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Incluso después de
tantos años, Elaine Doi todavía se emocionaba cuando subía a la
tribuna. Desde el suelo de la Cámara del Senado tenía un aspecto
imponente, un escenario amplio y elevado delante de los asientos,
con un gran escritorio curvado hecho de roble de varios siglos
donde se sentaba el primer ministro para dirigir los debates. En
realidad, cuando subías las escaleras por la parte de atrás, las
luces que te iluminaban desde la cúpula de la Cámara eran tan
brillantes que costaba ver el último escalón. La alfombra púrpura
estaba gastada y raída. El gran escritorio estaba estropeado y
lleno de agujeros para encajar las matrices modernas, los portales
y los puntos-i.
En el pasado, habían
sido infinitas las ocasiones, durante las sesiones de trabajo, en
las que había subido allí para hacer una declaración política o
para leer un informe del Tesoro. Las pobladas filas de senadores la
habían interrumpido sin piedad, con gritos de «qué vergüenza» y
«dimite» resonando por toda la Cámara mientras los periodistas de
la galería que había a la derecha de la tribuna sonreían como lobos
y apuntaban su consternación, sus débiles réplicas y el lío que se
hacía. A pesar de todo, al final había sido a ella a la que habían
prestado atención, la que controlaba el debate, la que hacía
aprobar la legislación, la que hacía los tratos que conseguían que
funcionara el Gobierno, por no mencionar que era la que conseguía
ganar a sus oponentes puntos políticos.
Ese día, por
supuesto, los setecientos senadores presentes guardaron un
respetuoso silencio y se levantaron para recibirla, como era
tradición siempre que el Presidente se levantaba para dirigirse a
ellos. Habrían demostrado la misma consideración aunque solo
hubiera sido su declaración mensual, pero esa vez Doi podía sentir
la turbación sincera que recorría la sala. La miraban porque era su
líder y esperaban que actuara como tal.
La escolta ceremonial
de alabarderos reales saludó con gesto brusco y se apartó para
permanecer en guardia en la parte posterior de la tribuna. La
presidenta siempre había pensado que sus espléndidos uniformes de
color escarlata añadían un auténtico toque de clase a esos
momentos. Aunque, técnicamente hablando, los habían asignado a la
presidencia por cortesía del rey Guillermo durante la fundación de
la Federación, ya hacía mucho tiempo que la Oficina de Seguridad
del Ejecutivo se había hecho cargo de su financiación y
organización.
-Senadores y pueblo
de la Federación, por favor guarden silencio para su honorable
presidenta Elaine Doi, que desea dirigirse a ustedes en este día
-anunció el primer ministro. El hombre se inclinó ante Elaine y
regresó a su puesto tras el escritorio.
-Senadores,
conciudadanos -dijo la presidenta-. Les agradezco que me dediquen
su tiempo. Como estoy segura de que saben por los medios de
comunicación, nuestras naves de la Agencia de Vuelos Estelares, el
Conway, la StAsaph y la Langharne han regresado ya de Dyson Alfa.
Lo que sus investigaciones descubrieron allí se acerca de una forma
muy desagradable a las peores de nuestras suposiciones. El
comandante Wilson Kime ha confirmado que los alienígenas de Dyson,
los primos como al parecer se llaman, son de naturaleza hostil. Y
lo que es más preocupante, ha descubierto que esos primos han
comenzado a dedicar su más que considerable capacidad industrial a
la construcción de grandes agujeros de gusano que pueden llegar a
distancias inmensas en esta pacífica galaxia.
»En este día le damos
las gracias y le rendimos homenaje a él y a sus tripulaciones por
el peligroso vuelo que han llevado a cabo en nuestro nombre. Pues
conseguir la información que consiguieron bajo condiciones tan
peligrosas ha sido una muestra de valor extraordinario que debería
darles a los primos mucho que pensar si se plantean nuestra
resolución. Sin embargo, no deberíamos olvidar que recibieron ayuda
de una fuente inesperada.
»Después de soportar
horrores que ni siquiera podemos imaginarnos, el Dr. Dudley Bose
sacrificó lo poco que quedaba de sí mismo para advertirnos de
cuáles eran las verdaderas intenciones de los primos. Para
transmitir la deuda de gratitud que todos los seres humanos vivos
de hoy en día le debemos a este gran hombre, y a su compañera
Emmanuelle Verbeke, necesitamos mucho más que palabras. Me han
informado que el proceso de renacimiento de ambos va bien y solo
podemos agradecerles a los dioses en los que creamos que pronto se
reincorporarán a nuestra sociedad para que podamos abrazarlos y
darles la bienvenida que tanto se merecen.
»Entre tanto, hay
muchas cosas que hacer si queremos salvaguardar esta maravillosa
Federación nuestra. Conciudadanos, después de siglos de expansión
pacífica, vivimos una época en la que nuestra civilización se
enfrenta a la posibilidad de un encuentro hostil único. Si eso
ocurriese, no podemos confiar en que otros, nuestros amigos los
silfen, ni el Ángel Supremo, acudan en nuestra ayuda. La humanidad
debe hacer lo que siempre hacemos en épocas de oscuridad y
enfrentarnos al reto con el coraje y la determinación que según
hemos demostrado una y otra vez a lo largo de la historia es
nuestro legado.
»Con ese fin, hoy he
firmado el Decreto Ley 1081 que le transfiere una nueva
responsabilidad a la Agencia de Vuelos Estelares, la de defender
físicamente a los planetas y estrellas que componen la Federación
con todos los medios que sean necesarios. De aquí en adelante se
conocerá con el nombre de Marina de la Federación. En esta gran
empresa invertimos toda nuestra confianza y esperanzas de futuro.
Tengo fe y sé que esos hombres y mujeres que nos sirven lograrán
acabar de una forma rápida y atronadora con la amenaza que se
yergue entre las estrellas lejanas. Ninguna tarea a la que se
enfrenten será más difícil, ni más gratificante. Con ese fin, tengo
el honor de ascender a Wilson Kime al puesto de almirante y
designarlo para que comande nuestra nueva marina. Es una carga
pesada, una carga que estoy segura de que llevará con la fortaleza
y las cualidades de liderazgo que ya ha demostrado con tanta
habilidad.
»A los primos, sin
embargo, les digo lo siguiente: sean cuales sean vuestras malévolas
aspiraciones, por mucho que codiciéis nuestros hermosos mundos, no
venceréis. Nosotros, todos nosotros, pobres humanos llenos de
errores, tenemos un corazón que ha demostrado su valía en el calor
y el dolor de la batalla; sabemos que tenemos la voluntad, sabemos
que tenemos el derecho y sabemos que tenemos la determinación para
acabar con cualquier fuerza del mal y con la tiranía. Con eso me
comprometo yo y comprometo mi presidencia.
La presidenta se
inclinó ante los senadores y descendió con gesto brusco de la
tribuna, sus alabarderos se colocaron detrás para seguirla por las
escaleras. El aplauso y los vítores que la siguieron fueron
formidables, tanto por su unanimidad, como por su entusiasmo.
Patricia Kantil la
estaba esperando al final de las escaleras, aplaudiendo con pasión
y con una sonrisa enorme en la cara.
-Perfecto -dijo,
poniéndose al lado de Doi cuando dejaron la Cámara -. Lo has
presentado con el tono justo. Con seguridad, pero sin arrogancia y
lo que dijiste hizo que la gente se sintiera segura.
Doi le lanzó una
sonrisa preocupada.
-Pues me alegro de
que lo sienta así.
En cuanto atravesaron
la puerta, los alabarderos dejaron la seguridad en manos de agentes
vestidos de paisano. Los miembros del personal y los ayudantes se
colocaron en sus posiciones habituales y siguieron a su jefa por el
amplio pasillo, como la cola de un pequeño cometa. Todos ellos
parecían excesivamente alegres, y seguían aplaudiendo su discurso.
Después de once meses de lo que ella misma había descrito con
benevolencia como un mandato mediocre, su presidencia por fin había
conseguido ser el centro en aquella tribuna.
Para cuando llegaron
a las oficinas que tenía en el tercer piso de la Cámara del Senado,
las buenas noticias llegaban sin parar. Le llovían a través de la
unisfera los mensajes de felicitación y aprobación. Los ayudantes
regresaron a sus escritorios para ocuparse de ellos.
-Buen discurso,
gracias -le dijo Doi a David Kerte cuando pasó junto a su
escritorio. El joven levantó la cabeza y sonrió con gratitud. Hasta
las elecciones había sido el ayudante principal de Patricia pero
había empezado a convertirse en uno de los mejores escritores de
discursos de su equipo.
-Ha sido un placer,
señora. Plagié parte del discurso sobre la Luna de Kennedy. Pensé
que el paralelismo era adecuado.
-Lo era. -Doi siguió
caminando y entró en el salón de cristal. Era una burbuja que
sobresalía del costado de la Cámara del Senado, totalmente
transparente desde dentro, pero de un color negro satinado para
cualquiera que intentara asomarse desde el exterior, y protegido
por campos de fuerza por si a algún francotirador le daba por poner
a prueba su habilidad. La presidenta se dejó caer en uno de los
amplios sofás y lanzó un largo suspiro de alivio.
-¿Quieres algo?
-preguntó Patricia al tiempo que se acercaba a un antiguo mueble
bar de teca.
-Querer, sí.
Tomármelo, no. Dame un zumo de frutas. Va a ser un día muy
largo.
Patricia abrió la
puerta y sacó una lata de naranja y mora trifen del estante. La
telaraña de finas líneas plateadas que le rodeaba los ojos empezó a
palpitar cuando su visión virtual se llenó de datos de encuestas.
Había ciertos indicadores en los que siempre podía confiar y que
examinó con su habitual eficacia.
-La encuesta de la
unisfera de Hill-Collins te da un setenta y dos por ciento de
índice de aprobación -dijo cuando empezaron a llegar los
resultados. La lata se heló cuando tiró de la lengüeta-. Un
cincuenta y tres por ciento sigue preocupado por los primos, ha
bajado cuatro puntos desde ayer. El ochenta y ocho por ciento
aprueba la fundación de la Marina. La bolsa ha subido, los
analistas predicen un gran incremento en el gasto del gobierno para
construir la marina, y tienen razón. El sector financiero está
inquieto por los impuestos necesarios para pagar todo eso. En
general, los resultados son favorables. Tenemos el segundo mandato
en el bolsillo.
-De eso nada -dijo
Elaine mientras cogía la lata de manos de Patricia-. Todavía queda
mucho por andar. ¿Y qué pasa si los primos invaden de verdad?
Patricia bufó.
-Venga ya. He estado
investigando. La población se une para apoyar a su líder en tiempos
de guerra. Es un hecho histórico. Es después de la guerra cuando
tienes que empezar a preocuparte. Churchill, Bush, Dolven, se
libraron de todos justo después de que vencieran.
-No me hacía ninguna
gracia apoyar la Agencia de Vuelos Estelares de una forma tan
pública, aunque fuera el precio que había que pagar para conseguir
el apoyo de Sheldon. Pero por Dios que hoy ha compensado. -La
presidenta bebió un poco del zumo.
-No metas a Dios en
esto -dijo Patricia a toda prisa-. En estos tiempos hay demasiados
votantes ateos.
La presidenta le
lanzó una mirada de desaprobación.
-Tú siempre estuviste
a favor de la Agencia y su desarrollo. ¿Crees que va a haber una
guerra?
-Estaba a favor de la
Agencia por las opciones que nos daba.
-¿Crees que va a
haber una guerra?
-¿La verdad? No lo
sé, Elaine. Puedo ocuparme del Senado y de los medios de
comunicación por ti. Pero esto... Está fuera de mi campo. Todo lo
que sé es que averiguar que los primos están construyendo un
agujero de gusano gigante ha hecho cagarse de miedo a la mitad de
nuestros analistas tácticos. ¿Has visto el informe de Leopoldovich?
No hay razón lógica para que construyan algo de esa magnitud, por
tanto sus motivos son desconocidos. Y eso no son buenas noticias
porque todo lo que sabemos de ellos es lo que nos contó Bose.
Tenemos que suponer lo peor. No sé quién levantó esa barrera, pero
está empezando a parecer que tenían muy buenas razones.
Elaine Doi se
permitió relajarse entre los profundos cojines.
-Eso nunca tuvo
sentido. Todos los expertos que tenemos afirman que el esfuerzo que
se hizo para construir la barrera fue colosal, y sin embargo se
apaga en cuanto llegamos a husmear un poco.
-Ya te lo he dicho,
si me preguntas a mí, le estás preguntando a la persona equivocada.
A nadie se le ha ocurrido ninguna razón. Todo lo que tenemos es un
montón de teorías sin muchas luces y conspiraciones excéntricas
como la de Johansson. Hasta la IS está perdida, o eso dice.
-¿Dice?
-Sabes que no confío
en ella.
-Eres una
xenófoba.
Patricia se encogió
de hombros.
-Alguien tiene que
serlo.
-De acuerdo -dijo
Elaine-. No sabemos por qué, pero sí que sabemos que hay una
posible situación de guerra.
-Esa es otra palabra
que preferiría que no usaras, por favor. El término «guerra» tiene
demasiado bagaje histórico. Es preferible «conflicto», o «la
situación prima».
-Estás empezando a
desarrollar una costumbre muy desagradable. A la gente le gusta
contar con algunos rasgos naturales.
-Con los rasgos puedo
arreglármelas, con las palabras prohibidas, no.
Elaine se pasó una
mano por el pelo, un gesto al que siempre recurría cuando estaba
irritada, como siempre le señalaba Patricia.
-Está bien, tendré
cuidado con lo que digo.
-Gracias.
-Hay algo que tanto
Leopoldovich como todos los demás parecen estar evitando.
-¿Y qué es?
-El Ángel Supremo. Sé
que ubicar la Base Uno allí formaba parte del trato que fundó la
Agencia, pero si existe una posibilidad de conflicto, ¿se va a
quedar por aquí?
-En realidad, sí que
lo analizó alguien del equipo de Leopoldovich, está en uno de los
apéndices. Siempre nos ha asegurado que nos avisará antes de irse,
así que trasladar al personal de construcción de la Base Uno a
Kerensk no será un problema. Todavía pueden llegar a las
plataformas de montaje a través del agujero de gusano. Utilizar el
Ángel Supremo como residencia fue una maniobra política para traer
a bordo a la presidenta Gall, y a través de ella, al Comité
Ejecutivo Africano. Físicamente hablando, no es algo esencial.
También hay una propuesta del personal de Columbia para utilizarlo
como bote salvavidas de nuestra especie.
-¿Qué?
Patricia se encogió
de hombros.
-Bueno, si parece que
perdemos, metemos a bordo toda la plantilla cultural y genética que
podamos, además de unos cuantos millones de seres humanos vivos y
le pedimos al Ángel Supremo que lleve a los supervivientes a una
zona menos hostil del universo. Estamos bastante seguros de que
tiene capacidad de vuelo transgaláctico.
-Dios mío, hablas en
serio.
-La Agencia de
Seguridad de Columbia hablaba en serio, sí. Al presidente se le
clasificaría como componente esencial de la evacuación de
emergencia. Tú te irías.
-No, desde luego que
no me iría, maldita sea. Y quiero que te encargues en persona de
que no se filtre a la prensa esa locura. Nos crucificarían si se
enteraran de que estábamos planeando escapar.
-Muy bien, me ocuparé
de ello.
Elaine dejó escapar
un largo suspiro.
-Tú sí que te lees
todos los apéndices, ¿eh?
-Para eso estoy
aquí.
-Muy bien. Bueno, ¿y
qué es lo siguiente?
-Reunión con Thompson
Burnelli y Crispin Goldreich. Tienes que llegar a un acuerdo sobre
la primera presentación presupuestaria de la Marina para el Senado.
¿Has visto la solicitud de Kime?
-Sí. Creí que la
fantasía había pasado de moda. Cinco naves exploradoras más, veinte
naves nuevas con plena capacidad de ataque, un sistema de detección
de agujeros de gusano en toda la Federación, la activación plena de
la Junta Directiva de Natasha Kersey e incorporar una docena más de
departamentos científicos gubernamentales. Estamos contemplando un
incremento de puntos de porcentaje en los impuestos. Ya me imagino
cómo van a responder los Gobiernos planetarios a eso.
-Puede que lo haya
firmado Kime, pero la petición la elaboraron los Sheldon y los
Halgarth. Ya se están moviendo para aprobarla en el Senado. Si
cooperan las dinastías intersolares y las grandes familias, irá
viento en popa a toda vela. Las repercusiones que caerán sobre ti
serán mínimas.
-Sí. ¿La reunión es
aquí?
-Sí. Pero volvemos a
casa a comer.
-Bien.
Elaine miró por la
pared transparente y curvada y contempló el viejo edificio del
Capitolio de Washington. La Cámara del Senado de la Federación se
había construido allí y la habían pagado con los impuestos de la
NFU unos comisionados decididos a que la Tierra siguiera siendo el
centro político de la Federación, pero el palacio presidencial
estaba en Nuevo Río, un gesto hacia los mundos nuevos, junto con
toda una serie de juntas directivas y departamentos que estaban
repartidos por toda la fase uno, según la política de la Federación
de incluirlos a todos. Elaine siempre se sentía más segura en el
palacio de Nuevo Río, como cualquier animal en su propio
territorio.
Mientras contemplaba
la lluvia que barría la antigua ciudad, su visión virtual le
mostraba un sencillo mapa estelar. Nuevo Río estaba al otro lado de
la Tierra con respecto al Par Dyson, a más de mil años luz de los
primos. Eso también era un consuelo.
Hoshe aparcó en
Fairfax y volvió andando una manzana por Achaia. Era mediodía y el
calor había sacado de la acera a casi todos los peatones. Hoshe se
quitó la chaqueta mientras caminaba y se secó el sudor de la
frente. Achaia era una de esas calles estrechas de la ciudad que
parecía extenderse hasta el infinito, con el brillo trémulo del
asfalto agrietado oscureciendo el otro extremo, que se adentraba en
el distrito comercial. Las viviendas de ambos lados estaban
compuestas sobre todo por bloques de apartamentos de tres pisos,
delante tenían unos patios pequeños que estaban llenos de
descuidados arbustos ornamentales y árboles que ya casi habían
llegado al tejado. Las unidades de aire acondicionado zumbaban de
forma constante sobre los estrechos balcones de los que las palas
sacaban el exceso de calor. Los coches iban y venían delante de él,
girando por rampas que llevaban a los garajes subterráneos.
Cuando llegó al
primer callejón, se detuvo y miró a su alrededor. Unas verjas altas
protegían ambos lados, con arbustos y enredaderas en flor que caían
sobre ellas en alfombrillas greñudas y llenas de color. Bajo sus
pies, el hormigón amalgamado por enzimas daba pie a una superficie
compacta de gravilla y tierra. Varios perros ladraron cuando pasó
junto a sus verjas. Incluso escuchó el característico balbuceo
metálico de un catrak y rezó para que lo hubieran encadenado
bien.
Había recorrido unos
cien metros del callejón cuando llegó al patio trasero del 3573.
Una verja doble y baja se abría a un pequeño trozo de hormigón que
a su vez llevaba a un gran garaje doble hecho de secciones
prefabricadas de aceroempedrado atornilladas entre sí. Tras el
garaje había un chalé de madera con las ventanas oscuras y
cerradas, y la pintura amarilla de las tablas descascarillándose.
Unas parras con unas flores mustias de color zafiro habían envuelto
todas las columnas que sostenían el tejado saliente. Los ramales
eran tan densos que parecían gruesos arbustos alargados.
Hoshe atravesó la
verja. Una de las puertas del garaje estaba abierta y había alguien
moviéndose por el interior.
-¿Hola?
Un hombre joven dio
un salto al oírlo y se acercó corriendo a la puerta.
-Pero tío, ¿quién
cojones eres, tío? -soltó.
Vestía unos vaqueros
negros lavados una y otra vez hasta que habían adquirido un tono
gris pálido. Sobre ellos llevaba una camiseta morada que estaba
igual de usada. Tenía unas gafas con montura dorada encaramadas a
la nariz y sus lentes rosadas mostraban gráficos móviles y columnas
de texto, Hoshe no había visto nada parecido desde los primeros
años de su primera vida, cuando habían estado de moda durante un
breve periodo de tiempo. Pero lo cierto era que con ellas, la
imagen de empollón estaba completa. Era difícil imaginar que aquel
tipo fuese otra cosa aparte de programador informático.
-Soy Hoshe, estoy
buscando a Kareem.
-Jamás he oído hablar
de él, tío. Y estoy un tanto ocupado.
-Me ha mandado
Giscard. Giscard Lex. Me dijo que Kareem vivía aquí. Tengo que
verlo, es urgente. -Sacó un grueso fajo de billetes de dólares de
Oaktier del bolsillo-. Muy urgente.
El joven se lamió los
labios y observó el dinero con avidez. Paula tenía razón en eso,
siempre había un punto flaco. Y a Hoshe ni siquiera le había
costado mucho encontrarlo. Habían llevado a cabo una sencilla
búsqueda entre todos los socios registrados de Shansorel Asociados
y cuando ninguno de ellos resultó tener antecedentes penales, un
simple cruce de datos les había proporcionado viejos amigos y
colegas que sí los tenían. Por ejemplo, Giscard Lex, que había sido
compañero de clase de Kareem en la facultad, donde habían
interrumpido su carrera académica al hacer algún que otro
experimento ilegal con narcoprogramas. Un par de semanas de
observaciones casuales habían confirmado que los dos todavía se
veían de vez en cuando.
Hoshe se había dejado
caer por la casa de Giscard Lex una noche; le habían ofrecido de
todo, desde morfoprogramas sensoriales de cambio de dimensiones
hasta un par de chicas que se portarían muy bien con él. Momento en
el que Hoshe le había devuelto el favor con el ofrecimiento de
presentárselo al sargento de la comisaría. Giscard Lex estuvo a
punto de lanzar un suspiro de alivio al enterarse de que todo lo
que tenía que hacer era presentarle a Kareem.
-Vale, tío -dijo
Kareem. Volvió a mirar por el callejón y unas pequeñas líneas de
los tatuajes CO se le volvieron de color esmeralda en las orejas
cuando comprobó que no había nadie acechando-. Entra.
El garaje estaba
lleno de cajas de embalaje. Un banco que recorría toda la parte de
atrás estaba cubierto de herramientas que se estaban limpiando,
herramientas muy antiguas. Hoshe no vio ni una sola herramienta
eléctrica entre ellas. Cogió un destornillador y lo examinó de
cerca mientras Kareem activaba la puerta del garaje. El plástico
contrachapado se cerró con un suave sonido de succión.
-¿Coleccionas
antigüedades? Ni siquiera sabía que todavía hacían destornilladores
manuales.
-No, tío. -Kareem le
lanzó una sonrisa furtiva-. Esto es mi equipo de supervivencia.
Donde yo voy no hay electricidad.
-¿Y dónde es eso,
exactamente?
-Silvergalde, tío. Me
voy a vivir con los elfos, mi chica y yo. Ellos sabrán proteger su
planeta de los primos. Este puto Gobierno no va a hacer nada, ni
siquiera tenemos un campo de fuerza que cubra Ciudad Lago
Oscuro.
-Ya. -En los últimos
tiempos la gente como Kareem estaba recibiendo cada vez más
atención por parte de la prensa. Los periodistas más excitables lo
llamaban el Éxodo, aunque los números reales eran tan pequeños que
los Gobiernos ni siquiera los registraban, apenas unos cuantos
miles de cada planeta y la mayor parte eran personas en su primera
vida. Pero juntos eran suficientes como para que el TEC hubiera
tenido que triplicar el número de trenes que hacían el viaje a
Silvergalde-. ¿Y la Marina?
-¡Ja! ¿Qué, las dos
naves? Joder, de lo que nos van a servir cuando la Puerta del
Infierno se abra de golpe sobre la Tierra y diez mil platillos
volantes bajen con los demonios que vendrán a masacrarnos. No
llaman así al agujero de gusano gigante porque sí, sabes. Los
Guardianes de Johansson tienen razón, estamos hasta arriba de
mierda y nuestros políticos corruptos no ayudan mucho.
Una simple
coincidencia, se dijo Hoshe con firmeza, aunque fuera un tanto
inquietante.
-Muy bien, así que te
vas esta noche, ¿o puedes ayudarme con una cosa?
Kareem señaló las
cajas con una mano.
-Todavía no lo tengo
todo. Hay un montón de medicinas y mierdas más que necesito. Y
libros, también. En estos tiempos no es nada fácil hacerse con los
de papel, y son muy caros. ¿Sabías que Ozzie tiene impresa una
biblioteca de todo el conocimiento humano y lo ha metido en alguna
parte de su propio planeta? Ese es un tío que está listo para el
apocalipsis.
-¿Entonces puedes
ayudarme?
-Depende de lo que
quieras, tío.
-Giscard me dijo que
eras el tío al que acudir para conseguir unos parches
informáticos.
-Ya. Quizá. Conozco
un par de trucos. El sitio donde trabajo, tenemos unos cuantos
equipos privados para resolver problemas privados, ¿lo
captas?
-Captado. Estoy
pagando demasiados impuestos.
-Eh, tío, como
todos.
-Tengo una empresa
que importa repuestos para el comercio automovilístico y el
Gobierno me está abrasando. Solo estoy intentando ganarme la vida,
mantener a mi familia, pero esos cabrones...
-¡Exacto, tío!
-Lo que necesito es
un parche que me cubra parte del negocio. Si pudiera mover un diez
o un quince por ciento de la mercancía sin que me penalizaran por
ello, puedo mantenerme a flote. Lo que necesito es una codificación
segura que pueda resistirse a los programas de las auditorías de
Hacienda para poder pasar el dinero por cuentas de otros
mundos.
-Claro, se puede
hacer. Joder, ni siquiera tengo que traer a los otros. ¿Qué
programa de contabilidad usas?
Hoshe levantó un
disco de un cristal de memoria.
-Todo el sistema y la
red están aquí.
-Excelente. Un tío
que está preparado, me gusta. -Kareem cogió el cristal de memoria y
sonrió-. Serán mil de los grandes por un parche completo, pago por
adelantado.
-Doscientos ahora.
-Hoshe le puso los billetes en la mano, encima del cristal-. El
resto cuando el parche instalado esté en funcionamiento.
-Vale, tío. No hay
problema. -Los billetes se introdujeron en el bolsillo trasero de
los tejanos-. Puede que sea mi semana de suerte. Es el segundo
contrato privado que consigo.
-¿Ah, sí?
Para el pueblo de la
Federación, era como si su nueva Marina hubiera aparecido por arte
de magia. Un día la presidenta Doi anunciaba su formación y una
semana después se había convertido en una realidad física. Ya se
estaban construyendo las naves en el Ángel Supremo y los equipos de
seguridad planetarios comenzaron a montar detectores de agujeros de
gusano en los mundos más cercanos a la amenaza prima. Las cosas
estaban bajo control. Hasta Alessandra Baron hizo algún que otro
elogio moderado en su programa, aunque los posibles aumentos de
impuestos fueron objeto de un análisis detallado.
Al almirante Kime le
sorprendió lo suave que fue la transición. Por supuesto, ayudó
bastante que el personal y el equipo de Anshun se hubiera
trasladado al Ángel Supremo mientras él comandaba la misión de
exploración del Par Dyson. Lo que lo dejaba libre para concentrar a
su personal en la inmensa expansión de capacidad y competencia que
entrañaba la transformación de la Agencia en una marina de guerra.
De hecho, ese era precisamente el tipo de papel directivo a gran
escala que había absorbido el noventa por ciento de su vida
adulta.
La Base Uno de la
Marina era más que nada un grupo de plataformas de montaje de naves
en caída libre apostadas a unos treinta o cuarenta kilómetros del
Ángel Supremo, en su propio y pequeño archipiélago. Habían
mantenido el diseño básico de globo de malmetal que habían
utilizado sobre Anshun, aunque en esa ocasión no había un agujero
de gusano para conectarlos. Una flota de lanzaderas nuevas de carga
pululaba entre ellos y la estación del agujero de gusano unida a
Kerensk, que había sufrido una expansión y actualización sin
precedentes; las lanzaderas trasladaban los componentes que
formarían la siguiente generación de naves estelares. Vehículos de
pasajeros trasladaban a la mano de obra que trabajaba en caída
libre y que viajaba entre las plataformas de montaje y el Ángel
Supremo, donde había invadido una parte considerable de la cúpula
recién desarrollada del atolón babuyano.
Los jóvenes edificios
de la cúpula eran también donde Kime había instalado su despacho
junto con la mayor parte de la administración de la Marina, los
equipos de diseño, las instalaciones de entrenamiento de la
tripulación y las oficinas de investigación. En el centro del
campus del parque había una torre de treinta pisos que tenía cinco
lados cóncavos rodeados por una hélice de ADN de raíles aéreos,
Alessandra Baron lo había bautizado con el nombre de Pentágono II,
un nombre que estaba empezando a cuajar con rapidez entre los
programas de noticias y los periodistas.
El despacho de Wilson
estaba en el último piso. Un despacho que a él no le gustaba.
Mientras él estaba en su misión de exploración, al diseñador le
había dado por una imagen retro-moderna: muebles lustrosos y
circulares de madera blanca de trag de Niska, suelos y paredes con
iluminación monocroma. Era como trabajar en un quirófano. El único
rasgo que lo salvaba era la vista que tenía de la compacta ecología
de su nuevo dominio. Solo un tercio del atolón babuyano disponía de
estructuras urbanas, el resto estaba cubierto de parques
florecientes, con arbolillos y arbustos jóvenes abriéndose paso con
impaciencia por la exuberante hierba. Entre los caminos y los lagos
había trozos planos que parecían hormigón nacarado que algún día se
convertirían en edificios. Wilson disfrutaba del panorama, sobre
todo por el paisaje nocturno que le ofrecía de Icalanise y sus
rápidas bandas de nubes leonadas que flotaban muy por encima del
cristal de la cúpula. Era sorprendente lo mucho que habían azuzado
los últimos años su vieja ansia de ver mundo, la misma que tenía
durante su primera vida. Cada vez que miraba por el cristal y veía
el exótico gigante de gas se sentía menos seguro de poder regresar
alguna vez a su viejo trabajo en Farndale.
Anna fue la primera
en llegar a la reunión programada para esbozar las reglas de
combate de la Marina, claro que era la que menos distancia tenía
que recorrer. Con su ascenso a capitana de corbeta y su cargo de
jefa de personal, tenía un despacho junto al de Wilson, donde le
organizaba los días y actuaba como filtro contra cualquiera que
quisiera que el almirante le prestara una atención personal a su
proyecto o causa concreta. La joven entraba con Oscar, Wilson los
oyó reírse juntos cuando cruzaron la puerta.
-La lanzadera de
cercanías de Kantil acaba de atracar hace unos minutos -le dijo
Anna-. Subirá enseguida.
-Bien.
Wilson canceló los
datos que llenaban su visión virtual. Anna le dedicó una cálida
sonrisa que él le devolvió. El anillo de pedida de la capitana
brilló con fuerza cuando agitó la mano con gesto burlón. Wilson se
le había declarado cuando atracó el Conway y ella había dicho que
sí. Oscar había dicho que ya era hora. Todavía no habían fijado una
fecha para la ceremonia, el típico caso de presión laboral, aunque
habían cogido juntos un suntuoso apartamento en un barrio cerca del
extremo de la cúpula.
Llegó Rafael Columbia
con su impecable uniforme negro. Les preguntó de inmediato si ya
habían fijado una fecha.
-Mi record personal
está en quince años de compromiso -dijo-. Estoy seguro de que lo
podéis batir si os lo proponéis.
Wilson le lanzó una
sonrisa de mártir. La falta de una fecha firme se estaba
convirtiendo en un chiste por toda la Base Uno.
Columbia se había
convertido en vicealmirante cuando la presidenta Doi había formado
la Marina y se había hecho cargo de las operaciones de defensa
planetarias, convirtiéndose así en el segundo al mando de Wilson.
Había establecido el despacho de su división en Kerensk y estaba
asimilando a toda prisa las varias juntas directivas y agencias de
la Federación que habían comenzado a formar la base de su creciente
imperio. Dada la naturaleza política de presionar a los Gobiernos
planetarios para que instalaran o reforzaran los campos de fuerza
que rodeaban los centros de población más importantes, era una
tarea para la que estaba muy capacitado. La única discusión real
que se había producido hasta la fecha entre Wilson y él había
girado alrededor de quién tenía el control directo sobre el
proyecto Seattle de Natasha Kersley.
Columbia había
abogado por que se incorporara a su división de seguridad
planetaria y que el proyecto se ubicara en Kerensk. Wilson al final
rechazó la propuesta señalando que los sistemas de Kerlsey
terminarían por instalarse en las naves estelares y por tanto
deberían formar parte de las operaciones de la Base Uno. Una rápida
llamada a Sheldon había garantizado el apoyo del Ejecutivo y había
confirmado la decisión. Columbia no había vuelto a
desafiarlo.
Alguien hizo pasar a
Daniel Alster a la oficina, junto con Dimitri Leopoldovich.
Wilson se quedó un
poco sorprendido. Esperaba que Alster compartiera la lanzadera con
Patricia Kantil. Ambos representaban al Comité de Supervisión en la
reunión mientras que Leopoldovich era un académico especializado en
análisis táctico del Instituto de San Petersburgo para Estudios
Estratégicos. Era un campo que pocos practicaban, utilizado sobre
todo como servicio consultivo y de investigación por la Federación
cuando los movimientos secesionistas y los de los defensores de la
autonomía nacional comenzaron a utilizar la fuerza física contra su
Gobierno planetario legítimo. Durante el tiempo que había pasado en
la Junta de Farndale, Wilson había oído con frecuencia a los
políticos de más rango y a su personal referirse con desdén a los
analistas tácticos, decían que eran empollones licenciados en
Historia que se dedicaban a jugar a la guerra. Claro que en aquel
entonces la astronomía también era una profesión minoritaria, pensó
divertido.
Dimitri se había
sometido a su tercer rejuvenecimiento unos cuantos años antes, lo
que le había dejado con un cuerpo de veintitantos años cuyo cabello
rubio y lacio ya había empezado a ralear. Tenía una piel muy pálida
que casi lindaba con lo albino, que combinada con una dieta de
comida rápida y una falta total de ejercicio le daba el aspecto de
un vampiro mofletudo. Saludó a Wilson con la cabeza y se sentó en
su silla habitual, de espaldas al amplio ventanal.
-¿Cómo está Bose? -le
preguntó Anna a Daniel Alster.
-Los renacimientos
siempre me ponen los pelos de punta -confesó Daniel-. Esos clones
hechos con crecimiento acelerado no parecen humanos.
-¿Pero su
personalidad está intacta? -insistió Wilson.
-Oh, sí. La descarga
de su depósito de seguridad se hizo con total éxito. Lo último que
recuerda es que hizo una pequeña actualización en el Segunda
Oportunidad antes de ir a la Atalaya.
-¿Y Emmanuelle?
-Igual. Aunque está
mucho más tranquila que Bose.
-¿Qué quiere
decir?
-Yo solo había visto
a Bose una vez y entonces me pareció bastante crispado. Un rasgo
que se ha... amplificado un poco. Los médicos dicen que la
información que ha recibido tras el renacimiento no ha ayudado
mucho.
-¿Se refiere a la
advertencia que nos hicieron sobre la misión de exploración?
-Sí, en parte. Es una
pena que no sepamos con exactitud qué fue lo que os hizo esa
advertencia. A los renacidos les suele preocupar que su antiguo yo
siga vivo en alguna parte. En este caso, la perspectiva está
planteando unos problemas de esquizofrenia únicos.
-La advertencia dijo
de forma expresa que los primos los habían matado.
-Lo sé. Pero Bose
está obsesionado con lo que os transmitió esa advertencia. Sospecha
que su yo original sigue vivo allí, de una forma u otra, lo que
resulta bastante razonable. Tampoco ha ayudado mucho que su mujer
le haya dicho que se va a divorciar de él. El psicólogo dice que lo
ha interpretado como un rechazo a su nuevo yo, lo que ha reforzado
su concentración en el antiguo.
Wilson y Anna
intercambiaron una mirada.
-Al final siempre
terminamos sintiéndonos culpables por su culpa, ¿no? -dijo
ella.
-Sí -le respondió su
novio, incómodo-. ¿Y qué más han dicho los médicos sobre él?
-La clínica le va a
dar el alta dentro de un par de meses. Físicamente hablando, estará
en plena forma. Mentalmente, bueno dicen que en todos los casos de
renacimiento hace falta otra vida para superar el trauma. Bose no
es ninguna excepción. Hay que atiborrarlo de antidepresivos y que
tire hacia delante.
-¿Dijo lo que quería
hacer después?
-No. Está recibiendo
muchas ofertas de compañías de comunicación, no solo para convertir
su historia en un biodrama, lo quieren como comentarista de la
«situación» prima. Supongo que su universidad también le dará la
bienvenida. Podemos dejar caer alguna insinuación en ese sentido,
una fuerte insinuación. No puede hacer mucho daño si vuelve a
Gralmond.
-¿Así que no quiere
unirse a la Marina, eh?
Daniel esbozó una
amplia sonrisa.
-No. Esta vez estáis
a salvo.
Oscar se echó a reír
al ver la expresión de alivio de Wilson.
Patricia Kantil entró
en el despacho.
-Gracias por esperar
-dijo con la cortesía profesional de siempre.
-No llegas tarde
-dijo Daniel-. Solo para terminar con lo de Bose, habrá una especie
de ceremonia cuando Verbeke y él dejen la clínica. Patricia, ¿eso
es cosa de tu oficina?
-Así es. Dado el
perfil de ambos, sobre todo el de Bose, pensamos que un acto
oficial de bienvenida a la Federación sería lo más apropiado. Ahora
mismo son lo más parecido que tenemos a unos héroes. El
vicepresidente estará allí y sería agradable que algunos de sus
compañeros de nave participaran también.
Wilson estuvo a punto
de gruñir en voz alta.
-De acuerdo -dijo-.
Enviaremos a alguien el día en cuestión. Y ahora, si podemos
empezar ya.
-Mi informe es muy
sencillo -dijo Oscar-. Todavía no hemos tenido ningún contacto con
las naves de exploración.
-¿Cuándo tenía que
informar la primera? -preguntó Daniel.
-La StAsaph debería
regresar a Anshun dentro de diez días, suponiendo que no hayan
encontrado nada.
-¿Y si lo
encontraron?
-Están explorando
quince sistemas estelares a trescientos años luz del límite de la
fase tres. Básicamente, su rumbo es una gran curva que pondrá su
hisradar al alcance de cada estrella. Si los primos han abierto su
agujero de gusano gigante a cualquiera de esos sistemas, la nave
podrá detectarlo. Pero dada la naturaleza de la trayectoria de
vuelo, el viaje de regreso será largo. Como no han vuelto todavía,
sabemos que no encontraron nada en las primeras once
estrellas.
-O sí, y los primos
los atraparon -dijo Rafael. Después se encogió de hombros en medio
del silencio-. Solo soy realista.
-Las restantes seis
naves exploradoras que tenemos por ahí fuera deberían ir regresando
a lo largo de los próximos dos meses -continuó Oscar-. Entre todas
habrán cubierto más de cien sistemas estelares. Hay que reconocer
que no son muchas teniendo en cuenta las distancias implicadas y el
número de estrellas que hay entre nosotros y Dyson Alfa. Pero si
los primos vienen hacia aquí, una de esas estrellas se utilizará
como escala. Tenemos que encontrarla. Como mínimo, nos permitirá
empezar a construir escenarios tácticos realistas.
-¿Y esas patrullas de
exploración van a ser una constante? -preguntó Patricia.
-Sí -confirmó
Wilson-. Necesitamos recibir el aviso lo antes posible si los
primos se están moviendo hacia aquí. Rafael está supervisando
nuestra red de detectores de corto alcance que encontrará cualquier
abertura de un agujero de gusano dentro de la Federación. La flota
llevará a cabo vuelos de exploración a las estrellas que estén en
un radio de menos de cien años luz en la dirección de Dyson Alfa y
lo harán de forma continua. Si los primos aparecen en cualquiera de
esas estrellas, lo sabremos en menos de tres días como máximo.
Aparte de eso, realizaremos patrullas regulares a estrellas más
distantes, pero los intervalos de visita serán de meses en lugar de
días.
-¿Cuándo entra en
vigor todo eso?
-Ya hemos empezado a
colocar los primeros elementos para los detectores de la red de la
frontera -dijo Rafael-. Si vienen a por nosotros directamente, lo
sabremos. Calculamos que para completar toda la red de la
Federación podemos tardar hasta dieciocho meses.
-Ya veo. Almirante,
¿qué hay de los vuelos de exploración?
-Depende del número
de naves, por supuesto. Una vez que terminemos esta operación
preliminar, voy a retirar esas naves de exploración para que
empiecen a patrullar por las estrellas más cercanas. Tenemos dos
naves de exploración más que están realizando los vuelos de prueba
y las restantes cinco de la remesa tres saldrán de sus plataformas
de montaje a lo largo de los próximos cuatro meses. Con eso tendré
quince, que es suficiente para patrullar las fronteras. Las
patrullas de las estrellas remotas requerirán otras diez naves de
exploración, aunque yo preferiría contar con entre quince y
veinte.
-Cada una cuesta tres
mil millones de dólares de la Tierra -dijo Patricia,
lacónica.
-Soy consciente de
ello, y también de los costes de operación y mantenimiento. El
Ejecutivo sabía que el presupuesto tendría que incrementarse de una
forma casi exponencial durante los primeros tres o cinco años de la
existencia de la Marina.
-Me llevaré esas
cifras preliminares conmigo. ¿Qué hay de las naves de guerra?
-La primera remesa de
tres debe terminar de montarse dentro de cuatro meses. Después de
eso, iremos construyendo una cada tres semanas. Las que necesitemos
en último caso dependerá de la naturaleza de la amenaza
prima.
Todo el mundo se
volvió hacia Dimitri Leopoldovich. Desde el regreso del Segunda
Oportunidad, el Ejecutivo de la Federación y el Senado lo había
consultado cada vez con más regularidad. La experiencia le daba un
cierto grado de confianza al enfrentarse a interpelantes de alto
nivel de un modo que no quedaba demasiado patente en su
aspecto.
-Más o menos lo único
que sabemos con seguridad de los primos es que no se les pueden
asignar motivaciones humanas -dijo en inglés con un suave acento
extranjero-. Incluso con una civilización tan enorme contenida en
un único sistema solar, han tenido que desviar una cantidad inmensa
de sus recursos para construir el agujero de gusano gigante que mi
equipo ha llamado la Puerta del Infierno. -Se le crisparon los
labios, como si esperara una censura-. No entendemos bien por qué
se construyó a semejante escala. Una de las posibilidades más
obvias es que se construyó sin ninguna referencia a la economía
porque es una ruta de supervivencia para la especie. Los primos
temen el regreso de la barrera circundante y están intentando
extender su semilla por toda la galaxia. Unas naves estelares lo
atravesarán con ejemplares de cría y maquinaria suficiente para
sostener una colonia. Si dirigen el otro extremo del agujero de
gusano a un nuevo sistema estelar cada semana, o incluso cada día,
se habrán dispersado de tal modo que será muy difícil que los
constructores de la barrera puedan encerrarlos de nuevo. De hecho,
es una versión acelerada de nuestra Federación.
-Espere un momento
-dijo Patricia-. ¿Está afirmando que ni siquiera representan una
amenaza para nosotros?
-En absoluto, mi
equipo solo les está proporcionando las posibilidades teóricas. Una
segunda opción es que conocen la ubicación de los constructores de
la barrera y han cruzado el espacio interestelar para enfrentarse a
ellos y librar al fin la guerra que pretendía evitar la barrera.
Una tercera opción es que lo hayan construido para llegar a la
Federación. Esa es la única opción que nos preocupa. Tenemos que
subrayar que no podemos asignarles un motivo satisfactorio, dado
que nos entorpece la perspectiva humana. Como ya han demostrado los
silfen y el Ángel Supremo, nuestra lógica y nuestras pautas de
comportamiento no son universales. Y ya solo la existencia de la
Puerta del Infierno demuestra hasta qué punto es cierto. Por tanto
y para los fines de esta reunión, no importa por qué vienen hacia
aquí, solo que vienen. Y sobre esos términos debemos considerar sus
acciones. Ya han tenido dos oportunidades para comenzar a contactar
pacíficamente con nosotros, y han decidido no hacerlo en ambas
ocasiones. Tras lo cual, la conclusión de mi equipo es que si la
Puerta del Infierno se construyó para permitir que los primos
tuvieran acceso a la Federación, es con intención hostil.
Recomendamos que si los primos abren un agujero de gusano ya sea
cerca o dentro de la Federación, la Marina debería responder con la
máxima fuerza.
-¿No equivaldría eso
a una declaración de guerra por nuestra parte? -dijo Patricia-. No
estoy muy segura de que el Ejecutivo, o el Senado siquiera, vaya a
acceder a aprobar esas reglas de combate.
-Por utilizar una
vieja analogía, usted está jugando al croquet mientras ellos hacen
kickboxing. Si los primos consiguieron extraerles información a
Bose y Verbeke, como indican las pruebas que tenemos hasta ahora,
lo saben todo sobre nosotros. Sabrán que nuestros intentos para
ponernos en contacto con ellos eran pacíficos. Saben cómo
corresponder abriendo canales de comunicación con nosotros de un
modo no hostil y no amenazador. Que hayan decidido no investigar al
menos el estado de la galaxia que los rodea después de mil años de
aislamiento sugiere muchas cosas. En términos tácticos, se están
colocando en una posición muy ventajosa.
-¿Pero para qué iban
a venir hasta aquí? -preguntó Oscar-. Si todo lo que quieren son
recursos materiales, hay cientos de sistemas estelares cerca del
suyo que podrían explotar y por los que podrían extenderse.
-El número de
factores desconocidos que estamos manejando significa que en
realidad tenemos que concentrarnos en los pocos hechos que tenemos,
en lugar de dedicarnos a especular eternamente -dijo Dimitri
Leopoldovich en tono reprobador-. Seguimos sin saber por qué se
levantaron las barreras de las Dyson, ni quién lo hizo. No sabemos
por qué se desconectó una. Redúzcanlo a lo más básico, amigos: todo
lo que sabemos es que está demostrado que son hostiles, tienen
decenas de miles de naves de guerra y están construyendo agujeros
de gusano que pueden alcanzarnos. Tenemos que reajustar nuestro
civilizado modo de pensar y empezar a hacer las cosas por defecto,
dispararles antes de que nos disparen. En este caso, no tenemos más
alternativa que prepararnos para el peor de los casos. Yo
preferiría gastar un trillón de dólares en la Marina y vivir para
lamentar el desperdicio del dinero de los contribuyentes, que no
gastarlo y averiguar que lo necesitábamos. Acuérdense de Pearl
Harbour.
Wilson observó con
aire divertido, pero sin decir nada que Patricia se obligaba a no
hacer ningún comentario sobre la Marina de un trillón de dólares de
Leopoldovich.
-No estoy seguro de
que se pueda aplicar el paralelismo de una forma estricta -dijo el
almirante-. Pero entiendo a qué se refiere.
-Tendremos una
ventaja estratégica -dijo Dimitri Leopoldovich. Su rígida sonrisa
enfática lo hizo parecerse incluso más a un vampiro-. Una única
ventaja. Y debe explotarse sea cual sea el coste para nosotros pues
será la única posibilidad que tengamos de sobrevivir. Los primos
están al final de una línea de suministros muy larga y singular.
Sin ella, no puede haber hostilidades. Por eso mi equipo recomienda
con urgencia que se ataque el agujero de gusano primo en cuanto lo
abran en el espacio de la Federación. Que se ataque y se destruya.
No puedo darle suficiente énfasis a esta estrategia. No habrá
reglas de combate una vez que empiecen a atravesarlo. Hemos
estudiado los archivos del Conway, estaban enviando docenas de
naves a través de la Puerta del Infierno cada hora, y eso fue hace
meses. Mientras que aquí hablan de construir una nave de guerra
cada tres semanas y la primera ni siquiera está terminada todavía.
Si dedicáramos toda nuestra producción industrial a la construcción
de naves, harían falta décadas para alcanzar el número que pueden
desplegar los primos contra nosotros ahora mismo.
-¿Es posible esa
opción de combate? -preguntó Patricia-. ¿Podemos dispararles algo a
través del agujero de gusano, algo que destruya el mecanismo del
generador del otro extremo?
-Una palanca o
incluso una honda pueden dejar fuera de combate el generador de un
agujero de gusano si sabes qué componentes críticos hay que
cargarse -dijo Wilson-. La clave es acercarse lo suficiente como
para infligir un daño relevante. Puede estar segura que la abertura
de este lado estará defendida por escuadrones de naves y los campos
de fuerza más potentes que se puedan levantar. Tendríamos que
atravesarlos para llegar a la estación del otro lado. En este
momento, la clase de sistemas capaces de hacer eso no forma parte
de los armamentos que estamos instalando en las naves de
guerra.
-Entonces hay que
diseñarlos e instalarlos -dijo con contundencia Dimitri
Leopoldovich-. De inmediato.
Patricia y Daniel se
miraron. Daniel inclinó la cabeza una fracción.
-Muy bien -dijo
Patricia-. Si esa es la recomendación oficial de su equipo,
académico. Almirante, que su personal examine la propuesta, por
favor, y elabore el presupuesto para que lo examine el Comité de
Dirección.
-Desde luego -dijo
Wilson.
En verano a Paula le
encantaba sentarse en las terrazas de los cafés de París. En una
ciudad tan profundamente nacionalista como aquella, el café seguía
siendo amargo y natural gracias a que evitaba muchas de las
regulaciones de tratamiento de la NFU, mientras que la bollería que
lo acompañaba contenía demasiadas calorías. El sol y la gente
conformaban un cambio refrescante con respecto al entorno aséptico
del despacho. Pero para esa llamada, la investigadora entró dentro
de un pequeño bistró que había a unos cientos de metros de la
oficina y cogió un reservado. Llevaba cincuenta años utilizando el
mismo sitio y la camarera la acompañó al reservado de la parte de
atrás sin ni siquiera preguntar. Paula pidió un chocolate caliente
y uno de los pasteles con almendras y cerezas.
Su mayordomo
electrónico le dijo que estaba entrando la llamada. Paula puso una
pequeña matriz de mano en la mesa y esperó a que la pantalla se
desplegara. No era que no pudiera responder a esa llamada en la
oficina, pero le parecía más adecuado responderla en su tiempo
libre. La cara de Thompson Burnelli apareció en el fino plástico y
por el fondo borroso dorado y blanco a la investigadora le pareció
que estaba en su despacho del Senado.
-Paula -el senador le
dedicó una sonrisa relajada-. ¿Sin uniforme?
Cualquier otro se
habría ganado una mirada asesina por esa pulla, pero con el senador
la investigadora se limitó a alzar una ceja.
-Debe de estar en la
tintorería -dijo.
La formación de la
Marina de la Federación había cogido a Paula por sorpresa, no
estaba preparada para que la recién formada Agencia de Seguridad
Planetaria pasara a estar financiada por la Marina y cambiara una
vez más. Pero le gustara o no, formaba parte de la inteligencia
naval con el rango de comandante. Un día después de que se
anunciaran los cambios en la oficina de París, Tarlo le había hecho
un saludo militar al llegar al trabajo. Nadie volvería a hacerlo. Y
en la oficina de París tampoco se vestía de uniforme, aunque,
técnicamente hablando, podían hacerlo. En los despachos se
rumoreaba que varios miembros del personal se cambiaban y se los
ponían antes de salir de copas por la ciudad, para poner a prueba
esa antigua teoría de que las chicas se volvían locas por los
marineros.
Pero los uniformes
eran la menor de las preocupaciones de Paula. Para empezar, Mel
Rees les había dicho que la oficina entera se iba a trasladar a
Kerensk, donde el vicealmirante Columbia estaba estableciendo su
administración. Eso provocó un enfrentamiento entre Rees y ella en
el que se dispararon llamadas a los aliados políticos a la
velocidad de las salvas de misiles de los primos. Mel Rees estaba
desesperado por trasladarse al cuartel general de la defensa
planetaria de la Marina, donde sus posibilidades de ascenso dentro
de la nueva organización eran considerables; Paula amenazó con
dimitir si se continuaba con cualquier tipo de traslado o
alteración del equipo.
Rafael Columbia
resolvió el problema con su habitual destreza política. A Paula la
nombraron comandante del proyecto Johansson, que permanecería en
París por razones estratégicas. A Mel Rees también lo ascendieron,
dirigiría una nueva unidad en Kerensk que se ocuparía del
despliegue de la red de los detectores de agujeros de gusano. A
Paula le satisfizo ver que sus contactos pesaban más que los
contactos familiares de Mel.
-Siento haber tardado
tanto en llamarte con esto -dijo Thompson-. La vida en el Senado no
había tenido tanta emoción desde... Bueno, ni siquiera recuerdo
haber vivido una sesión parecida. El segundo vuelo de Kime ha
puesto las cosas al rojo vivo. Jamás pensé que tendríamos que
formar una marina de guerra y he estado muy ocupado con el trabajo
de preparación.
-¿Sabías que la vieja
Junta Directiva para Crímenes Graves terminaría siendo la
inteligencia naval?
-No, Paula, no me di
cuenta de lo ambicioso que iba a ser Rafael. He oído hablar de tu
pelea con Rees. Me alegro de que consiguieran encontrar una
solución de compromiso que te permitiera quedarte. Joder, pero si
casi no conseguimos quedarnos con el Departamento de Seguridad del
Senado. ¿Te puedes creer que Columbia también quería eso?
-No puede durar,
Thompson. Todavía necesitamos algún tipo de departamento intersolar
que se encargue de atrapar a los delincuentes. Aparte de Johansson,
la inteligencia naval no tiene nada que hacer. Mis antiguos colegas
siguen trabajando en sus viejos casos. Pero se ponen el uniforme
para hacerlo, eso es todo.
Thompson sonrió con
tristeza.
-No del todo. Hay una
pequeña oposición que no quiere que la Marina tome forma. Por ahora
no son más que exaltados desafectos, pero hay que vigilarlos; a los
que no van y se unen al éxodo, claro.
-La policía local
puede ocuparse de eso.
-No voy a discutir
contigo, Paula. Te llamo porque tengo noticias.
-Perdona,
continúa.
-Bien, en primer
lugar, no hay ningún departamento de seguridad secreto dirigido por
el Ejecutivo. No cabe duda, lo consulté con mi padre. No sé quién
dio el golpe de Costa de Venecia, pero no estaba autorizado por el
presidente ni por la Seguridad del Senado.
-Gracias. ¿Qué hay de
Boongate y los cargamentos de Tierra Lejana?
-Ah. -Thompson cambió
de postura, incómodo-. Ahí es donde se pone interesante. Yo mismo
hablé con Patricia Kantil sobre eso, le señalé que necesitamos
inspeccionar todo lo que va a Tierra Lejana, que era urgente. Dijo
que estaba de acuerdo y que lo pondría en la agenda de Doi. Desde
entonces, todo lo que he recibido ha sido memorandos que dicen que
la propuesta se está considerando. Incluso antes de tus sospechas,
habría sentido curiosidad por algo así. No debería costarme
solucionar algo tan trivial; en circunstancias normales, me
limitaría a decirle a un ayudante que se ocupara de ello. El hecho
de que no pueda hacerlo sugiere muchas cosas.
Paula sintió que un
escalofrío le recorría el pecho, a pesar de la calidez del
chocolate que estaba tomando. Las décadas que se había pasado
mandando solicitudes para eso mismo a cada nuevo jefe de la Junta
Directiva y todo para ver que quedaban en nada todas y cada una de
las veces. En último caso debían de haberlas bloqueado todas en el
despacho del Ejecutivo.
-¿Quién se está
enfrentando a ti? ¿No será la propia Doi?
-No. Esto es la ley
de Newton de la política, para cada acción... Alguien estará
presionando al despacho del Ejecutivo para permitir que pasen los
cargamentos sin comprobación alguna.
-¿Quién?
-No lo sé. Aquí nos
estamos metiendo en la zona de los susurros y los asesores. A este
nivel del juego, tus oponentes ya no dan la cara, forma parte de la
partida. Pero, Paula, pienso averiguarlo. Has conseguido
preocuparme, y eso no es fácil.
La cálida luz estival
entraba a raudales por las ventanas circulares que había sobre la
cabeza de Mark Vernon y se difuminaba de forma regular por todo el
estudio semicircular. La iluminación era más brillante de lo que se
había imaginado cuando Liz y él se habían sentado a planear juntos
su nuevo hogar. No era que no quisiera tener un estudio bien
iluminado, era que siempre había tenido una imagen de una
habitación un poco más oscura, quizá un tanto atestada con sus
cosas personales, la habitación que un hombre estaría encantado de
utilizar como refugio para huir de su familia de vez en cuando.
Pero en un sitio tan espacioso y con aquellas paredes de coral seco
nacarado, no le hacía gracia dejar que se acumulara el desorden.
Así que tenía el escritorio despejado y todas sus cosas estaban
pulcramente organizadas en grandes armarios de madera de alba. Dado
que Barry y Sandy podían corretear con libertad por el resto de la
casa, el estudio se había convertido en el sitio más ordenado de
toda la vivienda.
Se quedó junto a la
puerta de cristal esmerilado y miró a su alrededor, confundido. La
cazadora que sabía que estaba allí dentro, no estaba.
-¡Papi! ¡Venga!
-gritó Sandy en el vestíbulo principal, a su espalda.
-No está aquí
-exclamó Mark con la esperanza de que Liz se apiadara de él.
-El abrigo es tuyo
-le contestó Liz desde el vestíbulo. Su marido le lanzó otra mirada
perpleja al estudio.
Y entonces Panda, la
joven labradora blanca de la familia, llegó arrastrando su abrigo
de lana favorito. Agitó la cola muy contenta mientras se lo quedaba
mirando.
-Buena chica. -Mark
empezó a acercarse a la perra-. Suéltalo. Suéltalo, chica.
La cola de Panda se
agitó todavía más rápido anticipando el juego antes de empezar a
girar.
-¡No! -gritó Mark-.
¡Quieta!
Panda salió de un
salto al pasillo arrastrando el abrigo con ella. Mark corrió tras
ella.
-¡Vuelve! ¡Quieta!
¡Suéltala! -Después intentó pensar en las otras órdenes que habían
revisado en las clases de obediencia-. ¡Aquí!
Junto a la puerta
principal, Liz estaba poniéndole la cazadora a Sandy por la
cabeza.
Las dos se dieron la
vuelta para mirar.
-¡Quieta! Para. ¡Ven
aquí! -Mark había cruzado la mitad del vestíbulo cuando salió Barry
de la cocina.
-Aquí, chica -dijo, y
se dio unos golpecitos en las rodillas. Panda trotó hasta él y dejó
caer el abrigo a sus pies-. Buena chica.
Barry acarició al
animal y dejó que le lamiera la cara y las manos.
Mark recogió el
abrigo con toda la dignidad que pudo reunir. Tenía un gran trozo
mojado en el hombro, provocado por la boca de la perra. Habían
comprado a Panda casi un año atrás, cuando al fin se habían
trasladado a la casa de coral seco. Era el perro de la familia,
pero solo hacía lo que le decía Barry.
-Eso es porque
todavía es un cachorro. -Mark llevaba tres meses diciendo lo
mismo-. Ya se le pasará.
A lo que Liz se
limitaba a responder:
-Sí, querido.
Aunque él nunca había
tenido perro, a Mark siempre le había gustado la idea de que su
familia lo tuviera. Se imaginaba largos paseos por el valle de Ulon
con su mascota trotando a su lado. Un animal así sería leal,
obediente y cariñoso, y un compañero excelente para los niños. Y
además, la mayor parte de los hogares del valle de Ulon tenían
perro. Formaba parte del ideal de Randtown.
El propietario de una
tienda de animales del paseo Principal le había asegurado a la
familia Vernon que los labradores blancos tenían toda la simpatía
natural de la raza, junto con una inteligencia superior que se
había incluido en su ADN, además del pelaje blanco. A Mark le había
parecido perfecto. Y entonces Sandy había visto al cachorrito
blanco y blandito con los ojos rodeados por círculos negros y la
decisión se había tomado antes de que Liz y Barry pudieran decir
nada.
Mark se echó el
abrigo al hombro.
-¿Todo el mundo
listo?
-¿Nos llevamos a
Panda? -preguntó Barry.
-Sí.
-Te haces tú cargo de
ella -le dijo Liz con firmeza-. Y no le quites la correa.
Barry esbozó una gran
sonrisa y sacó a la perra por la puerta principal. Liz comprobó que
la cazadora de Sandy estaba bien abrochada y sacó a la niña tras su
hermano.
-Barry tiene deberes
que hacer, ya sabes -dijo Liz-. Y el vivero ya está bastante corto
de personal como para que yo me tome tardes libres.
-Si quieres que Barry
haga sus tareas, no tiene que venir -dijo Mark-. Pero sabes que yo
tengo que hacerlo.
Liz suspiró y miró el
vestíbulo con lo que podría haber sido una expresión
nostálgica.
-Sí, lo sé.
-Estamos protegiendo
nuestra forma de vida, Liz. Tenemos que demostrarle a la Marina que
no puede mangonear a la gente de esa forma.
Liz le dedicó una
sonrisa llena de cariño y después le acarició con un dedo la línea
de la mejilla.
-No me había dado
cuenta de que me había casado con alguien con tantos
principios.
-Perdona.
-No te disculpes.
Creo que es admirable.
-¿Entonces crees que
deberíamos llevarnos a los niños? -preguntó Mark; de repente ya no
estaba tan seguro-. Es decir, es nuestro punto de vista y los
estamos obligando a formar parte de ello. No dejo de pensar en los
niños que son vegetarianos o religiosos solo porque lo son sus
padres. Es algo que siempre he odiado.
-Esto es diferente,
cariño. Ir a una manifestación de protesta no es un voto para toda
la vida para ellos. Además, les va a encantar, lo sabes.
-Sí. -Intentó no
sonreír y fracasó de una forma miserable-. Lo sé.
La camioneta Ables
estaba aparcada junto al pequeño todoterreno Toyota de Liz, en el
trozo de caliza compacta donde se alzaba antes su casa temporal.
Aunque ya hacía mucho tiempo que había desaparecido el edificio,
Mark todavía no se había puesto a programar los robots para que
quitaran la piedra.
Los niños ya estaban
en el asiento de atrás, discutiendo. Panda ladraba muy contenta
mientras intentaba trepar con ellos.
-Cinturones -dijo Liz
al subirse delante.
Mark llevó con
firmeza a la perra a la parte de atrás y la metió en la cabina
cubierta antes de subir al lado del conductor.
-¿Listos?
-Sí -cantaron a coro
los niños.
-Pues vamos.
Condujeron por el
valle de Ulon hasta que entraron en Páramo Alto y después giraron
por la autopista que llevaba al norte, en dirección contraria a
Randtown. Después de unas cuantas millas los valles empezaban a
estrecharse y la autopista de cuatro carriles comenzaba a subir la
ladera de las montañas para salvar una amplia cordillera tallada en
la roca. A treinta kilómetros del pueblo pasaron por el primer
túnel. No había ningún tipo de tráfico en sentido contrario. Cuando
la carretera dejó de hacer curvas, Mark empezó a ver de vez en
cuando algún vehículo que iba por delante de ellos.
Estaban a principios
de verano así que la multitud de arroyos que bajaban por las
laderas de las montañas no se habían secado todavía, aunque la
corriente era visiblemente más reducida tras el diluvio de
primavera. Las Dau’sings se elevaban hacia las alturas a ambos
lados de la carretera y la autopista iba serpenteando hacia el
norte. Con frecuencia había un precipicio de varios cientos de
metros al borde de la carretera, con solo un grueso muro de piedra
como protección. En las laderas inferiores, la hierba rayo estaba
abandonando su habitual tono amarillo y áspero para tomar un color
miel más suntuoso a medida que se acercaba la estación de emisión
de esporas, que duraba una semana.
A cuarenta y cinco
kilómetros del pueblo pasaron junto a uno de los monstruosos
constructores de carreteras JCB abandonados que Simon Rand había
utilizado para tallar su autopista por las montañas. Estaba en un
amplio trozo de suelo roturado que uno de sus parientes había
abierto en el costado de la ladera, junto a la carretera. Décadas
de feroces inviernos en el sur del continente habían reducido las
partes metálicas a trozos oxidados con aspecto fundido, mientras
que la carrocería de compuesto estaba blanquecina y agrietada. Las
enormes y sólidas rodadas de metal se habían hundido en las ruedas
y habían permitido que el vientre se apoyara en el suelo, donde se
había doblado y torcido. Los cazadores de recuerdos habían cogido
la mayor parte de los componentes más pequeños y habían roto el
cristal de la cabina con pinta de ojo de insecto que había en la
parte frontal.
Los dos niños se
alborotaron al ver la máquina y Mark tuvo que prometerles que
volverían algún día a echarle un buen vistazo.
Unos ocho kilómetros
después del constructor de carreteras, junto al arcén del monte
Zuelea, la carretera estaba bloqueada por vehículos parados. Napo
Langsal agitó los brazos para que se detuvieran. Era el dueño de
uno de los barcos de buceo de Randtown y Mark nunca lo había visto
fuera del pueblo o de su barco. Ni siquiera estaba muy seguro de
que Napo tuviera coche.
-Eh, chicos -dijo
Napo-. Colleen está a punto de volver al pueblo así que si
pudierais meter esto donde tenía aparcado el camión, os lo
agradeceríamos.
-No hay problema
-dijo Mark-. Nos hemos traído la comida, pero los críos tendrán que
irse a casa por la noche.
-Creo que hay unos
cuantos vehículos que van a venir a eso de las siete, se van a
encargar del turno de noche.
-Está bien. -Mark
adelantó la camioneta y condujo por la estrecha brecha zigzagueante
que quedaba entre los vehículos aparcados en ángulo que cruzaban
los carriles, la mayor parte camionetas o todoterrenos, el tipo de
vehículos conducidos por los habitantes de Randtown. La gente que
caminaba por la carretera vio a los Vernon y los saludó con la mano
o levantó los pulgares. Se había quitado una sección de la mediana
y Mark giró por el carril del sur. El gran camión de Colleen se
veía con facilidad, los lados estaban pintados con el brillante
logotipo rosa y esmeralda de su empresa de hojas de precipitación,
que resplandecían con fuerza al sol, con un brillo fluorescente.
Desde su llegada al planeta, Mark había tenido varias discusiones
con ella sobre el equipo semiorgánico que les había suministrado,
pero en ese momento los dos se dedicaron una alegre sonrisa al
cruzarse.
-El espíritu de la
comunidad está en plena forma hoy -murmuró Liz con picardía para
que los niños no la oyeran, y el matrimonio se sonrió.
Mark aparcó en el
hueco que había dejado Colleen. Caminaron hasta la cabecera del
bloqueo, donde los grandes camiones municipales, buldóceres,
tractores, quitanieves, basureros y autobuses de dos pisos estaban
aparcados en fila, apretados como un mosaico. El propio Simon Rand
se acercó a recibirlos, una figura alta con una toga parecida a las
de Gandhi de color albaricoque y hecha de tela semiorgánica que se
mecía alrededor de sus miembros cuando se movía, cubriéndole
siempre la piel y manteniéndolo caliente bajo el fresco aire de la
montaña. Su edad aparente se acercaba a los sesenta años, un
envejecimiento que le había producido largas y distinguidas arrugas
en el rostro del color del ébano. Encajaba a la perfección en el
papel de gurú de la naturaleza, carismático y pasivamente
obstinado, rasgos que tranquilizaban de una forma universal a
cualquiera que estuviera comprometido con sus ideales.
Un tropel de personas
le seguía los pasos. Un séquito que podría pasar por el personal de
cualquier político importante, salvo que estos eran más bien
acólitos. Algunos estaban alerta y centrados mientras que otros se
movían en su propio ensueño. Más de la mitad eran mujeres y todas
ellas eran atractivas, ya estuvieran rejuvenecidas o en su primera
vida. El compromiso de Simon con sus ideales atraía a muchas
admiradoras entre las personas que habían ido a vivir la vida de
Randtown y, como no dejaba de decir, él también era humano.
-Mark, has venido,
qué amable por tu parte -dijo Simon con tono cálido y estrechó la
mano de Mark con un fuerte apretón.
No cabe duda de que
es el apretón de un político, pensó Mark.
-Y Liz también. Sois
muy amables. Sé lo difícil que es para la gente que se gana la vida
trabajando contribuir a una causa con su tiempo, sobre todo
aquellos que se acaban de unir a nosotros y tienen hipotecas que
pagar. Si de algo vale, os agradezco mucho que estéis hoy
aquí.
-Podemos prescindir
de unas cuantas tardes -dijo Liz con malicia. Era una de las pocas
inmunes al encanto personal de aquel hombre, aunque hasta ella
admiraba su resolución.
-Esperemos que esta
situación no requiera más que eso -dijo Simon-. Ya he oído, de
forma extraoficial, por supuesto, que están dispuestos a considerar
la negociación de una fuente de energía alternativa a ese horrendo
plutonio que se han traído con ellos.
-Suena bien -dijo
Mark-. ¿Dónde nos quieres?
-Hay una gran
extensión de tierra de nadie entre ellos y nosotros, muchas
familias se han reunido allí. Los niños podrán jugar con sus
amigos.
-¿Puedo llevar a
Panda? -preguntó Barry.
-¿A tu perro? -Simon
les guiñó un ojo a los dos niños Vernon-. Pues claro que puedes,
todo el mundo es bienvenido a la protesta. Estoy seguro de que
Panda se lo va a pasar muy bien. Intenta no dejarle que muerda a
muchos policías. Solo están haciendo su trabajo y la riña no es con
ellos.
-Panda es una perra,
chica, ¿sabe? -dijo Sandy con tono indignado mientras acariciaba a
Panda.
-Me disculpo. Es una
perra, chica, preciosa.
-Gracias. Panda dice
que usted también es muy agradable.
-Pues vamos hasta
allí, entonces -dijo Mark mientras se subía la cremallera de la
cazadora. Estaba empezando a pensar que ojalá se hubiera traído los
guantes.
-Quedaos solo el
tiempo que podáis -dijo Simon-. Es el hecho de venir aquí lo que
importa. No medimos el compromiso por la cantidad de horas que le
dediquéis.
-Tengo entendido que
tú duermes en uno de los autobuses -dijo Liz.
-Sí. No queremos
darle a la Marina la oportunidad de romper el bloqueo, así que mis
partidarios más cercanos y yo mantenemos la vigilia por la noche.
No puedo irme, Liz, esta es mi casa, ahora y para siempre. Mis
raíces están aquí. Mi alma está en paz con lo que se ha logrado.
Así que entenderás que debo permanecer en esta carretera y evitar
la violación de la vida que tantos han elegido vivir.
-Lo entiendo.
Simon aspiró una
profunda bocanada de aire con una expresión de serenidad en la
cara.
-Había olvidado el
sabor del aire de la montaña. Su crudeza, su pureza, son
refrescantes. Aquí arriba todos podemos reafirmar el compromiso que
hemos adquirido con nosotros mismos. Esta carretera que construí es
algo más que una entidad física. Desde este punto puedes tomar
muchas decisiones con respecto a tu destino.
-Creo que nosotros
nos vamos a ir a casa al final del turno, muchas gracias -le dijo
Liz.
Y Simon inclinó la
cabeza y sonrió con elegancia, como cualquier místico golpeado por
un hecho sólido.
-Eso ha sido una
grosería -dijo Mark mientras seguían subiendo hacia la cabecera del
bloqueo. Simon y sus seguidores personales más íntimos se habían
alejado para atender algún asunto inescrutable.
-A los viejos pesados
y pomposos hay que tomarles el pelo de vez en cuando. -Liz juntó
las manos al modo budista y se puso bizca-. Los pone en contacto
con su ser interior.
El brazo de Mark le
rodeó el hombro y la abrazó con cariño.
-Dile eso a la chusma
que venga a lincharte a medianoche.
Más allá de los
grandes camiones que encabezaban el bloqueo, había un par de
cientos de metros de carretera vacía. Varios cientos de residentes
de Randtown se arremolinaban sobre el hormigón amalgamado por
enzimas. Los adultos se amontonaban en pequeños grupos para hablar,
dando patadas en el suelo para defenderse del aire gélido que
soplaba de las cumbres más altas del este, donde había nieve todo
el año. Los niños se dividieron en sus propios grupitos y
comenzaron a perseguirse en juegos varios. Unos robots zumbones
surcaban el aire sobre las cabezas de todos, eran la última moda.
Eran unos aviones pequeños con forma de platillo volante y unas
aspas en el centro que rotaban en sentido contrario a las agujas
del reloj, controladas por guantes-v. Era una imagen extraña, niños
completamente inmóviles que agitaban los dedos como si estuvieran
tocando un piano invisible; cada movimiento hacía remontar el vuelo
sobre la carretera a los aparatitos, que luego descendían sobre
cualquier parte. De vez en cuando alguno hacía una rápida pasada
hacia la línea de policías aburridos que había al otro lado de la
brecha. Una rápida llamada de atención de un padre forzaba pronto
el regreso del fugitivo.
Tras la policía, en
el carril del sur, había un largo convoy de camiones Vitan SAAB de
veintiséis ruedas. Para empezar, todos tenían motores de gasóleo,
en contravención directa de las reglas de la autopista, que solo
permitía el paso de vehículos eléctricos. Pero eso era casi
irrelevante cuando se comparaba con el contenido. Todos
transportaban el equipo necesario para construir una estación de
detección de agujeros de gusano para la división de Seguridad
Planetaria, que debía instalarse en las Dau’sings, justo sobre
Randtown. Ese equipo incluía tres micropilas de fisión para
alimentar los detectores.
Se había producido
una gran discusión en el peaje del extremo norte de la autopista
cuando llegó el convoy. Pero el oficial de la Marina al mando había
llamado a la Policía local, que anuló las órdenes del operario y
mandó pasar al convoy. Se informó a Simon Rand de inmediato y este
salió a detenerlos en el extremo sur, acompañado por sus
seguidores, que conducían todos los vehículos municipales grandes
que pudieron encontrar. Cuando llegaron a la cumbre del monte
Zuelea, se detuvieron, inutilizaron los vehículos y se sentaron a
esperar. El punto muerto ya duraba dos días.
Mark y Liz no
tardaron en encontrar a los Conant y a los Dunbavand, David y
Lydia, que eran los dueños del vivero en el que trabajaba Liz,
ellos también se habían llevado a sus hijos a pasar la tarde.
-¿Queda alguien en
Randtown? -se preguntó Liz.
Se pasaron un par de
horas hablando con los demás, sobre todo del efecto que tendría
aquello en la industria turística. Los autobuses que llevaban a los
grupos a los hoteles ya no seguían esperando tras el convoy de la
Marina y los turoperadores ya habían empezado a armar más de un
escándalo y a hablar de presentar demandas. Se pasaban termos de
bebidas calientes. La gente volvía a sus vehículos a recoger
prendas de ropa más calientes. A los niños los tenían que llevar al
baño en uno de los autobuses. La protesta entera se parecía más a
una merienda campestre gigante que a una proclama política.
Después de un par de
horas, Mark volvió a la camioneta a recoger la caja que contenía el
almuerzo. Hubo un destello naranja entre los vehículos, en el otro
carril, cuando Simon se dirigió con paso decidido a solucionar algo
y sus cortesanos le siguieron los pasos con lealtad. Mark se
acercaba al otro extremo de los vehículos aparcados, estirando el
cuello para buscar la camioneta, cuando la vio.
No le pareció una
turista, había algo en ella que le hizo dudar de que aquella chica
llegara a formar parte jamás del rebaño que enviaban las agencias
de viaje, una chispa de independencia o confianza en sí misma que
Mark ya era todo un maestro en captar. Era exactamente la clase de
chica que disfrutaba de su primera vida e iba a Randtown para
unirse a la fiesta y pasar su tiempo libre dedicándose a los
deportes de riesgo que recorrían el paisaje de la ciudad. Aunque él
no la había visto por el pueblo, trabajando de camarera ni ayudando
en ninguna tienda.
Era preciosa. Cosa
que lo ponía nervioso porque esa clase de belleza lo hacía pensar
en el tipo de esposa que tendría después de Liz. Porque los dos
sabían que aquello no duraría para siempre. Aunque en ese momento
les iba bien. Mark era realista, y Liz también. Y eso significaba
que no pasaba nada por plantearse ese tipo de cosas, ¿no?
La chica lo vio
mirándola y le dedicó una sonrisa descarada.
-Hola -dijo alargando
las palabras. Era una voz ronca, insinuante, muy apropiada para su
rostro joven y largo con su seductora nariz chata. Lucía un
saludable bronceado que hacía juego con el cabello tostado que
llevaba largo y ondulado.
-Hola -respondió
Mark. Ya tenía la voz forzada al tensar los músculos del estómago y
meter el abdomen para que fuera como solo unos años atrás-. ¿Estás
buscando a alguien?
-En realidad no, solo
estoy mirando.
-Ah, bueno, ya, la
acción está ahí arriba, en la cabecera. Tampoco es que haya mucha
acción. Aparte del partido de fútbol de los críos. ¡Ja!
-Ya. -La joven se
puso justo enfrente de él sin dejar de sonreír. Todos los demás se
habían vestido para defenderse del frío, pero ella parecía muy
cómoda con una camiseta blanca de manga corta y una falda de ante
que le llegaba justo por encima de las rodillas. Había una pequeña
eme justo sobre el dobladillo de la falda. El conjunto destacaba
los hombros amplios y un vientre producto de muchas horas de
gimnasio. Las botas vaqueras tenían unos tacones planos, pero
incluso así tenía los ojos al mismo nivel que los de Mark. Después
le tendió la mano-. Soy Mel.
-Mark. -Vernon
intentó no darle demasiada importancia al contacto físico. Aquella
joven tenía mucha más confianza en sí misma y era mucho más
sofisticada que la mayor parte de los jóvenes que disfrutaban de su
primera vida en Randtown.
-¿Así que has venido
hasta aquí solo para ver el fútbol? -le preguntó Mel.
Mark se ruborizó al
oír el tono burlón, el modo en que su mirada fija no abandonaba
nunca su rostro, la proximidad, todavía no había soltado la mano
femenina.
-Oh, Dios, no. Estoy
aquí para apoyar a Simon Rand. Y al resto de la ciudad.
-Ya veo. -La joven
quitó con suavidad la mano-. ¿Y la mayor parte de la ciudad apoya
este bloqueo?
-Sí, desde luego. Es
indignante lo que están intentando hacernos. Hay que
detenerlos.
-¿Evitar que
construyan una estación de detectores de agujeros de gusano?
-Exacto. Y vamos a
hacerlo. Nuestro ideal solo estará a salvo si actuamos
juntos.
El hermoso rostro de
la joven hizo un mohín.
-No llevo aquí mucho
tiempo pero me doy cuenta de que la vida sencilla atrae a la gente.
¿Cuál es ese ideal con exactitud, dirías tú?
-Solo eso: nos
consagramos a vivir una vida sencilla, limpia y verde.
-Pero la Marina no va
a destruir todo eso, ¿no? La estación se va a ubicar a varios
kilómetros de la ciudad, en las montañas, donde no puede afectar a
nadie. Y lo cierto es que la Federación necesita saber si los
primos abren un agujero de gusano dentro de nuestras
fronteras.
-Es el principio de
lo que están haciendo. La estación tiene sistemas de energía
nucleares, que es todo lo contrario a todo aquello en lo que
nosotros creemos. Y no nos preguntaron, se limitaron a irrumpir en
la autopista y se pusieron a construir su estación sin nuestro
permiso.
-¿Necesitaban
permiso?
-Pues claro que sí.
Toda la cordillera de las Dau’sings está incluida en el fuero de la
Fundación, y la energía nuclear está excluida de él de forma
específica.
-Eso lo entiendo,
pero la Marina necesita contar con una serie de estaciones de
detectores de agujeros de gusano en el continente del sur para
darle a toda la red una cobertura completa. Si se oponen a eso,
están adoptando una actitud antihumana.
-Si esto es ser
antihumano, adelante, dame más -dijo Mark con chulería, lo que le
reportó una sonrisa alentadora-. No lo es, por supuesto. La
decisión de ubicar la estación en las Dau’sings la tomaron una
pandilla de burócratas que pusieron un alfiler en un mapa. Les daba
igual los deseos y creencias de la gente que vive aquí, lo más
probable es que ni siquiera se molestaran en averiguar ninguna de
nuestras costumbres. Todo lo que estamos haciendo con este bloqueo
es obligarlos a tener en cuenta nuestras necesidades. Al parecer,
ya están empezando las negociaciones sobre otras fuentes de
energía.
-Eso no lo
sabía.
-Bueno, no es oficial
todavía, pero sí.
-¿Y eso no va a
costar más?
-El presupuesto de la
marina es tan grande que nadie se enterará siquiera. En cualquier
caso, se supone que están protegiendo nuestra forma de vida. Y para
eso merece la pena pagar un poco más, ¿no?
-Supongo que
sí.
-Y, bueno, ¿cuánto
tiempo llevas en la ciudad? No te he visto por aquí.
-Acabo de
llegar.
-Bueno, si quieres
quedarte por aquí y probar algunos deportes de riesgo, conozco un
par de sitios que podrían darte trabajo.
-Es muy amable por tu
parte, Mark, pero puedo pagarme los caprichos, gracias.
-Estupendo, eh, bien.
-Mark recordó de repente que se suponía que tenía que recoger el
almuerzo para su familia-. Bueno, supongo que ya nos veremos por
ahí.
La joven hizo un
mohín.
-Lo estoy
deseando.
Esa noche, los Vernon
se las arreglaron para dejar a Barry y Sandy durmiendo con los
niños de los Baxter, en Páramo Alto, para poder pasar la velada en
el pueblo. Empezaron en el bar Fénix, en la calle Litton, que
corría paralela al paseo Principal. Como todos los edificios de
Randtown era bastante nuevo, con un tejado de paneles solares y
paredes aislantes de compuesto. Pero dentro, los propietarios
habían levantado paredes de piedra para ocultar el armazón de vigas
de carbono y después habían puesto pesadas vigas de fresno para
sujetar el techo de madera, haciendo de aquella habitación un lugar
oscuro y acogedor. La barra en sí ocupaba la mayor parte de una
pared y servía unas cuantas cervezas junto con todos los vinos
producidos en los valles que había detrás de Randtown, incluyendo
unos cuantos de los viñedos de los Vernon. Un hogar dominaba el
otro extremo, lo suficientemente amplio como para requerir dos
chimeneas; el hogar de hierro podía contener enormes cantidades de
madera que se quemaban durante los meses de invierno y emitían un
calor tremendo. Pero en el verano la llenaban con una larga artesa
de cerámica llena de flores recién cortadas. Había varios sofás
dispuestos a su alrededor, sofás que reclamaron Liz y Mark junto
con Yuri y Olga Conant. Por lo general, los sofás ya estaban
ocupados a esas horas de la noche, pero el bloqueo había mermado la
multitud habitual del bar.
-No es solo aquí
-dijo Yuri mientras se acomodaba con una copa de vin noir de
Chapples, un viñedo de Páramo Alto-. La mayor parte de los cafés de
la ciudad están sufriendo, ha bajado hasta la recaudación de la
franquicia de los Kebabs de Babs.
-Acababan de empezar
a rotar los grupos de turistas cuando comenzó el bloqueo -dijo
Liz-. Un grupo entero ya se ha ido y el siguiente no ha llegado
todavía. Los hoteles tienen tres cuartas partes de las plazas
vacías.
-Y todos los que se
han quedado atrapados en el pueblo están montando el pollo -dijo
Olga-. Y no me extraña.
-Hay sitios peores
para quedarse atrapado -contraatacó Yuri.
-Simon debería haber
encontrado el modo de dejarlos pasar por el bloqueo. Sus principios
están empezando a hacer daño a la gente.
-Hay una diferencia
entre hacer daño y crear molestias -dijo Mark.
-En realidad no, en
este caso no. La mayor parte de los turistas han terminado sus
vacaciones y solo quieren volver a su casa y a su trabajo. ¿Qué te
parecería que alguien te impidiera ganarte la vida?
-Solo durará un par
de días más, como mucho.
-Sí, pero ha estado
muy mal planeado.
-No nos dieron muchas
alternativas. ¿No te preguntas por qué la Marina no nos avisó de
que iban a construir una estación aquí?
-Es un proyecto de
emergencia -dijo Olga-. Lo más probable es que ni siquiera lo
supieran hasta unos cuantos días antes de que el equipo llegara a
Elan.
-Está bien, ¿y por
qué no dijo nada el presidente de la cámara del Parlamento de
Ryceel?
-Porque sabía cuál
sería la respuesta de Rand.
-Exacto, ha sido una
conspiración para colocarnos ese trasto antes de que nos
enteráramos de lo que estaba pasando. Querían un fait
accompli.
El mayordomo
electrónico de Mark le informó que lo estaba llamando Carys
Panther. El joven parpadeó sorprendido y le dijo al programa que
aceptara la llamada.
-¿Estás entrando en
el programa de Alessandra Baron? -preguntó Carys.
-Yo también me alegro
de hablar contigo -respondió Mark-. Debe de hacer ya seis
meses.
-No seas gilipollas y
entra ahora mismo. Te llamaré cuando termine. -Carys puso fin a la
llamada.
-¿Qué? -preguntó
Liz.
-No estoy seguro.
-Mark se dio la vuelta-. China -le dijo al barman-. ¿Puedes entrar
en el programa de Alessandra Baron, por favor?
Por lo general,
rehuía entrar en el altanero programa de Alessandra, que siempre
criticaba y nunca hacía nada constructivo. Tenía la sensación de
que lo estaban sermoneando unos esnobs que se especializaban en la
sátira.
El anciano hombrecito
que había detrás de la barra accedió a poner el programa en el gran
portal.
-Joder -susurró Mark.
Era su propia cara la que dominaba la imagen, magnificada hasta
alcanzar los nueve metros de altura-. Nos consagramos a vivir una
vida sencilla, limpia y verde -decía en ese momento.
-Así que era
periodista -le dijo a su mujer-. No lo sabía. No me lo dijo.
-¿Cuándo fue eso?
-preguntó Liz.
-Esta tarde. Se me
acercó cuando fui a recoger la comida. Creí que era del
pueblo.
La imagen volvió al
estudio donde Alessandra Baron estaba sentada en el centro de un
gran sofá, su rostro de belleza clásica lucía una expresión
divertida, como cuando los adultos responden a un niño precoz.
Mellanie Rescorai estaba sentada a su lado, con un aspecto más
sofisticado del que tenía en monte Zuelea; lucía un sencillo
vestido escarlata pegado al cuerpo y una chaqueta negra con una eme
pequeña de plata en la solapa, la habían despeinado con un estilo
bastante elaborado.
Liz le lanzó a Mark
una larga mirada de soslayo y alzó una ceja varios
milímetros.
-¿Y esa era la
periodista?
-Ajá. -Mark le hizo
un gesto con la mano para que se callara.
Yuri y Olga
intercambiaron una mirada de complicidad.
-¿Y qué dijo después?
-preguntaba Alessandra.
-A estas alturas creo
que quería decir, ¿podemos irnos a un motel a pasar el resto del
día? -se rió Mellanie-. Pero conseguí mantener esas manitas
calenturientas a distancia durante un rato diciéndole que la Marina
no tenía ninguna intención de arruinar su simplón estilo de vida.
¿Te imaginas lo que dijo a eso?
-¿Lo agradeció?
-sugirió Alessandra con malicia.
-Oh, sí. Echa un
vistazo. -La imagen regresó a Mark, en el bloqueo. Sentado en el
canapé delante de la chimenea, con una copa de vino en la mano y la
perspectiva de saber lo que iba a ver, era bastante fácil darse
cuenta de que la sonrisa que había esbozado aquella tarde para la
chica era un tanto forzada. Nerviosa, incluso. La que utilizaba un
hombre que intentaba impresionar. Que deseaba impresionar,
quizá.
-Es el principio de
lo que están haciendo -decía su imagen-. Y no nos preguntaron, se
limitaron a irrumpir en la autopista y se pusieron a construir su
estación sin nuestro permiso.
-¿Necesitaban
permiso?
-Pues claro que
sí.
El programa volvió al
estudio.
-Increíble -dijo
Alessandra mientras sacudía la cabeza con un gesto perplejo y
entristecido-. ¿Pero hasta qué punto están atrasados en
Randtown?
-¡Lo han editado!
-protestó Mark dirigiéndose al bar en general-. Yo... No era a eso
a lo que me refería. También dije otras cosas. Le hablé de las
micropilas nucleares. ¿Por qué no han puesto eso? Lo está
convirtiendo en... Por Dios, estoy ridículo. -Sintió que Liz le
cogía la mano y se la apretaba con gesto tranquilizador y le lanzó
a su mujer una mirada desesperada.
-No pasa nada -le
susurró Liz.
-Todo lo atrasado que
se puede estar después de tres generaciones de matrimonios entre
primos -le confió Mellanie a Alessandra. El bar Fénix se había
quedado en absoluto silencio. -Así que, en su opinión, nosotros, la
Federación, no solo no tenemos derecho a poner un equipo de defensa
vital en una montaña deshabitada -dijo Mellanie-. Pero espera a ver
lo que dijo después.
-Oh, Dios -dijo Mark.
Quería que acabara el programa. Ya. En realidad que se acabara el
mundo.
-Pero si se oponen a
eso, están adoptando una actitud antihumana -le preguntaba Mellanie
esa misma tarde, en el bloqueo.
La cara gigante de
Mark esbozó una absurda sonrisa.
-Si esto es ser
antihumano, adelante, dame más.
De vuelta en el
estudio, Mellanie se encogió de hombros, qué-se-le-va-a-hacer, y
miró a Alessandra.
-¡Zorra! -chilló
Mark, furioso. Se levantó de un salto y la copa de vino cayó al
suelo de losas de piedra-. Será cabrona. No fue eso lo que
pasó.
En el bar, todos
habían dejado de beber y hablar para mirarlo a él. El programa de
Alessandra Baron se desvaneció del portal y lo sustituyó la
invitación de Nuevo Oxford al torneo abierto de golf.
-Ya está bien de
tanta puta sabelotodo -gruñó China, varias florituras CO tatuadas
en su calva resplandecían con un tono escarlata-. Vuelve a sentarte
ahí, Mark. Todos hemos visto que fue un montaje. Te voy a llevar
otra copa, invita la casa.
Liz lo cogió por la
muñeca y tiró de él para que se sentara.
-Eso no puede ser
legal -dijo-. ¿Verdad?
La ira estaba dando
paso a la conmoción.
-Depende de lo que
puedas demostrar -dijo Yuri muy en serio-. Si ponen tu recuerdo del
incidente delante de un tribunal, puedes demostrar que produjeron
una edición perjudicial. -Se le fue apagando la voz bajo la mirada
áspera de Olga.
-No te preocupes por
eso -dijo Liz con tono tranquilizador-. Aquí todo el mundo te
conoce, seguro que ven que la entrevista es falsa. Es la respuesta
de la Marina al bloqueo. Están presionando a Simon para que deje
pasar el convoy. La ley de Newton de la política.
Mark se rodeó la
cabeza con las manos. Su mayordomo electrónico le decía que Carys
Panther volvía a llamarlo. Al igual que Simon Rand. Estaba
recibiendo mensajes de la unisfera a un ritmo de varios miles por
segundo, dirigidos a su código público. Daba la sensación de que
todos los que habían entrado en el programa de Alessandra y
Mellanie querían decirle lo que pensaban de él. Y la amabilidad no
era la tónica general.
El calor parecía
estar aumentando con cada paso, junto con la humedad. A Ozzie le
sorprendió. A esas alturas ya había recorrido suficientes senderos
silfen por varios mundos como para reconocer el momento en el que
cruzaba el umbral. Las señales eran sutiles y muy graduales. Pero
esa vez no.
Habían estado
atravesando un bosque de hoja caduca del segundo mundo tras el
planeta fantasma, estaban en pleno verano y las flores silvestres
proporcionaban una suave alfombra de colores pastel que cubría el
suelo del bosque. Las palmeras y los helechos gigantes empezaron a
entremezclarse con los pastosos troncos. También había un aroma
cada vez más fuerte, un aroma que a Ozzie le llevó algún tiempo
localizar. El mar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez
que había visto el mar. Ningún sendero silfen se había acercado
jamás a él.
Y también empezaba a
haber mucha más luz, una luz fuerte teñida de un toque de índigo.
Buscó sus gafas de sol en el bolsillo de arriba.
-Estamos en otra
parte, ¿verdad Ozzie? -preguntó Orión con ilusión. Miraba a su
alrededor con una expresión hechizada, contemplaba las gruesas
frondas que coronaban todos los árboles. Hasta la maleza se había
hecho más densa, la hierba crecía más y se había vuelto de un verde
más oscuro. Las enredaderas se alzaban para envolver a los árboles
y echaban hojas blancas y amarillo limón.
-Eso parece -le dijo
al chico con tono tranquilizador.
Cuando se giró para
mirar a Orión, vio que el sendero dibujaba una brusca curva tras
ellos. Llevaban horas caminando en una línea más o menos recta.
Orión no lo había notado, sostenía el colgante de la amistad y lo
estudiaba con gran atención. Después del mundo fantasma, le había
pedido a Ozzie que se lo devolviera. La experiencia había hecho
cambiar otra vez la opinión que tenía el muchacho de los silfen.
Jamás volverían a ser ídolos incuestionables, pero el chico estaba
empezando a aceptarlos como auténticos alienígenas. Ozzie supuso
que era una señal de madurez.
-¿Hay alguno cerca?
-le preguntó.
-No sé -dijo Orión,
inquieto-. Jamás lo había visto así. Se ha puesto verde. -Y lo
levantó para enseñárselo a Ozzie. La pequeña y exótica gema
resplandecía con un color esmeralda brillante, colgada del extremo
de la cadena-. ¿Crees que significa que aquí hay alguna otra
cosa?
-No tengo ni idea de
lo que significa -dijo Ozzie sin mentir.
Las palmeras
comenzaban a reducirse y la densa hierba les llegaba ya a las
rodillas. Tochee tenía que producir grandes ondulaciones en sus
cadenas locomotoras para poder empujar su gran cuerpo por las
briznas que se aferraban a él. Ozzie ralentizó el paso, confundido,
ya no había ningún sendero, solo la hierba que habían dejado
aplastada a su paso. Sin las frondas flexibles sobre su cabeza,
podía sentir el calor de la estrella sobre la piel desnuda. Bajo
las botas, el suelo comenzaba a inclinarse hacia abajo. Por delante
de ellos había un montón de ondulaciones a medida que la pendiente
se hundía, pero a lo lejos, a varios kilómetros, se veía el
destello azul inconfundible del mar.
«¿Y ahora a dónde?»
lo interrogaron los dibujos del ojo de Tochee.
Ozzie miró a su amigo
alienígena y se encogió de hombros. Un gesto que Tochee ya conocía
demasiado bien.
-Nosotros no hemos
atravesado eso -dijo Orión de repente. Volvía a mirar el camino por
el que habían venido. Tras ellos estaba la cima redondeada de una
modesta montaña, con la cumbre más o menos cubierta de una selva de
palmeras y grandes helechos con unos cuantos árboles grises y
alargados que podrían salir si se cruzaran pinos con eucaliptos. El
trozo entero no podía tener más de kilómetro y medio de
anchura.
Ozzie estaba
intentando pensar en algo cuando salió un pitido electrónico del
fondo de su mochila. Ese sonido, una parte tan integral de la
sociedad de la Federación, supuso una fuerte impresión en aquel
lugar. Orión y él se quedaron mirándose, sorprendidos.
-Conecta con la
matriz de mi muñeca -le dijo Ozzie a su mayordomo
electrónico.
Habían empezado a
aparecer iconos funcionales en su visión virtual que no había visto
desde el día que había salido cabalgando de Lyddington, sus
implantes recuperaron toda su capacidad. Se quitó la mochila con un
solo movimiento, como si se le hubiera incendiado. Su mayordomo
electrónico le confirmó que los implantes estaban recibiendo señal
de la matriz de muñeca. Tiró todo el contenido de la mochila al
suelo sin preocuparse por el desorden. Un LED rojo diminuto
brillaba con fuerza en el costado de su bruñida matriz de muñeca.
Se la colocó en la mano y el malmetal se contrajo y se ciñó a la
piel. El tatuaje CO del antebrazo hizo contacto con el punto-i de
la unidad. Tirada entre el montón de ropa y paquetes que había
sacado de la mochila había una matriz de mano. La cogió y la
conectó. Sus iconos aparecieron de inmediato en su visión virtual.
«Hijo de puta», murmuró. Su mayordomo electrónico empezó a hacer
una copia de seguridad de los archivos de ambas matrices. Le dejó
hacerlo mientras sus manos virtuales ordenaban los iconos de la
matriz de mano. La pantalla se desplegó por completo, medía medio
metro de ancho.
-Por favor -rezó y
unos dedos translúcidos de color ámbar fueron recogiendo símbolos
de los archivos lingüísticos que tan laboriosamente había ido
reuniendo durante los últimos meses.
En la pantalla, los
puntiagudos y floreados dibujos que utilizaba Tochee aparecieron
con el color morado más profundo que podía mostrar la resolución de
la pantalla.
Tochee se quedó muy
quieto.
«Hola», proyectó el
segmento delantero de su ojo.
-Nuestros sistemas
electrónicos funcionan otra vez -dijo Ozzie en voz alta. La matriz
de mano lo tradujo en una serie de patrones que destellaron.
-Entiendo.
-¿Esos son los
dibujos que usa Tochee para hablar? -preguntó un fascinado Orión al
asomarse a la pantalla.
La matriz tradujo y
Tochee produjo una respuesta.
-Eso es correcto,
pequeño humano -dijo la matriz-. Se encuentran en un espectro
visual incorrecto. Pero puedo leerlas.
Orión lanzó un grito
de júbilo exultante, dio un salto victorioso inmenso y apuñaló el
aire.
-Soy yo, soy yo,
Tochee. ¡Estoy hablando contigo! -Le lanzó a Ozzie una sonrisa
radiante y los dos entrechocaron las manos.
-Soy consciente de la
comunicación -tradujo la matriz por Tochee-. He deseado este
momento durante mucho tiempo. Mis primeras palabras verdaderas son
para agradeceros al humano grande y al humano pequeño la compañía
que me habéis proporcionado. Sin vosotros permanecería en la casa
fría. Y no me gustaría.
Ozzie hizo una
pequeña reverencia.
-Ha sido un placer,
Tochee. Pero este camino no era de una sola dirección. Nos habría
costado mucho dejar la Ciudadela de Hielo sin ti.
Orión se acercó
corriendo a Tochee, que extendió un tentáculo manipulador que el
chico apretó encantado.
-Esto es genial, es
maravilloso, Tochee. Hay tantas cosas que quiero contarte. Y
preguntarte, también.
-Eres muy amable,
pequeño humano. Los humanos grandes dos, tres, cinco, quince,
veintitrés y treinta también mostraron cierta consideración por mis
circunstancias, al igual que otras especies de la casa fría. Espero
que estén bien.
-¿Y cuáles son,
Ozzie?
-No lo sé, tío.
Supongo que Sara es humano grande dos y George debe de estar por
ahí. -Su mano virtual sacó las rutinas de traducción del
estancamiento y las colocó en la gran unidad procesadora de la
matriz de mano-. Tochee, tenemos que mejorar la traducción. Me
gustaría que hablaras aquí con mi máquina.
-Estoy de acuerdo.
Tengo mis propias unidades electrónicas que quiero conectar.
-Muy bien, a por
ello.
El gran alienígena
rebuscó con su manipulador y sacó una de las grandes bolsas que
llevaba. Mientras tanto, Ozzie cogió varios sensores del montón y
los fue conectando uno por uno.
-Tío, estuve a esto
de dejarlos en la Ciudadela de Hielo -gruñó.
-¿Qué tienes?
-preguntó el emocionado muchacho.
-Lo normal en un
equipo de primer contacto. Analizadores de minerales, escáneres de
resonancia, monitores de espectro electromagnético, microrradar,
magnómetros. Cosas que me dirán algo sobre este entorno.
-¿Y cómo van a
ayudarnos?
-Todavía no estoy
seguro, tío. Depende un poco de lo que encontremos. Pero este sitio
es diferente de los otros que hemos atravesado. Tiene que haber una
razón para que los silfen hayan dejado de joder la
electricidad...
-¿Crees...? -Orión se
detuvo y miró a su alrededor con cautela-. ¿Es el final del camino,
Ozzie?
Ozzie estuvo a punto
de decirle al muchacho que no fuera estúpido. Pero su propia y
creciente incertidumbre lo detuvo.
-No lo sé. Si lo es,
me habría gustado ver algo un poco más elaborado. -Señaló con un
gesto el ondulado paisaje-. Esto se parece más a un callejón sin
salida.
-Eso fue lo que me
pareció -dijo el chico con tono dócil.
Los resultados de los
sensores comenzaban a acumularse en cuadrículas en la visión
virtual de Ozzie. Este hizo caso omiso para darle un abrazo
tranquilizador al chico.
-No pasa nada,
tío.
-Vale.
Ozzie volvió a mirar
los resultados de los sensores. Observó que Tochee había conectado
varias unidades electrónicas. Sus propios escáneres le mostraron
que los sistemas del alienígena eran sensores y procesadores no muy
diferentes de los suyos. Aparte de eso, no había mucho de lo que
pudieran tirar sus unidades. Por extraño que fuera, ese planeta no
parecía tener campo magnético, aunque el nivel general de neutrinos
estaba por encima de la media. Las lecturas del campo cuántico
local eran apenas diferentes a las habituales, aunque nada que
pudiera producir la deformación necesaria para abrir un agujero de
gusano, pensó que podía ser algún residuo del efecto que anulaba la
electricidad.
-Raro, pero no lo
bastante raro -dijo en voz baja.
-Ozzie, ¿qué es eso
que hay en el cielo?
La matriz de mano
destelló la pregunta para que la viera también Tochee. El
alienígena apartó sus cacharros y siguió el brazo de Orión. Ozzie
siguió la mirada del chico y entrecerró los ojos para mirar casi
directamente la vívida luz del sol. Era como si hubiera una especie
de nube plateada a mucha altura, una curva fina que se extendía
sobre el sol. Cuando sus implantes de retina conectaron los filtros
de alta intensidad y enfocó mejor, Ozzie cambió de opinión. Daba
igual qué ampliación utilizara, la pequeña franja de plata
reluciente no cambiaba. El planeta tenía un anillo. Lo rastreó y
utilizó las memorias de ambas matrices para registrar la imagen.
Las chispas que podía ver en el interior de la nube eran en
realidad motas diminutas. Debía de haber miles de ellas. Se
preguntó por un instante cómo se diferenciaba su composición del
resto del anillo. Después llegó a donde se cruzaba delante del sol.
No se cruzaba. Y la magnitud cambió otra vez, hasta un punto
aterrador.
-La hostia puta
-articuló Ozzie.
Lo que veía era un
halo de gas que rodeaba la estrella entera. Lo que significaba que
el planeta en el que se encontraban estaba orbitando en su
interior.
-Conozco este sitio
-dijo asombrado.
-¿Qué? -balbuceó
Orión-. ¿Cómo ibas a conocerlo?
Ozzie lanzó una
carcajada nerviosa.
-Me habló de él
alguien que recorrió los senderos de los silfen. Dijo que visitó
unos artefactos llamados corales arbóreos. Flotaban en una nebulosa
de gas atmosférico. Uau, qué te parece, y yo siempre pensé que su
historia era una auténtica chorrada. Supongo que le debo una
disculpa.
-¿Quién era, Ozzie?
¿Quién ha estado aquí?
-Un tipo llamado
Bradley Johansson.
Después de un viaje
de cinco minutos, el tren de Oaktier entró en el andén 29 de la
tercera terminal de pasajeros de la estación del TEC de Seattle.
Stig McSobel salió y le pidió a su mayordomo electrónico que
encontrara el andén donde podía coger un tren circular estándar a
Los Ángeles, que era la siguiente parada en la línea
transterráquea. El mayordomo le dijo que todos los trenes
circulares salían de la terminal dos, así que Stig saltó al pequeño
vagón del monorraíl que trasladaba a los pasajeros entre unas
terminales y otras. Se deslizó con suavidad por el raíl elevado que
lo sacó sobre la inmensa área de clasificación que se había
extendido sobre el terreno que quedaba al este de Seattle. Varios
trenes de mercancías de varios kilómetros de largo tirados por
voluminosas locomotoras eléctricas Damzung T5V6B pasaban bajo él
procedentes de la salida de carga de Bayovar, el miembro de los
Quince Grandes que tenía una conexión directa con Seattle.
Mientras, los trenes expresos transfederativos pasaban disparados
sobre sus raíles magnéticos, como aviones volando a una altitud
cero. Al sur vio una larga línea de arcos de salida que emitían una
luz azul pálida que arrojaban largas sombras por el suelo de
hormigón repleto de malas hierbas. La estación del TEC de Seattle
era un cruce de más de veintisiete mundos de la fase uno además de
Bayovar, y fijaba el itinerario de todos los cargamentos y
pasajeros que fluían entre ellos. Miles de trenes traqueteaban por
aquella estación cada día, facilitando la enorme red de conexiones
comerciales que ayudaban a mantener la base industrial de Seattle y
sus investigaciones de alta tecnología.
Stig se sentó en un
extremo del vagón tubular y examinó a toda prisa a sus compañeros
de viaje, después transfirió las imágenes a archivos. La matriz de
su muñeca las comparó con los miles de archivos visuales que había
acumulado desde que había empezado a trabajar en la Federación.
Siete de las personas que estaban en el monorraíl habían estado
también en el tren de Oaktier, lo que no dejaba de ser normal. Si
uno de ellos lo estaba siguiendo, se habían hecho un perfilamiento
celular en la cara desde la última vez que habían compartido un
tren.
La terminal dos era
una enorme cúpula de metal y hormigón, la mitad de la cual era
subterránea. Su multitud de plataformas estaban organizadas de modo
radial en dos niveles, el nivel inferior para las llegadas y el
superior para las salidas. Stig pagó en metálico el billete de
clase estándar que lo llevaría por todo el círculo hasta Calcuta y
cogió una pasarela móvil hasta el andén A-17, donde uno de los
trenes circulares de veinte vagones acababa de entrar. Se quedó
esperando con aire despreocupado junto a una puerta abierta del
segundo vagón, observando a los últimos en llegar, que atravesaban
el andén corriendo. Ninguno de los presentes en el monorraíl entró
en el tren circular. Satisfecho, subió a bordo y cruzó los vagones
hasta el quinto, solo entonces se sentó.
Hoshe Finn se
encontraba en la cola de la franquicia Grano de Siempre, al final
del andén A-17, y observó que su objetivo se subía al tren
local.
-¿Lo tiene su gente?
-le preguntó a Paula, que estaba a su lado.
-Sí, gracias. El
equipo B lo está rodeando. Acaba de sentarse en el quinto
vagón.
Hoshe compró un café
para él y un té para Paula.
-¿Y sospecha de
alguien del equipo B?
-Por desgracia no
tengo ningún sospechoso de verdad -dijo la investigadora y sopló la
taza-. Lo que significa que tengo que tratar a todo el mundo como
si fuera la posible filtración.
-¿Eso me incluye a
mí?
Paula tomó un sorbo
de té y le dedicó una mirada pensativa.
-Si está trabajando
para un servicio de seguridad del Ejecutivo, o para alguna división
corporativa dedicada a operaciones clandestinas, entonces el que lo
haya infiltrado a usted tiene unos recursos y una capacidad de
previsión que va más allá de mi habilidad para
contrarrestarlo.
-Tomaré eso como un
cumplido.
-Gracias por hacer
esto, Hoshe.
-No hay de qué.
Espero que consiga lo que necesita.
-Yo también.
El policía permaneció
junto al puesto de Grano de Siempre y observó el tren que salía de
la estación. Era un asunto bastante extraño, en general, y fuera
cual fuera el resultado, sabía que no le gustaría. O bien la
presidenta estaba matando ciudadanos con impunidad o ese lunático
de Bradley Johansson siempre había tenido razón. Y no sabía muy
bien qué era peor.
El tren circular
tardó diez minutos en llegar a Los Ángeles Galáctico y la mayor
parte de ese tiempo lo pasó arrastrándose poco a poco por la
estación de Seattle mientras esperaba que hubiera un hueco entre
los trenes de mercancías de la salida circular transterráquea.
Siglos antes, cuando estaba empezando, ni siquiera el TEC podía
permitirse comprar un trozo de terreno en Los Ángeles del tamaño
que necesitaba para albergar una estación planetaria. Así que se
trasladó al sur de San Clemente y le arrendó parte de Camp
Pendelton al Gobierno de los EE. UU., un acuerdo que le proporcionó
al Pentágono acceso directo a los agujeros de gusano y le dio la
posibilidad de desplegar tropas en cualquier lugar del planeta (o
fuera de él). Las estipulaciones militares habían ido decayendo
poco a poco a medida que la población de la Tierra se iba para
encontrar sus propios tipos de libertad y nacionalismo entre las
estrellas, dejando tras ellos cada vez menos señores de la guerra y
fanáticos, hasta que por fin surgieron las Naciones Federales
Unidas. Mientras los viejos ejércitos morían, el TEC había
continuado su inexorable expansión. Más de la mitad de los planetas
congruentes con la vida humana de la fase uno se habían descubierto
y explorado desde Los Ángeles Galáctico y cuando el TEC al fin
había trasladado su división exploratoria a los Quince Grandes, la
división comercial se puso de inmediato a utilizar su capacidad
productiva. Los Ángeles Galáctico rivalizaba con las estaciones de
cualquiera de los Quince Grandes en tamaño y complejidad.
Stig se bajó del tren
circular en el andén tres de la terminal Carralvo, un edificio
modernista gigante con múltiples segmentos de hormigón blanco
blanqueado todavía más por el sol implacable de California. A pesar
del inmenso tamaño de la estructura, vibraba y zumbaba por el paso
de los trenes que entraban y salían de ella por elegantes viaductos
curvos que en ocasiones se apilaban en alturas de tres pisos
gracias a elaborados contrafuertes llenos de recodos. Stig podría
haber encontrado el camino por Carralvo en la más absoluta
oscuridad, y no solo en las zonas públicas; los pasillos de
servicio, las oficinas de dirección y las instalaciones de los
empleados, todo estaba cargado en los archivos de sus implantes.
Tampoco es que necesitara la referencia. Las otras siete terminales
de pasajeros le resultaban igual de conocidas.
Se había pasado años
trabajando allí. Si se podía decir que los Guardianes tenían una
base regular de operaciones en la Federación, era Los Ángeles
Galáctico. Para ellos era el lugar perfecto, y esencial. Todos los
días, cientos de miles de toneladas de productos industriales y de
consumo pasaban por sus salidas: las importaciones de alimentos se
acercaban al millón de toneladas, mientras que las materias primas
representaban un mercado incluso más grande. Miles de compañías de
importación-exportación, desde los gigantes intersolares a
virtuales que no eran más que un espacio codificado en una matriz y
una cuenta numerada en un banco, tenían sus oficinas, almacenes y
terminales de transporte en el complejo de aquella estación, con el
tamaño de una ciudad. Todas y cada una se conectaban con la
gigantesca red de raíles e instalaciones de carga del TEC, tanto de
forma física como electrónica. Cada una con múltiples cuentas en la
red financiera. Cada una con enlaces con la Junta Directiva de
Bienes Regulados. Cada una con oficinas, desde rascacielos enteros
a simples despachos alquilados. Crecían, se encogían, se
arruinaban, salían a bolsa y se convertían en intersolares;
trasladaban su cuartel general de un barrio a otro, cambiaban de
personal, se fusionaban, se peleaban amargamente por los contratos.
Era el capitalismo elevado a la máxima potencia en el entorno de
una olla a presión implacable con cualquier debilidad.
A lo largo de las
décadas, Adam Elvin había formado y cerrado docenas de compañías en
Los Ángeles Galáctico. No era el único. El número de compañías que
iban y venían en un solo mes se podía contar con frecuencia por
centenares. Las suyas estaban ocultas entre el flujo, sin
diferenciarse de los demás arribistas que se ponían a cubrir
mercados de los que sabían algo o en los que creían. Adam creaba
identidades para sí mismo junto con todos los datos consiguientes,
y utilizaba el nombre para registrar una compañía que no se
utilizaría durante años. Y cuando la establecía, era un negocio
legítimo que competía con todos los demás.
Era un proceso que
había servido bien a los Guardianes. Todas las operaciones de
traslado de armamento y equipo a Tierra Lejana implicaban una
tapadera en Los Ángeles Galáctico. Eso le permitía rastrear el
género sin tener que hacer mucho más. Y en algún momento dado,
todos los artículos pasaban por allí para comprobarlos, cambiarlos
o disfrazarlos. Para Paula Myo y la Junta Directiva de Crímenes
Graves, aquello no era más que otro almacén alquilado de la
cadena.
Pero en esa ocasión,
con Johansson embarcado en el proyecto de venganza de su planeta y
la Marina convirtiéndose en una entidad peligrosamente eficaz en su
persecución de los Guardianes, la magnitud de la operación era más
grande que nunca y su centro más amplio. Después de Costa de
Venecia, la paranoia de Adam estaba llegando a nuevas
alturas.
Max Transit de Lemule
había alquilado un piso entero de la torre Henley, un edificio de
treinta y cinco pisos de cristal, carbono y hormigón, diseñado sin
demasiada imaginación, que se encontraba en el lado de San Diego de
Los Ángeles Galáctico, en medio del bosque de unas torres de
oficinas parecidas que componían uno de los parques comerciales y
administrativos de la estación. Veinte Guardianes trabajaban en sus
oficinas. Cuatro de ellos se ocupaban de los envíos de productos
ilícitos a Tierra Lejana, mientras que el resto se dedicaban a la
seguridad.
En cuanto Stig compró
el billete del tren circular, envió un mensaje a una dirección de
la unisfera de un solo uso. Kieran McSobel, que estaba de guardia
en la oficina de Lemule, lo recibió y, como requería el
procedimiento, lanzó una batería de programas vigía a la
ciberesfera planetaria. Los programas se instalaron en los nodos
que se ocupaban del tren circular que estaba usando Stig y
comenzaron a analizar los datos que fluían por esos nodos.
Los resultados
aparecieron en la visión virtual de Kieran.
-Maldita sea, Marisa,
tenemos tráfico codificado interno en el tren de Stig. Cinco
fuentes, una en su vagón.
Al otro lado de la
oficina sin tabiques, Marisa McFoster entró en la información
vigía.
-Eso no tiene buena
pinta. Es una formación estándar; lo están rodeando. La Marina lo
tiene, está quemado. ¡Mierda! -La joven llamó a Adam.
-Necesitamos los
programas que lleva -dijo Adam-. ¿Podemos hacer una recuperación
muerta?
-Los robots están en
su sitio -dijo Marisa. Ejecutó un programa diagnóstico sobre las
maquinitas y los puso en modo operativo-. Tenemos tiempo. Gareth
está cubriendo Carralvo. Puede pasar por allí.
-Hazlo.
-¿Y qué hay de
Stig?
Adam mantuvo la cara
serena, no quería demostrarles a los jóvenes lo preocupado que
estaba. ¿Cómo coño lo había encontrado la Marina?
-No podemos romper el
cerco, eso alertaría a la Marina y traicionaría nuestra capacidad.
Tendrá que hacerlo él solo. Envíale una orden, que abandone y huya
cuando hayamos confirmado la recuperación. Y activa el piso franco
de Venecia. Tendrá que someterse a un perfilamiento si consigue
llegar allí.
-Sí, señor -dijo
Marisa.
-No te preocupes. Es
muy bueno, lo conseguirá.
Stig bajó por la
larga rampa curva que había al final del andén. Era una de las diez
que conectaban los andenes con la explanada central, donde la
afluencia de gente había alcanzado la densidad de una multitud en
un estadio de béisbol precipitándose a sus asientos. En las
alturas, la cúpula de hormigón del techo estaba sostenida por
columnas gigantes que parecían patas de arañas, sus bruscas curvas
daban la sensación de que estaban a punto de bajar toda aquella
masa en cualquier momento. Stig tenía una teoría para explicar por
qué la gente tenía siempre tanta prisa, le parecía que, de forma
inconsciente, estaban intentando salir antes de que aquello se
derrumbase.
Fue descontando las
salidas de emergencia mientras se movía por la rampa. Cuando llegó
a la explanada, le llevaría otros tres minutos y medio llegar a la
fila de taxis. Desde allí hasta la oficina tardaría otros diez
minutos como mínimo, dependiendo del tráfico que hubiera en las
autopistas internas del complejo de la estación.
Delante de él, Gareth
entró en la rampa y empezó a acercarse. Vestía una elegante
americana gris sobre una camisa amarilla.
Fue el estricto
entrenamiento lo que consiguió que Stig no volviera la cabeza
cuando se cruzaron los dos. Pero no fue nada fácil. Gris sobre
amarillo. Una orden de recuperación muerta. Solo podía haber una
razón para eso, lo estaban observando.
Eran buenos, tenía
que admitirlo. Llevaba todo el viaje de vuelta desde Oaktier
comprobándolo y no había visto a nadie. Claro que podía ser una
vigilancia virtual: un equipo con una IR pirateándolo a través de
las cámaras y los sensores públicos. Más difícil incluso de
quitárselos de encima.
Mientras salía de la
rampa, el plano de la explanada se cernió sobre su cabeza. Giró a
la izquierda, rumbo a los andenes pares y luego cogió una de las
escaleras mecánicas triples que llevaban al centro comercial del
nivel inferior. No dejó de mirar en ningún momento. Cada vez le
resultaba más difícil. Fue consciente de que levantaba la cabeza
cuando llegó al nivel medio y cogió las siguientes escaleras. Señal
segura de alguien que busca un cerco. ¿Lo traicionaría ese gesto?
Pero si lo habían estado siguiendo, lo habrían visto seguir todas
las rutinas de comprobación. Si no miraba quizá fuera peor. Se
conformó con una mirada breve, despreocupada, hacia arriba y guardó
la imagen en un archivo de los implantes.
Mientras la escalera
se iba deslizando con suavidad hacia abajo, él estudió la imagen
fantasmal en su visión virtual. Allí arriba había una persona, el
típico surfero de la costa oeste, de pie cerca de la barandilla,
también se había bajado del tren circular de Seattle. Pero no se
había subido al mismo vagón que él. Stig aumentó la imagen y
estudió al hombre. Mata de cabello rubio y denso sujeto en una cola
de caballo, nariz afilada, mandíbula cuadrada, una camisa informal
de color azul y vaqueros. No lo sabía muy bien. Pero ya había
metido la imagen en la función de recuerdo instantáneo.
La escalera mecánica
lo llevó al vestíbulo de mármol y neón y se acercó a los aseos
públicos. La mayor parte de los cubículos estaban vacíos. Un par de
tíos estaban usando los urinarios. Un padre y un hijo pequeño en
los lavabos.
Stig entró en el
segundo cubículo vacío, cerró la puerta con el pestillo y se bajó
los pantalones. Si el cerco había cubierto el aseo antes de que
llegara él, todavía no había nada que pudiera levantar sus
sospechas. Con la matriz de mano transfirió el programa que había
recogido de manos de Kareem a un cristal de memoria y sacó el
pequeño disco negro de la unidad. Lo metió en una caja de plástico
de aspecto normal, la envolvió en papel higiénico y la echó en la
taza. Al tirar de la cadena la caja desapareció sin dificultad y él
salió del cubículo para lavarse las manos.
Cuando regresó al
centro comercial, el hombre rubio de la camisa azul estaba mirando
escaparates a veinte metros de distancia.
Stig entró en la
tienda de deportes más cercana, se compró un par nuevo de
zapatillas y pagó en metálico. El cerco tendría que comprobar eso.
Después fue a unos grandes almacenes a por un par de gafas de sol.
Regresó a la explanada central y se paró en uno de los pequeños
puestos que vendían camisetas para turistas, allí eligió un
sombrero para el sol bastante decente. Después fue a la izquierda,
a las consignas, y puso su tatuaje de crédito en la consigna que
había cogido tres días antes. Esta se abrió y Stig sacó la bolsa
negra que contenía el equipo de emergencia.
Sin mirar atrás ni
hacer más comprobaciones, se dirigió directamente a la fila de
taxis. Cuando la puerta giratoria lo dejó bajo el cálido sol de
California, Stig sonrió. A pesar de lo grave que era estar quemado,
iba a disfrutar de las horas siguientes.
Los almacenes no
molestaban a Adam tanto como los distritos de torres de oficinas
que se acurrucaban en el lado sur de Los Ángeles Galáctico. Odiaba
la multitud de compañías de transportes y portes que sobrevivían
disfrutando de un vínculo parasitario con la red ferroviaria del
TEC. Eran las auténticas entidades capitalistas que no producían
nada, que le cobraban a la gente por suministrarle productos y
hacían aumentar el coste de la vida en cientos de mundos, viviendo
de aquellos que trabajaban en la producción. Tenía que admitir que
los que trabajaban en producción en aquellos tiempos tampoco eran
las viejas clases trabajadoras de siempre, según la auténtica
definición marxista. Todos eran ingenieros que se dedicaban a
solucionar problemas cibernéticos. Pero a pesar de todos los
cambios y las innegables mejoras que la automatización y el
consumismo le habían proporcionado al estándar de vida del
proletariado, no había cambiado la estructura de poder financiero
que gobernaba la raza humana. Una minoría diminuta controlaba la
riqueza de cientos de mundos, evitando, comprando o corrompiendo a
los Gobiernos para mantener su dominio. Y allí estaba él, viviendo
entre ellos, un entusiasta consumidor de sus productos, amedrentado
por su tamaño, el propósito de su vida casi perdido a medida que se
iba vendiendo cada vez más a la causa de Johansson. Una causa que
estaba empezando a preocuparle mucho. No era algo que le hubiera
dicho a nadie (después de todo, ¿a quién se lo iba a contar?) pero
estaba enfrentándose a la desalentadora y aterradora perspectiva de
que Bradley Johansson pudiera tener razón respecto al aviador
estelar. Todo aquel asunto de los primos era demasiado extraño, se
estaban acumulando demasiadas coincidencias: la misión del Segunda
Oportunidad, la desaparición de la barrera, la Puerta del Infierno,
el ataque en Costa de Venecia. Adam estaba seguro de que iba a
haber una guerra y no sabía en qué lado iba a estar el Gobierno de
la Federación.
Así que se dedicó a
reunir el equipo de Johansson con meticulosidad y sin su habitual
cinismo. Hacía ya tiempo que evitaba al partido y no apoyaba a
ningún capítulo de ningún planeta. Eran los Guardianes los que
recibían toda su atención. Jóvenes locos, entusiastas y devotos de
Tierra Lejana que partían con alegría a llevar a cabo su cruzada y
no tenían ni idea de cómo trabajaba la Confederación. Era a ellos a
quienes protegía, guiándolos como uno de esos viejos místicos que
prometía el nirvana al final del camino. Salvo que en esa ocasión,
parecía que Stig no iba a conseguirlo.
El coche de la
estación lo llevó sin prisas por las autopistas internas hasta el
distrito Arlee, ciento cincuenta kilómetros cuadrados de almacenes
situado en el lado este de Los Ángeles Galáctico. Los edificios de
conglomerado y fachadas lisas estaban dispuestos en una cuadrícula
perfecta. Algunos eran tan grandes que ocupaban una manzana entera,
mientras que algunas manzanas tenían hasta veinte unidades
diferentes. Todos tenían paredes ligeras y tejados negros con
paneles solares, las voluminosas unidades de aire acondicionado
surgían de las paredes y los bordes como cánceres mecánicos y sus
ventiladores resplandecientes brillaban con un tono naranja apagado
bajo la luz cálida del sol. No había aceras y los coches eran una
rareza en aquellas carreteras. Las furgonetas y los grandes
camiones rodaban por todas partes, sus matrices de conducción se
ocupaban del sencillo camino que llevaba desde las zonas de carga
al patio de carga del ferrocarril veinticuatro horas al día y siete
días a la semana. Pero al menos, en ese distrito se movían los
productos, no eran los tratos y los negocios lucrativos de las
oficinas. Lo que, en circunstancias normales, lo hacía más
soportable para Adam.
Entró en el
aparcamiento de carga del almacén de Max Transit de Lemule, un
edificio de tamaño medio que encerraba cuatro acres de terreno.
Bjou McSobel y Jenny McNowak estaban trabajando dentro. Lemule
tenía un gran pedido de módulos de embalaje de suministros y
materiales para una cadena de supermercados de cinco mundos de la
fase dos, y las cajas estaban apiladas por la mitad del cavernoso
interior a la espera de las órdenes de envío. Los cargadores planos
y las carretillas elevadoras se movían de un lado a otro de los
carriles que quedaban entre los altos anaqueles de metal, la
variada maquinaria agrícola, herramientas de carpintería, robots
PG, portales domésticos de hologramas y cien artículos más que
formaban el negocio legítimo de la empresa, las máquinas los
estaban embalando para el trayecto en tren que los llevaría a otros
planetas. Por sí sola, Max Transit de Lemule era una operación
viable. Cada mañana, cuando dejaba su hotel de la costa y se metía
en Los Ángeles Galáctico, Adam era consciente de la ironía que
suponía que después de tantos años dirigiendo negocios idénticos,
sabía gestionar una empresa de transportes mucho mejor que los
empresarios y oportunistas trepas que estaban desesperados por
conseguir que su compañía triunfara.
Bjou cerró la pesada
puerta corredera del otro lado de la zona de carga cuando Adam
salió del coche.
-¿Cómo nos va?
-preguntó Adam.
-Jenny ha abierto la
escotilla de acceso. El robot S I debería estar aquí en cuarenta
minutos.
-¿Seguro que ha
recuperado la caja?
-Sí, señor.
-Una buena noticia,
entonces.
Bajaron al otro
extremo del almacén, donde los Guardianes habían instalado una zona
segura. Bjou y Jenny habían estado preparando un envío de equipo a
Tierra Lejana, disfrazando los componentes entre herramientas
industriales básicas y artículos electrónicos con destino a Ciudad
Armstrong. Al otro lado de las cajas abiertas y las máquinas
desmontadas se había abierto una alcantarilla oculta en el suelo de
hormigón amalgamado por enzimas. Debajo había un pequeño pozo
circular que bajaba cinco metros hasta una de las alcantarillas que
daba servicio a Los Ángeles Galáctico. También la habían abierto y
después habían vuelto a sellar el agujero con una escotilla
empotrada. Jenny estaba sentada al borde del pozo con una expresión
nerviosa mientras seguía el progreso del robot S I por el laberinto
de alcantarillas que yacía debajo de Los Ángeles Galáctico.
-No hay problemas,
señor -dijo la joven-. Nuestros monitores no han percibido nada que
esté rastreando al robot.
-De acuerdo, Jenny,
sigue en ello.
Bjou acercó un par de
sillas y Adam se sentó con gesto agradecido. Su mayordomo
electrónico le informó de que tenía una llamada codificada de
Kieran.
-Señor, pensamos que
debería saberlo. Paula Myo acaba de llegar en un tren circular de
Seattle. La escolta el personal de seguridad del TEC. Parece que se
dirigen al centro de operaciones.
Un pequeño escalofrío
recorrió la espina dorsal de Adam. Si la investigadora se estaba
dedicando en persona a la operación de Stig, era porque sabía que
era importante.
-¿Quiere que entremos
en su red interna? -preguntó Kieran-. Quizá podamos ver lo que está
haciendo.
-No -dijo Adam de
inmediato-. No podemos garantizar que la entrada sea limpia, no en
la seguridad del TEC. No quiero que se enteren que sabemos lo que
se traen entre manos. Es la única ventaja que tiene Stig ahora
mismo.
-Sí, señor.
Adam resistió el
impulso de apoyar la cabeza en las manos. Se sentó en el duro
asiento de plástico y se quedó mirando el agujero secreto del suelo
mientras solicitaba archivos y los desplegaba por su visión
virtual. Tenía que haber un eslabón débil por algún sitio para que
Paula hubiera encontrado la forma de infiltrarse entre sus correos.
Cuando flotó delante de él el suave color ámbar de la información
se maldijo por haber cometido un error tan elemental. Stig recogía
información de alguien de Shansorel Asociados, la misma persona que
había suministrado programas reguladores para un conjunto de
moduladores de microfase que había adquirido Valtare Rigin. Habría
tenido la firma de la sociedad grabada en las subrutinas. Muy fácil
de rastrear.
-Maldita sea -gruñó-.
Me estoy haciendo viejo. Y estúpido.
-¿Va todo bien,
señor? -preguntó Bjou.
-Sí, eso creo.
Tarlo estaba
esperando en el centro de operaciones del Departamento de Seguridad
del TEC de Los Ángeles Galáctico cuando entró Paula Myo.
-Lo siento, jefa
-dijo-. Creo que me vio cuando salió del trasto.
La investigadora
asintió.
-No se
preocupe.
Tarlo miró al oficial
de seguridad del TEC que había escoltado a Paula. El departamento
entero se había volcado en cooperar con solo pronunciar el nombre
de Myo.
-Deberíamos haber
hecho una observación virtual.
-Tengo mis sospechas
sobre la capacidad de su apoyo electrónico. Desde luego no tardaron
nada en encontrar el cerco. Si son tan buenos como parecen, habrían
sido conscientes de la observación virtual en cuanto la empezamos.
-Paula se volvió hacia el oficial de seguridad-. Me gustaría
disponer de un despacho limpio que podamos utilizar como cuartel
general de campo, por favor.
-Sí, señora. -El
oficial los llevó por un pasillo hasta un despacho vacío y activó
los sistemas para darles acceso absoluto.
-Viene un equipo de
apoyo de camino, desde París, llegarán dentro de media hora -le
dijo Paula a Tarlo cuando volvieron a quedarse solos-. Podrán
respaldar al resto de su equipo.
-Debería haber sido
una operación mayor desde el comienzo.
-Lo sé. Hubo muy poco
tiempo. -A Paula le sorprendió lo fácil que era mentir. No era algo
en lo que tuviera mucha práctica. Pero el equipo de apoyo ya era
inevitable. En lo que tenía que concentrarse era en las personas
que lo sabían antes de que el objetivo hubiera empezado a poner
pies en polvorosa. Ahí era donde debía de haberse originado la
filtración.
-¿Está seguro de que
ha descubierto el cerco? -le preguntó a Tarlo, se sentía incómoda,
era consciente de que aquel hombre también había estado en la
operación de Costa de Venecia.
-Es un correo, ¿no?
-dijo Tarlo-. Eso es lo que nos dijo usted. Pero llevó a cabo toda
una rutina de comprobación y después sacó algo de la consigna. Y lo
lógico no es eso. Haces la ruta lo más rápido posible y no recoges
un segundo artículo, eso duplica el riesgo. Además, lo estaba
vigilando, sabe que lo hemos descubierto. -Se encogió de hombros
con gesto patético-. Es mi opinión, por si interesa.
-No se preocupe, sigo
valorándola. Lo que nos deja conjeturando sobre lo que va a hacer a
continuación.
-Solo puede hacer una
cosa, intentar despistarnos.
-¿Y cómo vamos con
eso?
-Carol y los demás
están en cuatro taxis, por delante y por detrás de él. Han anulado
los programas de la matriz de conducción y se ha informado a la
policía de tráfico de Los Ángeles que esto es una operación de la
Marina. Tenemos autoridad completa sobre la ruta. No va a
escapársenos en un taxi.
-Hmm, me preocupa lo
que había en la bolsa negra que sacó de la consigna.
-Tendrá que estar
hasta arriba de armas para cuando intente huir.
-Quizá tengas razón.
En cualquier caso, no podemos correr ningún riesgo. Ponte en
contacto con el Departamento de Policía de Los Ángeles, diles que
necesito un escuadrón de armamento táctico listo para entrar en
acción.
-Enseguida.
Había más de doce
kilómetros en línea recta desde la terminal de Carralvo al almacén
de Max Transit de Lemule, en el distrito Arlee. Y por las
alcantarillas era mucho más. Tampoco era una ruta directa. El robot
de Servicio e Inspección tenía que pasar por varios cruces y abrir
y cerrar válvulas de flujo que eran como cámaras de aire para poder
cambiar de cañería. Cuarenta y tres minutos después de que Adam
llegara al almacén, por fin se arrastró bajo la escotilla. Jenny se
escurrió por el pozo abierto y abrió la escotilla del fondo. Bjou y
Adam se colocaron encima, iluminándola con potentes linternas para
que viera lo que estaba haciendo.
Adam hizo una mueca
cuando se abrió la escotilla y lo golpeó el olor. Jenny estaba
recogiendo el mugriento robot S I que habían clonado de la compañía
de servicios de Los Ángeles Galáctico. Le quitó del brazo
electromuscular la cajita de plástico y cerró a toda prisa la
escotilla.
En cuanto salió, Bjou
tapó la alcantarilla y empezó a sellarla por si había una
inspección fortuita. Jenny le dio la caja a Adam, que la abrió y
metió el cristal de memoria en su matriz de mano.
-Está bien -dijo
cuando el menú de programas apareció en la pantalla de la unidad.
Jenny dejó escapar un suspiro de felicidad.
Adam hizo una llamada
directa a Kieran.
-Dale a Stig luz
verde, que abandone y huya.
La oficina de la
división de seguridad del TEC se estaba llenando. Además del equipo
de apoyo de París, también había un teniente detective de la
policía de Los Ángeles que actuaba como enlace. En las dos horas
transcurridas desde que había dejado Los Ángeles Galáctico, todo lo
que el objetivo había hecho había sido entrar en coche en Los
Ángeles y parar en la avenida Walgrove, después había empezado a
pasear. Se había dirigido poco a poco hacia la costa, subiendo y
bajando por las calles y en ese momento estaba en el bulevar
Washington, cerca del puerto deportivo Del Rey.
Tarlo hizo que la IR
entrara en varias cámaras públicas de la zona. Las imágenes iban
apareciendo en las pantallas de la oficina. Paula no permitía que
se centraran en el objetivo por si los Guardianes estaban vigilando
el flujo de datos, así que siguieron sus lentos barridos y de vez
en cuando veían al objetivo al pasar.
-Se dirige al puerto
deportivo -dijo Tarlo-. ¿Cree que tiene un bote esperándolo?
-¿Quién sabe? -dijo
la investigadora-. Pero pedidle al capitán del puerto una lista de
todo lo que haya amarrado allí.
-Estoy en ello -dijo
Renne.
El mayordomo
electrónico de Paula le dijo que el senador Burnelli le estaba
haciendo una llamada codificada. Myo se dirigió a la parte
posterior del despacho y autorizó el enlace.
-Paula, ¿cómo
estás?
Una de las cámaras de
la calle sorprendió al objetivo entrando en el puerto deportivo Del
Rey. Dos de los componentes del equipo de cerco habían entrado
delante de él.
-Ocupada -dijo. El
enlace de la policía estaba enviando al escuadrón de armamento
táctico a una nueva posición.
-No te robaré mucho
tiempo, pero me pareció que querrías oír esto. Tengo una buena
noticia y otra no tan buena.
-Dime la buena -dijo
Paula.
-Me tomé como algo
personal que hubieran bloqueado mi solicitud sobre Tierra Lejana
así que me enfrenté a Doi directamente. Es agradable saber que
todavía tengo un poco de influencia. No se ha desperdiciado un
siglo entero al servicio del público. A partir de la semana que
viene, todos los cargamentos que se envíen a Tierra Lejana serán
examinados en Boongate. Sin excepciones. La presidenta va a
ordenarle a Columbia que forme una división especial para que se
ocupe de eso.
-Muchas gracias,
senador. -Una cámara situada sobre uno de los embarcaderos mostró
al objetivo caminando por las planchas de madera, observando los
hermosos y costosos barcos amarrados a ambos lados. Paula frunció
el ceño-. ¿Tenemos algún barco disponible para perseguirlo? -le
preguntó al oficial de enlace.
-Puedo buscarle
uno.
-Hágalo, por favor.
-La investigadora volvió a conectar el enlace con el senador-.
¿Cuál era la otra noticia?
-No sé muy bien cómo
te vas a tomar esto -dijo Thompson-. A mí también me sorprendió un
tanto. He estado haciendo preguntas en unos cuantos sitios no muy
claros desde la última vez que hablamos. La gente que está
presionando al Ejecutivo para que no se examine el cargamento
destinado a Tierra Lejana trabaja para Nigel Sheldon.
-Repite eso, por
favor.
-Nigel Sheldon ha
estado bloqueando tu solicitud.
-¿Estás seguro?
-Al cien por cien,
Paula.
-Tengo que
verte.
-Estoy de acuerdo. Lo
antes posible. Creo que quizá queramos meter a mi padre también en
esto.
El objetivo llegó al
final del muelle, saltó la cadena y cayó al agua.
-La hostia -exclamó
Tarlo-. ¿Habéis visto eso?
-¿El escuadrón de
armamento táctico tiene buceadores? -le preguntó Renne al oficial
de enlace. El hombre se había quedado mirando la pantalla sin poder
creérselo.
-Yo... lo
comprobaré.
-Tarlo -ordenó
Paula-, enfoque el agua del puerto deportivo con todas las cámaras
disponibles.
-No hay
problema.
-Desplieguen el
escuadrón de armamento táctico ahora mismo -dijo la investigadora-.
Ningún barco debe dejar ese puerto. Quiero a todos los policías
disponibles de Venecia ahí abajo. Hay que comprobar cada barco, uno
por uno. Consíganme un helicóptero que sobrevuele el puerto
deportivo y que examine el agua. Y quiero un barco de los
guardacostas o algo con un sonar en la boca del puerto deportivo,
¡ya!
De repente, la
oficina se llenó de actividad, todo el mundo daba
instrucciones.
-Voy a tener que
llamarte luego -le dijo Paula al senador-. Las cosas se han
descontrolado un poco por aquí.
Kazimir se quedó en
el pequeño jardín trasero de la casa mientras el sol se ocultaba
bajo el horizonte. Se encendieron las luces por todo el canal que
recorría la parte trasera de todas las casas. A medio kilómetro,
unas farolas brillantes y anticuadas iluminaban el pequeño puente
con su barandilla blanca. Los ruidos nocturnos de la ciudad
llegaron hasta sus oídos, transportados por el aire cálido y
quieto. Era muy consciente de las sirenas. De momento no se había
acercado ninguna. El reloj de su visión virtual no dejaba de añadir
minutos y horas desde que Stig había saltado al agua. Demasiados
minutos. Demasiadas horas.
A las once, los
helicópteros seguían sobrevolando el puerto deportivo. Sentado en
una silla del porche, Kazimir podía asomarse a la brecha que
dejaban las casas bajas de enfrente para ver los potentes focos que
barrían el agua e iluminaban los aparejos de los barcos amarrados.
La tensión de la espera le estaba retorciendo las tripas. Esperar
sobre un carlomagno a que llegara la orden de cargar era un juego
de niños comparado con aquello.
-¿Kaz?
Era una voz leve,
dolorida. Kazimir salvó de un salto los pocos metros que separaban
la silla del borde del agua. La cabeza de Stig se había alzado y lo
miraba.
-¡Lo has conseguido!
-jadeó Kazimir.
-Por poco. No estoy
seguro de poder salir, Kaz.
Kazimir chapoteó en
el agua y cogió a su viejo mentor. A Stig prácticamente no le
quedaban fuerzas así que Kazimir lo sacó, se lo echó al hombro y
entró tambaleándose en la casa.
Stig se quedó tirado
en el sofá mientras Kazimir cerraba con llave puertas y ventanas y
activaba el sistema de seguridad. Cuando cerró las cortinas,
encendió por fin las luces.
-Odio nadar, joder
-gimió Stig. Una máscara de branquias le colgaba del cuello por la
correa, la pequeña luz roja de aviso de baja potencia resplandecía
con suavidad.
-Yo también -dijo
Kazimir-. Pero recuerdo quién me enseñó.
Envolvió con una
manta los hombros temblorosos de Stig y luego empezó a
desabrocharle los pantalones empapados y manchados de barro.
Stig bajó la cabeza y
lanzó una carcajada áspera.
-Momento gay.
Esperemos que al equipo de Myo no se le ocurra entrar ahora como
una tromba por la ventana.
-¿Quieres beber
algo?
-Dios, no. Nada de
líquidos. Ni ahora ni nunca jamás. Debo de haberme tragado la mitad
de la red del canal. Creí que la Tierra tenía unas leyes
antipolución muy estrictas. Pues por el sabor no lo parece, coño.
Te juro que he tenido que atravesar mierda pura ahí fuera.
Kazimir le quitó los
pantalones y envolvió con otra manta las piernas de Stig. Parecía
alguien al que acabaran de rescatar del Polo Norte.
-¿No tenías
aletas?
-Solo al empezar. Las
perdí junto con todo lo demás. -Lanzó una débil carcajada-.
Incluyendo la camisa que llevaba puesta. Que te sirva de lección,
Kazimir, por muy buenos que sean los cacharros y los planes de
emergencia que tengas, la vida real no siempre coopera. Y ahora,
por el amor de Dios, dime que Adam recuperó los programas que me
traje.
-Los tiene. -Kazimir
cogió aire para decir el pero luego se lo pensó mejor. Su
vacilación no pasó desapercibida.
-¿Qué? -preguntó
Stig.
-Los programas de
noticias lo anunciaron esta tarde, de ahora en adelante van a
inspeccionar todos los cargamentos enviados a Tierra Lejana. Elvin
y Johansson no han dicho nada, pero al parecer estamos
jodidos.
El personal de
seguridad de la estación había despejado un gran espacio
semicircular alrededor de las consignas de la terminal de Carralvo.
Los pasajeros curiosos que se dirigían a coger su tren se detenían
a ver a qué venía tanto escándalo. Al final se vieron recompensados
con la aparición de Paula Myo. Se oyeron unos cuantos aplausos,
alguien incluso silbó con tono elogioso. La investigadora hizo caso
omiso y observó impasible al equipo forense que se había puesto a
trabajar en el casillero. Tarlo y Renne permanecían detrás de ella,
repeliendo las preguntas de los periodistas que habían aparecido y
las atenciones del oficial de seguridad del TEC. Sabían cuánto
apreciaba su jefa un examen sin interrupciones de la escena de un
crimen.
-¿Es una
coincidencia? -preguntó Tarlo-. ¿O crees que es su política
operativa habitual?
-¿Es una
coincidencia, qué? -dijo Renne.
-La huida
subacuática. Oye, si empiezan a hacer eso, quizá la marina pague
para que nos modifiquen. Sería una pasada, no me vendría mal que me
creciera un sonar de delfín.
-¿Ah, sí? Se me
ocurre algo bastante inútil a lo que podría sustituir.
-Eso se ha usado
mucho, muchas gracias.
-No es una política
operativa habitual -dijo Paula-. Nuestro objetivo de hoy era un
Guardián. El operativo de Costa de Venecia estaba trabajando para
otra persona.
-Nigel Sheldon. ¿Pero
qué saca él de todo esto? ¿Para qué permitir que los Guardianes
pasen armas de contrabando a Tierra Lejana y luego atacar al
traficante que contratan? No tiene sentido.
-¿Está segura de que
el de hoy era un Guardián? -preguntó Tarlo.
Renne le lanzó una
mirada de advertencia a su compañero, pero Paula no
reaccionó.
-Nuestro problema es
que no sabemos qué esperan conseguir después -dijo Paula-. Esta
nueva fase es desconcertante. Renne, quiero que reúna un equipo
nuevo para estudiar lo que sabemos que Valtare Rigin estaba
recopilando para ellos.
-El informe de la
división de armas dijo que había demasiadas incógnitas -dijo Renne
con cautela-. No pudieron darnos un uso claro.
-Lo sé. Su problema
es que su equipo está compuesto por pensadores sólidos. Y con esto
yo necesito algo muy diferente. Ahora estamos en la Marina, no
debería haber ningún problema para encontrar y reclutar
especialistas en física armamentística, sobre todo los que tengan
una imaginación calenturienta. Consígame una lista de usos
posibles, por descabellados que parezcan.
-Sí, jefa.
El teniente de la
Marina a cargo del equipo forense se acercó a Paula y le hizo un
saludo militar. Tarlo y Renne intentaron no sonreír.
-Tenemos una
coincidencia familiar en los residuos de ADN, señora -dijo el
teniente-. Tenía razón, es de los clanes de Tierra Lejana. Hemos
reunido muestras suficientes en el pasado para confirmar la
correlación, es un descendiente de séptima u octava generación de
Robert y Minette McSobel. Dado el nivel de endogamia, es difícil
decir cuál.
-Gracias. -Paula se
volvió hacia Tarlo y alzó una ceja. Este se encogió de hombros con
gesto rebuscado.
-Lo siento,
jefa.
-Muy bien, sabemos
que hay otra operación de contrabando de equipo en marcha y es
probable que la dirija Adam Elvin. Empiecen a elaborar opciones
para rastrearla.
El pequeño despacho
del profesional tenía un escritorio con una matriz que se conectaba
directamente con la red de la Propiedad Clinton. Echó el cadáver
hacia un lado, limpió la sangre que había brotado del cuello del
hombre cuando se lo había torcido hacia atrás y puso la mano en el
punto-i de la matriz del escritorio para abrir un canal directo.
Los programas de sus implantes se infiltraron en la red de la
Propiedad. El club tenía unas rutinas muy sofisticadas que rondaban
incluso el nivel de una IR. Dada su clientela, era inevitable que
la seguridad fuera de primera fila. Eso era lo que lo convertía en
el lugar ideal para una exterminación. La gente estaba lo bastante
cómoda como para bajar la guardia.
Sus programas
identificaron los nodos que servían a las canchas de squash del
club y se infiltraron en sus programas de gestión como sondas de
diagnóstico. No podía bloquear los nodos porque el regulador de la
red lo detectaría de inmediato. Lo que él quería era poder desviar
las señales de emergencia.
Cuando quedó
satisfecho de que su sutil corrupción estaba integrada y en
funcionamiento, se cambió de ropa y se puso el polo y los
pantalones cortos blancos reglamentarios para el personal deportivo
del club. Esperó en la oficina durante cuarenta y un minutos, luego
cogió una raqueta de squash y bajó por el corto pasillo que llevaba
a la cancha que había reservado el senador Burnelli para su
lección.
El senador ya estaba
dentro, calentando con una pelota.
-¿Dónde está Dieter?
-preguntó.
-Lo siento, senador,
Dieter ha llamado diciendo que está enfermo -dijo el otro y cerró
la puerta-. Yo me ocupo hoy de sus clases.
-Muy bien, hijo. -El
senador le dedicó una sonrisa afable-. Tienes una tarea dura por
delante. Esta semana me ha ganado el ayudante de Goldreich. Ha sido
humillante. Y ahora estoy buscando una pequeña venganza.
-Por supuesto. -Se
acercó al senador.
-¿Cómo te llamas,
hijo?
La mano del otro hizo
un giro rápido y le dio un golpe cortante al senador en el cuello.
Se oyó un crujido seco cuando se partió la espina dorsal de
Burnelli. El cuerpo del senador quedó sin fuerzas y cayó al suelo
mientras los implantes chillaban alarmados.
El hombre se detuvo
un momento y comprobó sus programas para asegurarse de que ninguno
de los nodos de la red estaba transmitiendo la alerta. Los desvíos
estaban funcionando y enviando las llamadas de socorro del
moribundo a un código inútil de un solo uso. Después apretó el puño
y utilizó toda su fuerza amplificada para estrellarlo contra la
cara del senador. El cráneo de Thompson Burnelli se fragmentó bajo
el impacto.