serías capaz de identificar a ese bribón?

—Al demonio —la corrigió el señor Brinkmeyer, que era siempre muy puntilloso con este tipo de cosas—. Tiene que tratarse del mismo demonio del que hablan los periódicos.

—Bueno, pues, ¿podrías identificar a ese demonio?

—Desde luego. Un individuo bajito, delgado y de rasgos delicados y atractivos.

La señorita Brinkmeyer soltó un resoplido.

—Nada que ver con eso. Era enorme y parecía un gorila.

—No lo creo así.

—¡Bah! —concluyó la señorita Brinkmeyer, con el encanto al que era tan propensa en mi compañía—. Este niño es un idiota.

El señor Brinkmeyer trató de apaciguar los ánimos de nuevo.

—Pues es una idea —dijo—. Podría tratarse de un gorila.

—¡Vaya otro idiota! —se quejó la señorita Brinkmeyer—. Peor que ese renacuajo.

—No, es que estaba pensando que, como la M. G. M. está rodando una película sobre el África negra…

—Oh, y dale que dale —dijo la señorita Brinkmeyer, con voz cansada.

—Bueno uno de los gorilas podría haberse escapado —insistió el señor Brinkmeyer, amable—. De todos modos, la policía va a llegar de un momento a otro. A lo mejor encuentran una pista.

—A lo mejor no la encuentran —repuso la señorita Brinkmeyer, que parecía tener muy poca confianza en las fuerzas del orden—. Pero dejemos eso por ahora. Te he mandado llamar para decirte que he cancelado lo de las Madres de Michigan.

—¿Cómo? —exclamé. Aquello era toda una noticia—. Les ha dicho que se vayan por donde han venido, ¿eh? ¡Espléndido! No podría haber hecho algo mejor.

—No digas sandeces, imbécil. ¿Cómo les voy a decir que se vuelvan por donde han venido? Me he limitado a posponer la recepción hasta mañana por la mañana. Hoy no me siento con fuerzas para recibirlas.

—Y tampoco va a poder asistir a la inauguración de la estatua —añadió el señor Brinkmeyer—. Es una lástima.

—¿Y cómo iba a poder? Lo único que espero es que entre tú y el chico no vayáis a estropearlo. Bueno, eso es todo. Y, ahora, quítalo de mi vista —pidió al señor Brinkmeyer, cerrando los ojos después de lanzarme una mirada, fugaz pero estremecedora, y de abandonarse de nuevo entre los almohadones con cansancio—. Tenerlo aquí delante me pone enferma. Creo que es esa mirada de bobalicón lo que peor me sienta. Así que llévatelo a su dormitorio y que se esté ahí quietecito hasta que llegue la hora de ir al estudio.

—Muy bien, querida —dijo el señor Brinkmeyer—. De acuerdo, querida. Y ahora procura dormir un poco.

El señor Brinkmeyer me condujo fuera de la habitación. Hasta que cerró la puerta, se comportó con esa tranquilidad y serenidad que tan agradable resulta apreciar en un hermano que se aleja de puntillas del lecho de su hermana enferma. No podía haberse conducido con mayor corrección. Sin embargo, ya en el pasillo pareció relajarse un tanto y, una vez dentro de mi dormitorio, estaba radiante como el sol de la mañana y me dio unos golpecitos en la espalda.

—¡Hurra! —exclamó.

El golpecito en cuestión fue tan enérgico que salí disparado hacia adelante tambaleándome. No me detuve hasta chocar contra la cómoda y me volví y le dirigí una mirada interrogadora.

—¿Cómo dice?

—Que no va a venir a lo de la estatua.

—Eso me ha parecido entender.

—¿Sabes lo que significa eso? —dijo el señor Brinkmeyer, tratando de darme un nuevo golpecito en la espalda, que yo esquivé por unos centímetros gracias a mi rápido juego de pies—. Pues quiere decir que no voy a ponerme el chaqué ni el cuello almidonado.

—¿Oh?

—Y que no voy a llevar ninguna gardenia.

—¿Oh?

—Y que no voy a llevar polainas.

Su entusiasmo era contagioso.

—Y el beso —aventuré—, nos lo vamos a saltar, ¿no?

—Por supuesto.

—Nos limitaremos a intercambiar unas inclinaciones de cabeza como personas civilizadas, ¿eh?

—Eso es.

—En realidad, ¿por qué no eliminamos de paso todo ese asunto tan desagradable del ramillete?

Una lástima, pues todo parecía indicar que no estaba dispuesto a ir tan lejos. El señor Brinkmeyer negó con la cabeza.

—No. Creo que tendremos que respetar la escena del ramillete. Es uno de los puntos que más van a reproducir esas periodistas de la prensa del corazón y, si mañana no lo viera en los periódicos, empezaría a hacer preguntas.

Tenía toda la razón. Esos presidentes de importantes empresas cinematográficas no se chupan el dedo.

—Sí —acepté—, es verdad.

—Pero nada de besito.

—Nada de besito.

—Y nada de cuello almidonado, ni gardenia, ni polainas. ¡Hurra! —exclamó de nuevo el señor Brinkmeyer y, después de esa breve muestra de alegría, se marchó.

Cuando se hubo ido, estuve un rato paseándome arriba y abajo por mi habitación en un estado de regocijo considerable. Es cierto que el futuro no había perdido por completo su aspecto sombrío: el asunto de las Madres de Michigan sólo se había pospuesto, no cancelado; la nariz de la estatua seguía tan roja como siempre y dos de mis ranas estaban todavía en libertad. Con todo, la adversidad me había enseñado ya lo suficiente para sentirme agradecido ante cualquier cosa que se pareciera a la suerte y saber que T. P. Brinkmeyer ya no tendría que besarme en público era como para ponerse a brincar de alegría por la habitación. Y seguía dedicado a la misma actividad cuando, de pronto, me detuve en seco al ver que se abría lentamente la puerta de un armario. Al cabo de un momento, vi asomarse una cara. Se trataba de una cara que, a pesar de haberse afeitado recientemente el labio superior, no tuve dificultad alguna en reconocer.

—¡Hola! —me saludó el niñito Cooley saliendo del armario—. ¿Cómo va la cosa?

La indignación se apoderó de mí. Todavía no había olvidado cómo se había comportado por teléfono.

—Déjate ahora de cómo va la cosa —repuse con frialdad—. ¿Por qué diantre me colgaste de esa manera cuando estaba hablando contigo por teléfono? ¿Qué me dices del dinero?

—¿Del dinero?

—Te dije que necesitaba dinero para marcharme.

—¡Ah! Así que quieres dinero, ¿eh?

—Naturalmente que quiero dinero. Te expliqué la situación con puntos y comas. Si no consigo dinero dentro de un par de horas, tendré que enfrentarme a la catástrofe.

—Ya. Bueno, no llevo dinero encima, pero puedo mandártelo. Pensé que me había precipitado al juzgar a aquel muchacho.

—¿Lo harás?

—Pues claro. Y olvídate de eso. Díme, ¿has oído el alboroto que he organizado en el jardín? Vaya una suerte que he tenido al encontrarla tan fácilmente. No me esperaba que podría pasar a la acción tan deprisa. En realidad, no iba a la caza de ella, sólo quería recuperar mi cuaderno de notas —Joey Cooley se calló—. ¡Anda! ¿Has oído? Debe de ser la poli.

Abajo se oían voces. Una era la del señor Brinkmeyer y, combinada con ella, se distinguían unas notas más graves, como las que suelen proceder de las gargantas de los gendarmes. Aunque uno sólo haya oído en una ocasión a un policía de tráfico pedirle el permiso de conducir, no se le olvida ese timbre en la vida.

—Será mejor que te vayas inmediatamente —le aconsejé.

Joey Cooley no parecía asustado en absoluto. Es más, tenía el aspecto de la persona que lo tiene todo bajo control.

—No señor —dijo—. Aquí estoy muy seguro. Es el último sitio donde se les ocurriría mirar. Seguramente se imaginan que a estas alturas ya debo de andar muy lejos. Lo único que van a hacer es armar un poco de alboroto y luego se marcharán a hacer una redada y una buena batida por la ciudad. ¡Bueno, muchacho, estoy en la gloria! Me lo estoy pasando en grande. ¡Sí señor! Ayer, ese par de tipejos, esta mañana dos supervisores y ahora la señorita Brinkmeyer. Eso es lo que se llama un buen promedio de bateo. ¿Cómo van las cosas por estos barrios?

Era agradable contar con un oído atento al que explicar mis penas. Le conté lo de Chaffinch y se mostró de lo más comprensivo. Le conté lo de las ranas y dijo que, pasara lo que pasase, no tenía que olvidar que había hecho un trabajo impecable y muy digno. Cuando le conté lo del despido de Ann, le restó importancia con un ademán.

—No te preocupes. Va a conseguir un empleo como agente de publicidad. Bueno, tendré que ponerte en antecedentes.

—Ya lo hizo ella.

—¿Ah, sí? Bueno, entonces nada. Espero que lo consiga, porque es de lo mejorcito que hay, esa Ann. No me ha dicho para quién iba a trabajar, pero seguramente para una de esas grandes estrellas. Así que no te preocupes.

Podría haberle informado de que la futura estrella de Ann iba a ser April June, pero me pareció más prudente callármelo. La experiencia me había enseñado que el nombre de April June conseguía arrancarle algún que otro sarcasmo de mal gusto, lo cual siempre podía malograr aquella intimidad nuestra todavía tan reciente. No me apetecía en absoluto tener que sermonearle por haber hecho un comentario temerario, precisamente en ese momento en que me interesaba tanto que se mostrara conciliador y que no cambiara de opinión y me diera una excusa para lo del dinero. Por lo tanto, me limité a los prudentes «Oh, ah» de costumbre y pasé a una cuestión que tenía mucho interés para mí, es decir, el misterio del chico pecoso.

—Óyeme una cosa —le dije—. Hace apenas un rato, estaba en el jardín y un chico con pecas en la cara se ha asomado por detrás de un muro y ha soltado un «¡Bah!». ¿Quién puede ser? Parecía conocerte.

Se quedó pensativo.

—¿Con pecas?

—Sí.

—¿Y qué tipo de pecas?

—Pues del tipo ordinario. Pecas pecosas. Y era pelirrojo.

Se le iluminó la expresión.

—Creo que ya sé a quién te refieres. Tiene que haber sido Orlando Flower.

—¿Y quién es ése?

—Uno de esos actorcillos aficionados que tienen celos de los genios de la pantalla. No le hagas ni caso. No se lo merece. Una vez, trabajamos juntos en una película y se le ha metido en la cabeza que me las arreglé para colarme en la sala de montaje y cortar sus mejores escenas. ¿Dijo algo más aparte de «¡Bah!»?

—Me llamó pequeño lord Fauntleroy.

—Entonces era Orlando Flower. Siempre me llama pequeño lord Fauntleroy. Pero no te preocupes por ese lelo. Yo siempre le tiraba naranjas.

—¡Qué casualidad! Yo también le he tirado naranjas.

—Pues no podías haber hecho algo mejor. Mantente en esta línea. Es lo que se merece —Joey Cooley se calló un momento, se acercó a la ventana y se puso a inspeccionar el terreno con ojo avizor—. Bueno, parece ser que esos polis ya se han largado, así que tendré que esfumarme yo también. Pero, primero dame ese cuaderno.

—¿Cuaderno?

—Sí, hombre, sí. Ya te he dicho que es a eso a lo que he venido.

—¿Qué cuaderno?

—Eso también te lo he dicho. ¿No te acuerdas? Te lo conté cuando estábamos los dos en la sala de espera. Ese cuaderno en el que solía anotar los nombres de la gente que se iba a llevar un buen puñetazo en los morros.

Lo miré con preocupación. Mis viejos temores acerca de que vería el nombre de los Havershot a la altura del betún volvieron a despertarse. Fueran cuales fuesen sus antecedentes, en ese momento era el cabeza de familia y, si lo encerraban en un calabozo, afectaría al orgullo del apellido Havershot. De acuerdo con sus propias palabras, ya era un sujeto susceptible de ser sometido a los procedimientos de la ley por agresión contra las personas de un agente de publicidad, un director, dos supervisores y la señorita Brinkmeyer y, en cambio, ahí estaba planeando nuevos abusos.

—¿No querrás seguir dándole a más gente en los morros? —le pedí.

—Naturalmente que quiero seguir dándole a más gente en los morros —repuso con entusiasmo—. ¿De qué sirve si no tener un gancho tan fenomenal como el tuyo, si no es para usarlo? Hay un montón de tipejos en esa lista, pero sin mis apuntes no consigo recordar todos sus nombres. Así que pásamela.

—Pero si no sé dónde está ese maldito cuaderno.

—Lo llevas en el bolsillo del pantalón.

—¿Qué? ¿En el bolsillo de este pantalón?

—Exacto. Búscalo, muchacho.

Lo busqué, tal como él me pedía, y lo encontré. Se trataba de un cuadernillo con una elegante encuadernación en piel muy flexible de color malva, con un estampado de palomas plateadas. Joey lo cogió con satisfacción manifiesta.

—¡Eres grande, pequeño! —exclamó—. Louella Parsons me regaló este cuaderno por Navidad —me explicó, mientras lo acariciaba amorosamente—. Me dijo que anotara en él pensamientos bonitos. ¡Pues he cumplido! Está lleno de pensamientos preciosos. Gracias —añadió—. Adiós.

Joey se dirigió a la ventana.

—¿Te acordarás de hacerme llegar el dinero enseguida con un mensajero? —le insistí. Quería que eso le quedara muy claro. Joey se detuvo con una pierna al otro lado del alféizar.

—¿Dinero?

—El dinero que me vas a dar.

Joey se echó a reír con ganas. De hecho, su risa recordaba la de una asquerosa hiena.

—Mira, escucha —me dijo—. Cuando te he dicho que iba a darte ese dinero estaba bromeando.

Me dejó patidifuso.

—¿Qué?

—¿Qué te creías? Estaba de guasa. Sólo quería que te lo tragaras para que me dieras ese cuaderno. Menudo memo sería si te diera ese dinero. Lo quiero todo para mí. —Se calló. Estaba hojeando el cuaderno y, de pronto, una sonrisa de satisfacción le iluminó el rostro—. ¡Vaya, quién anda por ahí! —exclamó—. ¡Si seré zoquete! ¡Un poco más y se me olvida! Aunque te parezca increíble, se me había olvidado por completo que la persona a la que más me apetece dar en los morros es April June.

Me volví a quedar patidifuso. Criatura, cuaderno y habitación parecían bailar ante mis ojos. Era como si aquel espantoso discurso suyo hubiera sido un puñetazo a la altura del tercer botón del chaleco.

Hasta que pronunció aquellas horribles palabras, sólo pensaba en el horror de esa traición en lo referente al dinero. Ni siquiera me había pasado por la cabeza que pudieran existir nuevos grados de infamia que fuera capaz de sondar. En ese momento, la cuestión del dinero se me había olvidado por completo. Solté un grito ahogado.

Joey hacía chasquear la lengua, como quien se hace un reproche.

—Me he dedicado a perder el tiempo en pequeñeces, cuando lo que tendría que haber hecho es darle su merecido inmediatamente. Bueno, tengo que largarme y atender este asunto.

Recuperé el habla.

—¡No, no!

—¿Cómo?

—No serías capaz…

—Desde luego que lo soy.

—¡Eres un demonio!

—¡Claro que soy un demonio! Lo dice la prensa todos los días.

Se metió el cuaderno en el bolsillo del pantalón, pasó la otra pierna al otro lado del alféizar y desapareció.

Al cabo de un momento, volvió a asomar la cabeza.

—¡Sabía que se me olvidaba algo! —dijo—. Mucho cuidadito con Tommy Murphy.

Se esfumó de nuevo. Oí unos ruidos seguidos de un golpe sordo. Se había descolgado hasta el suelo y se marchaba dispuesto a cumplir aquel odioso recado.