21

    
    Incluso después de tantos años, Elaine Doi todavía se emocionaba cuando subía a la tribuna. Desde el suelo de la Cámara del Senado tenía un aspecto imponente, un escenario amplio y elevado delante de los asientos, con un gran escritorio curvado hecho de roble de varios siglos donde se sentaba el primer ministro para dirigir los debates. En realidad, cuando subías las escaleras por la parte de atrás, las luces que te iluminaban desde la cúpula de la Cámara eran tan brillantes que costaba ver el último escalón. La alfombra púrpura estaba gastada y raída. El gran escritorio estaba estropeado y lleno de agujeros para encajar las matrices modernas, los portales y los puntos-i.
    En el pasado, habían sido infinitas las ocasiones, durante las sesiones de trabajo, en las que había subido allí para hacer una declaración política o para leer un informe del Tesoro. Las pobladas filas de senadores la habían interrumpido sin piedad, con gritos de «qué vergüenza» y «dimite» resonando por toda la Cámara mientras los periodistas de la galería que había a la derecha de la tribuna sonreían como lobos y apuntaban su consternación, sus débiles réplicas y el lío que se hacía. A pesar de todo, al final había sido a ella a la que habían prestado atención, la que controlaba el debate, la que hacía aprobar la legislación, la que hacía los tratos que conseguían que funcionara el Gobierno, por no mencionar que era la que conseguía ganar a sus oponentes puntos políticos.
    Ese día, por supuesto, los setecientos senadores presentes guardaron un respetuoso silencio y se levantaron para recibirla, como era tradición siempre que el Presidente se levantaba para dirigirse a ellos. Habrían demostrado la misma consideración aunque solo hubiera sido su declaración mensual, pero esa vez Doi podía sentir la turbación sincera que recorría la sala. La miraban porque era su líder y esperaban que actuara como tal.
    La escolta ceremonial de alabarderos reales saludó con gesto brusco y se apartó para permanecer en guardia en la parte posterior de la tribuna. La presidenta siempre había pensado que sus espléndidos uniformes de color escarlata añadían un auténtico toque de clase a esos momentos. Aunque, técnicamente hablando, los habían asignado a la presidencia por cortesía del rey Guillermo durante la fundación de la Federación, ya hacía mucho tiempo que la Oficina de Seguridad del Ejecutivo se había hecho cargo de su financiación y organización.
    -Senadores y pueblo de la Federación, por favor guarden silencio para su honorable presidenta Elaine Doi, que desea dirigirse a ustedes en este día -anunció el primer ministro. El hombre se inclinó ante Elaine y regresó a su puesto tras el escritorio.
    -Senadores, conciudadanos -dijo la presidenta-. Les agradezco que me dediquen su tiempo. Como estoy segura de que saben por los medios de comunicación, nuestras naves de la Agencia de Vuelos Estelares, el Conway, la StAsaph y la Langharne han regresado ya de Dyson Alfa. Lo que sus investigaciones descubrieron allí se acerca de una forma muy desagradable a las peores de nuestras suposiciones. El comandante Wilson Kime ha confirmado que los alienígenas de Dyson, los primos como al parecer se llaman, son de naturaleza hostil. Y lo que es más preocupante, ha descubierto que esos primos han comenzado a dedicar su más que considerable capacidad industrial a la construcción de grandes agujeros de gusano que pueden llegar a distancias inmensas en esta pacífica galaxia.
    »En este día le damos las gracias y le rendimos homenaje a él y a sus tripulaciones por el peligroso vuelo que han llevado a cabo en nuestro nombre. Pues conseguir la información que consiguieron bajo condiciones tan peligrosas ha sido una muestra de valor extraordinario que debería darles a los primos mucho que pensar si se plantean nuestra resolución. Sin embargo, no deberíamos olvidar que recibieron ayuda de una fuente inesperada.
    »Después de soportar horrores que ni siquiera podemos imaginarnos, el Dr. Dudley Bose sacrificó lo poco que quedaba de sí mismo para advertirnos de cuáles eran las verdaderas intenciones de los primos. Para transmitir la deuda de gratitud que todos los seres humanos vivos de hoy en día le debemos a este gran hombre, y a su compañera Emmanuelle Verbeke, necesitamos mucho más que palabras. Me han informado que el proceso de renacimiento de ambos va bien y solo podemos agradecerles a los dioses en los que creamos que pronto se reincorporarán a nuestra sociedad para que podamos abrazarlos y darles la bienvenida que tanto se merecen.
    »Entre tanto, hay muchas cosas que hacer si queremos salvaguardar esta maravillosa Federación nuestra. Conciudadanos, después de siglos de expansión pacífica, vivimos una época en la que nuestra civilización se enfrenta a la posibilidad de un encuentro hostil único. Si eso ocurriese, no podemos confiar en que otros, nuestros amigos los silfen, ni el Ángel Supremo, acudan en nuestra ayuda. La humanidad debe hacer lo que siempre hacemos en épocas de oscuridad y enfrentarnos al reto con el coraje y la determinación que según hemos demostrado una y otra vez a lo largo de la historia es nuestro legado.
    »Con ese fin, hoy he firmado el Decreto Ley 1081 que le transfiere una nueva responsabilidad a la Agencia de Vuelos Estelares, la de defender físicamente a los planetas y estrellas que componen la Federación con todos los medios que sean necesarios. De aquí en adelante se conocerá con el nombre de Marina de la Federación. En esta gran empresa invertimos toda nuestra confianza y esperanzas de futuro. Tengo fe y sé que esos hombres y mujeres que nos sirven lograrán acabar de una forma rápida y atronadora con la amenaza que se yergue entre las estrellas lejanas. Ninguna tarea a la que se enfrenten será más difícil, ni más gratificante. Con ese fin, tengo el honor de ascender a Wilson Kime al puesto de almirante y designarlo para que comande nuestra nueva marina. Es una carga pesada, una carga que estoy segura de que llevará con la fortaleza y las cualidades de liderazgo que ya ha demostrado con tanta habilidad.
    »A los primos, sin embargo, les digo lo siguiente: sean cuales sean vuestras malévolas aspiraciones, por mucho que codiciéis nuestros hermosos mundos, no venceréis. Nosotros, todos nosotros, pobres humanos llenos de errores, tenemos un corazón que ha demostrado su valía en el calor y el dolor de la batalla; sabemos que tenemos la voluntad, sabemos que tenemos el derecho y sabemos que tenemos la determinación para acabar con cualquier fuerza del mal y con la tiranía. Con eso me comprometo yo y comprometo mi presidencia.
    La presidenta se inclinó ante los senadores y descendió con gesto brusco de la tribuna, sus alabarderos se colocaron detrás para seguirla por las escaleras. El aplauso y los vítores que la siguieron fueron formidables, tanto por su unanimidad, como por su entusiasmo.
    Patricia Kantil la estaba esperando al final de las escaleras, aplaudiendo con pasión y con una sonrisa enorme en la cara.
    -Perfecto -dijo, poniéndose al lado de Doi cuando dejaron la Cámara -. Lo has presentado con el tono justo. Con seguridad, pero sin arrogancia y lo que dijiste hizo que la gente se sintiera segura.
    Doi le lanzó una sonrisa preocupada.
    -Pues me alegro de que lo sienta así.
    En cuanto atravesaron la puerta, los alabarderos dejaron la seguridad en manos de agentes vestidos de paisano. Los miembros del personal y los ayudantes se colocaron en sus posiciones habituales y siguieron a su jefa por el amplio pasillo, como la cola de un pequeño cometa. Todos ellos parecían excesivamente alegres, y seguían aplaudiendo su discurso. Después de once meses de lo que ella misma había descrito con benevolencia como un mandato mediocre, su presidencia por fin había conseguido ser el centro en aquella tribuna.
    Para cuando llegaron a las oficinas que tenía en el tercer piso de la Cámara del Senado, las buenas noticias llegaban sin parar. Le llovían a través de la unisfera los mensajes de felicitación y aprobación. Los ayudantes regresaron a sus escritorios para ocuparse de ellos.
    -Buen discurso, gracias -le dijo Doi a David Kerte cuando pasó junto a su escritorio. El joven levantó la cabeza y sonrió con gratitud. Hasta las elecciones había sido el ayudante principal de Patricia pero había empezado a convertirse en uno de los mejores escritores de discursos de su equipo.
    -Ha sido un placer, señora. Plagié parte del discurso sobre la Luna de Kennedy. Pensé que el paralelismo era adecuado.
    -Lo era. -Doi siguió caminando y entró en el salón de cristal. Era una burbuja que sobresalía del costado de la Cámara del Senado, totalmente transparente desde dentro, pero de un color negro satinado para cualquiera que intentara asomarse desde el exterior, y protegido por campos de fuerza por si a algún francotirador le daba por poner a prueba su habilidad. La presidenta se dejó caer en uno de los amplios sofás y lanzó un largo suspiro de alivio.
    -¿Quieres algo? -preguntó Patricia al tiempo que se acercaba a un antiguo mueble bar de teca.
    -Querer, sí. Tomármelo, no. Dame un zumo de frutas. Va a ser un día muy largo.
    Patricia abrió la puerta y sacó una lata de naranja y mora trifen del estante. La telaraña de finas líneas plateadas que le rodeaba los ojos empezó a palpitar cuando su visión virtual se llenó de datos de encuestas. Había ciertos indicadores en los que siempre podía confiar y que examinó con su habitual eficacia.
    -La encuesta de la unisfera de Hill-Collins te da un setenta y dos por ciento de índice de aprobación -dijo cuando empezaron a llegar los resultados. La lata se heló cuando tiró de la lengüeta-. Un cincuenta y tres por ciento sigue preocupado por los primos, ha bajado cuatro puntos desde ayer. El ochenta y ocho por ciento aprueba la fundación de la Marina. La bolsa ha subido, los analistas predicen un gran incremento en el gasto del gobierno para construir la marina, y tienen razón. El sector financiero está inquieto por los impuestos necesarios para pagar todo eso. En general, los resultados son favorables. Tenemos el segundo mandato en el bolsillo.
    -De eso nada -dijo Elaine mientras cogía la lata de manos de Patricia-. Todavía queda mucho por andar. ¿Y qué pasa si los primos invaden de verdad?
    Patricia bufó.
    -Venga ya. He estado investigando. La población se une para apoyar a su líder en tiempos de guerra. Es un hecho histórico. Es después de la guerra cuando tienes que empezar a preocuparte. Churchill, Bush, Dolven, se libraron de todos justo después de que vencieran.
    -No me hacía ninguna gracia apoyar la Agencia de Vuelos Estelares de una forma tan pública, aunque fuera el precio que había que pagar para conseguir el apoyo de Sheldon. Pero por Dios que hoy ha compensado. -La presidenta bebió un poco del zumo.
    -No metas a Dios en esto -dijo Patricia a toda prisa-. En estos tiempos hay demasiados votantes ateos.
    La presidenta le lanzó una mirada de desaprobación.
    -Tú siempre estuviste a favor de la Agencia y su desarrollo. ¿Crees que va a haber una guerra?
    -Estaba a favor de la Agencia por las opciones que nos daba.
    -¿Crees que va a haber una guerra?
    -¿La verdad? No lo sé, Elaine. Puedo ocuparme del Senado y de los medios de comunicación por ti. Pero esto... Está fuera de mi campo. Todo lo que sé es que averiguar que los primos están construyendo un agujero de gusano gigante ha hecho cagarse de miedo a la mitad de nuestros analistas tácticos. ¿Has visto el informe de Leopoldovich? No hay razón lógica para que construyan algo de esa magnitud, por tanto sus motivos son desconocidos. Y eso no son buenas noticias porque todo lo que sabemos de ellos es lo que nos contó Bose. Tenemos que suponer lo peor. No sé quién levantó esa barrera, pero está empezando a parecer que tenían muy buenas razones.
    Elaine Doi se permitió relajarse entre los profundos cojines.
    -Eso nunca tuvo sentido. Todos los expertos que tenemos afirman que el esfuerzo que se hizo para construir la barrera fue colosal, y sin embargo se apaga en cuanto llegamos a husmear un poco.
    -Ya te lo he dicho, si me preguntas a mí, le estás preguntando a la persona equivocada. A nadie se le ha ocurrido ninguna razón. Todo lo que tenemos es un montón de teorías sin muchas luces y conspiraciones excéntricas como la de Johansson. Hasta la IS está perdida, o eso dice.
    -¿Dice?
    -Sabes que no confío en ella.
    -Eres una xenófoba.
    Patricia se encogió de hombros.
    -Alguien tiene que serlo.
    -De acuerdo -dijo Elaine-. No sabemos por qué, pero sí que sabemos que hay una posible situación de guerra.
    -Esa es otra palabra que preferiría que no usaras, por favor. El término «guerra» tiene demasiado bagaje histórico. Es preferible «conflicto», o «la situación prima».
    -Estás empezando a desarrollar una costumbre muy desagradable. A la gente le gusta contar con algunos rasgos naturales.
    -Con los rasgos puedo arreglármelas, con las palabras prohibidas, no.
    Elaine se pasó una mano por el pelo, un gesto al que siempre recurría cuando estaba irritada, como siempre le señalaba Patricia.
    -Está bien, tendré cuidado con lo que digo.
    -Gracias.
    -Hay algo que tanto Leopoldovich como todos los demás parecen estar evitando.
    -¿Y qué es?
    -El Ángel Supremo. Sé que ubicar la Base Uno allí formaba parte del trato que fundó la Agencia, pero si existe una posibilidad de conflicto, ¿se va a quedar por aquí?
    -En realidad, sí que lo analizó alguien del equipo de Leopoldovich, está en uno de los apéndices. Siempre nos ha asegurado que nos avisará antes de irse, así que trasladar al personal de construcción de la Base Uno a Kerensk no será un problema. Todavía pueden llegar a las plataformas de montaje a través del agujero de gusano. Utilizar el Ángel Supremo como residencia fue una maniobra política para traer a bordo a la presidenta Gall, y a través de ella, al Comité Ejecutivo Africano. Físicamente hablando, no es algo esencial. También hay una propuesta del personal de Columbia para utilizarlo como bote salvavidas de nuestra especie.
    -¿Qué?
    Patricia se encogió de hombros.
    -Bueno, si parece que perdemos, metemos a bordo toda la plantilla cultural y genética que podamos, además de unos cuantos millones de seres humanos vivos y le pedimos al Ángel Supremo que lleve a los supervivientes a una zona menos hostil del universo. Estamos bastante seguros de que tiene capacidad de vuelo transgaláctico.
    -Dios mío, hablas en serio.
    -La Agencia de Seguridad de Columbia hablaba en serio, sí. Al presidente se le clasificaría como componente esencial de la evacuación de emergencia. Tú te irías.
    -No, desde luego que no me iría, maldita sea. Y quiero que te encargues en persona de que no se filtre a la prensa esa locura. Nos crucificarían si se enteraran de que estábamos planeando escapar.
    -Muy bien, me ocuparé de ello.
    Elaine dejó escapar un largo suspiro.
    -Tú sí que te lees todos los apéndices, ¿eh?
    -Para eso estoy aquí.
    -Muy bien. Bueno, ¿y qué es lo siguiente?
    -Reunión con Thompson Burnelli y Crispin Goldreich. Tienes que llegar a un acuerdo sobre la primera presentación presupuestaria de la Marina para el Senado. ¿Has visto la solicitud de Kime?
    -Sí. Creí que la fantasía había pasado de moda. Cinco naves exploradoras más, veinte naves nuevas con plena capacidad de ataque, un sistema de detección de agujeros de gusano en toda la Federación, la activación plena de la Junta Directiva de Natasha Kersey e incorporar una docena más de departamentos científicos gubernamentales. Estamos contemplando un incremento de puntos de porcentaje en los impuestos. Ya me imagino cómo van a responder los Gobiernos planetarios a eso.
    -Puede que lo haya firmado Kime, pero la petición la elaboraron los Sheldon y los Halgarth. Ya se están moviendo para aprobarla en el Senado. Si cooperan las dinastías intersolares y las grandes familias, irá viento en popa a toda vela. Las repercusiones que caerán sobre ti serán mínimas.
    -Sí. ¿La reunión es aquí?
    -Sí. Pero volvemos a casa a comer.
    -Bien.
    Elaine miró por la pared transparente y curvada y contempló el viejo edificio del Capitolio de Washington. La Cámara del Senado de la Federación se había construido allí y la habían pagado con los impuestos de la NFU unos comisionados decididos a que la Tierra siguiera siendo el centro político de la Federación, pero el palacio presidencial estaba en Nuevo Río, un gesto hacia los mundos nuevos, junto con toda una serie de juntas directivas y departamentos que estaban repartidos por toda la fase uno, según la política de la Federación de incluirlos a todos. Elaine siempre se sentía más segura en el palacio de Nuevo Río, como cualquier animal en su propio territorio.
    Mientras contemplaba la lluvia que barría la antigua ciudad, su visión virtual le mostraba un sencillo mapa estelar. Nuevo Río estaba al otro lado de la Tierra con respecto al Par Dyson, a más de mil años luz de los primos. Eso también era un consuelo.
    
    Hoshe aparcó en Fairfax y volvió andando una manzana por Achaia. Era mediodía y el calor había sacado de la acera a casi todos los peatones. Hoshe se quitó la chaqueta mientras caminaba y se secó el sudor de la frente. Achaia era una de esas calles estrechas de la ciudad que parecía extenderse hasta el infinito, con el brillo trémulo del asfalto agrietado oscureciendo el otro extremo, que se adentraba en el distrito comercial. Las viviendas de ambos lados estaban compuestas sobre todo por bloques de apartamentos de tres pisos, delante tenían unos patios pequeños que estaban llenos de descuidados arbustos ornamentales y árboles que ya casi habían llegado al tejado. Las unidades de aire acondicionado zumbaban de forma constante sobre los estrechos balcones de los que las palas sacaban el exceso de calor. Los coches iban y venían delante de él, girando por rampas que llevaban a los garajes subterráneos.
    Cuando llegó al primer callejón, se detuvo y miró a su alrededor. Unas verjas altas protegían ambos lados, con arbustos y enredaderas en flor que caían sobre ellas en alfombrillas greñudas y llenas de color. Bajo sus pies, el hormigón amalgamado por enzimas daba pie a una superficie compacta de gravilla y tierra. Varios perros ladraron cuando pasó junto a sus verjas. Incluso escuchó el característico balbuceo metálico de un catrak y rezó para que lo hubieran encadenado bien.
    Había recorrido unos cien metros del callejón cuando llegó al patio trasero del 3573. Una verja doble y baja se abría a un pequeño trozo de hormigón que a su vez llevaba a un gran garaje doble hecho de secciones prefabricadas de aceroempedrado atornilladas entre sí. Tras el garaje había un chalé de madera con las ventanas oscuras y cerradas, y la pintura amarilla de las tablas descascarillándose. Unas parras con unas flores mustias de color zafiro habían envuelto todas las columnas que sostenían el tejado saliente. Los ramales eran tan densos que parecían gruesos arbustos alargados.
    Hoshe atravesó la verja. Una de las puertas del garaje estaba abierta y había alguien moviéndose por el interior.
    -¿Hola?
    Un hombre joven dio un salto al oírlo y se acercó corriendo a la puerta.
    -Pero tío, ¿quién cojones eres, tío? -soltó.
    Vestía unos vaqueros negros lavados una y otra vez hasta que habían adquirido un tono gris pálido. Sobre ellos llevaba una camiseta morada que estaba igual de usada. Tenía unas gafas con montura dorada encaramadas a la nariz y sus lentes rosadas mostraban gráficos móviles y columnas de texto, Hoshe no había visto nada parecido desde los primeros años de su primera vida, cuando habían estado de moda durante un breve periodo de tiempo. Pero lo cierto era que con ellas, la imagen de empollón estaba completa. Era difícil imaginar que aquel tipo fuese otra cosa aparte de programador informático.
    -Soy Hoshe, estoy buscando a Kareem.
    -Jamás he oído hablar de él, tío. Y estoy un tanto ocupado.
    -Me ha mandado Giscard. Giscard Lex. Me dijo que Kareem vivía aquí. Tengo que verlo, es urgente. -Sacó un grueso fajo de billetes de dólares de Oaktier del bolsillo-. Muy urgente.
    El joven se lamió los labios y observó el dinero con avidez. Paula tenía razón en eso, siempre había un punto flaco. Y a Hoshe ni siquiera le había costado mucho encontrarlo. Habían llevado a cabo una sencilla búsqueda entre todos los socios registrados de Shansorel Asociados y cuando ninguno de ellos resultó tener antecedentes penales, un simple cruce de datos les había proporcionado viejos amigos y colegas que sí los tenían. Por ejemplo, Giscard Lex, que había sido compañero de clase de Kareem en la facultad, donde habían interrumpido su carrera académica al hacer algún que otro experimento ilegal con narcoprogramas. Un par de semanas de observaciones casuales habían confirmado que los dos todavía se veían de vez en cuando.
    Hoshe se había dejado caer por la casa de Giscard Lex una noche; le habían ofrecido de todo, desde morfoprogramas sensoriales de cambio de dimensiones hasta un par de chicas que se portarían muy bien con él. Momento en el que Hoshe le había devuelto el favor con el ofrecimiento de presentárselo al sargento de la comisaría. Giscard Lex estuvo a punto de lanzar un suspiro de alivio al enterarse de que todo lo que tenía que hacer era presentarle a Kareem.
    -Vale, tío -dijo Kareem. Volvió a mirar por el callejón y unas pequeñas líneas de los tatuajes CO se le volvieron de color esmeralda en las orejas cuando comprobó que no había nadie acechando-. Entra.
    El garaje estaba lleno de cajas de embalaje. Un banco que recorría toda la parte de atrás estaba cubierto de herramientas que se estaban limpiando, herramientas muy antiguas. Hoshe no vio ni una sola herramienta eléctrica entre ellas. Cogió un destornillador y lo examinó de cerca mientras Kareem activaba la puerta del garaje. El plástico contrachapado se cerró con un suave sonido de succión.
    -¿Coleccionas antigüedades? Ni siquiera sabía que todavía hacían destornilladores manuales.
    -No, tío. -Kareem le lanzó una sonrisa furtiva-. Esto es mi equipo de supervivencia. Donde yo voy no hay electricidad.
    -¿Y dónde es eso, exactamente?
    -Silvergalde, tío. Me voy a vivir con los elfos, mi chica y yo. Ellos sabrán proteger su planeta de los primos. Este puto Gobierno no va a hacer nada, ni siquiera tenemos un campo de fuerza que cubra Ciudad Lago Oscuro.
    -Ya. -En los últimos tiempos la gente como Kareem estaba recibiendo cada vez más atención por parte de la prensa. Los periodistas más excitables lo llamaban el Éxodo, aunque los números reales eran tan pequeños que los Gobiernos ni siquiera los registraban, apenas unos cuantos miles de cada planeta y la mayor parte eran personas en su primera vida. Pero juntos eran suficientes como para que el TEC hubiera tenido que triplicar el número de trenes que hacían el viaje a Silvergalde-. ¿Y la Marina?
    -¡Ja! ¿Qué, las dos naves? Joder, de lo que nos van a servir cuando la Puerta del Infierno se abra de golpe sobre la Tierra y diez mil platillos volantes bajen con los demonios que vendrán a masacrarnos. No llaman así al agujero de gusano gigante porque sí, sabes. Los Guardianes de Johansson tienen razón, estamos hasta arriba de mierda y nuestros políticos corruptos no ayudan mucho.
    Una simple coincidencia, se dijo Hoshe con firmeza, aunque fuera un tanto inquietante.
    -Muy bien, así que te vas esta noche, ¿o puedes ayudarme con una cosa?
    Kareem señaló las cajas con una mano.
    -Todavía no lo tengo todo. Hay un montón de medicinas y mierdas más que necesito. Y libros, también. En estos tiempos no es nada fácil hacerse con los de papel, y son muy caros. ¿Sabías que Ozzie tiene impresa una biblioteca de todo el conocimiento humano y lo ha metido en alguna parte de su propio planeta? Ese es un tío que está listo para el apocalipsis.
    -¿Entonces puedes ayudarme?
    -Depende de lo que quieras, tío.
    -Giscard me dijo que eras el tío al que acudir para conseguir unos parches informáticos.
    -Ya. Quizá. Conozco un par de trucos. El sitio donde trabajo, tenemos unos cuantos equipos privados para resolver problemas privados, ¿lo captas?
    -Captado. Estoy pagando demasiados impuestos.
    -Eh, tío, como todos.
    -Tengo una empresa que importa repuestos para el comercio automovilístico y el Gobierno me está abrasando. Solo estoy intentando ganarme la vida, mantener a mi familia, pero esos cabrones...
    -¡Exacto, tío!
    -Lo que necesito es un parche que me cubra parte del negocio. Si pudiera mover un diez o un quince por ciento de la mercancía sin que me penalizaran por ello, puedo mantenerme a flote. Lo que necesito es una codificación segura que pueda resistirse a los programas de las auditorías de Hacienda para poder pasar el dinero por cuentas de otros mundos.
    -Claro, se puede hacer. Joder, ni siquiera tengo que traer a los otros. ¿Qué programa de contabilidad usas?
    Hoshe levantó un disco de un cristal de memoria.
    -Todo el sistema y la red están aquí.
    -Excelente. Un tío que está preparado, me gusta. -Kareem cogió el cristal de memoria y sonrió-. Serán mil de los grandes por un parche completo, pago por adelantado.
    -Doscientos ahora. -Hoshe le puso los billetes en la mano, encima del cristal-. El resto cuando el parche instalado esté en funcionamiento.
    -Vale, tío. No hay problema. -Los billetes se introdujeron en el bolsillo trasero de los tejanos-. Puede que sea mi semana de suerte. Es el segundo contrato privado que consigo.
    -¿Ah, sí?
    
    Para el pueblo de la Federación, era como si su nueva Marina hubiera aparecido por arte de magia. Un día la presidenta Doi anunciaba su formación y una semana después se había convertido en una realidad física. Ya se estaban construyendo las naves en el Ángel Supremo y los equipos de seguridad planetarios comenzaron a montar detectores de agujeros de gusano en los mundos más cercanos a la amenaza prima. Las cosas estaban bajo control. Hasta Alessandra Baron hizo algún que otro elogio moderado en su programa, aunque los posibles aumentos de impuestos fueron objeto de un análisis detallado.
    Al almirante Kime le sorprendió lo suave que fue la transición. Por supuesto, ayudó bastante que el personal y el equipo de Anshun se hubiera trasladado al Ángel Supremo mientras él comandaba la misión de exploración del Par Dyson. Lo que lo dejaba libre para concentrar a su personal en la inmensa expansión de capacidad y competencia que entrañaba la transformación de la Agencia en una marina de guerra. De hecho, ese era precisamente el tipo de papel directivo a gran escala que había absorbido el noventa por ciento de su vida adulta.
    La Base Uno de la Marina era más que nada un grupo de plataformas de montaje de naves en caída libre apostadas a unos treinta o cuarenta kilómetros del Ángel Supremo, en su propio y pequeño archipiélago. Habían mantenido el diseño básico de globo de malmetal que habían utilizado sobre Anshun, aunque en esa ocasión no había un agujero de gusano para conectarlos. Una flota de lanzaderas nuevas de carga pululaba entre ellos y la estación del agujero de gusano unida a Kerensk, que había sufrido una expansión y actualización sin precedentes; las lanzaderas trasladaban los componentes que formarían la siguiente generación de naves estelares. Vehículos de pasajeros trasladaban a la mano de obra que trabajaba en caída libre y que viajaba entre las plataformas de montaje y el Ángel Supremo, donde había invadido una parte considerable de la cúpula recién desarrollada del atolón babuyano.
    Los jóvenes edificios de la cúpula eran también donde Kime había instalado su despacho junto con la mayor parte de la administración de la Marina, los equipos de diseño, las instalaciones de entrenamiento de la tripulación y las oficinas de investigación. En el centro del campus del parque había una torre de treinta pisos que tenía cinco lados cóncavos rodeados por una hélice de ADN de raíles aéreos, Alessandra Baron lo había bautizado con el nombre de Pentágono II, un nombre que estaba empezando a cuajar con rapidez entre los programas de noticias y los periodistas.
    El despacho de Wilson estaba en el último piso. Un despacho que a él no le gustaba. Mientras él estaba en su misión de exploración, al diseñador le había dado por una imagen retro-moderna: muebles lustrosos y circulares de madera blanca de trag de Niska, suelos y paredes con iluminación monocroma. Era como trabajar en un quirófano. El único rasgo que lo salvaba era la vista que tenía de la compacta ecología de su nuevo dominio. Solo un tercio del atolón babuyano disponía de estructuras urbanas, el resto estaba cubierto de parques florecientes, con arbolillos y arbustos jóvenes abriéndose paso con impaciencia por la exuberante hierba. Entre los caminos y los lagos había trozos planos que parecían hormigón nacarado que algún día se convertirían en edificios. Wilson disfrutaba del panorama, sobre todo por el paisaje nocturno que le ofrecía de Icalanise y sus rápidas bandas de nubes leonadas que flotaban muy por encima del cristal de la cúpula. Era sorprendente lo mucho que habían azuzado los últimos años su vieja ansia de ver mundo, la misma que tenía durante su primera vida. Cada vez que miraba por el cristal y veía el exótico gigante de gas se sentía menos seguro de poder regresar alguna vez a su viejo trabajo en Farndale.
    Anna fue la primera en llegar a la reunión programada para esbozar las reglas de combate de la Marina, claro que era la que menos distancia tenía que recorrer. Con su ascenso a capitana de corbeta y su cargo de jefa de personal, tenía un despacho junto al de Wilson, donde le organizaba los días y actuaba como filtro contra cualquiera que quisiera que el almirante le prestara una atención personal a su proyecto o causa concreta. La joven entraba con Oscar, Wilson los oyó reírse juntos cuando cruzaron la puerta.
    -La lanzadera de cercanías de Kantil acaba de atracar hace unos minutos -le dijo Anna-. Subirá enseguida.
    -Bien.
    Wilson canceló los datos que llenaban su visión virtual. Anna le dedicó una cálida sonrisa que él le devolvió. El anillo de pedida de la capitana brilló con fuerza cuando agitó la mano con gesto burlón. Wilson se le había declarado cuando atracó el Conway y ella había dicho que sí. Oscar había dicho que ya era hora. Todavía no habían fijado una fecha para la ceremonia, el típico caso de presión laboral, aunque habían cogido juntos un suntuoso apartamento en un barrio cerca del extremo de la cúpula.
    Llegó Rafael Columbia con su impecable uniforme negro. Les preguntó de inmediato si ya habían fijado una fecha.
    -Mi record personal está en quince años de compromiso -dijo-. Estoy seguro de que lo podéis batir si os lo proponéis.
    Wilson le lanzó una sonrisa de mártir. La falta de una fecha firme se estaba convirtiendo en un chiste por toda la Base Uno.
    Columbia se había convertido en vicealmirante cuando la presidenta Doi había formado la Marina y se había hecho cargo de las operaciones de defensa planetarias, convirtiéndose así en el segundo al mando de Wilson. Había establecido el despacho de su división en Kerensk y estaba asimilando a toda prisa las varias juntas directivas y agencias de la Federación que habían comenzado a formar la base de su creciente imperio. Dada la naturaleza política de presionar a los Gobiernos planetarios para que instalaran o reforzaran los campos de fuerza que rodeaban los centros de población más importantes, era una tarea para la que estaba muy capacitado. La única discusión real que se había producido hasta la fecha entre Wilson y él había girado alrededor de quién tenía el control directo sobre el proyecto Seattle de Natasha Kersley.
    Columbia había abogado por que se incorporara a su división de seguridad planetaria y que el proyecto se ubicara en Kerensk. Wilson al final rechazó la propuesta señalando que los sistemas de Kerlsey terminarían por instalarse en las naves estelares y por tanto deberían formar parte de las operaciones de la Base Uno. Una rápida llamada a Sheldon había garantizado el apoyo del Ejecutivo y había confirmado la decisión. Columbia no había vuelto a desafiarlo.
    Alguien hizo pasar a Daniel Alster a la oficina, junto con Dimitri Leopoldovich.
    Wilson se quedó un poco sorprendido. Esperaba que Alster compartiera la lanzadera con Patricia Kantil. Ambos representaban al Comité de Supervisión en la reunión mientras que Leopoldovich era un académico especializado en análisis táctico del Instituto de San Petersburgo para Estudios Estratégicos. Era un campo que pocos practicaban, utilizado sobre todo como servicio consultivo y de investigación por la Federación cuando los movimientos secesionistas y los de los defensores de la autonomía nacional comenzaron a utilizar la fuerza física contra su Gobierno planetario legítimo. Durante el tiempo que había pasado en la Junta de Farndale, Wilson había oído con frecuencia a los políticos de más rango y a su personal referirse con desdén a los analistas tácticos, decían que eran empollones licenciados en Historia que se dedicaban a jugar a la guerra. Claro que en aquel entonces la astronomía también era una profesión minoritaria, pensó divertido.
    Dimitri se había sometido a su tercer rejuvenecimiento unos cuantos años antes, lo que le había dejado con un cuerpo de veintitantos años cuyo cabello rubio y lacio ya había empezado a ralear. Tenía una piel muy pálida que casi lindaba con lo albino, que combinada con una dieta de comida rápida y una falta total de ejercicio le daba el aspecto de un vampiro mofletudo. Saludó a Wilson con la cabeza y se sentó en su silla habitual, de espaldas al amplio ventanal.
    -¿Cómo está Bose? -le preguntó Anna a Daniel Alster.
    -Los renacimientos siempre me ponen los pelos de punta -confesó Daniel-. Esos clones hechos con crecimiento acelerado no parecen humanos.
    -¿Pero su personalidad está intacta? -insistió Wilson.
    -Oh, sí. La descarga de su depósito de seguridad se hizo con total éxito. Lo último que recuerda es que hizo una pequeña actualización en el Segunda Oportunidad antes de ir a la Atalaya.
    -¿Y Emmanuelle?
    -Igual. Aunque está mucho más tranquila que Bose.
    -¿Qué quiere decir?
    -Yo solo había visto a Bose una vez y entonces me pareció bastante crispado. Un rasgo que se ha... amplificado un poco. Los médicos dicen que la información que ha recibido tras el renacimiento no ha ayudado mucho.
    -¿Se refiere a la advertencia que nos hicieron sobre la misión de exploración?
    -Sí, en parte. Es una pena que no sepamos con exactitud qué fue lo que os hizo esa advertencia. A los renacidos les suele preocupar que su antiguo yo siga vivo en alguna parte. En este caso, la perspectiva está planteando unos problemas de esquizofrenia únicos.
    -La advertencia dijo de forma expresa que los primos los habían matado.
    -Lo sé. Pero Bose está obsesionado con lo que os transmitió esa advertencia. Sospecha que su yo original sigue vivo allí, de una forma u otra, lo que resulta bastante razonable. Tampoco ha ayudado mucho que su mujer le haya dicho que se va a divorciar de él. El psicólogo dice que lo ha interpretado como un rechazo a su nuevo yo, lo que ha reforzado su concentración en el antiguo.
    Wilson y Anna intercambiaron una mirada.
    -Al final siempre terminamos sintiéndonos culpables por su culpa, ¿no? -dijo ella.
    -Sí -le respondió su novio, incómodo-. ¿Y qué más han dicho los médicos sobre él?
    -La clínica le va a dar el alta dentro de un par de meses. Físicamente hablando, estará en plena forma. Mentalmente, bueno dicen que en todos los casos de renacimiento hace falta otra vida para superar el trauma. Bose no es ninguna excepción. Hay que atiborrarlo de antidepresivos y que tire hacia delante.
    -¿Dijo lo que quería hacer después?
    -No. Está recibiendo muchas ofertas de compañías de comunicación, no solo para convertir su historia en un biodrama, lo quieren como comentarista de la «situación» prima. Supongo que su universidad también le dará la bienvenida. Podemos dejar caer alguna insinuación en ese sentido, una fuerte insinuación. No puede hacer mucho daño si vuelve a Gralmond.
    -¿Así que no quiere unirse a la Marina, eh?
    Daniel esbozó una amplia sonrisa.
    -No. Esta vez estáis a salvo.
    Oscar se echó a reír al ver la expresión de alivio de Wilson.
    Patricia Kantil entró en el despacho.
    -Gracias por esperar -dijo con la cortesía profesional de siempre.
    -No llegas tarde -dijo Daniel-. Solo para terminar con lo de Bose, habrá una especie de ceremonia cuando Verbeke y él dejen la clínica. Patricia, ¿eso es cosa de tu oficina?
    -Así es. Dado el perfil de ambos, sobre todo el de Bose, pensamos que un acto oficial de bienvenida a la Federación sería lo más apropiado. Ahora mismo son lo más parecido que tenemos a unos héroes. El vicepresidente estará allí y sería agradable que algunos de sus compañeros de nave participaran también.
    Wilson estuvo a punto de gruñir en voz alta.
    -De acuerdo -dijo-. Enviaremos a alguien el día en cuestión. Y ahora, si podemos empezar ya.
    -Mi informe es muy sencillo -dijo Oscar-. Todavía no hemos tenido ningún contacto con las naves de exploración.
    -¿Cuándo tenía que informar la primera? -preguntó Daniel.
    -La StAsaph debería regresar a Anshun dentro de diez días, suponiendo que no hayan encontrado nada.
    -¿Y si lo encontraron?
    -Están explorando quince sistemas estelares a trescientos años luz del límite de la fase tres. Básicamente, su rumbo es una gran curva que pondrá su hisradar al alcance de cada estrella. Si los primos han abierto su agujero de gusano gigante a cualquiera de esos sistemas, la nave podrá detectarlo. Pero dada la naturaleza de la trayectoria de vuelo, el viaje de regreso será largo. Como no han vuelto todavía, sabemos que no encontraron nada en las primeras once estrellas.
    -O sí, y los primos los atraparon -dijo Rafael. Después se encogió de hombros en medio del silencio-. Solo soy realista.
    -Las restantes seis naves exploradoras que tenemos por ahí fuera deberían ir regresando a lo largo de los próximos dos meses -continuó Oscar-. Entre todas habrán cubierto más de cien sistemas estelares. Hay que reconocer que no son muchas teniendo en cuenta las distancias implicadas y el número de estrellas que hay entre nosotros y Dyson Alfa. Pero si los primos vienen hacia aquí, una de esas estrellas se utilizará como escala. Tenemos que encontrarla. Como mínimo, nos permitirá empezar a construir escenarios tácticos realistas.
    -¿Y esas patrullas de exploración van a ser una constante? -preguntó Patricia.
    -Sí -confirmó Wilson-. Necesitamos recibir el aviso lo antes posible si los primos se están moviendo hacia aquí. Rafael está supervisando nuestra red de detectores de corto alcance que encontrará cualquier abertura de un agujero de gusano dentro de la Federación. La flota llevará a cabo vuelos de exploración a las estrellas que estén en un radio de menos de cien años luz en la dirección de Dyson Alfa y lo harán de forma continua. Si los primos aparecen en cualquiera de esas estrellas, lo sabremos en menos de tres días como máximo. Aparte de eso, realizaremos patrullas regulares a estrellas más distantes, pero los intervalos de visita serán de meses en lugar de días.
    -¿Cuándo entra en vigor todo eso?
    -Ya hemos empezado a colocar los primeros elementos para los detectores de la red de la frontera -dijo Rafael-. Si vienen a por nosotros directamente, lo sabremos. Calculamos que para completar toda la red de la Federación podemos tardar hasta dieciocho meses.
    -Ya veo. Almirante, ¿qué hay de los vuelos de exploración?
    -Depende del número de naves, por supuesto. Una vez que terminemos esta operación preliminar, voy a retirar esas naves de exploración para que empiecen a patrullar por las estrellas más cercanas. Tenemos dos naves de exploración más que están realizando los vuelos de prueba y las restantes cinco de la remesa tres saldrán de sus plataformas de montaje a lo largo de los próximos cuatro meses. Con eso tendré quince, que es suficiente para patrullar las fronteras. Las patrullas de las estrellas remotas requerirán otras diez naves de exploración, aunque yo preferiría contar con entre quince y veinte.
    -Cada una cuesta tres mil millones de dólares de la Tierra -dijo Patricia, lacónica.
    -Soy consciente de ello, y también de los costes de operación y mantenimiento. El Ejecutivo sabía que el presupuesto tendría que incrementarse de una forma casi exponencial durante los primeros tres o cinco años de la existencia de la Marina.
    -Me llevaré esas cifras preliminares conmigo. ¿Qué hay de las naves de guerra?
    -La primera remesa de tres debe terminar de montarse dentro de cuatro meses. Después de eso, iremos construyendo una cada tres semanas. Las que necesitemos en último caso dependerá de la naturaleza de la amenaza prima.
    Todo el mundo se volvió hacia Dimitri Leopoldovich. Desde el regreso del Segunda Oportunidad, el Ejecutivo de la Federación y el Senado lo había consultado cada vez con más regularidad. La experiencia le daba un cierto grado de confianza al enfrentarse a interpelantes de alto nivel de un modo que no quedaba demasiado patente en su aspecto.
    -Más o menos lo único que sabemos con seguridad de los primos es que no se les pueden asignar motivaciones humanas -dijo en inglés con un suave acento extranjero-. Incluso con una civilización tan enorme contenida en un único sistema solar, han tenido que desviar una cantidad inmensa de sus recursos para construir el agujero de gusano gigante que mi equipo ha llamado la Puerta del Infierno. -Se le crisparon los labios, como si esperara una censura-. No entendemos bien por qué se construyó a semejante escala. Una de las posibilidades más obvias es que se construyó sin ninguna referencia a la economía porque es una ruta de supervivencia para la especie. Los primos temen el regreso de la barrera circundante y están intentando extender su semilla por toda la galaxia. Unas naves estelares lo atravesarán con ejemplares de cría y maquinaria suficiente para sostener una colonia. Si dirigen el otro extremo del agujero de gusano a un nuevo sistema estelar cada semana, o incluso cada día, se habrán dispersado de tal modo que será muy difícil que los constructores de la barrera puedan encerrarlos de nuevo. De hecho, es una versión acelerada de nuestra Federación.
    -Espere un momento -dijo Patricia-. ¿Está afirmando que ni siquiera representan una amenaza para nosotros?
    -En absoluto, mi equipo solo les está proporcionando las posibilidades teóricas. Una segunda opción es que conocen la ubicación de los constructores de la barrera y han cruzado el espacio interestelar para enfrentarse a ellos y librar al fin la guerra que pretendía evitar la barrera. Una tercera opción es que lo hayan construido para llegar a la Federación. Esa es la única opción que nos preocupa. Tenemos que subrayar que no podemos asignarles un motivo satisfactorio, dado que nos entorpece la perspectiva humana. Como ya han demostrado los silfen y el Ángel Supremo, nuestra lógica y nuestras pautas de comportamiento no son universales. Y ya solo la existencia de la Puerta del Infierno demuestra hasta qué punto es cierto. Por tanto y para los fines de esta reunión, no importa por qué vienen hacia aquí, solo que vienen. Y sobre esos términos debemos considerar sus acciones. Ya han tenido dos oportunidades para comenzar a contactar pacíficamente con nosotros, y han decidido no hacerlo en ambas ocasiones. Tras lo cual, la conclusión de mi equipo es que si la Puerta del Infierno se construyó para permitir que los primos tuvieran acceso a la Federación, es con intención hostil. Recomendamos que si los primos abren un agujero de gusano ya sea cerca o dentro de la Federación, la Marina debería responder con la máxima fuerza.
    -¿No equivaldría eso a una declaración de guerra por nuestra parte? -dijo Patricia-. No estoy muy segura de que el Ejecutivo, o el Senado siquiera, vaya a acceder a aprobar esas reglas de combate.
    -Por utilizar una vieja analogía, usted está jugando al croquet mientras ellos hacen kickboxing. Si los primos consiguieron extraerles información a Bose y Verbeke, como indican las pruebas que tenemos hasta ahora, lo saben todo sobre nosotros. Sabrán que nuestros intentos para ponernos en contacto con ellos eran pacíficos. Saben cómo corresponder abriendo canales de comunicación con nosotros de un modo no hostil y no amenazador. Que hayan decidido no investigar al menos el estado de la galaxia que los rodea después de mil años de aislamiento sugiere muchas cosas. En términos tácticos, se están colocando en una posición muy ventajosa.
    -¿Pero para qué iban a venir hasta aquí? -preguntó Oscar-. Si todo lo que quieren son recursos materiales, hay cientos de sistemas estelares cerca del suyo que podrían explotar y por los que podrían extenderse.
    -El número de factores desconocidos que estamos manejando significa que en realidad tenemos que concentrarnos en los pocos hechos que tenemos, en lugar de dedicarnos a especular eternamente -dijo Dimitri Leopoldovich en tono reprobador-. Seguimos sin saber por qué se levantaron las barreras de las Dyson, ni quién lo hizo. No sabemos por qué se desconectó una. Redúzcanlo a lo más básico, amigos: todo lo que sabemos es que está demostrado que son hostiles, tienen decenas de miles de naves de guerra y están construyendo agujeros de gusano que pueden alcanzarnos. Tenemos que reajustar nuestro civilizado modo de pensar y empezar a hacer las cosas por defecto, dispararles antes de que nos disparen. En este caso, no tenemos más alternativa que prepararnos para el peor de los casos. Yo preferiría gastar un trillón de dólares en la Marina y vivir para lamentar el desperdicio del dinero de los contribuyentes, que no gastarlo y averiguar que lo necesitábamos. Acuérdense de Pearl Harbour.
    Wilson observó con aire divertido, pero sin decir nada que Patricia se obligaba a no hacer ningún comentario sobre la Marina de un trillón de dólares de Leopoldovich.
    -No estoy seguro de que se pueda aplicar el paralelismo de una forma estricta -dijo el almirante-. Pero entiendo a qué se refiere.
    -Tendremos una ventaja estratégica -dijo Dimitri Leopoldovich. Su rígida sonrisa enfática lo hizo parecerse incluso más a un vampiro-. Una única ventaja. Y debe explotarse sea cual sea el coste para nosotros pues será la única posibilidad que tengamos de sobrevivir. Los primos están al final de una línea de suministros muy larga y singular. Sin ella, no puede haber hostilidades. Por eso mi equipo recomienda con urgencia que se ataque el agujero de gusano primo en cuanto lo abran en el espacio de la Federación. Que se ataque y se destruya. No puedo darle suficiente énfasis a esta estrategia. No habrá reglas de combate una vez que empiecen a atravesarlo. Hemos estudiado los archivos del Conway, estaban enviando docenas de naves a través de la Puerta del Infierno cada hora, y eso fue hace meses. Mientras que aquí hablan de construir una nave de guerra cada tres semanas y la primera ni siquiera está terminada todavía. Si dedicáramos toda nuestra producción industrial a la construcción de naves, harían falta décadas para alcanzar el número que pueden desplegar los primos contra nosotros ahora mismo.
    -¿Es posible esa opción de combate? -preguntó Patricia-. ¿Podemos dispararles algo a través del agujero de gusano, algo que destruya el mecanismo del generador del otro extremo?
    -Una palanca o incluso una honda pueden dejar fuera de combate el generador de un agujero de gusano si sabes qué componentes críticos hay que cargarse -dijo Wilson-. La clave es acercarse lo suficiente como para infligir un daño relevante. Puede estar segura que la abertura de este lado estará defendida por escuadrones de naves y los campos de fuerza más potentes que se puedan levantar. Tendríamos que atravesarlos para llegar a la estación del otro lado. En este momento, la clase de sistemas capaces de hacer eso no forma parte de los armamentos que estamos instalando en las naves de guerra.
    -Entonces hay que diseñarlos e instalarlos -dijo con contundencia Dimitri Leopoldovich-. De inmediato.
    Patricia y Daniel se miraron. Daniel inclinó la cabeza una fracción.
    -Muy bien -dijo Patricia-. Si esa es la recomendación oficial de su equipo, académico. Almirante, que su personal examine la propuesta, por favor, y elabore el presupuesto para que lo examine el Comité de Dirección.
    -Desde luego -dijo Wilson.
    
    En verano a Paula le encantaba sentarse en las terrazas de los cafés de París. En una ciudad tan profundamente nacionalista como aquella, el café seguía siendo amargo y natural gracias a que evitaba muchas de las regulaciones de tratamiento de la NFU, mientras que la bollería que lo acompañaba contenía demasiadas calorías. El sol y la gente conformaban un cambio refrescante con respecto al entorno aséptico del despacho. Pero para esa llamada, la investigadora entró dentro de un pequeño bistró que había a unos cientos de metros de la oficina y cogió un reservado. Llevaba cincuenta años utilizando el mismo sitio y la camarera la acompañó al reservado de la parte de atrás sin ni siquiera preguntar. Paula pidió un chocolate caliente y uno de los pasteles con almendras y cerezas.
    Su mayordomo electrónico le dijo que estaba entrando la llamada. Paula puso una pequeña matriz de mano en la mesa y esperó a que la pantalla se desplegara. No era que no pudiera responder a esa llamada en la oficina, pero le parecía más adecuado responderla en su tiempo libre. La cara de Thompson Burnelli apareció en el fino plástico y por el fondo borroso dorado y blanco a la investigadora le pareció que estaba en su despacho del Senado.
    -Paula -el senador le dedicó una sonrisa relajada-. ¿Sin uniforme?
    Cualquier otro se habría ganado una mirada asesina por esa pulla, pero con el senador la investigadora se limitó a alzar una ceja.
    -Debe de estar en la tintorería -dijo.
    La formación de la Marina de la Federación había cogido a Paula por sorpresa, no estaba preparada para que la recién formada Agencia de Seguridad Planetaria pasara a estar financiada por la Marina y cambiara una vez más. Pero le gustara o no, formaba parte de la inteligencia naval con el rango de comandante. Un día después de que se anunciaran los cambios en la oficina de París, Tarlo le había hecho un saludo militar al llegar al trabajo. Nadie volvería a hacerlo. Y en la oficina de París tampoco se vestía de uniforme, aunque, técnicamente hablando, podían hacerlo. En los despachos se rumoreaba que varios miembros del personal se cambiaban y se los ponían antes de salir de copas por la ciudad, para poner a prueba esa antigua teoría de que las chicas se volvían locas por los marineros.
    Pero los uniformes eran la menor de las preocupaciones de Paula. Para empezar, Mel Rees les había dicho que la oficina entera se iba a trasladar a Kerensk, donde el vicealmirante Columbia estaba estableciendo su administración. Eso provocó un enfrentamiento entre Rees y ella en el que se dispararon llamadas a los aliados políticos a la velocidad de las salvas de misiles de los primos. Mel Rees estaba desesperado por trasladarse al cuartel general de la defensa planetaria de la Marina, donde sus posibilidades de ascenso dentro de la nueva organización eran considerables; Paula amenazó con dimitir si se continuaba con cualquier tipo de traslado o alteración del equipo.
    Rafael Columbia resolvió el problema con su habitual destreza política. A Paula la nombraron comandante del proyecto Johansson, que permanecería en París por razones estratégicas. A Mel Rees también lo ascendieron, dirigiría una nueva unidad en Kerensk que se ocuparía del despliegue de la red de los detectores de agujeros de gusano. A Paula le satisfizo ver que sus contactos pesaban más que los contactos familiares de Mel.
    -Siento haber tardado tanto en llamarte con esto -dijo Thompson-. La vida en el Senado no había tenido tanta emoción desde... Bueno, ni siquiera recuerdo haber vivido una sesión parecida. El segundo vuelo de Kime ha puesto las cosas al rojo vivo. Jamás pensé que tendríamos que formar una marina de guerra y he estado muy ocupado con el trabajo de preparación.
    -¿Sabías que la vieja Junta Directiva para Crímenes Graves terminaría siendo la inteligencia naval?
    -No, Paula, no me di cuenta de lo ambicioso que iba a ser Rafael. He oído hablar de tu pelea con Rees. Me alegro de que consiguieran encontrar una solución de compromiso que te permitiera quedarte. Joder, pero si casi no conseguimos quedarnos con el Departamento de Seguridad del Senado. ¿Te puedes creer que Columbia también quería eso?
    -No puede durar, Thompson. Todavía necesitamos algún tipo de departamento intersolar que se encargue de atrapar a los delincuentes. Aparte de Johansson, la inteligencia naval no tiene nada que hacer. Mis antiguos colegas siguen trabajando en sus viejos casos. Pero se ponen el uniforme para hacerlo, eso es todo.
    Thompson sonrió con tristeza.
    -No del todo. Hay una pequeña oposición que no quiere que la Marina tome forma. Por ahora no son más que exaltados desafectos, pero hay que vigilarlos; a los que no van y se unen al éxodo, claro.
    -La policía local puede ocuparse de eso.
    -No voy a discutir contigo, Paula. Te llamo porque tengo noticias.
    -Perdona, continúa.
    -Bien, en primer lugar, no hay ningún departamento de seguridad secreto dirigido por el Ejecutivo. No cabe duda, lo consulté con mi padre. No sé quién dio el golpe de Costa de Venecia, pero no estaba autorizado por el presidente ni por la Seguridad del Senado.
    -Gracias. ¿Qué hay de Boongate y los cargamentos de Tierra Lejana?
    -Ah. -Thompson cambió de postura, incómodo-. Ahí es donde se pone interesante. Yo mismo hablé con Patricia Kantil sobre eso, le señalé que necesitamos inspeccionar todo lo que va a Tierra Lejana, que era urgente. Dijo que estaba de acuerdo y que lo pondría en la agenda de Doi. Desde entonces, todo lo que he recibido ha sido memorandos que dicen que la propuesta se está considerando. Incluso antes de tus sospechas, habría sentido curiosidad por algo así. No debería costarme solucionar algo tan trivial; en circunstancias normales, me limitaría a decirle a un ayudante que se ocupara de ello. El hecho de que no pueda hacerlo sugiere muchas cosas.
    Paula sintió que un escalofrío le recorría el pecho, a pesar de la calidez del chocolate que estaba tomando. Las décadas que se había pasado mandando solicitudes para eso mismo a cada nuevo jefe de la Junta Directiva y todo para ver que quedaban en nada todas y cada una de las veces. En último caso debían de haberlas bloqueado todas en el despacho del Ejecutivo.
    -¿Quién se está enfrentando a ti? ¿No será la propia Doi?
    -No. Esto es la ley de Newton de la política, para cada acción... Alguien estará presionando al despacho del Ejecutivo para permitir que pasen los cargamentos sin comprobación alguna.
    -¿Quién?
    -No lo sé. Aquí nos estamos metiendo en la zona de los susurros y los asesores. A este nivel del juego, tus oponentes ya no dan la cara, forma parte de la partida. Pero, Paula, pienso averiguarlo. Has conseguido preocuparme, y eso no es fácil.
    
    La cálida luz estival entraba a raudales por las ventanas circulares que había sobre la cabeza de Mark Vernon y se difuminaba de forma regular por todo el estudio semicircular. La iluminación era más brillante de lo que se había imaginado cuando Liz y él se habían sentado a planear juntos su nuevo hogar. No era que no quisiera tener un estudio bien iluminado, era que siempre había tenido una imagen de una habitación un poco más oscura, quizá un tanto atestada con sus cosas personales, la habitación que un hombre estaría encantado de utilizar como refugio para huir de su familia de vez en cuando. Pero en un sitio tan espacioso y con aquellas paredes de coral seco nacarado, no le hacía gracia dejar que se acumulara el desorden. Así que tenía el escritorio despejado y todas sus cosas estaban pulcramente organizadas en grandes armarios de madera de alba. Dado que Barry y Sandy podían corretear con libertad por el resto de la casa, el estudio se había convertido en el sitio más ordenado de toda la vivienda.
    Se quedó junto a la puerta de cristal esmerilado y miró a su alrededor, confundido. La cazadora que sabía que estaba allí dentro, no estaba.
    -¡Papi! ¡Venga! -gritó Sandy en el vestíbulo principal, a su espalda.
    -No está aquí -exclamó Mark con la esperanza de que Liz se apiadara de él.
    -El abrigo es tuyo -le contestó Liz desde el vestíbulo. Su marido le lanzó otra mirada perpleja al estudio.
    Y entonces Panda, la joven labradora blanca de la familia, llegó arrastrando su abrigo de lana favorito. Agitó la cola muy contenta mientras se lo quedaba mirando.
    -Buena chica. -Mark empezó a acercarse a la perra-. Suéltalo. Suéltalo, chica.
    La cola de Panda se agitó todavía más rápido anticipando el juego antes de empezar a girar.
    -¡No! -gritó Mark-. ¡Quieta!
    Panda salió de un salto al pasillo arrastrando el abrigo con ella. Mark corrió tras ella.
    -¡Vuelve! ¡Quieta! ¡Suéltala! -Después intentó pensar en las otras órdenes que habían revisado en las clases de obediencia-. ¡Aquí!
    Junto a la puerta principal, Liz estaba poniéndole la cazadora a Sandy por la cabeza.
    Las dos se dieron la vuelta para mirar.
    -¡Quieta! Para. ¡Ven aquí! -Mark había cruzado la mitad del vestíbulo cuando salió Barry de la cocina.
    -Aquí, chica -dijo, y se dio unos golpecitos en las rodillas. Panda trotó hasta él y dejó caer el abrigo a sus pies-. Buena chica.
    Barry acarició al animal y dejó que le lamiera la cara y las manos.
    Mark recogió el abrigo con toda la dignidad que pudo reunir. Tenía un gran trozo mojado en el hombro, provocado por la boca de la perra. Habían comprado a Panda casi un año atrás, cuando al fin se habían trasladado a la casa de coral seco. Era el perro de la familia, pero solo hacía lo que le decía Barry.
    -Eso es porque todavía es un cachorro. -Mark llevaba tres meses diciendo lo mismo-. Ya se le pasará.
    A lo que Liz se limitaba a responder:
    -Sí, querido.
    Aunque él nunca había tenido perro, a Mark siempre le había gustado la idea de que su familia lo tuviera. Se imaginaba largos paseos por el valle de Ulon con su mascota trotando a su lado. Un animal así sería leal, obediente y cariñoso, y un compañero excelente para los niños. Y además, la mayor parte de los hogares del valle de Ulon tenían perro. Formaba parte del ideal de Randtown.
    El propietario de una tienda de animales del paseo Principal le había asegurado a la familia Vernon que los labradores blancos tenían toda la simpatía natural de la raza, junto con una inteligencia superior que se había incluido en su ADN, además del pelaje blanco. A Mark le había parecido perfecto. Y entonces Sandy había visto al cachorrito blanco y blandito con los ojos rodeados por círculos negros y la decisión se había tomado antes de que Liz y Barry pudieran decir nada.
    Mark se echó el abrigo al hombro.
    -¿Todo el mundo listo?
    -¿Nos llevamos a Panda? -preguntó Barry.
    -Sí.
    -Te haces tú cargo de ella -le dijo Liz con firmeza-. Y no le quites la correa.
    Barry esbozó una gran sonrisa y sacó a la perra por la puerta principal. Liz comprobó que la cazadora de Sandy estaba bien abrochada y sacó a la niña tras su hermano.
    -Barry tiene deberes que hacer, ya sabes -dijo Liz-. Y el vivero ya está bastante corto de personal como para que yo me tome tardes libres.
    -Si quieres que Barry haga sus tareas, no tiene que venir -dijo Mark-. Pero sabes que yo tengo que hacerlo.
    Liz suspiró y miró el vestíbulo con lo que podría haber sido una expresión nostálgica.
    -Sí, lo sé.
    -Estamos protegiendo nuestra forma de vida, Liz. Tenemos que demostrarle a la Marina que no puede mangonear a la gente de esa forma.
    Liz le dedicó una sonrisa llena de cariño y después le acarició con un dedo la línea de la mejilla.
    -No me había dado cuenta de que me había casado con alguien con tantos principios.
    -Perdona.
    -No te disculpes. Creo que es admirable.
    -¿Entonces crees que deberíamos llevarnos a los niños? -preguntó Mark; de repente ya no estaba tan seguro-. Es decir, es nuestro punto de vista y los estamos obligando a formar parte de ello. No dejo de pensar en los niños que son vegetarianos o religiosos solo porque lo son sus padres. Es algo que siempre he odiado.
    -Esto es diferente, cariño. Ir a una manifestación de protesta no es un voto para toda la vida para ellos. Además, les va a encantar, lo sabes.
    -Sí. -Intentó no sonreír y fracasó de una forma miserable-. Lo sé.
    La camioneta Ables estaba aparcada junto al pequeño todoterreno Toyota de Liz, en el trozo de caliza compacta donde se alzaba antes su casa temporal. Aunque ya hacía mucho tiempo que había desaparecido el edificio, Mark todavía no se había puesto a programar los robots para que quitaran la piedra.
    Los niños ya estaban en el asiento de atrás, discutiendo. Panda ladraba muy contenta mientras intentaba trepar con ellos.
    -Cinturones -dijo Liz al subirse delante.
    Mark llevó con firmeza a la perra a la parte de atrás y la metió en la cabina cubierta antes de subir al lado del conductor.
    -¿Listos?
    -Sí -cantaron a coro los niños.
    -Pues vamos.
    Condujeron por el valle de Ulon hasta que entraron en Páramo Alto y después giraron por la autopista que llevaba al norte, en dirección contraria a Randtown. Después de unas cuantas millas los valles empezaban a estrecharse y la autopista de cuatro carriles comenzaba a subir la ladera de las montañas para salvar una amplia cordillera tallada en la roca. A treinta kilómetros del pueblo pasaron por el primer túnel. No había ningún tipo de tráfico en sentido contrario. Cuando la carretera dejó de hacer curvas, Mark empezó a ver de vez en cuando algún vehículo que iba por delante de ellos.
    Estaban a principios de verano así que la multitud de arroyos que bajaban por las laderas de las montañas no se habían secado todavía, aunque la corriente era visiblemente más reducida tras el diluvio de primavera. Las Dau’sings se elevaban hacia las alturas a ambos lados de la carretera y la autopista iba serpenteando hacia el norte. Con frecuencia había un precipicio de varios cientos de metros al borde de la carretera, con solo un grueso muro de piedra como protección. En las laderas inferiores, la hierba rayo estaba abandonando su habitual tono amarillo y áspero para tomar un color miel más suntuoso a medida que se acercaba la estación de emisión de esporas, que duraba una semana.
    A cuarenta y cinco kilómetros del pueblo pasaron junto a uno de los monstruosos constructores de carreteras JCB abandonados que Simon Rand había utilizado para tallar su autopista por las montañas. Estaba en un amplio trozo de suelo roturado que uno de sus parientes había abierto en el costado de la ladera, junto a la carretera. Décadas de feroces inviernos en el sur del continente habían reducido las partes metálicas a trozos oxidados con aspecto fundido, mientras que la carrocería de compuesto estaba blanquecina y agrietada. Las enormes y sólidas rodadas de metal se habían hundido en las ruedas y habían permitido que el vientre se apoyara en el suelo, donde se había doblado y torcido. Los cazadores de recuerdos habían cogido la mayor parte de los componentes más pequeños y habían roto el cristal de la cabina con pinta de ojo de insecto que había en la parte frontal.
    Los dos niños se alborotaron al ver la máquina y Mark tuvo que prometerles que volverían algún día a echarle un buen vistazo.
    Unos ocho kilómetros después del constructor de carreteras, junto al arcén del monte Zuelea, la carretera estaba bloqueada por vehículos parados. Napo Langsal agitó los brazos para que se detuvieran. Era el dueño de uno de los barcos de buceo de Randtown y Mark nunca lo había visto fuera del pueblo o de su barco. Ni siquiera estaba muy seguro de que Napo tuviera coche.
    -Eh, chicos -dijo Napo-. Colleen está a punto de volver al pueblo así que si pudierais meter esto donde tenía aparcado el camión, os lo agradeceríamos.
    -No hay problema -dijo Mark-. Nos hemos traído la comida, pero los críos tendrán que irse a casa por la noche.
    -Creo que hay unos cuantos vehículos que van a venir a eso de las siete, se van a encargar del turno de noche.
    -Está bien. -Mark adelantó la camioneta y condujo por la estrecha brecha zigzagueante que quedaba entre los vehículos aparcados en ángulo que cruzaban los carriles, la mayor parte camionetas o todoterrenos, el tipo de vehículos conducidos por los habitantes de Randtown. La gente que caminaba por la carretera vio a los Vernon y los saludó con la mano o levantó los pulgares. Se había quitado una sección de la mediana y Mark giró por el carril del sur. El gran camión de Colleen se veía con facilidad, los lados estaban pintados con el brillante logotipo rosa y esmeralda de su empresa de hojas de precipitación, que resplandecían con fuerza al sol, con un brillo fluorescente. Desde su llegada al planeta, Mark había tenido varias discusiones con ella sobre el equipo semiorgánico que les había suministrado, pero en ese momento los dos se dedicaron una alegre sonrisa al cruzarse.
    -El espíritu de la comunidad está en plena forma hoy -murmuró Liz con picardía para que los niños no la oyeran, y el matrimonio se sonrió.
    Mark aparcó en el hueco que había dejado Colleen. Caminaron hasta la cabecera del bloqueo, donde los grandes camiones municipales, buldóceres, tractores, quitanieves, basureros y autobuses de dos pisos estaban aparcados en fila, apretados como un mosaico. El propio Simon Rand se acercó a recibirlos, una figura alta con una toga parecida a las de Gandhi de color albaricoque y hecha de tela semiorgánica que se mecía alrededor de sus miembros cuando se movía, cubriéndole siempre la piel y manteniéndolo caliente bajo el fresco aire de la montaña. Su edad aparente se acercaba a los sesenta años, un envejecimiento que le había producido largas y distinguidas arrugas en el rostro del color del ébano. Encajaba a la perfección en el papel de gurú de la naturaleza, carismático y pasivamente obstinado, rasgos que tranquilizaban de una forma universal a cualquiera que estuviera comprometido con sus ideales.
    Un tropel de personas le seguía los pasos. Un séquito que podría pasar por el personal de cualquier político importante, salvo que estos eran más bien acólitos. Algunos estaban alerta y centrados mientras que otros se movían en su propio ensueño. Más de la mitad eran mujeres y todas ellas eran atractivas, ya estuvieran rejuvenecidas o en su primera vida. El compromiso de Simon con sus ideales atraía a muchas admiradoras entre las personas que habían ido a vivir la vida de Randtown y, como no dejaba de decir, él también era humano.
    -Mark, has venido, qué amable por tu parte -dijo Simon con tono cálido y estrechó la mano de Mark con un fuerte apretón.
    No cabe duda de que es el apretón de un político, pensó Mark.
    -Y Liz también. Sois muy amables. Sé lo difícil que es para la gente que se gana la vida trabajando contribuir a una causa con su tiempo, sobre todo aquellos que se acaban de unir a nosotros y tienen hipotecas que pagar. Si de algo vale, os agradezco mucho que estéis hoy aquí.
    -Podemos prescindir de unas cuantas tardes -dijo Liz con malicia. Era una de las pocas inmunes al encanto personal de aquel hombre, aunque hasta ella admiraba su resolución.
    -Esperemos que esta situación no requiera más que eso -dijo Simon-. Ya he oído, de forma extraoficial, por supuesto, que están dispuestos a considerar la negociación de una fuente de energía alternativa a ese horrendo plutonio que se han traído con ellos.
    -Suena bien -dijo Mark-. ¿Dónde nos quieres?
    -Hay una gran extensión de tierra de nadie entre ellos y nosotros, muchas familias se han reunido allí. Los niños podrán jugar con sus amigos.
    -¿Puedo llevar a Panda? -preguntó Barry.
    -¿A tu perro? -Simon les guiñó un ojo a los dos niños Vernon-. Pues claro que puedes, todo el mundo es bienvenido a la protesta. Estoy seguro de que Panda se lo va a pasar muy bien. Intenta no dejarle que muerda a muchos policías. Solo están haciendo su trabajo y la riña no es con ellos.
    -Panda es una perra, chica, ¿sabe? -dijo Sandy con tono indignado mientras acariciaba a Panda.
    -Me disculpo. Es una perra, chica, preciosa.
    -Gracias. Panda dice que usted también es muy agradable.
    -Pues vamos hasta allí, entonces -dijo Mark mientras se subía la cremallera de la cazadora. Estaba empezando a pensar que ojalá se hubiera traído los guantes.
    -Quedaos solo el tiempo que podáis -dijo Simon-. Es el hecho de venir aquí lo que importa. No medimos el compromiso por la cantidad de horas que le dediquéis.
    -Tengo entendido que tú duermes en uno de los autobuses -dijo Liz.
    -Sí. No queremos darle a la Marina la oportunidad de romper el bloqueo, así que mis partidarios más cercanos y yo mantenemos la vigilia por la noche. No puedo irme, Liz, esta es mi casa, ahora y para siempre. Mis raíces están aquí. Mi alma está en paz con lo que se ha logrado. Así que entenderás que debo permanecer en esta carretera y evitar la violación de la vida que tantos han elegido vivir.
    -Lo entiendo.
    Simon aspiró una profunda bocanada de aire con una expresión de serenidad en la cara.
    -Había olvidado el sabor del aire de la montaña. Su crudeza, su pureza, son refrescantes. Aquí arriba todos podemos reafirmar el compromiso que hemos adquirido con nosotros mismos. Esta carretera que construí es algo más que una entidad física. Desde este punto puedes tomar muchas decisiones con respecto a tu destino.
    -Creo que nosotros nos vamos a ir a casa al final del turno, muchas gracias -le dijo Liz.
    Y Simon inclinó la cabeza y sonrió con elegancia, como cualquier místico golpeado por un hecho sólido.
    -Eso ha sido una grosería -dijo Mark mientras seguían subiendo hacia la cabecera del bloqueo. Simon y sus seguidores personales más íntimos se habían alejado para atender algún asunto inescrutable.
    -A los viejos pesados y pomposos hay que tomarles el pelo de vez en cuando. -Liz juntó las manos al modo budista y se puso bizca-. Los pone en contacto con su ser interior.
    El brazo de Mark le rodeó el hombro y la abrazó con cariño.
    -Dile eso a la chusma que venga a lincharte a medianoche.
    Más allá de los grandes camiones que encabezaban el bloqueo, había un par de cientos de metros de carretera vacía. Varios cientos de residentes de Randtown se arremolinaban sobre el hormigón amalgamado por enzimas. Los adultos se amontonaban en pequeños grupos para hablar, dando patadas en el suelo para defenderse del aire gélido que soplaba de las cumbres más altas del este, donde había nieve todo el año. Los niños se dividieron en sus propios grupitos y comenzaron a perseguirse en juegos varios. Unos robots zumbones surcaban el aire sobre las cabezas de todos, eran la última moda. Eran unos aviones pequeños con forma de platillo volante y unas aspas en el centro que rotaban en sentido contrario a las agujas del reloj, controladas por guantes-v. Era una imagen extraña, niños completamente inmóviles que agitaban los dedos como si estuvieran tocando un piano invisible; cada movimiento hacía remontar el vuelo sobre la carretera a los aparatitos, que luego descendían sobre cualquier parte. De vez en cuando alguno hacía una rápida pasada hacia la línea de policías aburridos que había al otro lado de la brecha. Una rápida llamada de atención de un padre forzaba pronto el regreso del fugitivo.
    Tras la policía, en el carril del sur, había un largo convoy de camiones Vitan SAAB de veintiséis ruedas. Para empezar, todos tenían motores de gasóleo, en contravención directa de las reglas de la autopista, que solo permitía el paso de vehículos eléctricos. Pero eso era casi irrelevante cuando se comparaba con el contenido. Todos transportaban el equipo necesario para construir una estación de detección de agujeros de gusano para la división de Seguridad Planetaria, que debía instalarse en las Dau’sings, justo sobre Randtown. Ese equipo incluía tres micropilas de fisión para alimentar los detectores.
    Se había producido una gran discusión en el peaje del extremo norte de la autopista cuando llegó el convoy. Pero el oficial de la Marina al mando había llamado a la Policía local, que anuló las órdenes del operario y mandó pasar al convoy. Se informó a Simon Rand de inmediato y este salió a detenerlos en el extremo sur, acompañado por sus seguidores, que conducían todos los vehículos municipales grandes que pudieron encontrar. Cuando llegaron a la cumbre del monte Zuelea, se detuvieron, inutilizaron los vehículos y se sentaron a esperar. El punto muerto ya duraba dos días.
    Mark y Liz no tardaron en encontrar a los Conant y a los Dunbavand, David y Lydia, que eran los dueños del vivero en el que trabajaba Liz, ellos también se habían llevado a sus hijos a pasar la tarde.
    -¿Queda alguien en Randtown? -se preguntó Liz.
    Se pasaron un par de horas hablando con los demás, sobre todo del efecto que tendría aquello en la industria turística. Los autobuses que llevaban a los grupos a los hoteles ya no seguían esperando tras el convoy de la Marina y los turoperadores ya habían empezado a armar más de un escándalo y a hablar de presentar demandas. Se pasaban termos de bebidas calientes. La gente volvía a sus vehículos a recoger prendas de ropa más calientes. A los niños los tenían que llevar al baño en uno de los autobuses. La protesta entera se parecía más a una merienda campestre gigante que a una proclama política.
    Después de un par de horas, Mark volvió a la camioneta a recoger la caja que contenía el almuerzo. Hubo un destello naranja entre los vehículos, en el otro carril, cuando Simon se dirigió con paso decidido a solucionar algo y sus cortesanos le siguieron los pasos con lealtad. Mark se acercaba al otro extremo de los vehículos aparcados, estirando el cuello para buscar la camioneta, cuando la vio.
    No le pareció una turista, había algo en ella que le hizo dudar de que aquella chica llegara a formar parte jamás del rebaño que enviaban las agencias de viaje, una chispa de independencia o confianza en sí misma que Mark ya era todo un maestro en captar. Era exactamente la clase de chica que disfrutaba de su primera vida e iba a Randtown para unirse a la fiesta y pasar su tiempo libre dedicándose a los deportes de riesgo que recorrían el paisaje de la ciudad. Aunque él no la había visto por el pueblo, trabajando de camarera ni ayudando en ninguna tienda.
    Era preciosa. Cosa que lo ponía nervioso porque esa clase de belleza lo hacía pensar en el tipo de esposa que tendría después de Liz. Porque los dos sabían que aquello no duraría para siempre. Aunque en ese momento les iba bien. Mark era realista, y Liz también. Y eso significaba que no pasaba nada por plantearse ese tipo de cosas, ¿no?
    La chica lo vio mirándola y le dedicó una sonrisa descarada.
    -Hola -dijo alargando las palabras. Era una voz ronca, insinuante, muy apropiada para su rostro joven y largo con su seductora nariz chata. Lucía un saludable bronceado que hacía juego con el cabello tostado que llevaba largo y ondulado.
    -Hola -respondió Mark. Ya tenía la voz forzada al tensar los músculos del estómago y meter el abdomen para que fuera como solo unos años atrás-. ¿Estás buscando a alguien?
    -En realidad no, solo estoy mirando.
    -Ah, bueno, ya, la acción está ahí arriba, en la cabecera. Tampoco es que haya mucha acción. Aparte del partido de fútbol de los críos. ¡Ja!
    -Ya. -La joven se puso justo enfrente de él sin dejar de sonreír. Todos los demás se habían vestido para defenderse del frío, pero ella parecía muy cómoda con una camiseta blanca de manga corta y una falda de ante que le llegaba justo por encima de las rodillas. Había una pequeña eme justo sobre el dobladillo de la falda. El conjunto destacaba los hombros amplios y un vientre producto de muchas horas de gimnasio. Las botas vaqueras tenían unos tacones planos, pero incluso así tenía los ojos al mismo nivel que los de Mark. Después le tendió la mano-. Soy Mel.
    -Mark. -Vernon intentó no darle demasiada importancia al contacto físico. Aquella joven tenía mucha más confianza en sí misma y era mucho más sofisticada que la mayor parte de los jóvenes que disfrutaban de su primera vida en Randtown.
    -¿Así que has venido hasta aquí solo para ver el fútbol? -le preguntó Mel.
    Mark se ruborizó al oír el tono burlón, el modo en que su mirada fija no abandonaba nunca su rostro, la proximidad, todavía no había soltado la mano femenina.
    -Oh, Dios, no. Estoy aquí para apoyar a Simon Rand. Y al resto de la ciudad.
    -Ya veo. -La joven quitó con suavidad la mano-. ¿Y la mayor parte de la ciudad apoya este bloqueo?
    -Sí, desde luego. Es indignante lo que están intentando hacernos. Hay que detenerlos.
    -¿Evitar que construyan una estación de detectores de agujeros de gusano?
    -Exacto. Y vamos a hacerlo. Nuestro ideal solo estará a salvo si actuamos juntos.
    El hermoso rostro de la joven hizo un mohín.
    -No llevo aquí mucho tiempo pero me doy cuenta de que la vida sencilla atrae a la gente. ¿Cuál es ese ideal con exactitud, dirías tú?
    -Solo eso: nos consagramos a vivir una vida sencilla, limpia y verde.
    -Pero la Marina no va a destruir todo eso, ¿no? La estación se va a ubicar a varios kilómetros de la ciudad, en las montañas, donde no puede afectar a nadie. Y lo cierto es que la Federación necesita saber si los primos abren un agujero de gusano dentro de nuestras fronteras.
    -Es el principio de lo que están haciendo. La estación tiene sistemas de energía nucleares, que es todo lo contrario a todo aquello en lo que nosotros creemos. Y no nos preguntaron, se limitaron a irrumpir en la autopista y se pusieron a construir su estación sin nuestro permiso.
    -¿Necesitaban permiso?
    -Pues claro que sí. Toda la cordillera de las Dau’sings está incluida en el fuero de la Fundación, y la energía nuclear está excluida de él de forma específica.
    -Eso lo entiendo, pero la Marina necesita contar con una serie de estaciones de detectores de agujeros de gusano en el continente del sur para darle a toda la red una cobertura completa. Si se oponen a eso, están adoptando una actitud antihumana.
    -Si esto es ser antihumano, adelante, dame más -dijo Mark con chulería, lo que le reportó una sonrisa alentadora-. No lo es, por supuesto. La decisión de ubicar la estación en las Dau’sings la tomaron una pandilla de burócratas que pusieron un alfiler en un mapa. Les daba igual los deseos y creencias de la gente que vive aquí, lo más probable es que ni siquiera se molestaran en averiguar ninguna de nuestras costumbres. Todo lo que estamos haciendo con este bloqueo es obligarlos a tener en cuenta nuestras necesidades. Al parecer, ya están empezando las negociaciones sobre otras fuentes de energía.
    -Eso no lo sabía.
    -Bueno, no es oficial todavía, pero sí.
    -¿Y eso no va a costar más?
    -El presupuesto de la marina es tan grande que nadie se enterará siquiera. En cualquier caso, se supone que están protegiendo nuestra forma de vida. Y para eso merece la pena pagar un poco más, ¿no?
    -Supongo que sí.
    -Y, bueno, ¿cuánto tiempo llevas en la ciudad? No te he visto por aquí.
    -Acabo de llegar.
    -Bueno, si quieres quedarte por aquí y probar algunos deportes de riesgo, conozco un par de sitios que podrían darte trabajo.
    -Es muy amable por tu parte, Mark, pero puedo pagarme los caprichos, gracias.
    -Estupendo, eh, bien. -Mark recordó de repente que se suponía que tenía que recoger el almuerzo para su familia-. Bueno, supongo que ya nos veremos por ahí.
    La joven hizo un mohín.
    -Lo estoy deseando.
    
    Esa noche, los Vernon se las arreglaron para dejar a Barry y Sandy durmiendo con los niños de los Baxter, en Páramo Alto, para poder pasar la velada en el pueblo. Empezaron en el bar Fénix, en la calle Litton, que corría paralela al paseo Principal. Como todos los edificios de Randtown era bastante nuevo, con un tejado de paneles solares y paredes aislantes de compuesto. Pero dentro, los propietarios habían levantado paredes de piedra para ocultar el armazón de vigas de carbono y después habían puesto pesadas vigas de fresno para sujetar el techo de madera, haciendo de aquella habitación un lugar oscuro y acogedor. La barra en sí ocupaba la mayor parte de una pared y servía unas cuantas cervezas junto con todos los vinos producidos en los valles que había detrás de Randtown, incluyendo unos cuantos de los viñedos de los Vernon. Un hogar dominaba el otro extremo, lo suficientemente amplio como para requerir dos chimeneas; el hogar de hierro podía contener enormes cantidades de madera que se quemaban durante los meses de invierno y emitían un calor tremendo. Pero en el verano la llenaban con una larga artesa de cerámica llena de flores recién cortadas. Había varios sofás dispuestos a su alrededor, sofás que reclamaron Liz y Mark junto con Yuri y Olga Conant. Por lo general, los sofás ya estaban ocupados a esas horas de la noche, pero el bloqueo había mermado la multitud habitual del bar.
    -No es solo aquí -dijo Yuri mientras se acomodaba con una copa de vin noir de Chapples, un viñedo de Páramo Alto-. La mayor parte de los cafés de la ciudad están sufriendo, ha bajado hasta la recaudación de la franquicia de los Kebabs de Babs.
    -Acababan de empezar a rotar los grupos de turistas cuando comenzó el bloqueo -dijo Liz-. Un grupo entero ya se ha ido y el siguiente no ha llegado todavía. Los hoteles tienen tres cuartas partes de las plazas vacías.
    -Y todos los que se han quedado atrapados en el pueblo están montando el pollo -dijo Olga-. Y no me extraña.
    -Hay sitios peores para quedarse atrapado -contraatacó Yuri.
    -Simon debería haber encontrado el modo de dejarlos pasar por el bloqueo. Sus principios están empezando a hacer daño a la gente.
    -Hay una diferencia entre hacer daño y crear molestias -dijo Mark.
    -En realidad no, en este caso no. La mayor parte de los turistas han terminado sus vacaciones y solo quieren volver a su casa y a su trabajo. ¿Qué te parecería que alguien te impidiera ganarte la vida?
    -Solo durará un par de días más, como mucho.
    -Sí, pero ha estado muy mal planeado.
    -No nos dieron muchas alternativas. ¿No te preguntas por qué la Marina no nos avisó de que iban a construir una estación aquí?
    -Es un proyecto de emergencia -dijo Olga-. Lo más probable es que ni siquiera lo supieran hasta unos cuantos días antes de que el equipo llegara a Elan.
    -Está bien, ¿y por qué no dijo nada el presidente de la cámara del Parlamento de Ryceel?
    -Porque sabía cuál sería la respuesta de Rand.
    -Exacto, ha sido una conspiración para colocarnos ese trasto antes de que nos enteráramos de lo que estaba pasando. Querían un fait accompli.
    El mayordomo electrónico de Mark le informó que lo estaba llamando Carys Panther. El joven parpadeó sorprendido y le dijo al programa que aceptara la llamada.
    -¿Estás entrando en el programa de Alessandra Baron? -preguntó Carys.
    -Yo también me alegro de hablar contigo -respondió Mark-. Debe de hacer ya seis meses.
    -No seas gilipollas y entra ahora mismo. Te llamaré cuando termine. -Carys puso fin a la llamada.
    -¿Qué? -preguntó Liz.
    -No estoy seguro. -Mark se dio la vuelta-. China -le dijo al barman-. ¿Puedes entrar en el programa de Alessandra Baron, por favor?
    Por lo general, rehuía entrar en el altanero programa de Alessandra, que siempre criticaba y nunca hacía nada constructivo. Tenía la sensación de que lo estaban sermoneando unos esnobs que se especializaban en la sátira.
    El anciano hombrecito que había detrás de la barra accedió a poner el programa en el gran portal.
    -Joder -susurró Mark. Era su propia cara la que dominaba la imagen, magnificada hasta alcanzar los nueve metros de altura-. Nos consagramos a vivir una vida sencilla, limpia y verde -decía en ese momento.
    -Así que era periodista -le dijo a su mujer-. No lo sabía. No me lo dijo.
    -¿Cuándo fue eso? -preguntó Liz.
    -Esta tarde. Se me acercó cuando fui a recoger la comida. Creí que era del pueblo.
    La imagen volvió al estudio donde Alessandra Baron estaba sentada en el centro de un gran sofá, su rostro de belleza clásica lucía una expresión divertida, como cuando los adultos responden a un niño precoz. Mellanie Rescorai estaba sentada a su lado, con un aspecto más sofisticado del que tenía en monte Zuelea; lucía un sencillo vestido escarlata pegado al cuerpo y una chaqueta negra con una eme pequeña de plata en la solapa, la habían despeinado con un estilo bastante elaborado.
    Liz le lanzó a Mark una larga mirada de soslayo y alzó una ceja varios milímetros.
    -¿Y esa era la periodista?
    -Ajá. -Mark le hizo un gesto con la mano para que se callara.
    Yuri y Olga intercambiaron una mirada de complicidad.
    -¿Y qué dijo después? -preguntaba Alessandra.
    -A estas alturas creo que quería decir, ¿podemos irnos a un motel a pasar el resto del día? -se rió Mellanie-. Pero conseguí mantener esas manitas calenturientas a distancia durante un rato diciéndole que la Marina no tenía ninguna intención de arruinar su simplón estilo de vida. ¿Te imaginas lo que dijo a eso?
    -¿Lo agradeció? -sugirió Alessandra con malicia.
    -Oh, sí. Echa un vistazo. -La imagen regresó a Mark, en el bloqueo. Sentado en el canapé delante de la chimenea, con una copa de vino en la mano y la perspectiva de saber lo que iba a ver, era bastante fácil darse cuenta de que la sonrisa que había esbozado aquella tarde para la chica era un tanto forzada. Nerviosa, incluso. La que utilizaba un hombre que intentaba impresionar. Que deseaba impresionar, quizá.
    -Es el principio de lo que están haciendo -decía su imagen-. Y no nos preguntaron, se limitaron a irrumpir en la autopista y se pusieron a construir su estación sin nuestro permiso.
    -¿Necesitaban permiso?
    -Pues claro que sí.
    El programa volvió al estudio.
    -Increíble -dijo Alessandra mientras sacudía la cabeza con un gesto perplejo y entristecido-. ¿Pero hasta qué punto están atrasados en Randtown?
    -¡Lo han editado! -protestó Mark dirigiéndose al bar en general-. Yo... No era a eso a lo que me refería. También dije otras cosas. Le hablé de las micropilas nucleares. ¿Por qué no han puesto eso? Lo está convirtiendo en... Por Dios, estoy ridículo. -Sintió que Liz le cogía la mano y se la apretaba con gesto tranquilizador y le lanzó a su mujer una mirada desesperada.
    -No pasa nada -le susurró Liz.
    -Todo lo atrasado que se puede estar después de tres generaciones de matrimonios entre primos -le confió Mellanie a Alessandra. El bar Fénix se había quedado en absoluto silencio. -Así que, en su opinión, nosotros, la Federación, no solo no tenemos derecho a poner un equipo de defensa vital en una montaña deshabitada -dijo Mellanie-. Pero espera a ver lo que dijo después.
    -Oh, Dios -dijo Mark. Quería que acabara el programa. Ya. En realidad que se acabara el mundo.
    -Pero si se oponen a eso, están adoptando una actitud antihumana -le preguntaba Mellanie esa misma tarde, en el bloqueo.
    La cara gigante de Mark esbozó una absurda sonrisa.
    -Si esto es ser antihumano, adelante, dame más.
    De vuelta en el estudio, Mellanie se encogió de hombros, qué-se-le-va-a-hacer, y miró a Alessandra.
    -¡Zorra! -chilló Mark, furioso. Se levantó de un salto y la copa de vino cayó al suelo de losas de piedra-. Será cabrona. No fue eso lo que pasó.
    En el bar, todos habían dejado de beber y hablar para mirarlo a él. El programa de Alessandra Baron se desvaneció del portal y lo sustituyó la invitación de Nuevo Oxford al torneo abierto de golf.
    -Ya está bien de tanta puta sabelotodo -gruñó China, varias florituras CO tatuadas en su calva resplandecían con un tono escarlata-. Vuelve a sentarte ahí, Mark. Todos hemos visto que fue un montaje. Te voy a llevar otra copa, invita la casa.
    Liz lo cogió por la muñeca y tiró de él para que se sentara.
    -Eso no puede ser legal -dijo-. ¿Verdad?
    La ira estaba dando paso a la conmoción.
    -Depende de lo que puedas demostrar -dijo Yuri muy en serio-. Si ponen tu recuerdo del incidente delante de un tribunal, puedes demostrar que produjeron una edición perjudicial. -Se le fue apagando la voz bajo la mirada áspera de Olga.
    -No te preocupes por eso -dijo Liz con tono tranquilizador-. Aquí todo el mundo te conoce, seguro que ven que la entrevista es falsa. Es la respuesta de la Marina al bloqueo. Están presionando a Simon para que deje pasar el convoy. La ley de Newton de la política.
    Mark se rodeó la cabeza con las manos. Su mayordomo electrónico le decía que Carys Panther volvía a llamarlo. Al igual que Simon Rand. Estaba recibiendo mensajes de la unisfera a un ritmo de varios miles por segundo, dirigidos a su código público. Daba la sensación de que todos los que habían entrado en el programa de Alessandra y Mellanie querían decirle lo que pensaban de él. Y la amabilidad no era la tónica general.
    
    El calor parecía estar aumentando con cada paso, junto con la humedad. A Ozzie le sorprendió. A esas alturas ya había recorrido suficientes senderos silfen por varios mundos como para reconocer el momento en el que cruzaba el umbral. Las señales eran sutiles y muy graduales. Pero esa vez no.
    Habían estado atravesando un bosque de hoja caduca del segundo mundo tras el planeta fantasma, estaban en pleno verano y las flores silvestres proporcionaban una suave alfombra de colores pastel que cubría el suelo del bosque. Las palmeras y los helechos gigantes empezaron a entremezclarse con los pastosos troncos. También había un aroma cada vez más fuerte, un aroma que a Ozzie le llevó algún tiempo localizar. El mar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto el mar. Ningún sendero silfen se había acercado jamás a él.
    Y también empezaba a haber mucha más luz, una luz fuerte teñida de un toque de índigo. Buscó sus gafas de sol en el bolsillo de arriba.
    -Estamos en otra parte, ¿verdad Ozzie? -preguntó Orión con ilusión. Miraba a su alrededor con una expresión hechizada, contemplaba las gruesas frondas que coronaban todos los árboles. Hasta la maleza se había hecho más densa, la hierba crecía más y se había vuelto de un verde más oscuro. Las enredaderas se alzaban para envolver a los árboles y echaban hojas blancas y amarillo limón.
    -Eso parece -le dijo al chico con tono tranquilizador.
    Cuando se giró para mirar a Orión, vio que el sendero dibujaba una brusca curva tras ellos. Llevaban horas caminando en una línea más o menos recta. Orión no lo había notado, sostenía el colgante de la amistad y lo estudiaba con gran atención. Después del mundo fantasma, le había pedido a Ozzie que se lo devolviera. La experiencia había hecho cambiar otra vez la opinión que tenía el muchacho de los silfen. Jamás volverían a ser ídolos incuestionables, pero el chico estaba empezando a aceptarlos como auténticos alienígenas. Ozzie supuso que era una señal de madurez.
    -¿Hay alguno cerca? -le preguntó.
    -No sé -dijo Orión, inquieto-. Jamás lo había visto así. Se ha puesto verde. -Y lo levantó para enseñárselo a Ozzie. La pequeña y exótica gema resplandecía con un color esmeralda brillante, colgada del extremo de la cadena-. ¿Crees que significa que aquí hay alguna otra cosa?
    -No tengo ni idea de lo que significa -dijo Ozzie sin mentir.
    Las palmeras comenzaban a reducirse y la densa hierba les llegaba ya a las rodillas. Tochee tenía que producir grandes ondulaciones en sus cadenas locomotoras para poder empujar su gran cuerpo por las briznas que se aferraban a él. Ozzie ralentizó el paso, confundido, ya no había ningún sendero, solo la hierba que habían dejado aplastada a su paso. Sin las frondas flexibles sobre su cabeza, podía sentir el calor de la estrella sobre la piel desnuda. Bajo las botas, el suelo comenzaba a inclinarse hacia abajo. Por delante de ellos había un montón de ondulaciones a medida que la pendiente se hundía, pero a lo lejos, a varios kilómetros, se veía el destello azul inconfundible del mar.
    «¿Y ahora a dónde?» lo interrogaron los dibujos del ojo de Tochee.
    Ozzie miró a su amigo alienígena y se encogió de hombros. Un gesto que Tochee ya conocía demasiado bien.
    -Nosotros no hemos atravesado eso -dijo Orión de repente. Volvía a mirar el camino por el que habían venido. Tras ellos estaba la cima redondeada de una modesta montaña, con la cumbre más o menos cubierta de una selva de palmeras y grandes helechos con unos cuantos árboles grises y alargados que podrían salir si se cruzaran pinos con eucaliptos. El trozo entero no podía tener más de kilómetro y medio de anchura.
    Ozzie estaba intentando pensar en algo cuando salió un pitido electrónico del fondo de su mochila. Ese sonido, una parte tan integral de la sociedad de la Federación, supuso una fuerte impresión en aquel lugar. Orión y él se quedaron mirándose, sorprendidos.
    -Conecta con la matriz de mi muñeca -le dijo Ozzie a su mayordomo electrónico.
    Habían empezado a aparecer iconos funcionales en su visión virtual que no había visto desde el día que había salido cabalgando de Lyddington, sus implantes recuperaron toda su capacidad. Se quitó la mochila con un solo movimiento, como si se le hubiera incendiado. Su mayordomo electrónico le confirmó que los implantes estaban recibiendo señal de la matriz de muñeca. Tiró todo el contenido de la mochila al suelo sin preocuparse por el desorden. Un LED rojo diminuto brillaba con fuerza en el costado de su bruñida matriz de muñeca. Se la colocó en la mano y el malmetal se contrajo y se ciñó a la piel. El tatuaje CO del antebrazo hizo contacto con el punto-i de la unidad. Tirada entre el montón de ropa y paquetes que había sacado de la mochila había una matriz de mano. La cogió y la conectó. Sus iconos aparecieron de inmediato en su visión virtual. «Hijo de puta», murmuró. Su mayordomo electrónico empezó a hacer una copia de seguridad de los archivos de ambas matrices. Le dejó hacerlo mientras sus manos virtuales ordenaban los iconos de la matriz de mano. La pantalla se desplegó por completo, medía medio metro de ancho.
    -Por favor -rezó y unos dedos translúcidos de color ámbar fueron recogiendo símbolos de los archivos lingüísticos que tan laboriosamente había ido reuniendo durante los últimos meses.
    En la pantalla, los puntiagudos y floreados dibujos que utilizaba Tochee aparecieron con el color morado más profundo que podía mostrar la resolución de la pantalla.
    Tochee se quedó muy quieto.
    «Hola», proyectó el segmento delantero de su ojo.
    -Nuestros sistemas electrónicos funcionan otra vez -dijo Ozzie en voz alta. La matriz de mano lo tradujo en una serie de patrones que destellaron.
    -Entiendo.
    -¿Esos son los dibujos que usa Tochee para hablar? -preguntó un fascinado Orión al asomarse a la pantalla.
    La matriz tradujo y Tochee produjo una respuesta.
    -Eso es correcto, pequeño humano -dijo la matriz-. Se encuentran en un espectro visual incorrecto. Pero puedo leerlas.
    Orión lanzó un grito de júbilo exultante, dio un salto victorioso inmenso y apuñaló el aire.
    -Soy yo, soy yo, Tochee. ¡Estoy hablando contigo! -Le lanzó a Ozzie una sonrisa radiante y los dos entrechocaron las manos.
    -Soy consciente de la comunicación -tradujo la matriz por Tochee-. He deseado este momento durante mucho tiempo. Mis primeras palabras verdaderas son para agradeceros al humano grande y al humano pequeño la compañía que me habéis proporcionado. Sin vosotros permanecería en la casa fría. Y no me gustaría.
    Ozzie hizo una pequeña reverencia.
    -Ha sido un placer, Tochee. Pero este camino no era de una sola dirección. Nos habría costado mucho dejar la Ciudadela de Hielo sin ti.
    Orión se acercó corriendo a Tochee, que extendió un tentáculo manipulador que el chico apretó encantado.
    -Esto es genial, es maravilloso, Tochee. Hay tantas cosas que quiero contarte. Y preguntarte, también.
    -Eres muy amable, pequeño humano. Los humanos grandes dos, tres, cinco, quince, veintitrés y treinta también mostraron cierta consideración por mis circunstancias, al igual que otras especies de la casa fría. Espero que estén bien.
    -¿Y cuáles son, Ozzie?
    -No lo sé, tío. Supongo que Sara es humano grande dos y George debe de estar por ahí. -Su mano virtual sacó las rutinas de traducción del estancamiento y las colocó en la gran unidad procesadora de la matriz de mano-. Tochee, tenemos que mejorar la traducción. Me gustaría que hablaras aquí con mi máquina.
    -Estoy de acuerdo. Tengo mis propias unidades electrónicas que quiero conectar.
    -Muy bien, a por ello.
    El gran alienígena rebuscó con su manipulador y sacó una de las grandes bolsas que llevaba. Mientras tanto, Ozzie cogió varios sensores del montón y los fue conectando uno por uno.
    -Tío, estuve a esto de dejarlos en la Ciudadela de Hielo -gruñó.
    -¿Qué tienes? -preguntó el emocionado muchacho.
    -Lo normal en un equipo de primer contacto. Analizadores de minerales, escáneres de resonancia, monitores de espectro electromagnético, microrradar, magnómetros. Cosas que me dirán algo sobre este entorno.
    -¿Y cómo van a ayudarnos?
    -Todavía no estoy seguro, tío. Depende un poco de lo que encontremos. Pero este sitio es diferente de los otros que hemos atravesado. Tiene que haber una razón para que los silfen hayan dejado de joder la electricidad...
    -¿Crees...? -Orión se detuvo y miró a su alrededor con cautela-. ¿Es el final del camino, Ozzie?
    Ozzie estuvo a punto de decirle al muchacho que no fuera estúpido. Pero su propia y creciente incertidumbre lo detuvo.
    -No lo sé. Si lo es, me habría gustado ver algo un poco más elaborado. -Señaló con un gesto el ondulado paisaje-. Esto se parece más a un callejón sin salida.
    -Eso fue lo que me pareció -dijo el chico con tono dócil.
    Los resultados de los sensores comenzaban a acumularse en cuadrículas en la visión virtual de Ozzie. Este hizo caso omiso para darle un abrazo tranquilizador al chico.
    -No pasa nada, tío.
    -Vale.
    Ozzie volvió a mirar los resultados de los sensores. Observó que Tochee había conectado varias unidades electrónicas. Sus propios escáneres le mostraron que los sistemas del alienígena eran sensores y procesadores no muy diferentes de los suyos. Aparte de eso, no había mucho de lo que pudieran tirar sus unidades. Por extraño que fuera, ese planeta no parecía tener campo magnético, aunque el nivel general de neutrinos estaba por encima de la media. Las lecturas del campo cuántico local eran apenas diferentes a las habituales, aunque nada que pudiera producir la deformación necesaria para abrir un agujero de gusano, pensó que podía ser algún residuo del efecto que anulaba la electricidad.
    -Raro, pero no lo bastante raro -dijo en voz baja.
    -Ozzie, ¿qué es eso que hay en el cielo?
    La matriz de mano destelló la pregunta para que la viera también Tochee. El alienígena apartó sus cacharros y siguió el brazo de Orión. Ozzie siguió la mirada del chico y entrecerró los ojos para mirar casi directamente la vívida luz del sol. Era como si hubiera una especie de nube plateada a mucha altura, una curva fina que se extendía sobre el sol. Cuando sus implantes de retina conectaron los filtros de alta intensidad y enfocó mejor, Ozzie cambió de opinión. Daba igual qué ampliación utilizara, la pequeña franja de plata reluciente no cambiaba. El planeta tenía un anillo. Lo rastreó y utilizó las memorias de ambas matrices para registrar la imagen. Las chispas que podía ver en el interior de la nube eran en realidad motas diminutas. Debía de haber miles de ellas. Se preguntó por un instante cómo se diferenciaba su composición del resto del anillo. Después llegó a donde se cruzaba delante del sol. No se cruzaba. Y la magnitud cambió otra vez, hasta un punto aterrador.
    -La hostia puta -articuló Ozzie.
    Lo que veía era un halo de gas que rodeaba la estrella entera. Lo que significaba que el planeta en el que se encontraban estaba orbitando en su interior.
    -Conozco este sitio -dijo asombrado.
    -¿Qué? -balbuceó Orión-. ¿Cómo ibas a conocerlo?
    Ozzie lanzó una carcajada nerviosa.
    -Me habló de él alguien que recorrió los senderos de los silfen. Dijo que visitó unos artefactos llamados corales arbóreos. Flotaban en una nebulosa de gas atmosférico. Uau, qué te parece, y yo siempre pensé que su historia era una auténtica chorrada. Supongo que le debo una disculpa.
    -¿Quién era, Ozzie? ¿Quién ha estado aquí?
    -Un tipo llamado Bradley Johansson.
    
    Después de un viaje de cinco minutos, el tren de Oaktier entró en el andén 29 de la tercera terminal de pasajeros de la estación del TEC de Seattle. Stig McSobel salió y le pidió a su mayordomo electrónico que encontrara el andén donde podía coger un tren circular estándar a Los Ángeles, que era la siguiente parada en la línea transterráquea. El mayordomo le dijo que todos los trenes circulares salían de la terminal dos, así que Stig saltó al pequeño vagón del monorraíl que trasladaba a los pasajeros entre unas terminales y otras. Se deslizó con suavidad por el raíl elevado que lo sacó sobre la inmensa área de clasificación que se había extendido sobre el terreno que quedaba al este de Seattle. Varios trenes de mercancías de varios kilómetros de largo tirados por voluminosas locomotoras eléctricas Damzung T5V6B pasaban bajo él procedentes de la salida de carga de Bayovar, el miembro de los Quince Grandes que tenía una conexión directa con Seattle. Mientras, los trenes expresos transfederativos pasaban disparados sobre sus raíles magnéticos, como aviones volando a una altitud cero. Al sur vio una larga línea de arcos de salida que emitían una luz azul pálida que arrojaban largas sombras por el suelo de hormigón repleto de malas hierbas. La estación del TEC de Seattle era un cruce de más de veintisiete mundos de la fase uno además de Bayovar, y fijaba el itinerario de todos los cargamentos y pasajeros que fluían entre ellos. Miles de trenes traqueteaban por aquella estación cada día, facilitando la enorme red de conexiones comerciales que ayudaban a mantener la base industrial de Seattle y sus investigaciones de alta tecnología.
    Stig se sentó en un extremo del vagón tubular y examinó a toda prisa a sus compañeros de viaje, después transfirió las imágenes a archivos. La matriz de su muñeca las comparó con los miles de archivos visuales que había acumulado desde que había empezado a trabajar en la Federación. Siete de las personas que estaban en el monorraíl habían estado también en el tren de Oaktier, lo que no dejaba de ser normal. Si uno de ellos lo estaba siguiendo, se habían hecho un perfilamiento celular en la cara desde la última vez que habían compartido un tren.
    La terminal dos era una enorme cúpula de metal y hormigón, la mitad de la cual era subterránea. Su multitud de plataformas estaban organizadas de modo radial en dos niveles, el nivel inferior para las llegadas y el superior para las salidas. Stig pagó en metálico el billete de clase estándar que lo llevaría por todo el círculo hasta Calcuta y cogió una pasarela móvil hasta el andén A-17, donde uno de los trenes circulares de veinte vagones acababa de entrar. Se quedó esperando con aire despreocupado junto a una puerta abierta del segundo vagón, observando a los últimos en llegar, que atravesaban el andén corriendo. Ninguno de los presentes en el monorraíl entró en el tren circular. Satisfecho, subió a bordo y cruzó los vagones hasta el quinto, solo entonces se sentó.
    Hoshe Finn se encontraba en la cola de la franquicia Grano de Siempre, al final del andén A-17, y observó que su objetivo se subía al tren local.
    -¿Lo tiene su gente? -le preguntó a Paula, que estaba a su lado.
    -Sí, gracias. El equipo B lo está rodeando. Acaba de sentarse en el quinto vagón.
    Hoshe compró un café para él y un té para Paula.
    -¿Y sospecha de alguien del equipo B?
    -Por desgracia no tengo ningún sospechoso de verdad -dijo la investigadora y sopló la taza-. Lo que significa que tengo que tratar a todo el mundo como si fuera la posible filtración.
    -¿Eso me incluye a mí?
    Paula tomó un sorbo de té y le dedicó una mirada pensativa.
    -Si está trabajando para un servicio de seguridad del Ejecutivo, o para alguna división corporativa dedicada a operaciones clandestinas, entonces el que lo haya infiltrado a usted tiene unos recursos y una capacidad de previsión que va más allá de mi habilidad para contrarrestarlo.
    -Tomaré eso como un cumplido.
    -Gracias por hacer esto, Hoshe.
    -No hay de qué. Espero que consiga lo que necesita.
    -Yo también.
    El policía permaneció junto al puesto de Grano de Siempre y observó el tren que salía de la estación. Era un asunto bastante extraño, en general, y fuera cual fuera el resultado, sabía que no le gustaría. O bien la presidenta estaba matando ciudadanos con impunidad o ese lunático de Bradley Johansson siempre había tenido razón. Y no sabía muy bien qué era peor.
    
    El tren circular tardó diez minutos en llegar a Los Ángeles Galáctico y la mayor parte de ese tiempo lo pasó arrastrándose poco a poco por la estación de Seattle mientras esperaba que hubiera un hueco entre los trenes de mercancías de la salida circular transterráquea. Siglos antes, cuando estaba empezando, ni siquiera el TEC podía permitirse comprar un trozo de terreno en Los Ángeles del tamaño que necesitaba para albergar una estación planetaria. Así que se trasladó al sur de San Clemente y le arrendó parte de Camp Pendelton al Gobierno de los EE. UU., un acuerdo que le proporcionó al Pentágono acceso directo a los agujeros de gusano y le dio la posibilidad de desplegar tropas en cualquier lugar del planeta (o fuera de él). Las estipulaciones militares habían ido decayendo poco a poco a medida que la población de la Tierra se iba para encontrar sus propios tipos de libertad y nacionalismo entre las estrellas, dejando tras ellos cada vez menos señores de la guerra y fanáticos, hasta que por fin surgieron las Naciones Federales Unidas. Mientras los viejos ejércitos morían, el TEC había continuado su inexorable expansión. Más de la mitad de los planetas congruentes con la vida humana de la fase uno se habían descubierto y explorado desde Los Ángeles Galáctico y cuando el TEC al fin había trasladado su división exploratoria a los Quince Grandes, la división comercial se puso de inmediato a utilizar su capacidad productiva. Los Ángeles Galáctico rivalizaba con las estaciones de cualquiera de los Quince Grandes en tamaño y complejidad.
    Stig se bajó del tren circular en el andén tres de la terminal Carralvo, un edificio modernista gigante con múltiples segmentos de hormigón blanco blanqueado todavía más por el sol implacable de California. A pesar del inmenso tamaño de la estructura, vibraba y zumbaba por el paso de los trenes que entraban y salían de ella por elegantes viaductos curvos que en ocasiones se apilaban en alturas de tres pisos gracias a elaborados contrafuertes llenos de recodos. Stig podría haber encontrado el camino por Carralvo en la más absoluta oscuridad, y no solo en las zonas públicas; los pasillos de servicio, las oficinas de dirección y las instalaciones de los empleados, todo estaba cargado en los archivos de sus implantes. Tampoco es que necesitara la referencia. Las otras siete terminales de pasajeros le resultaban igual de conocidas.
    Se había pasado años trabajando allí. Si se podía decir que los Guardianes tenían una base regular de operaciones en la Federación, era Los Ángeles Galáctico. Para ellos era el lugar perfecto, y esencial. Todos los días, cientos de miles de toneladas de productos industriales y de consumo pasaban por sus salidas: las importaciones de alimentos se acercaban al millón de toneladas, mientras que las materias primas representaban un mercado incluso más grande. Miles de compañías de importación-exportación, desde los gigantes intersolares a virtuales que no eran más que un espacio codificado en una matriz y una cuenta numerada en un banco, tenían sus oficinas, almacenes y terminales de transporte en el complejo de aquella estación, con el tamaño de una ciudad. Todas y cada una se conectaban con la gigantesca red de raíles e instalaciones de carga del TEC, tanto de forma física como electrónica. Cada una con múltiples cuentas en la red financiera. Cada una con enlaces con la Junta Directiva de Bienes Regulados. Cada una con oficinas, desde rascacielos enteros a simples despachos alquilados. Crecían, se encogían, se arruinaban, salían a bolsa y se convertían en intersolares; trasladaban su cuartel general de un barrio a otro, cambiaban de personal, se fusionaban, se peleaban amargamente por los contratos. Era el capitalismo elevado a la máxima potencia en el entorno de una olla a presión implacable con cualquier debilidad.
    A lo largo de las décadas, Adam Elvin había formado y cerrado docenas de compañías en Los Ángeles Galáctico. No era el único. El número de compañías que iban y venían en un solo mes se podía contar con frecuencia por centenares. Las suyas estaban ocultas entre el flujo, sin diferenciarse de los demás arribistas que se ponían a cubrir mercados de los que sabían algo o en los que creían. Adam creaba identidades para sí mismo junto con todos los datos consiguientes, y utilizaba el nombre para registrar una compañía que no se utilizaría durante años. Y cuando la establecía, era un negocio legítimo que competía con todos los demás.
    Era un proceso que había servido bien a los Guardianes. Todas las operaciones de traslado de armamento y equipo a Tierra Lejana implicaban una tapadera en Los Ángeles Galáctico. Eso le permitía rastrear el género sin tener que hacer mucho más. Y en algún momento dado, todos los artículos pasaban por allí para comprobarlos, cambiarlos o disfrazarlos. Para Paula Myo y la Junta Directiva de Crímenes Graves, aquello no era más que otro almacén alquilado de la cadena.
    Pero en esa ocasión, con Johansson embarcado en el proyecto de venganza de su planeta y la Marina convirtiéndose en una entidad peligrosamente eficaz en su persecución de los Guardianes, la magnitud de la operación era más grande que nunca y su centro más amplio. Después de Costa de Venecia, la paranoia de Adam estaba llegando a nuevas alturas.
    Max Transit de Lemule había alquilado un piso entero de la torre Henley, un edificio de treinta y cinco pisos de cristal, carbono y hormigón, diseñado sin demasiada imaginación, que se encontraba en el lado de San Diego de Los Ángeles Galáctico, en medio del bosque de unas torres de oficinas parecidas que componían uno de los parques comerciales y administrativos de la estación. Veinte Guardianes trabajaban en sus oficinas. Cuatro de ellos se ocupaban de los envíos de productos ilícitos a Tierra Lejana, mientras que el resto se dedicaban a la seguridad.
    En cuanto Stig compró el billete del tren circular, envió un mensaje a una dirección de la unisfera de un solo uso. Kieran McSobel, que estaba de guardia en la oficina de Lemule, lo recibió y, como requería el procedimiento, lanzó una batería de programas vigía a la ciberesfera planetaria. Los programas se instalaron en los nodos que se ocupaban del tren circular que estaba usando Stig y comenzaron a analizar los datos que fluían por esos nodos.
    Los resultados aparecieron en la visión virtual de Kieran.
    -Maldita sea, Marisa, tenemos tráfico codificado interno en el tren de Stig. Cinco fuentes, una en su vagón.
    Al otro lado de la oficina sin tabiques, Marisa McFoster entró en la información vigía.
    -Eso no tiene buena pinta. Es una formación estándar; lo están rodeando. La Marina lo tiene, está quemado. ¡Mierda! -La joven llamó a Adam.
    -Necesitamos los programas que lleva -dijo Adam-. ¿Podemos hacer una recuperación muerta?
    -Los robots están en su sitio -dijo Marisa. Ejecutó un programa diagnóstico sobre las maquinitas y los puso en modo operativo-. Tenemos tiempo. Gareth está cubriendo Carralvo. Puede pasar por allí.
    -Hazlo.
    -¿Y qué hay de Stig?
    Adam mantuvo la cara serena, no quería demostrarles a los jóvenes lo preocupado que estaba. ¿Cómo coño lo había encontrado la Marina?
    -No podemos romper el cerco, eso alertaría a la Marina y traicionaría nuestra capacidad. Tendrá que hacerlo él solo. Envíale una orden, que abandone y huya cuando hayamos confirmado la recuperación. Y activa el piso franco de Venecia. Tendrá que someterse a un perfilamiento si consigue llegar allí.
    -Sí, señor -dijo Marisa.
    -No te preocupes. Es muy bueno, lo conseguirá.
    
    Stig bajó por la larga rampa curva que había al final del andén. Era una de las diez que conectaban los andenes con la explanada central, donde la afluencia de gente había alcanzado la densidad de una multitud en un estadio de béisbol precipitándose a sus asientos. En las alturas, la cúpula de hormigón del techo estaba sostenida por columnas gigantes que parecían patas de arañas, sus bruscas curvas daban la sensación de que estaban a punto de bajar toda aquella masa en cualquier momento. Stig tenía una teoría para explicar por qué la gente tenía siempre tanta prisa, le parecía que, de forma inconsciente, estaban intentando salir antes de que aquello se derrumbase.
    Fue descontando las salidas de emergencia mientras se movía por la rampa. Cuando llegó a la explanada, le llevaría otros tres minutos y medio llegar a la fila de taxis. Desde allí hasta la oficina tardaría otros diez minutos como mínimo, dependiendo del tráfico que hubiera en las autopistas internas del complejo de la estación.
    Delante de él, Gareth entró en la rampa y empezó a acercarse. Vestía una elegante americana gris sobre una camisa amarilla.
    Fue el estricto entrenamiento lo que consiguió que Stig no volviera la cabeza cuando se cruzaron los dos. Pero no fue nada fácil. Gris sobre amarillo. Una orden de recuperación muerta. Solo podía haber una razón para eso, lo estaban observando.
    Eran buenos, tenía que admitirlo. Llevaba todo el viaje de vuelta desde Oaktier comprobándolo y no había visto a nadie. Claro que podía ser una vigilancia virtual: un equipo con una IR pirateándolo a través de las cámaras y los sensores públicos. Más difícil incluso de quitárselos de encima.
    Mientras salía de la rampa, el plano de la explanada se cernió sobre su cabeza. Giró a la izquierda, rumbo a los andenes pares y luego cogió una de las escaleras mecánicas triples que llevaban al centro comercial del nivel inferior. No dejó de mirar en ningún momento. Cada vez le resultaba más difícil. Fue consciente de que levantaba la cabeza cuando llegó al nivel medio y cogió las siguientes escaleras. Señal segura de alguien que busca un cerco. ¿Lo traicionaría ese gesto? Pero si lo habían estado siguiendo, lo habrían visto seguir todas las rutinas de comprobación. Si no miraba quizá fuera peor. Se conformó con una mirada breve, despreocupada, hacia arriba y guardó la imagen en un archivo de los implantes.
    Mientras la escalera se iba deslizando con suavidad hacia abajo, él estudió la imagen fantasmal en su visión virtual. Allí arriba había una persona, el típico surfero de la costa oeste, de pie cerca de la barandilla, también se había bajado del tren circular de Seattle. Pero no se había subido al mismo vagón que él. Stig aumentó la imagen y estudió al hombre. Mata de cabello rubio y denso sujeto en una cola de caballo, nariz afilada, mandíbula cuadrada, una camisa informal de color azul y vaqueros. No lo sabía muy bien. Pero ya había metido la imagen en la función de recuerdo instantáneo.
    La escalera mecánica lo llevó al vestíbulo de mármol y neón y se acercó a los aseos públicos. La mayor parte de los cubículos estaban vacíos. Un par de tíos estaban usando los urinarios. Un padre y un hijo pequeño en los lavabos.
    Stig entró en el segundo cubículo vacío, cerró la puerta con el pestillo y se bajó los pantalones. Si el cerco había cubierto el aseo antes de que llegara él, todavía no había nada que pudiera levantar sus sospechas. Con la matriz de mano transfirió el programa que había recogido de manos de Kareem a un cristal de memoria y sacó el pequeño disco negro de la unidad. Lo metió en una caja de plástico de aspecto normal, la envolvió en papel higiénico y la echó en la taza. Al tirar de la cadena la caja desapareció sin dificultad y él salió del cubículo para lavarse las manos.
    Cuando regresó al centro comercial, el hombre rubio de la camisa azul estaba mirando escaparates a veinte metros de distancia.
    Stig entró en la tienda de deportes más cercana, se compró un par nuevo de zapatillas y pagó en metálico. El cerco tendría que comprobar eso. Después fue a unos grandes almacenes a por un par de gafas de sol. Regresó a la explanada central y se paró en uno de los pequeños puestos que vendían camisetas para turistas, allí eligió un sombrero para el sol bastante decente. Después fue a la izquierda, a las consignas, y puso su tatuaje de crédito en la consigna que había cogido tres días antes. Esta se abrió y Stig sacó la bolsa negra que contenía el equipo de emergencia.
    Sin mirar atrás ni hacer más comprobaciones, se dirigió directamente a la fila de taxis. Cuando la puerta giratoria lo dejó bajo el cálido sol de California, Stig sonrió. A pesar de lo grave que era estar quemado, iba a disfrutar de las horas siguientes.
    Los almacenes no molestaban a Adam tanto como los distritos de torres de oficinas que se acurrucaban en el lado sur de Los Ángeles Galáctico. Odiaba la multitud de compañías de transportes y portes que sobrevivían disfrutando de un vínculo parasitario con la red ferroviaria del TEC. Eran las auténticas entidades capitalistas que no producían nada, que le cobraban a la gente por suministrarle productos y hacían aumentar el coste de la vida en cientos de mundos, viviendo de aquellos que trabajaban en la producción. Tenía que admitir que los que trabajaban en producción en aquellos tiempos tampoco eran las viejas clases trabajadoras de siempre, según la auténtica definición marxista. Todos eran ingenieros que se dedicaban a solucionar problemas cibernéticos. Pero a pesar de todos los cambios y las innegables mejoras que la automatización y el consumismo le habían proporcionado al estándar de vida del proletariado, no había cambiado la estructura de poder financiero que gobernaba la raza humana. Una minoría diminuta controlaba la riqueza de cientos de mundos, evitando, comprando o corrompiendo a los Gobiernos para mantener su dominio. Y allí estaba él, viviendo entre ellos, un entusiasta consumidor de sus productos, amedrentado por su tamaño, el propósito de su vida casi perdido a medida que se iba vendiendo cada vez más a la causa de Johansson. Una causa que estaba empezando a preocuparle mucho. No era algo que le hubiera dicho a nadie (después de todo, ¿a quién se lo iba a contar?) pero estaba enfrentándose a la desalentadora y aterradora perspectiva de que Bradley Johansson pudiera tener razón respecto al aviador estelar. Todo aquel asunto de los primos era demasiado extraño, se estaban acumulando demasiadas coincidencias: la misión del Segunda Oportunidad, la desaparición de la barrera, la Puerta del Infierno, el ataque en Costa de Venecia. Adam estaba seguro de que iba a haber una guerra y no sabía en qué lado iba a estar el Gobierno de la Federación.
    Así que se dedicó a reunir el equipo de Johansson con meticulosidad y sin su habitual cinismo. Hacía ya tiempo que evitaba al partido y no apoyaba a ningún capítulo de ningún planeta. Eran los Guardianes los que recibían toda su atención. Jóvenes locos, entusiastas y devotos de Tierra Lejana que partían con alegría a llevar a cabo su cruzada y no tenían ni idea de cómo trabajaba la Confederación. Era a ellos a quienes protegía, guiándolos como uno de esos viejos místicos que prometía el nirvana al final del camino. Salvo que en esa ocasión, parecía que Stig no iba a conseguirlo.
    El coche de la estación lo llevó sin prisas por las autopistas internas hasta el distrito Arlee, ciento cincuenta kilómetros cuadrados de almacenes situado en el lado este de Los Ángeles Galáctico. Los edificios de conglomerado y fachadas lisas estaban dispuestos en una cuadrícula perfecta. Algunos eran tan grandes que ocupaban una manzana entera, mientras que algunas manzanas tenían hasta veinte unidades diferentes. Todos tenían paredes ligeras y tejados negros con paneles solares, las voluminosas unidades de aire acondicionado surgían de las paredes y los bordes como cánceres mecánicos y sus ventiladores resplandecientes brillaban con un tono naranja apagado bajo la luz cálida del sol. No había aceras y los coches eran una rareza en aquellas carreteras. Las furgonetas y los grandes camiones rodaban por todas partes, sus matrices de conducción se ocupaban del sencillo camino que llevaba desde las zonas de carga al patio de carga del ferrocarril veinticuatro horas al día y siete días a la semana. Pero al menos, en ese distrito se movían los productos, no eran los tratos y los negocios lucrativos de las oficinas. Lo que, en circunstancias normales, lo hacía más soportable para Adam.
    Entró en el aparcamiento de carga del almacén de Max Transit de Lemule, un edificio de tamaño medio que encerraba cuatro acres de terreno. Bjou McSobel y Jenny McNowak estaban trabajando dentro. Lemule tenía un gran pedido de módulos de embalaje de suministros y materiales para una cadena de supermercados de cinco mundos de la fase dos, y las cajas estaban apiladas por la mitad del cavernoso interior a la espera de las órdenes de envío. Los cargadores planos y las carretillas elevadoras se movían de un lado a otro de los carriles que quedaban entre los altos anaqueles de metal, la variada maquinaria agrícola, herramientas de carpintería, robots PG, portales domésticos de hologramas y cien artículos más que formaban el negocio legítimo de la empresa, las máquinas los estaban embalando para el trayecto en tren que los llevaría a otros planetas. Por sí sola, Max Transit de Lemule era una operación viable. Cada mañana, cuando dejaba su hotel de la costa y se metía en Los Ángeles Galáctico, Adam era consciente de la ironía que suponía que después de tantos años dirigiendo negocios idénticos, sabía gestionar una empresa de transportes mucho mejor que los empresarios y oportunistas trepas que estaban desesperados por conseguir que su compañía triunfara.
    Bjou cerró la pesada puerta corredera del otro lado de la zona de carga cuando Adam salió del coche.
    -¿Cómo nos va? -preguntó Adam.
    -Jenny ha abierto la escotilla de acceso. El robot S I debería estar aquí en cuarenta minutos.
    -¿Seguro que ha recuperado la caja?
    -Sí, señor.
    -Una buena noticia, entonces.
    Bajaron al otro extremo del almacén, donde los Guardianes habían instalado una zona segura. Bjou y Jenny habían estado preparando un envío de equipo a Tierra Lejana, disfrazando los componentes entre herramientas industriales básicas y artículos electrónicos con destino a Ciudad Armstrong. Al otro lado de las cajas abiertas y las máquinas desmontadas se había abierto una alcantarilla oculta en el suelo de hormigón amalgamado por enzimas. Debajo había un pequeño pozo circular que bajaba cinco metros hasta una de las alcantarillas que daba servicio a Los Ángeles Galáctico. También la habían abierto y después habían vuelto a sellar el agujero con una escotilla empotrada. Jenny estaba sentada al borde del pozo con una expresión nerviosa mientras seguía el progreso del robot S I por el laberinto de alcantarillas que yacía debajo de Los Ángeles Galáctico.
    -No hay problemas, señor -dijo la joven-. Nuestros monitores no han percibido nada que esté rastreando al robot.
    -De acuerdo, Jenny, sigue en ello.
    Bjou acercó un par de sillas y Adam se sentó con gesto agradecido. Su mayordomo electrónico le informó de que tenía una llamada codificada de Kieran.
    -Señor, pensamos que debería saberlo. Paula Myo acaba de llegar en un tren circular de Seattle. La escolta el personal de seguridad del TEC. Parece que se dirigen al centro de operaciones.
    Un pequeño escalofrío recorrió la espina dorsal de Adam. Si la investigadora se estaba dedicando en persona a la operación de Stig, era porque sabía que era importante.
    -¿Quiere que entremos en su red interna? -preguntó Kieran-. Quizá podamos ver lo que está haciendo.
    -No -dijo Adam de inmediato-. No podemos garantizar que la entrada sea limpia, no en la seguridad del TEC. No quiero que se enteren que sabemos lo que se traen entre manos. Es la única ventaja que tiene Stig ahora mismo.
    -Sí, señor.
    Adam resistió el impulso de apoyar la cabeza en las manos. Se sentó en el duro asiento de plástico y se quedó mirando el agujero secreto del suelo mientras solicitaba archivos y los desplegaba por su visión virtual. Tenía que haber un eslabón débil por algún sitio para que Paula hubiera encontrado la forma de infiltrarse entre sus correos. Cuando flotó delante de él el suave color ámbar de la información se maldijo por haber cometido un error tan elemental. Stig recogía información de alguien de Shansorel Asociados, la misma persona que había suministrado programas reguladores para un conjunto de moduladores de microfase que había adquirido Valtare Rigin. Habría tenido la firma de la sociedad grabada en las subrutinas. Muy fácil de rastrear.
    -Maldita sea -gruñó-. Me estoy haciendo viejo. Y estúpido.
    -¿Va todo bien, señor? -preguntó Bjou.
    -Sí, eso creo.
    
    Tarlo estaba esperando en el centro de operaciones del Departamento de Seguridad del TEC de Los Ángeles Galáctico cuando entró Paula Myo.
    -Lo siento, jefa -dijo-. Creo que me vio cuando salió del trasto.
    La investigadora asintió.
    -No se preocupe.
    Tarlo miró al oficial de seguridad del TEC que había escoltado a Paula. El departamento entero se había volcado en cooperar con solo pronunciar el nombre de Myo.
    -Deberíamos haber hecho una observación virtual.
    -Tengo mis sospechas sobre la capacidad de su apoyo electrónico. Desde luego no tardaron nada en encontrar el cerco. Si son tan buenos como parecen, habrían sido conscientes de la observación virtual en cuanto la empezamos. -Paula se volvió hacia el oficial de seguridad-. Me gustaría disponer de un despacho limpio que podamos utilizar como cuartel general de campo, por favor.
    -Sí, señora. -El oficial los llevó por un pasillo hasta un despacho vacío y activó los sistemas para darles acceso absoluto.
    -Viene un equipo de apoyo de camino, desde París, llegarán dentro de media hora -le dijo Paula a Tarlo cuando volvieron a quedarse solos-. Podrán respaldar al resto de su equipo.
    -Debería haber sido una operación mayor desde el comienzo.
    -Lo sé. Hubo muy poco tiempo. -A Paula le sorprendió lo fácil que era mentir. No era algo en lo que tuviera mucha práctica. Pero el equipo de apoyo ya era inevitable. En lo que tenía que concentrarse era en las personas que lo sabían antes de que el objetivo hubiera empezado a poner pies en polvorosa. Ahí era donde debía de haberse originado la filtración.
    -¿Está seguro de que ha descubierto el cerco? -le preguntó a Tarlo, se sentía incómoda, era consciente de que aquel hombre también había estado en la operación de Costa de Venecia.
    -Es un correo, ¿no? -dijo Tarlo-. Eso es lo que nos dijo usted. Pero llevó a cabo toda una rutina de comprobación y después sacó algo de la consigna. Y lo lógico no es eso. Haces la ruta lo más rápido posible y no recoges un segundo artículo, eso duplica el riesgo. Además, lo estaba vigilando, sabe que lo hemos descubierto. -Se encogió de hombros con gesto patético-. Es mi opinión, por si interesa.
    -No se preocupe, sigo valorándola. Lo que nos deja conjeturando sobre lo que va a hacer a continuación.
    -Solo puede hacer una cosa, intentar despistarnos.
    -¿Y cómo vamos con eso?
    -Carol y los demás están en cuatro taxis, por delante y por detrás de él. Han anulado los programas de la matriz de conducción y se ha informado a la policía de tráfico de Los Ángeles que esto es una operación de la Marina. Tenemos autoridad completa sobre la ruta. No va a escapársenos en un taxi.
    -Hmm, me preocupa lo que había en la bolsa negra que sacó de la consigna.
    -Tendrá que estar hasta arriba de armas para cuando intente huir.
    -Quizá tengas razón. En cualquier caso, no podemos correr ningún riesgo. Ponte en contacto con el Departamento de Policía de Los Ángeles, diles que necesito un escuadrón de armamento táctico listo para entrar en acción.
    -Enseguida.
    
    Había más de doce kilómetros en línea recta desde la terminal de Carralvo al almacén de Max Transit de Lemule, en el distrito Arlee. Y por las alcantarillas era mucho más. Tampoco era una ruta directa. El robot de Servicio e Inspección tenía que pasar por varios cruces y abrir y cerrar válvulas de flujo que eran como cámaras de aire para poder cambiar de cañería. Cuarenta y tres minutos después de que Adam llegara al almacén, por fin se arrastró bajo la escotilla. Jenny se escurrió por el pozo abierto y abrió la escotilla del fondo. Bjou y Adam se colocaron encima, iluminándola con potentes linternas para que viera lo que estaba haciendo.
    Adam hizo una mueca cuando se abrió la escotilla y lo golpeó el olor. Jenny estaba recogiendo el mugriento robot S I que habían clonado de la compañía de servicios de Los Ángeles Galáctico. Le quitó del brazo electromuscular la cajita de plástico y cerró a toda prisa la escotilla.
    En cuanto salió, Bjou tapó la alcantarilla y empezó a sellarla por si había una inspección fortuita. Jenny le dio la caja a Adam, que la abrió y metió el cristal de memoria en su matriz de mano.
    -Está bien -dijo cuando el menú de programas apareció en la pantalla de la unidad. Jenny dejó escapar un suspiro de felicidad.
    Adam hizo una llamada directa a Kieran.
    -Dale a Stig luz verde, que abandone y huya.
    
    La oficina de la división de seguridad del TEC se estaba llenando. Además del equipo de apoyo de París, también había un teniente detective de la policía de Los Ángeles que actuaba como enlace. En las dos horas transcurridas desde que había dejado Los Ángeles Galáctico, todo lo que el objetivo había hecho había sido entrar en coche en Los Ángeles y parar en la avenida Walgrove, después había empezado a pasear. Se había dirigido poco a poco hacia la costa, subiendo y bajando por las calles y en ese momento estaba en el bulevar Washington, cerca del puerto deportivo Del Rey.
    Tarlo hizo que la IR entrara en varias cámaras públicas de la zona. Las imágenes iban apareciendo en las pantallas de la oficina. Paula no permitía que se centraran en el objetivo por si los Guardianes estaban vigilando el flujo de datos, así que siguieron sus lentos barridos y de vez en cuando veían al objetivo al pasar.
    -Se dirige al puerto deportivo -dijo Tarlo-. ¿Cree que tiene un bote esperándolo?
    -¿Quién sabe? -dijo la investigadora-. Pero pedidle al capitán del puerto una lista de todo lo que haya amarrado allí.
    -Estoy en ello -dijo Renne.
    El mayordomo electrónico de Paula le dijo que el senador Burnelli le estaba haciendo una llamada codificada. Myo se dirigió a la parte posterior del despacho y autorizó el enlace.
    -Paula, ¿cómo estás?
    Una de las cámaras de la calle sorprendió al objetivo entrando en el puerto deportivo Del Rey. Dos de los componentes del equipo de cerco habían entrado delante de él.
    -Ocupada -dijo. El enlace de la policía estaba enviando al escuadrón de armamento táctico a una nueva posición.
    -No te robaré mucho tiempo, pero me pareció que querrías oír esto. Tengo una buena noticia y otra no tan buena.
    -Dime la buena -dijo Paula.
    -Me tomé como algo personal que hubieran bloqueado mi solicitud sobre Tierra Lejana así que me enfrenté a Doi directamente. Es agradable saber que todavía tengo un poco de influencia. No se ha desperdiciado un siglo entero al servicio del público. A partir de la semana que viene, todos los cargamentos que se envíen a Tierra Lejana serán examinados en Boongate. Sin excepciones. La presidenta va a ordenarle a Columbia que forme una división especial para que se ocupe de eso.
    -Muchas gracias, senador. -Una cámara situada sobre uno de los embarcaderos mostró al objetivo caminando por las planchas de madera, observando los hermosos y costosos barcos amarrados a ambos lados. Paula frunció el ceño-. ¿Tenemos algún barco disponible para perseguirlo? -le preguntó al oficial de enlace.
    -Puedo buscarle uno.
    -Hágalo, por favor. -La investigadora volvió a conectar el enlace con el senador-. ¿Cuál era la otra noticia?
    -No sé muy bien cómo te vas a tomar esto -dijo Thompson-. A mí también me sorprendió un tanto. He estado haciendo preguntas en unos cuantos sitios no muy claros desde la última vez que hablamos. La gente que está presionando al Ejecutivo para que no se examine el cargamento destinado a Tierra Lejana trabaja para Nigel Sheldon.
    -Repite eso, por favor.
    -Nigel Sheldon ha estado bloqueando tu solicitud.
    -¿Estás seguro?
    -Al cien por cien, Paula.
    -Tengo que verte.
    -Estoy de acuerdo. Lo antes posible. Creo que quizá queramos meter a mi padre también en esto.
    El objetivo llegó al final del muelle, saltó la cadena y cayó al agua.
    -La hostia -exclamó Tarlo-. ¿Habéis visto eso?
    -¿El escuadrón de armamento táctico tiene buceadores? -le preguntó Renne al oficial de enlace. El hombre se había quedado mirando la pantalla sin poder creérselo.
    -Yo... lo comprobaré.
    -Tarlo -ordenó Paula-, enfoque el agua del puerto deportivo con todas las cámaras disponibles.
    -No hay problema.
    -Desplieguen el escuadrón de armamento táctico ahora mismo -dijo la investigadora-. Ningún barco debe dejar ese puerto. Quiero a todos los policías disponibles de Venecia ahí abajo. Hay que comprobar cada barco, uno por uno. Consíganme un helicóptero que sobrevuele el puerto deportivo y que examine el agua. Y quiero un barco de los guardacostas o algo con un sonar en la boca del puerto deportivo, ¡ya!
    De repente, la oficina se llenó de actividad, todo el mundo daba instrucciones.
    -Voy a tener que llamarte luego -le dijo Paula al senador-. Las cosas se han descontrolado un poco por aquí.
    
    Kazimir se quedó en el pequeño jardín trasero de la casa mientras el sol se ocultaba bajo el horizonte. Se encendieron las luces por todo el canal que recorría la parte trasera de todas las casas. A medio kilómetro, unas farolas brillantes y anticuadas iluminaban el pequeño puente con su barandilla blanca. Los ruidos nocturnos de la ciudad llegaron hasta sus oídos, transportados por el aire cálido y quieto. Era muy consciente de las sirenas. De momento no se había acercado ninguna. El reloj de su visión virtual no dejaba de añadir minutos y horas desde que Stig había saltado al agua. Demasiados minutos. Demasiadas horas.
    A las once, los helicópteros seguían sobrevolando el puerto deportivo. Sentado en una silla del porche, Kazimir podía asomarse a la brecha que dejaban las casas bajas de enfrente para ver los potentes focos que barrían el agua e iluminaban los aparejos de los barcos amarrados. La tensión de la espera le estaba retorciendo las tripas. Esperar sobre un carlomagno a que llegara la orden de cargar era un juego de niños comparado con aquello.
    -¿Kaz?
    Era una voz leve, dolorida. Kazimir salvó de un salto los pocos metros que separaban la silla del borde del agua. La cabeza de Stig se había alzado y lo miraba.
    -¡Lo has conseguido! -jadeó Kazimir.
    -Por poco. No estoy seguro de poder salir, Kaz.
    Kazimir chapoteó en el agua y cogió a su viejo mentor. A Stig prácticamente no le quedaban fuerzas así que Kazimir lo sacó, se lo echó al hombro y entró tambaleándose en la casa.
    Stig se quedó tirado en el sofá mientras Kazimir cerraba con llave puertas y ventanas y activaba el sistema de seguridad. Cuando cerró las cortinas, encendió por fin las luces.
    -Odio nadar, joder -gimió Stig. Una máscara de branquias le colgaba del cuello por la correa, la pequeña luz roja de aviso de baja potencia resplandecía con suavidad.
    -Yo también -dijo Kazimir-. Pero recuerdo quién me enseñó.
    Envolvió con una manta los hombros temblorosos de Stig y luego empezó a desabrocharle los pantalones empapados y manchados de barro.
    Stig bajó la cabeza y lanzó una carcajada áspera.
    -Momento gay. Esperemos que al equipo de Myo no se le ocurra entrar ahora como una tromba por la ventana.
    -¿Quieres beber algo?
    -Dios, no. Nada de líquidos. Ni ahora ni nunca jamás. Debo de haberme tragado la mitad de la red del canal. Creí que la Tierra tenía unas leyes antipolución muy estrictas. Pues por el sabor no lo parece, coño. Te juro que he tenido que atravesar mierda pura ahí fuera.
    Kazimir le quitó los pantalones y envolvió con otra manta las piernas de Stig. Parecía alguien al que acabaran de rescatar del Polo Norte.
    -¿No tenías aletas?
    -Solo al empezar. Las perdí junto con todo lo demás. -Lanzó una débil carcajada-. Incluyendo la camisa que llevaba puesta. Que te sirva de lección, Kazimir, por muy buenos que sean los cacharros y los planes de emergencia que tengas, la vida real no siempre coopera. Y ahora, por el amor de Dios, dime que Adam recuperó los programas que me traje.
    -Los tiene. -Kazimir cogió aire para decir el pero luego se lo pensó mejor. Su vacilación no pasó desapercibida.
    -¿Qué? -preguntó Stig.
    -Los programas de noticias lo anunciaron esta tarde, de ahora en adelante van a inspeccionar todos los cargamentos enviados a Tierra Lejana. Elvin y Johansson no han dicho nada, pero al parecer estamos jodidos.
    
    El personal de seguridad de la estación había despejado un gran espacio semicircular alrededor de las consignas de la terminal de Carralvo. Los pasajeros curiosos que se dirigían a coger su tren se detenían a ver a qué venía tanto escándalo. Al final se vieron recompensados con la aparición de Paula Myo. Se oyeron unos cuantos aplausos, alguien incluso silbó con tono elogioso. La investigadora hizo caso omiso y observó impasible al equipo forense que se había puesto a trabajar en el casillero. Tarlo y Renne permanecían detrás de ella, repeliendo las preguntas de los periodistas que habían aparecido y las atenciones del oficial de seguridad del TEC. Sabían cuánto apreciaba su jefa un examen sin interrupciones de la escena de un crimen.
    -¿Es una coincidencia? -preguntó Tarlo-. ¿O crees que es su política operativa habitual?
    -¿Es una coincidencia, qué? -dijo Renne.
    -La huida subacuática. Oye, si empiezan a hacer eso, quizá la marina pague para que nos modifiquen. Sería una pasada, no me vendría mal que me creciera un sonar de delfín.
    -¿Ah, sí? Se me ocurre algo bastante inútil a lo que podría sustituir.
    -Eso se ha usado mucho, muchas gracias.
    -No es una política operativa habitual -dijo Paula-. Nuestro objetivo de hoy era un Guardián. El operativo de Costa de Venecia estaba trabajando para otra persona.
    -Nigel Sheldon. ¿Pero qué saca él de todo esto? ¿Para qué permitir que los Guardianes pasen armas de contrabando a Tierra Lejana y luego atacar al traficante que contratan? No tiene sentido.
    -¿Está segura de que el de hoy era un Guardián? -preguntó Tarlo.
    Renne le lanzó una mirada de advertencia a su compañero, pero Paula no reaccionó.
    -Nuestro problema es que no sabemos qué esperan conseguir después -dijo Paula-. Esta nueva fase es desconcertante. Renne, quiero que reúna un equipo nuevo para estudiar lo que sabemos que Valtare Rigin estaba recopilando para ellos.
    -El informe de la división de armas dijo que había demasiadas incógnitas -dijo Renne con cautela-. No pudieron darnos un uso claro.
    -Lo sé. Su problema es que su equipo está compuesto por pensadores sólidos. Y con esto yo necesito algo muy diferente. Ahora estamos en la Marina, no debería haber ningún problema para encontrar y reclutar especialistas en física armamentística, sobre todo los que tengan una imaginación calenturienta. Consígame una lista de usos posibles, por descabellados que parezcan.
    -Sí, jefa.
    El teniente de la Marina a cargo del equipo forense se acercó a Paula y le hizo un saludo militar. Tarlo y Renne intentaron no sonreír.
    -Tenemos una coincidencia familiar en los residuos de ADN, señora -dijo el teniente-. Tenía razón, es de los clanes de Tierra Lejana. Hemos reunido muestras suficientes en el pasado para confirmar la correlación, es un descendiente de séptima u octava generación de Robert y Minette McSobel. Dado el nivel de endogamia, es difícil decir cuál.
    -Gracias. -Paula se volvió hacia Tarlo y alzó una ceja. Este se encogió de hombros con gesto rebuscado.
    -Lo siento, jefa.
    -Muy bien, sabemos que hay otra operación de contrabando de equipo en marcha y es probable que la dirija Adam Elvin. Empiecen a elaborar opciones para rastrearla.
    
    El pequeño despacho del profesional tenía un escritorio con una matriz que se conectaba directamente con la red de la Propiedad Clinton. Echó el cadáver hacia un lado, limpió la sangre que había brotado del cuello del hombre cuando se lo había torcido hacia atrás y puso la mano en el punto-i de la matriz del escritorio para abrir un canal directo. Los programas de sus implantes se infiltraron en la red de la Propiedad. El club tenía unas rutinas muy sofisticadas que rondaban incluso el nivel de una IR. Dada su clientela, era inevitable que la seguridad fuera de primera fila. Eso era lo que lo convertía en el lugar ideal para una exterminación. La gente estaba lo bastante cómoda como para bajar la guardia.
    Sus programas identificaron los nodos que servían a las canchas de squash del club y se infiltraron en sus programas de gestión como sondas de diagnóstico. No podía bloquear los nodos porque el regulador de la red lo detectaría de inmediato. Lo que él quería era poder desviar las señales de emergencia.
    Cuando quedó satisfecho de que su sutil corrupción estaba integrada y en funcionamiento, se cambió de ropa y se puso el polo y los pantalones cortos blancos reglamentarios para el personal deportivo del club. Esperó en la oficina durante cuarenta y un minutos, luego cogió una raqueta de squash y bajó por el corto pasillo que llevaba a la cancha que había reservado el senador Burnelli para su lección.
    El senador ya estaba dentro, calentando con una pelota.
    -¿Dónde está Dieter? -preguntó.
    -Lo siento, senador, Dieter ha llamado diciendo que está enfermo -dijo el otro y cerró la puerta-. Yo me ocupo hoy de sus clases.
    -Muy bien, hijo. -El senador le dedicó una sonrisa afable-. Tienes una tarea dura por delante. Esta semana me ha ganado el ayudante de Goldreich. Ha sido humillante. Y ahora estoy buscando una pequeña venganza.
    -Por supuesto. -Se acercó al senador.
    -¿Cómo te llamas, hijo?
    La mano del otro hizo un giro rápido y le dio un golpe cortante al senador en el cuello. Se oyó un crujido seco cuando se partió la espina dorsal de Burnelli. El cuerpo del senador quedó sin fuerzas y cayó al suelo mientras los implantes chillaban alarmados.
    El hombre se detuvo un momento y comprobó sus programas para asegurarse de que ninguno de los nodos de la red estaba transmitiendo la alerta. Los desvíos estaban funcionando y enviando las llamadas de socorro del moribundo a un código inútil de un solo uso. Después apretó el puño y utilizó toda su fuerza amplificada para estrellarlo contra la cara del senador. El cráneo de Thompson Burnelli se fragmentó bajo el impacto.