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La distancia que los
separaba de aquel sol G1 que caía a plomo por todo el cielo
blanqueado por el calor era tan incómoda y escasa que durante el
día la temperatura se elevaba sin compromiso por los ciento
cuarenta y cinco kilómetros de Costa de Venecia. Tampoco ayudaba
que la hermosa isla estuviera justo fuera de lo que, técnicamente
hablando, era la región polar del norte de Anacona y que el planeta
se estuviera acercando a la mitad del verano. Una combinación de
geografía y calendario que en ese momento le proporcionaba a la
ciudad dieciséis horas de luz intensa todos los días. En pleno
invierno, por supuesto, el patrón se invertía y el sol solo se veía
unas seis horas al día. Pero incluso entonces el clima solo se
enfriaba hasta alcanzar algo parecido a las temperaturas del
Mediterráneo terrestre. La proximidad de Anacona a su estrella
principal hacía que el planeta no fuese habitable entre el ecuador
y los cincuenta grados de latitud norte y sur, la mayor parte de lo
cual era un desierto rocoso.
Desde el espacio,
Anacona tenía el mismo aspecto de banda simétrica que un gigante de
gas, con el centro envuelto en una amplia extensión de arenas de
color café y rodeadas de cordilleras montañosas negras y rojizas.
El planeta había puesto en marcha entre los planetólogos de la
Federación un gran debate que todavía no había terminado. Se
preguntaban cómo afectaba el clima a la topografía o si la simetría
era un simple golpe de suerte tectónico y pasajero. Porque no eran
solo las regiones centrales las que eran regulares. Más allá de los
picos que cercaban cada lado del desierto, las aguas de color azul
aciano de los mares anulares centelleaban bajo el fuerte sol tanto
al norte como al sur. Ambas zonas polares alardeaban de
continentes, aunque el del sur era más pequeño y sus costas no se
parecían en nada. Lo que sí compartían era una gran abundancia de
vegetación esmeralda con junglas y praderas alimentadas por el
calor y las lluvias diarias. Ambos mares enviaban a los continentes
largas estelas de nubes blancas como cisnes, que formaban lentos
torbellinos permanentes sobre los polos.
El mar le daba a
Costa de Venecia una humedad indecente. A media tarde, la siesta
estaba en pleno apogeo y apartaba de las calles tanto a turistas
como a residentes. Las tiendas cerraban cuatro o cinco horas
seguidas, a la espera de que el atardecer y un sol bajo y dorado
les diera la oportunidad de abrir sus puertas de nuevo. La gente se
tomaba largos descansos en los patios ensombrecidos que se podían
encontrar en el centro de cada manzana. El único servicio que
parecía continuar a pesar de todo era el monorraíl, que comunicaba
todos los distritos que cubrían los ciento cuarenta y cinco
kilómetros de la estrecha ciudad. Hasta la mayor parte de las
góndolas, los taxis acuáticos y los pequeños botes de reparto que
plagaban los canales, atracaban en algún muelle y se mecían vacíos
en el agua mientras sus patrones holgazaneaban en los bares.
Eran esos largos
interludios sin gente que se producían cada día lo que más
preocupaba a Paula Myo. La operación de vigilancia iría mucho mejor
servida con multitudes y actividades que cubrieran los operativos
de la Agencia. Tal y como estaban las cosas, tenían que comer y
beber despacio, sentados en las terrazas de los cafés y
restaurantes vecinos. Estaba resultando ser un servicio muy popular
entre su personal. A Paula no le hacía mucha gracia. Podían
relajarse durante episodios tan ociosos.
El centro de su
atención era la Galería Nystol, un gran edificio de tres pisos
situado junto a un canal, en el distrito Cesena, que se
especializaba en arte EK, máquinas electrocinéticas con cientos o
incluso miles de partes móviles. Paula había revisado el catálogo
de la galería, había hecho una visita virtual a través del
constructo TSI y se había maravillado, como cualquiera que no fuera
amante del arte, al ver aquella sorprendente y absurda fusión de
arte y máquina. Algunas eran como esculturas activas de animales,
alienígenas y criaturas míticas cuyos microengranajes y pistones
imitaban las funciones biológicas con un mimetismo descarado,
mientras que otras eran colecciones aleatorias de componentes
mecánicos reunidos en extraños patrones asimétricos que no deberían
funcionar, pero que sin embargo se las arreglaban para zumbar,
rechinar, rotar y tambalearse con una elegancia brusca; incluso las
había que eran variantes de la vieja reacción en cadena de las
fichas del dominó, con módulos de fuego, agua, aire, goma,
protoplasma y componentes normales y mal usados de máquinas
domésticas o industriales, todos ellos reaccionando unos contra
otros, activando la pieza siguiente para después volver a colocarse
solos en un movimiento imposible y perpetuo.
La Nystol era una
buena tapadera para su propietario, un tal señor Valtare Rigin,
cuya otra empresa especializada era el tráfico de armas. Para
empezar, Costa de Venecia no era la clase de ciudad donde ocurrían
ese tipo de cosas. No tenía más industria que el arte, la pesca,
los barcos y el turismo. No había ningún gran plan cultural y
cívico cuando se había fundado en el 2200, no había ningún deseo de
rivalizar con las ilustres y antiguas zonas urbanas de la Tierra,
ni con las dinámicas ciudades nuevas, ávidas de riquezas, que se
disputaban fondos y empresarios y que surgían por toda la fase dos.
Costa de Venecia se había construido de pura casualidad. Comenzó
con una lengua de arena llamada Prato, cerca del centro de un trozo
de setecientos cincuenta kilómetros de costa pantanosa del
continente de Calitri, protegido del mar por una hilera
serpenteante de pequeñas islas cenagosas. La fauna marina de la
zona atrajo a varias familias que habían llegado de Italia y que ya
se estaban cansando de la capital del nuevo planeta, San Marino. En
aquellas aguas medraba una amplia variedad de peces comestibles muy
adecuados para la cocina italiana. Varias de las familias que se
asentaron en aquella lengua procedían de la antigua Venecia, así
que la cultura navegante se instaló en la zona desde el
principio.
Unas enormes dragas
importadas de los inmensos astilleros de Verona abrieron grandes
canales para permitir el paso de los pesqueros y luego empezaron a
despejar canales más pequeños alrededor de Prato. Comenzaron a
construirse casas más sólidas en las tierras más altas que se
habían ganado al mar, con pequeños canales excavados directamente
hasta ellas para que los barcos pudieran tener un acceso fácil. Fue
entonces cuando los habitantes de la creciente ciudad comprendieron
el potencial de lo que tenían. La lengua original comenzó a
expandirse a medida que el aluvión del pantano recién dragado se
iba apilando al este y al oeste. Un par de años más tarde, Prato se
había convertido en una isla alargada con una laguna amplia y
transparente que la separaba de la costa principal, donde en otro
tiempo se encontraba el pantano, y con una única carretera elevada
para las líneas del ferrocarril. Con eso se estableció el patrón
para el futuro.
Durante ciento
ochenta años las dragas y los robots constructores siguieron
adelante. La larga isla fue dibujando curvas sinuosas para
mantenerse más o menos paralela a los contornos de la costa, con
distritos añadidos de forma continua a ambos extremos. Arquitectos,
artesanos, diseñadores, todos colaboraron con el Ayuntamiento para
mantener la naturaleza italiana de sus nuevos encargos, y preservar
y ampliar el carácter de aquella ciudad acuática. Entre las grandes
familias, las dinastías intersolares y los superricos se puso de
moda tener una villa en algún lugar de Costa de Venecia. Las islas
del litoral, de las que había miles, resultaron ser unas
propiedades incluso más lucrativas.
El distrito de
Cesena, donde estaba situada la Galería Nystol, se encontraba a
treinta kilómetros de Prato, a tres paradas en el expreso del
monorraíl. Después de cuatro días, Paula ya lo conocía a fondo,
cada calle, cada canal, cada puente, cada callejón cubierto y cada
plaza. Su hotel estaba a un paseo de siete minutos y medio de la
estación local del monorraíl, con cinco puentes sobre los canales:
tres de piedra tallada, uno de madera y otro de metal; mientras que
la comisaría local estaba a solo dos minutos, con cuatro puentes
por el medio. Paula había llegado a Costa de Venecia con un equipo
de ocho personas de su oficina, además de otras cinco que les
proporcionaban apoyo técnico y treinta agentes de la división de
asalto táctico. El impaciente ministro del Interior del planeta le
había prestado doce de los detectives de más rango de Anacona, que
le habían proporcionado una ayuda valiosísima por los estrechos
canales y el laberinto de calles, donde realmente se necesitaba. Su
presencia era un buen indicador de la importancia que los gobiernos
le daban a la nueva Agencia de Seguridad Planetaria de la
Federación, la gemela callada de la Agencia de Vuelos Estelares de
la Federación.
Con el lanzamiento de
las naves exploradoras que iban a regresar a Dyson Alfa, el interés
del público se centraba solo en la Agencia de Vuelos Estelares,
mientras que era la Agencia de Seguridad Planetaria la que estaba
recibiendo un cincuenta y cinco por ciento del presupuesto global.
Para ser alguien que había ganado por los pelos, con un lamentable
cincuenta y ocho por ciento de los votos intersolares, la
presidenta Doi se mostraba extrañamente contundente cuando se
trataba de dotar de fondos a la nueva Agencia. En los programas de
noticias de la unisfera se hablaba de que habría que subir el
impuesto sobre la renta para pagar las instalaciones, que se habían
ampliado de una forma extraordinaria.
Disponer de mayores
recursos debería haber contribuido a facilitar la transición de
Paula, pero a la investigadora no le gustaba en absoluto. La
Agencia no era la Junta Directiva a la que ella se había unido,
aunque la reorganización le hubiera proporcionado más dinero y más
personal. Un personal que por desgracia incluía a Alic Hogan, su
nuevo adjunto, al que Columbia había nombrado tras sacarlo de su
propio departamento legal. Si había algún adlátere político, ese
era Hogan. Sus constantes exigencias de informes completos del
trabajo de todos los investigadores y la insistencia de que todos
los procedimientos se llevaran a cabo según el manual estaban
causando un gran resentimiento en la oficina de París. Aquel hombre
no sabía llevar un caso, pero sí que sabía mirar por encima del
hombro a todo el mundo.
Durante los últimos
meses, Paula había empezado a preguntarse si con la vejez se estaba
haciendo más conservadora, si odiaba el cambio solo por el hecho de
ser un cambio, si se negaba a reconocer que la sociedad se estaba
transformando a su alrededor. Se sorprendió porque, en todo caso,
se consideraba una realista y sabía que las fuerzas de la ley
siempre se adaptaban para mantenerse al ritmo de la civilización en
la que mantenían el orden. Aunque quizá lo que la incomodara fuera
el mayor grado de control político ejercido sobre los operativos de
la Agencia. Se resentía con la idea de que pudieran ponerle límites
a su trabajo; después de tantos años de servicio para llegar a una
posición prácticamente semiautónoma, sería horrible que la
volvieran a arrastrar al sistema general, donde tendría que dar
cuenta de todos sus pasos.
-Como todos los
demás.
-¿Disculpe? -preguntó
Tarlo.
Paula le lanzó a su
ayudante una sonrisa un poco irritada, no se había dado cuenta de
que estaba pensando en voz alta.
-Nada. Pensaba en voz
alta.
-Claro -dijo Tarlo y
volvió al menú.
Esa actitud tan
californiana era algo que Paula por fin podía aprovechar. Tarlo se
confundía a la perfección con el estilo de vida relajado de Costa
de Venecia. Los dos estaban sentados en la mesa de un café, bajo
una amplia sombrilla, junto al canal Clade. A doscientos metros de
distancia, en el lado contrario, estaba la parte posterior de la
Galería Nystol. Su escarpada pared de ladrillo rojo se alzaba sobre
el agua tranquila, solo tenía una puerta para mercancías en el piso
bajo, un metro más o menos por encima de la línea negra de la
marea. A ambos lados había un par de postes de amarre, sus franjas
blancas y azules estaban abrasadas por el sol y apenas se veían.
Unas ventanas amplias con ribetes de piedra marcaban el segundo y
el tercer piso, bajo el tejado sobresaliente de tejas rojas de
arcilla. Una hilera de hojas de precipitación semiorgánicas
envolvía la parte inferior de los canalones, como si una parra
gigante estuviera creciendo de las vigas. El agua potable era una
materia prima bastante cara en Costa de Venecia, los pozos que
tamizaban el agua y que se habían excavado en los sótanos de la
mayor parte de los bloques no podían cubrir la enorme demanda de
los residentes.
La silla de Paula
estaba colocada de tal modo que miraba el edificio que era su
objetivo mientras que Tarlo formaba un ángulo con ella, lo que le
permitía ver todo el canal. Con su gorra blanca y la camisa suelta
de lino naranja y negra el detective parecía inmune al calor. Paula
se quitó la chaqueta del traje y la colgó en el respaldo de la
silla antes de sentarse, la blusa blanca se le pegaba a la piel. La
peluca estaba muy caliente y sentía el sudor que le escocía en la
frente, pero resistió el impulso de cambiarla de posición. Un
camarero del café los miró con el ceño fruncido desde la silla que
ocupaba en el umbral de la puerta. Cuando quedó claro que no se
iban a ir, se acercó sin prisas.
-Ah, uno, aqua,
minerale, er natu... -empezó a decir Paula. El camarero le lanzó un
suspiro de desprecio.
-¿Con gas o sin
gas?
-Oh. Sin gas, por
favor, fría y con hielo.
Los camareros de
Costa de Venecia solían mostrarse desdeñosos con cualquiera que no
supiera hablar unas palabras de italiano.
Tarlo pidió una
cerveza sin alcohol y un cuenco de nueces de rasol ahumadas.
Los dos recibieron
otra mirada de desprecio absoluto antes de que el camarero hundiera
los hombros y volviera a entrar en el café.
-Siempre es un placer
mezclarse con la plebe -dijo Tarlo. Subió los pies embutidos en
sandalias a la barandilla de hierro oxidado que protegía el borde
de la acera de baldosas de granito del canal.
Paula comprobó su
reloj.
-Pediremos otra
bebida dentro de media hora y después un aperitivo. Me gustaría
disponer de dos horas al menos.
-Jefa, tenemos todo
esto cubierto por sensores, ya lo sabe. No puede meter una paloma
mensajera ahí dentro sin que la interceptemos.
-Lo sé. Pero la
revisión del objetivo es importante para mí. Necesito cogerle el
tranquillo a la operación.
-Ya. -Tarlo esbozó
una amplia sonrisa-. No deja de decírmelo.
Si había salido algo
bueno de la transformación de la Junta Directiva en la Agencia de
Seguridad era que había aumentado el nivel de información. Por una
vez, la noticia de que Valtare Rigin había adquirido un buen número
de aparatos de alta tecnología muy sofisticados y más restringidos
todavía no la habían sacado de ninguno de los agentes ocultos de
Paula, sino de la Oficina Especial contra el Crimen de Anacona, que
había estado supervisando las operaciones de los fabricantes
locales que manufacturaban productos de doble uso. Habían llevado a
cabo comprobaciones financieras en una compañía de suministros
industriales que había comprado unos estabilizadores de resonancia
moleculares con un índice de potencia muy alto, como los que se
podían utilizar en grandes generadores de campos de fuerza. Resultó
que la compañía de suministros era una tapadera y el crédito se lo
proporcionaba una cuenta bancaria de un solo uso de
StLincoln.
La oficina de
investigación rastreó el cargamento, que se desvió por una serie de
puntos ciegos hasta que un mensajero lo recogió y lo llevó a la
galería. Fue entonces cuando llamaron a la Agencia.
La observación, los
rastreos y la vigilancia de las comunicaciones les habían
demostrado que Rigin estaba adquiriendo un montón de componentes de
doble uso. No había ningún arma, pero el patrón encajaba con
exactitud con cualquiera de las operaciones de envío de material
organizadas por Adam Elvin.
-Ha escogido una
magnífica tapadera -dijo Paula mientras tomaba un sorbo de su agua
mineral-. Le apuesto lo que quiera a que el abogado de Rigin afirma
que los componentes son para una de sus obras EK.
-¿Entonces por qué
necesitaba adquirirlos así?
Paula sonrió bajo la
sombra de la sombrilla cuando una ligera brisa bañó el canal.
-Arte radical,
supongo.
-¿Cree que lo va a
mandar de una sola vez?
-Lo más probable. El
riesgo lo corría reuniendo las piezas. Ahora solo tiene que
exportarlas, un par de cajas grandes con un destino legítimo.
-Y por la puerta de
atrás, ¿no?
-Sí.
Desde detrás de sus
grandes gafas de sol, Paula examinó la madera sólida y gris de la
puerta de carga y descarga de la galería, visualizó el barco de
carga atado a su lado y los contenedores que bajaban a la cubierta.
Lo harían en pleno día, por supuesto. Un cargamento de lo más
simple y honesto, no había nada que ocultar. Y allá donde fuera, a
los muelles que daban al distrito de Acri, donde recalaban los
grandes barcos que navegaban por mar abierto, o a la zona de carga
de la estación del monorraíl de Prato, ella lo seguiría. Porque por
algún lugar tenía que estar esperando Bradley Johansson.
Adam Elvin se recostó
en los cojines de pana violeta que había en la parte trasera de la
góndola que se deslizaba con elegancia por el estrecho canal. Era
una de las pequeñas vías fluviales que zigzagueaban entre los
grandes bloques, y conectaban y se cruzaban con los canales más
grandes. Las paredes laterales eran altas y estaban cubiertas de
algas y suciedad. El agua lamía los ladrillos agrietados e iba
erosionando poco a poco la argamasa; había secciones enteras que se
habían reparado con ladrillos nuevos y cemento duro y que parecían
totalmente fuera de lugar. Los puentes se curvaban sobre su cabeza
como túneles en miniatura. Cada bloque tenía una fila de puertas
lisas de madera casi idénticas, a un metro de la línea de la marea
y sujetas por pesados cerrojos de hierro. Pasaron junto a varias
que estaban abiertas, con pequeños botes de carga atados al
exterior, las tripulaciones manipulaban cajones y cajas, y las
metían en los oscuros interiores.
Todas las entregas
que llegaban a Costa de Venecia se hacían en barco, lo que
aumentaba el coste de la vida. Adam no se había dado cuenta antes
de llegar. El único modo de transporte que había en los distritos
era a pie o en barco. El monorraíl te llevaba de un distrito a
otro, pero eso era todo.
Salieron del famoso
canal Rovigo, uno de los canales más importantes que cruzaban el
distrito Cesena. Los árboles venturi flanqueaban ambos lados.
Plantados un siglo atrás, sus troncos parecían columnas de cobre
retorcidas que llegaban a alcanzar más de veinticinco metros de
altura, con ramas arqueadas que dejaban atrás largas hebras de
hojas de un color amarillo dorado tan finas como un pañuelo de
papel. Cada uno de los árboles tenía un pozo de tamizado, que se
había perforado bajo el pavimento, en el pantanoso subsuelo, para
que las raíces pudieran absorber el agua potable. Adam tenía la
suerte de visitar la ciudad durante la quincena en que florecían.
Cada rama terminaba en un trino de brillantes flores de color
amatista con forma de gola, grandes como balones de fútbol. Aunque
los pétalos ya estaban empezando a desprenderse y caer, bañando las
cabezas de los encantados turistas de las góndolas como confeti
perfumado.
Adam esbozó una
sonrisa de admiración cuando el gondolero frenó un poco para
permitirle empaparse del paisaje y el olor de los maravillosos
árboles nativos. Las boutiques y galerías que flanqueaban el Rovigo
estaban entre las más exclusivas de Costa de Venecia, con
escaparates de cristales oscuros que ilustraban con ejemplos únicos
los prestigiosos y costosos productos que ofrecían en muestrarios
que en sí mismos ya eran puro arte. No muy lejos, la extraña y
maravillosa aguja retorcida y neogótica de la catedral de San Pedro
se alzaba sobre los tejados rojos de la ciudad como un plateado
cohete espacial de antes de la Federación.
El Rovigo terminaba
en un cruce con el canal Clade. Esperaron entre los últimos árboles
venturi a que un gran barco turístico con aire acondicionado y
techo de cristal pasara resoplando. La estela lamió la góndola,
para gran disgusto del gondolero. Durante el trayecto, la mitad de
su conversación había estado compuesta por una diatriba contra
cualquier barco que tuviera motor. Adam miró el Clade y vio el
amplio canal que iba dibujando una lenta curva, la parte posterior
de la Galería Nystol acababa de aparecer. Solo había unos diez
barcos en esa sección, un par de góndolas, algunos barcos de carga,
un taxi; la acera de ese lado también estaba vacía, con unos
cuantos turistas vagando por allí. Hasta los cafés estaban casi
desiertos.
-¡Pare! -le siseó
Adam al gondolero.
El hombre se dio la
vuelta y lo miró sorprendido, tenía la pértiga lista para meterlos
en el Clade una vez pasado el autobús acuático.
-Ya no hay nadie -se
quejó.
-Vuelva. No salga al
Clade. ¿Lo entiende? No me lleve ahí fuera. Lléveme otra vez a la
estación del monorraíl. -Sacó un grueso fajo de billetes del
bolsillo y arrancó más de cien dólares de Anacona.
La cara del gondolero
se iluminó al ver el dinero.
-Claro. Muy bien. El
capitán es usted. Yo solo soy la sala de máquinas.
Cambió el ángulo de
la pértiga y la deslizó por el agua cenagosa. La proa de la góndola
fue dando la vuelta poco a poco y comenzaron a volver por el
Rovigo. Una multitud de pétalos violetas crujientes y secos
continuaron derramándose por la ropa de Adam mientras se retiraban
a una velocidad que apenas superaba el paseo. El contrabandista se
negó a mirar atrás. Habría sido una debilidad absurda. Sabía con
toda exactitud a quién había visto allí sentada, fuera del café.
Después de tanto tiempo podía reconocer el perfil de la
investigadora jefe Myo casi desde cualquier ángulo y distancia. La
mujer llevaba una peluca rubia y grandes gafas de sol, pero a él no
podía engañarlo. La postura, los gestos. ¡Ese traje! ¿Quién
demonios iba a llevar un traje de chaqueta en plena siesta en Costa
de Venecia?
A Adam empezaron a
temblarle los miembros cuando se dio cuenta de lo cerca que había
estado del final de..., bueno, de todo. Debía de haber terminado
hasta con el último jirón de suerte que le quedaba para el resto de
su vida. Si él hubiera estado mirando hacia otra parte. Si Myo no
hubiera estado de servicio a esa hora del día.
El contrabandista se
había sometido a un perfilamiento celular, por supuesto, que le
había dado una nueva imagen, una cara demacrada con la piel oscura.
Pero también sabía que eso no habría funcionado con la
investigadora jefe. Paula lo reconocería con tanta facilidad como
él la reconocía a ella. Jamás podrían ocultarse el uno del
otro.
Entró en la Galería
Nystol por la puerta principal, sabía que el equipo de la Agencia
grabaría su imagen. Le daba igual.
El vestíbulo de la
recepción tenía un techo arqueado de ladrillo pintado de blanco y
suelo de losas. Antes de que lo convirtieran en una galería, el
edificio había sido un almacén, lo que hacía de él el sitio ideal
para albergar obras EK. La recepcionista estaba sentada detrás de
un escritorio, delante de la puerta de cristal ahumado que llevaba
a las salas de exhibición de la galería. Era pasmosamente bonita,
con el cuerpo de una sílfide, piel blanca nórdica y cabello de un
color rojo bruñido que le llegaba a la mitad de la espalda. El
ligero vestido de tonos marrones y esmeralda que llevaba no habría
desentonado en la pasarela de una casa de alta costura. La joven
esbozó una sonrisa automática al verlo, que se profundizó y se hizo
algo más coqueta cuando se acercó.
-Hola, ¿puedo
ayudarlo en algo?
-No. -Le disparó en
la sien con un microdardo del dosificador del brazo. La pulsación-n
paralizó por completo los músculos de la joven, un rigor mortis
instantáneo que la mantuvo erguida en su asiento. Cualquiera que se
asomara desde la calle la vería detrás de su escritorio, como
siempre.
Su mayordomo
electrónico abrió un canal en la matriz del escritorio. Le siguió
una breve batalla mientras se hacía con el control de la red
electrónica del edificio. Mientras lo hacía, se conectaron las
armas y los sistemas de defensa de su cuerpo, lo que lo puso en
modo de combate total. Desconectó la red de la galería de la
ciberesfera planetaria y después desactivó todas las alarmas
internas. La puerta principal estaba cerrada con llave. Donde fue
posible, selló sin ruido las puertas contra incendios y
compartimentó la galería. Los sensores enlazaron directamente con
su visión virtual y le mostraron la ubicación de varias personas,
aunque él sabía que había al menos tres salas sin sensores.
La primera sala
albergaba un grifón EK de casi tres metros de altura con un cuerpo
hecho de finas láminas de latón incrustado de joyas que se agitaban
con movimientos elegantes y fluidos cuando las manipulaban desde
dentro cientos de pequeños engranajes y micropistones. Era como si
Leonardo da Vinci hubiera animado una escultura con un motor
diferencial. Una pareja anciana paseaba a su alrededor, emitiendo
ruidos de admiración mientras se señalaban los rasgos más
destacados. Les disparó a los dos con un rayo de iones. El grifón
arrulló con fuerza cuando el hombre entró en la segunda sala.
En el segundo piso,
la quinta sala tenía una única franja de maquinaria que recorría la
habitación entera, cada componente procedía del mismo avión y
estaba roto de alguna forma, así que, en lugar del movimiento
parejo que se asocia con la industria aeroespacial, cuando se
conectaba se agitaba a sacudidas como un pájaro herido. Unas ondas
de movimiento recorrían la franja entera, cada una diferente de la
anterior. Un guía de la galería caminaba por uno de los costados de
la pieza; frunció el ceño cuando fue a investigar los extraños
sonidos que habían surgido de la cuarta sala.
El rayo de iones le
volatilizó la parte superior del cráneo. El vapor ensangrentado
nubló el mecanismo del activador electrohidráulico de un alerón,
ralentizándolo. Unos fuertes traqueteos empezaron a salir de toda
la pieza EK cuando aquello desbarató por completo su sincronización
y aumentaron las tensiones.
El hombre subió a la
tercera planta. El despacho de Valtare Rigin era la segunda puerta
del pasillo. Al igual que las salas de abajo, tenía el techo
abovedado de ladrillo. En el otro extremo, una ventana arqueada
ofrecía una vista espléndida del distrito Cesena, con la aguja
cromada de San Pedro enmarcada casi en el centro mismo. Rigin, tras
el escritorio, levantó sorprendido la cabeza; estaba peleándose con
la interfaz de su red, que se le había colgado.
-¿Quién coño es
usted?
-¿Es usted Valtare
Rigin?
Rigin esbozó una
sonrisa débil.
-Roberto -llamó en
voz baja.
A la izquierda de la
puerta habían colocado un gran sofá negro de cuero, de modo que
cualquiera que entrara en el despacho no pudiera verlo hasta que ya
estaba dentro de la habitación. Aunque por supuesto que había
presentido al varón humano que estaba sentado en él. El hombre, era
de suponer que el tal Roberto, estaba apoyando sus grandes pies en
el suelo para levantar un cuerpo de más de dos metros.
El atacante levantó
el brazo izquierdo y atravesó directamente la puerta con una
pulsación de iones que apuntaba a la cabeza del gran humano.
Roberto, como buen
guardaespaldas que era, llevaba una armadura ligera bajo su costoso
traje hecho a medida, una armadura que lo envolvía con un campo
deflector. El rayo de iones chisporroteó con fuerza cuando rebotó
en el ladrillo. La arcilla carbonizada saltó con un resoplido del
punto del impacto. Roberto clavó las dos manos en la puerta, que
quedó arrancada de los goznes.
El otro apenas notó
el choque cuando la puerta se estrelló contra él. Giró el brazo de
golpe y aplastó aquella madera noble de siete centímetros de
grosor, que quedó convertida en metralla de virutas.
Roberto gruñó
sorprendido y fue a por el arma que tenía en la sobaquera con un
movimiento tan veloz como impecable, un movimiento que solo pueden
conseguir aquellos cuyo sistema nervioso está electrificado para
contar con un tiempo de respuesta acelerado. La voluminosa pistola
mag-a que sacó le disparó dos cartuchos de uranio empobrecido al
intruso, cuyo resplandeciente campo de fuerza detuvo las dos. Fue
la única oportunidad que tuvo Roberto.
Se lanzó directamente
a por aquel inmenso hombre, levantó la pierna derecha y la giró
para golpearlo en las costillas. Roberto chilló cuando la patada le
atravesó con limpieza la armadura. Se le rompieron tres costillas
que se le hundieron en el cuerpo y le perforaron los
pulmones.
El guardaespaldas
hizo caso omiso del dolor y contraatacó con un volteo a la
izquierda, giró el brazo derecho plano, apuntando al cuello del
intruso y con la función de descarga de energía de la armadura
conectada e impaciente por destrozar el campo de fuerza del otro.
Con el impacto, la energía estalló como un hongo de fusión y la
descarga cegadora arrojó astillas de estática que arañaron a las
dos figuras cuando se desplomaron. Pero la descarga de energía no
consiguió sobrecargar el campo de fuerza, ni siquiera se acercó. Un
puño como la locomotora de un tren expreso se estrelló contra el
costado de Roberto y lo lanzó por los aires, terminó estrellándose
contra el ladrillo curvado. Rastros de sangre mancharon la pintura
blanca cuando se deslizó inerte por las tablas de madera pulida del
suelo.
El intruso salvó con
un elegante salto la distancia que los separaba y un tacón se clavó
en la pierna de Roberto. La articulación de la rodilla chasqueó con
un crujido enfermizo bajo el tacón del otro. Roberto vomitó cuando
unas manos lo agarraron por las solapas de su destrozado traje y lo
levantaron. A Roberto le resultaba difícil centrar la mirada a
través de la niebla de dolor, pero consiguió entrecerrar los ojos y
observar los rasgos del intruso, la falta de emoción de los mismos
era aterradora. Después, el topetazo hundió la parte frontal de la
cara de Roberto y le clavó varios fragmentos astillados del hueso
del cráneo directamente en el cerebro.
El intruso dejó caer
al guardaespaldas muerto y se giró para mirar al hombre aterrado
que esperaba tras el escritorio.
-¿Es usted Valtare
Rigin?
-Sí. -Rigin se
persignó, los ojos se le llenaron de agua mientras esperaba la
muerte.
-No tengo tiempo de
torturarlo para sacarle información. Si no coopera, destruiré su
implante de célula de memoria cuando mate su cuerpo; después me
infiltraré en su clínica de renacimiento y borraré su depósito de
seguridad. Estará muerto de verdad. Somos muy capaces de hacerlo.
¿Me cree?
Rigin asintió
frenético.
-Santa Madre de Dios,
¿quién es usted? -Sus ojos se volvieron hacia el cuerpo roto de su
guardaespaldas-. ¿Cómo ha...?
-¿La ubicación del
equipo que está comprando para Adam Elvin?
-Yo... Ese no fue el
nombre que me dio, pero todo lo que estoy reuniendo para ese trato
está en el segundo almacén, al final del pasillo. Todo. Lo
juro.
-Déme el expediente
que contiene la lista de componentes y los métodos de pago a sus
cuentas bancarias codificadas. También quiero la ruta de
exportación. -Le ordenó a su mayordomo electrónico que abriera un
canal para conectarse con el aterrado traficante de armas. La
información se introdujo en su caché. El rayo de iones abrió un
amplio agujero en el pecho de Rigin. Se acercó a toda prisa al
cadáver y se inclinó. Una sola y fina hoja armónica salió
deslizándose del índice derecho y cortó a toda prisa el cuello de
Rigin para sacar un pegote ensangrentado de carne y hueso que
contenía todos los implantes de Valtare.
Con la célula de
memoria del traficante a salvo en su bolsillo, el intruso bajó por
el pasillo hasta el segundo almacén. Con una sola patada destrozó
la puerta de polititanio reforzado. Había tres cajones de embalaje
en aquella sala sin ventanas, todas sin sellar, con espuma de
embalaje esparcida alrededor. Se acercó a la primera, comprobó que
contenía artículos de alta tecnología y después dejó caer una carga
de demolición supertérmica.
Para salir de la
galería volvió a la oficina de Rigin. Se colocó delante de la
ventana y activó un campo de alteración concentrado. La ventana
entera de vidrio de carbono endurecido se hizo añicos ante él y la
cascada de fragmentos resplandeció bajo el sol brillante cuando
cayó a la calle. El intruso los siguió, voló por el aire cálido del
exterior en un perfecto salto del cisne y aterrizó limpiamente en
el canal Clade con un pequeño chapoteo. Una vez bajo el agua, juntó
los pies y mantuvo los brazos pegados a los costados. Una oleada de
movimiento recorrió su cuerpo y el atacante se impulsó hacia
delante con la naturalidad de un delfín que atravesara las
cenagosas aguas, sus sentidos optimizados le mostraban las paredes
del canal a ambos lados y los barcos que tenía encima.
La carga supertérmica
explotó a su espalda.
El entrenamiento
había sido muy duro, no solo en lo físico (Kazimir ya se lo
esperaba), sino también en lo mental. ¡Las cosas que había tenido
que aprender! La historia de la Federación, temas de actualidad, la
multitud de planetas y sus correspondientes culturas, tecnología,
programas, programas interminables y cómo gestionaban sus nuevos
implantes. Habían sido muchas las veces en los dos últimos años en
los que les había querido gritar a Stig y sus demás
tutores-torturadores, «¡Me largo!». Pero la presencia de Bruce lo
había acompañado durante todos aquellos meses que pasó moviéndose
entre las aldeas secretas de los clanes de las montañas Dessault.
Competía contra el recuerdo y pensaba que Bruce nunca se rendiría,
jamás huiría.
Y por fin se
encontraba en la arenosa playa de Santa Mónica, mirando el agua
mientras el sol de la mañana se alzaba poco a poco tras Los
Ángeles, y tuvo que admitir que había merecido la pena. Una
agradable brisa soplaba del océano Pacífico agitando las olas
mientras las primeras limusinas y cupés del tráfico matinal se
deslizaban silenciosa y limpiamente por la autopista de la costa
del Pacífico. A la izquierda tenía el muelle de Santa Mónica, que
se adentraba casi un kilómetro en el océano; su antigua y original
estructura, una plataforma de madera, metal y hormigón, se había
ido fusionando poco a poco con la primera de las tres extensiones
que le habían injertado durante sus cuatro siglos de vida.
Adentrados en el mar, los componentes más recientes de sicarbono,
vidrio y vigas de hiperfilamentos se habían dispuesto en simulacros
orgánicos, a veces discretos, a veces deliberadamente llamativos,
sobre todo en el este, donde habían colocado las atracciones de la
feria.
El día anterior, al
llegar, Kazimir había sentido la tentación de dar un paseo por
allí, quizá podría montarse en un par de atracciones. Encajar con
el perfil del turista de paso. Después de todo, eso era en
realidad. Pero se había resistido, lo que daba fe del entrenamiento
de Stig, aunque sospechaba que si Bruce hubiera estado allí con él,
los dos se habrían escabullido un rato, por los viejos
tiempos.
Así que en lugar de
eso había hecho lo que se suponía que tenía que hacer. Se había
registrado en el hotel que había tras el paseo de la Calle Tres con
sus elegantes tiendas antiguas que atraían tanto a residentes como
a visitantes. Había explorado la zona y se había familiarizado con
la red de calles. Había apuntado los accesos a los puntos de
transporte público que le permitirían huir. Qué hoteles tenían
vestíbulos abiertos y las salidas de los edificios. La posición de
los edificios municipales. Horarios aproximados de las patrullas de
policía que pasaban por las calles principales. Ubicación de los
sensores públicos de lucha contra el crimen.
Todas aquellas
observaciones lo habían hecho familiarizarse con la ciudad y le
había impresionado lo que había visto, su riqueza, su pulcritud y
su estilo. A esas alturas ya había pasado por unos cuantos mundos
de la Federación, los suficientes para que no lo acobardaran del
todo las zonas urbanas que cubrían cientos de kilómetros cuadrados.
Pero esa parte concreta de Los Ángeles había estado a punto de
deshacer toda aquella aclimatación. No estaba preparado para lo
brillante y limpio que estaba todo. Al final, la mayor parte de las
ciudades de los mundos nuevos tenían grandes distritos que se
estaban derrumbando y convirtiendo en guetos. Mientras que allí,
donde el tiempo tenía todas las oportunidades del mundo para verter
entropía y decadencia en barrios enteros, los residentes habían
resistido. El dinero ayudaba, por supuesto, y de eso había de sobra
en los apartamentos de la avenida del Océano y en las casas
exclusivas que se alzaban entre el bulevar de San Vicenti y la
avenida Montana, pero era mucho más que eso. Era como si Santa
Mónica hubiera descubierto la forma de rejuvenecerse de forma
continua, como los seres humanos que la habían construido y vivían
en ella. A pesar de su edad, en las calles había un ambiente vivaz
y optimista que lo convertía en un sitio divertido y amigable.
Kazimir se sorprendió pensando que, de hecho, quizá pudiera vivir
allí, es decir, si se veía obligado a vivir en algún lugar de la
Tierra.
Grandes tractores
robot municipales iban abriéndose camino poco a poco, con pesadez,
por la playa, justo por encima del agua, mullendo la densa arena y
alisándola para dejarla lista para el día. Habían comenzado a
aparecer por el sendero que serpenteaba por la parte posterior de
la playa ciclistas, corredores, «marchadores», paseantes normales,
paseantes de perros, patinadores, motorugas y patinetes-n. Kazimir
se estaba acostumbrando a los ciudadanos de la Federación y a su
búsqueda constante de la belleza y la forma física, pero seguro que
la concentración más alta de obsesos se encontraba en la Tierra. En
aquel sendero todo el mundo iba vestido con ropa deportiva de
diseño, tuvieran la edad que tuvieran, desde los veinteañeros hasta
los que se acercaban a los cincuenta y pensaban ya en el
rejuvenecimiento. Le costaba no sonreír cuando los veía pasar
sudando, con los rostros concentrados y el ceño fruncido.
Mientras los miraba
con gesto ocioso, se dio cuenta de que había muy pocos chavales
utilizando el sendero. Claro que lo mismo ocurría en casi toda la
Tierra, en general. El número de niños que había visto de momento
era muy pequeño.
Uno de los
madrugadores paseantes dejó el sendero y se dirigió hacia él por la
arena. Era un hombre excepcionalmente alto, de unos treinta años y
con el pelo rubio, que bajo el sol de California era casi blanco. A
diferencia de los ojos, que eran muy oscuros y que hacían que su
rostro destacara en lugar de tener un atractivo clásico. Vestía un
simple jersey de pico blanco, pantalones por la rodilla y
deportivas negras como la noche.
-Kazimir McFoster,
¿no es así? -Extendió la mano. No vaciló, no pensó que podría
haberse equivocado de persona.
-Sí. -Kazimir
necesitó toda su capacidad de autocontrol para no tartamudear ni
quedarse con la boca abierta y una expresión incrédula-. ¿Usted es
Bradley Johansson?
-¿Esperabas a otra
persona?
-Pues más o menos a
la mitad de los polis del planeta.
Bradley asintió con
gesto admirativo.
-Gracias por
venir.
-Gracias por darme la
oportunidad. Aún me cuesta creer que es alguien real. Quiero decir,
que está vivo. Me he pasado tantos años aprendiendo lo que ha hecho
por nosotros, la actitud que adoptó, lo que le costó. -El joven
señaló con un gesto la ciudad que había sobre el acantilado-. Es
indignante que no le crean.
-Vamos a dar un paseo
-dijo Bradley-. Deberíamos intentar confundirnos con la
multitud.
Kazimir no sabía muy
bien si había ofendido al gran hombre. Lo más probable era que lo
aburriese, sin más. ¿Cuántas veces habría oído Bradley algo
parecido de labios de jóvenes estúpidos y deslumbrados?
-Claro.
-Siempre se me olvida
que para las personas que han crecido en los clanes de Tierra
Lejana este tipo de lugares son un choque. ¿Tú como lo llevas?
-preguntó Bradley.
-Bien, supongo. Soy
muy consciente de que intento fingir que estoy de vuelta de
todo.
-Eso está bien.
Cuando dejes de esforzarte, te lo irás tomando todo con más calma y
todo se irá equilibrando. Bueno, y ahora que has visto la
Federación, o al menos parte de ella, ¿qué te parece? ¿Hacemos bien
en intentar salvarla?
-Incluso si no
mereciera la pena salvarla, hacemos bien. Es decir, a la gente. A
los seres humanos, nuestra raza.
Bradley miró el
océano y sonrió, después tomó una gran bocanada de aire
fresco.
-Ya sean justos o
pecadores. -Se encogió de hombros-. Perdona, es una cita mal hecha
de antes de tu tiempo. Y del mío, en realidad. ¿Así que crees que
merece la pena salvarla?
-Sí. No es perfecta.
Creo que podrían haberlo hecho mucho mejor con todo el conocimiento
y los recursos que tienen a su disposición. Hay tantas cosas que a
la gente le resultan difíciles, cuando no tendrían que serlo.
-Ah, un idealista.
-Bradley lanzó una suave carcajada-. Intenta no dejar que Adam te
corrompa demasiado contándote la forma que debería tomar la
sociedad cuando venzamos. Es un viejo canalla revolucionario, una
vergüenza. Pero muy útil.
-¿Qué hace?
-Ya lo averiguarás
cuando lo conozcas. Va a hacerse cargo de las tareas de Stig a
partir de ahora.
Kazimir se detuvo,
todavía estaban a trescientos metros del muelle. La gente bajaba
hasta la playa desde el puente que la conectaba con la tierra.
Delante de él habían aislado con cuerdas toda una sección, un
socorrista municipal permanecía junto a la entrada. Dentro no había
nadie.
-¿Sabes para quién es
eso? -preguntó Bradley.
-No.
-Es para los niños,
para que puedan disfrutar juntos de la playa sin tener que
compartirla con un montón de adultos que anden por ahí
estropeándoles la diversión. En estos tiempos se están convirtiendo
en un lujo escaso en la Tierra. Al menos para las clases medias,
que en realidad ya no pueden permitirse tenerlos. Aunque todavía
los tienen, por supuesto. Así es la naturaleza humana. Jamás deja
de sorprenderme por lo que estamos dispuestos a pasar, los
sacrificios que hacemos, para que nuestros críos disfruten de su
infancia. Esa es una parte de la vida que nuestra tecnología no
podrá reproducir jamás, y, sin embargo, después del porno, es el
género TSI más popular. Supongo que ninguno llegamos a olvidar
jamás el asombro y la alegría que nos proporcionó esa inocencia.
Los psicólogos siempre dicen que anhelamos regresar al santuario
del útero, en mi opinión no son más que una panda de idiotas con
demasiados estudios. Lo que queremos en realidad es esto. Esa época
en la que todo es nuevo y emocionante y lo único que nos preocupa
es si el helado va a durar un poco más. Es algo que no entiende,
¿sabes?
-¿El aviador
estelar?
-Sí. A pesar de toda
su inteligencia, y que conste que es muy listo, Kazimir, no es
capaz de comprender esa parte de nosotros. Jamás ha entendido lo
importante que son nuestros niños para nosotros, el vínculo de amor
y adoración que existe entre nosotros. En parte porque su ciclo
vital no incluye descendencia, como el nuestro, pero sobre todo
porque los mira con desprecio. Cree que no pueden afectarlo y, por
tanto, no les hace ningún caso. Y yo creo de verdad que eso podría
ser su perdición: nuestra naturaleza. Lo único que cree controlar
porque lo que sí que entiende es nuestra avaricia y nuestro miedo.
Pero somos más que eso, Kazimir, somos más complejos de lo que
cree.
-Haré todo lo que
pueda por ayudar. Ya lo sabe, señor.
-Lo sé. Has
demostrado tu lealtad hacia nuestra causa muchas veces.
-Ha mencionado que
ese tal Adam se hará cargo del trabajo de Stig. ¿Significa eso que
he pasado?
Bradley le dio la
espalda al océano para dedicarle a Kazimir una amplia sonrisa de
cortesía.
-¿Pasado? ¿Pasado
qué?
-La prueba. Que he
conseguido su aprobación, señor.
Bradley envolvió con
un largo brazo el hombro de Kazimir y lo hizo rodear la zona
aislada.
-Créeme, mi querido
muchacho, si no te hubieras ganado mi aprobación, seguirías
plantado en la playa preguntándote dónde demonios estaba. O algo
peor.
Kazimir giró la
cabeza y vio el destello de un juicio en los ojos del anciano. Era
más inquietante que cualquier perorata de amenazas o burlas.
-Necesito a los más
fuertes que puedan producir los clanes para la tarea que tenemos
por delante -dijo Bradley-. Lo sabes, ¿verdad Kazimir? Se te pedirá
que hagas muchas cosas desagradables. Si lo considero necesario, te
pediré que mueras para que podamos proporcionarle a Tierra Lejana
su venganza.
A pesar del aire
húmedo que soplaba del océano, Kazimir tenía la boca seca.
-Lo sé.
La mano de Bradley lo
apretó con fuerza.
-No me siento
culpable. Lo que tuve que pasar, todo lo que soporté siendo el
esclavo de ese monstruo, me dejó con demasiada determinación como
para sentirme débil. Cuando todo esto acabe supongo que lloraré por
todo lo que hemos hecho, por las vidas que hemos sacrificado. Pero
merecerá la pena, porque volveremos a ser libres de verdad.
-¿Cómo era, señor?
¿Qué aspecto tenía el aviador estelar?
-No lo recuerdo.
-Bradley sacudió la cabeza y el dolor tiñó su voz-. Ya no. Los
silfen se lo llevaron cuando me curaron. Supongo que tenían sus
razones. -El pesar se desvaneció de su rostro-. Cuando esto
termine, deberías intentar recorrer los senderos que han construido
entre los mundos. Ahí fuera hay una galaxia extraordinaria,
Kazimir.
-Sí, me gustaría
mucho.
Bradley extendió la
mano.
-Adiós, Kazimir.
Gracias otra vez por la oportunidad de conocerte. Es para mí un
honor que tú y los tuyos sigáis sosteniendo la causa.
Kazimir le estrechó
la mano con entusiasmo, le sonrió un poco nervioso y regresó por la
playa.
Bradley lo observó
alejarse durante unos momentos y después subió las amplias
escaleras de hormigón que había junto al muelle. Volvió a bajar por
la avenida del Océano y atravesó la estrecha franja de intenso
follaje que era el parque del Acantilado, con sus eucaliptos de
varios siglos y sus parterres recargados. Los robots jardineros
patrullaban entre las plantas, cortaban las flores muertas y
arreglaban cualquier brote errante que amenazara la simetría del
lugar; las gotas de agua resplandecían sobre la dura hierba,
producto del sistema de irrigación que se conectaba antes del
amanecer. Al otro lado de la amplia calle, el atrevido perfil
geométrico de los apartamentos se jactaba de las gradas de balcones
perfectamente alineados con la playa que quedaba mucho más abajo.
Justo en el medio de la radiante arquitectura nueva, el contorno se
hundía de repente, permitiendo que el sol brillara sobre un pequeño
hotel de la década de los treinta del siglo XX, el Georgian, con su
fachada art decó pintada de azul huevo. Varias placas de bronce
proclamaban las compañías y las autoridades civiles que habían ido
proporcionando fondos a lo largo de los siglos para conservar el
edificio, que bien podría ser el más antiguo de la ciudad. Delante
tenía una terraza elevada de hormigón con varias mesas bajo un
toldo de rayas amarillas y rosas. Adam Elvin estaba sentado en una,
desayunando mientras contemplaba el parque y el océano. Bradley
subió los escalones y se reunió con él.
-Bueno, ¿y cómo es?
-preguntó Adam.
-Deprimentemente
joven, fiable y honrado, y muy leal a la causa.
-Genial, otro robot
fanático. Lo que me faltaba.
-Es listo. Os
llevaréis bien. Por cierto, me gusta tu nueva cara. Digna, pero con
un toque de antiguo luchador callejero. Te va.
Adam gruñó con
desdén. Llegó un camarero que le preguntó a Bradley lo que
quería.
-Lo mismo que mi
amigo, por favor. -Bradley señaló el plato de tortitas, beicon y
caramelo que Adam estaba demoliendo a toda prisa-. Con un vaso de
zumo fresco de naranja y granadilla, y té, por favor, english
breakfast.
-Sí, señor. -El
camarero sonrió y entró otra vez.
Bradley intentó
ubicar el acento, ¿uno de los mundos bálticos de la fase dos? El
camarero debía de ser un nativo de otro mundo con un contrato de
una compañía de servicios, como casi todo el personal humano que
trabajaba en la Tierra en aquellos tiempos. Después de todo, los
nativos de la Tierra necesitarían un trabajo mucho mejor pagado
para poder permitirse vivir en su propio planeta.
-Bueno, esto debe de
ser toda una experiencia para ti -dijo Bradley-. El último
socialista del universo que se toma su primer desayuno de ejecutivo
en L. A.
-Anda y que te
follen.
-¿Qué coño pasó en
Costa de Venecia?
Adam dejó el tenedor
en la mesa y se limpió los labios con una servilleta de lino.
-No tengo ni idea.
Ahora mismo no estoy en algún sótano de la Agencia de Seguridad con
alguien leyéndome la memoria de pura casualidad. Dios, esa mujer
estaba a solo cincuenta metros de distancia, Bradley. Podría
haberla saludado con un simple susurro. Jamás ha estado tan cerca.
Nunca. ¿Por qué no pudiste advertirme? Tu cobertura ha sido siempre
magnífica. Es una de las razones por las que sigo trabajando para
ti.
-No lo sé. Hace algún
tiempo que mi... fuente habitual no se pone en contacto conmigo. Lo
encuentro un tanto inquietante, no es alguien al que se pueda
eliminar con facilidad de la vida de la Federación.
-¿El aviador estelar
se ha deshecho de ellos?
-Lo dices con mucho
escepticismo, incluso ahora. Pero no, si fuera tan poderoso, yo
estaría muerto y la causa estaría perdida.
-A mí no me metas tan
rápido en la brigada de los escépticos. ¿Te acuerdas de lo que le
pasó al pobre Rigin dos días después de que yo esquivara a Paula
Myo? Fue una puñetera carga supertérmica lo que se cargó la Galería
Nystol. Bueno, pues por mucho que desprecie y desconfíe de nuestro
Gobierno, no los veo haciendo eso. Hubo quince muertes corporales
en los edificios vecinos cuando estalló la galería. Ha sido
otro.
-No es propio del
aviador estelar hacer un alarde tan público -dijo Bradley-. ¿Qué
sentido tendría? El envío quedó comprometido en cuanto lo descubrió
la Agencia. Jamás íbamos a recibir esos componentes.
-Me dijiste que sus
planes estaban llegando a la última etapa. Quizá quería asegurarse
de que no íbamos a hacernos con esos componentes. No puede
arriesgarse a que se lo jodamos todo ahora.
Bradley le sonrió al
camarero cuando reapareció con el vaso de zumo y una tetera.
-Me alegro de que
hayas sido tú el que lo ha sugerido, le añade credibilidad... desde
tu punto de vista -le dijo a Adam-. Llevo considerando esa
posibilidad desde que ocurrió. Tú tienes muchos contactos entre los
mercenarios. ¿Alguno de ellos sabe algo del hombre que atacó la
galería?
-No, ni siquiera hay
un simple rumor sobre él. Fuera quien fuera, los sistemas
armamentísticos que debía de tener conectados eran muy
sofisticados. Hasta yo habría tenido problemas para adquirir esa
clase de sistemas; es todo material de vanguardia. Los Gobiernos se
ponen muy picajosos con las personas a las que se venden. Alguien
ha invertido mucho esfuerzo en esta operación.
-Si es cierto que el
aviador estelar se está haciendo más patente, es una novedad
inquietante. Todavía tenemos que llevar mucho material a Tierra
Lejana si quiero llegar a vengar el planeta. Con su nueva y
ampliada Agencia, Paula Myo se está convirtiendo en una persona
desagradablemente eficaz a la hora de descubrir y detener nuestros
envíos. No podemos permitirnos el lujo de que nos golpeen a la vez
desde dos flancos diferentes. Y ya estoy viendo que van a parar y
registrar en Boongate cada cargamento que tenga como destino Tierra
Lejana. -Hizo una pausa para servirse un poco de té-. Si no
recuerdo mal, ya hemos discutido alguna vez la forma de burlar el
bloqueo.
-Es una opción de
emergencia.
-Dada nuestra
situación actual. Creo que un poco de planificación por adelantado
en ese sentido sería lo más apropiado en este momento.
-Maldita sea. Está
bien, me ocuparé de ello.
-Gracias. Y tengo
otras dos cosas que pedirte.
-¿Sí?
-Los datos que
esperamos de Marte, no quiero que se envíen a Tierra Lejana a
través de la unisfera. Hay demasiadas posibilidades de que los
intercepten y corrompan, sobre todo si nos está vigilando el
aviador estelar.
-De acuerdo, eso no
es tan difícil. Lo cargaremos en una célula de memoria y
utilizaremos un correo que lo pasará en persona.
-Bien. Alguien como
Kazimir, por ejemplo.
-Veamos cómo funciona
primero en un viaje normal, ¿te parece? ¿Cuál es el segundo
problema?
-He estado intentando
hablar con Wilson Kime. No es fácil. Está bien protegido, física y
electrónicamente.
-Está en el Conway. A
estas alturas ya deberían estar en Dyson Alfa.
-No obstante, cuando
vuelva, agradecería poder ponerme en contacto con él de alguna
forma.
-Y con exactitud, ¿de
qué quieres hablar con él? Suponía que lo considerabas un agente
del aviador estelar.
-No, no creo que lo
sea. Por eso quiero intentar convertirlo.
Adam tuvo que
engullir el café a toda prisa antes de atragantarse con él.
-¿Convertir al
comandante Kime? ¿Al director de la Agencia de Vuelos Estelares?
Tienes que estar de broma.
-«La suerte favorece
a los valientes.»
-Sí, a los valientes;
no a los locos.
-Lo he visto en
varias entrevistas. Sabe que pasó algo cuando perdieron a Bose y
Verbeke. Eso nos da una oportunidad.
-¿Una oportunidad de
qué?
-De exponer al
aviador estelar. Kime debería ser capaz de encontrar las pruebas de
su traición a bordo del Segunda Oportunidad.
-¿Qué traición?
-El Segunda
Oportunidad desconectó la barrera, es obvio.
-No pudo hacerlo. Ni
siquiera hemos empezado a entender la física que se oculta tras la
barrera. Dios, tío, ¿es que no entraste en las imágenes de la
Fortaleza Oscura?
-Sí. Pero no fueron
los humanos los que desconectaron la barrera, fue el aviador
estelar.
-¿Y cómo coño sabía
cómo hacerlo?
-Es viejo. Ha viajado
mucho. Supongo que el Par Dyson forma parte de su historia.
-Tú y tus
suposiciones. ¿Es que su especie levantó la barrera?
-No lo sé, Adam.
Ojalá lo supiera. Ojalá supiera lo que nos estaba haciendo. Y por
qué. Pero no lo sé. Todo lo que puedo hacer es intentar bloquear
intrigas, y advertir a la gente.
-Gente como
Kime.
-Sí.
-¿Por qué? Es decir,
de todas las personas a las que podrías intentar convencer, ¿por
qué Kime?
-Por su cargo. Puede
ordenar que se haga otra revisión de los datos del Segunda
Oportunidad. He repasado una docena de veces todo lo publicado por
el TEC pero todo lo que les han dado a los medios son las
grabaciones visuales. Yo necesito las anotaciones de los sistemas
de la nave.
-¿Qué crees que hay
ahí?
-Pruebas de que el
Segunda Oportunidad desconectó la barrera. Pruebas de que la
pérdida de Bose y Verbeke no fue ningún accidente. Kime sabe que
está pasando algo. Está listo para creer, solo necesita un pequeño
empujón en la dirección adecuada.
-El TEC ya ha
revisado cada byte del vuelo una docena de veces, por no mencionar
todos los medios de comunicación y los departamentos
gubernamentales. Lo han analizado los mejores expertos de la
Federación. Y no han encontrado nada. No hay irregularidades. No
hay anomalías. No hay polizones.
-No saben lo que
están buscando. Yo puedo decirle dónde buscar. Con las pruebas que
sé que están ahí podemos hacerle comprender lo que de verdad
amenaza a la humanidad. Toda la verdad sobre el aviador estelar
podrá sacarse por fin a la luz para que sea del dominio público.
Los líderes de la Federación se verán obligados a reconocer que
nosotros teníamos razón. Tú y yo ya no tendremos que escabullirnos
entre las sombras. Tierra Lejana podrá vengarse sin que nosotros
tengamos que...
-¡Está bien! Está
bien. -Adam levantó las manos-. Deja el sermón, ya me hago una
idea. Pero dudo que yo pueda acercarme más a Kime que tú. E incluso
si me acercara, yo no soy el chiflado con causa que podría plantar
en su mente ni siquiera una simple duda. Yo solo soy un asesino que
está en búsqueda y captura al que le ha dado por traficar con armas
y que da la casualidad que organizó un ataque contra el Segunda
Oportunidad mientras él estaba metido en la nave. No se puede decir
que sea la clase de credenciales que necesitamos para llamar su
atención.
-Soy muy consciente
de ello. Tenemos que llegar a él desde otro ángulo. Por fortuna,
hay otra persona en la Agencia de Vuelos Estelares que querrá
escucharte. Alguien que tiene un acceso absoluto a Kime.
La mirada que Adam
lanzó al otro lado de la mesa era más de indignación que de
sorpresa.
-¡De eso nada! No
pienso hablar con él. No voy a ponerme en contacto con él. No
pienso enviarle ningún archivo. Ni siquiera pienso poner los pies
en el mismo planeta en el que esté él. No voy a hacerlo. Ni por ti,
ni por dinero ni por tu estúpida causa, ni aunque volviera el
propio Karl Marx para pedírmelo en persona. ¿Entendido? Todo eso
pertenece al pasado. Él eligió su camino y yo el mío. Fin de la
historia. Punto. No. Se acabó.
-Vaya... -Bradley
tomó un sorbo de té-. Pues es una pena.
Después de una cena
francamente decente en una marisquería, Kazimir recorrió a pie las
pocas manzanas que lo separaban de su pequeño hotel. Era una noche
cálida, así que se desvió un poco para pasar por el parque de los
Acantilados. En medio de la oscuridad, el parque tenía cintas de
iluminación que acentuaban el color de las plantas y los árboles
bañándolos en burbujas de luces de colores que contrastaban con sus
propias sombras. En el mar, la feria del muelle era una llamarada
continua de luces de muchos colores que se reflejaban en el agua
negra. La avenida del Océano estaba repleta de gente que se abría
camino entre bares, restaurantes y clubes, y exploraban la vibrante
cultura nocturna de la ciudad para relajarse y desconectar, después
de todo un día de trabajo. Los clubes tenían porteros vestidos de
forma impecable que aplicaban estrictas políticas de entrada. Fuera
se arremolinaban grupúsculos de aspirantes mientras las limusinas
iban y venían, depositando a los que habían conseguido entrar en la
lista. Kazimir se quedó un rato enfrente de unos cuantos clubes,
por si se daba la casualidad de que veía a alguna estrella. Algo a
lo que Los Ángeles se había aferrado con firmeza a lo largo de los
siglos era a su estatus como capital del mundo del entretenimiento
humano. No vio a nadie que reconociera del poco tiempo que había
estado expuesto a la unisfera, claro que también era muy
temprano.
Sobre la ciudad
pendía una luna casi llena que brillaba con la fuerza suficiente
como para establecer una pequeña bruma a su alrededor. Kazimir se
detuvo un instante para contemplarla, fascinado por la amplia banda
de color negro azabache que rodeaba el ecuador y bisecaba el globo,
como si un aro del propio espacio hubiera envuelto el regolito
argénteo. Establecida en 2190, la central eléctrica GlobalSolar
había empezado con tres paneles solares separados por una distancia
equidistante alrededor del ecuador de la luna, de tal modo que uno
de ellos recibía siempre la luz del sol, y había ido creciendo
hasta rodear toda la circunferencia. Se había convertido en la
fuente principal de electricidad de la Tierra. En una época en la
que las leyes medioambientales reinaban con poder absoluto y el
legado de polución de los siglos XX y XXI ya casi se había
erradicado, era inconcebible construir en la Tierra cualquier tipo
de central eléctrica que quemara combustible. Así que se hacía de
forma limpia y eficiente fuera del planeta. La energía que generaba
el anillo se transfería a la Tierra por medio de microagujeros de
gusano y luego se distribuía a través de redes superconductoras
continentales. A Kazimir le encantaba la elegancia de aquella idea.
Era divertido pensar que toda la electricidad que iluminaba las
filas de apartamentos que se cernían sobre el parque, así como el
parque de atracciones, procedía de la Luna. Le agradaba saber que
no había que quemar nada, ni fundir ni fisionarlo para mantener el
suministro de todo un planeta. El coste era espectacular, pero solo
era cuestión de prioridades. Una vez que se habían establecido las
fábricas lunares, estas seguían produciendo en serie y, de forma
indefinida, células solares que sacaban de la roca lunar.
Adam Elvin había
comentado aquello con admiración y al mismo tiempo había deplorado
el hecho de que ningún otro planeta hubiera hecho una inversión
parecida. Después, Kazimir tuvo que sentarse y escuchar, mientras
daban cuenta de un almuerzo perfecto, la plétora de razones por las
que la economía corporativa, las malvadas grandes familias y la
Bolsa intersolar evitaban que el resto de la raza humana
compartiera los beneficios de la civilización de un modo justo y
equilibrado. De hecho, Adam Elvin tenía muchas quejas sobre la
opresión económica que se practicaba en toda la Federación.
Kazimir sabía que
nunca le iba a caer bien su nuevo compañero. Podía trabajar con él,
aquel viejo tenía muchas cosas que enseñarle sobre técnicas de
contrabando y encubrimiento que contribuirían a la causa de los
Guardianes, pero no se veía saliendo con él de bares por ahí como
lo harían unos amigos.
Cuando el almuerzo
tocaba a su fin, Adam le había deslizado el disco de un cristal de
memoria.
-Contiene una lista
de artículos que Bradley necesita para ese proyecto de venganza
suyo. Todo alta tecnología, esas cosas que en la Tierra tienen de
sobra. Te he dado los nombres de posibles proveedores y la clase de
tapaderas que quiero que establezcas para un contacto. Los métodos
de pago también se han dispuesto.
-Entiendo.
-Quiero que vuelvas a
tu hotel. Estúdialo y elabora unas cuantas propuestas, quiero saber
cómo te encargarías de cada una. Qué vas a necesitar, todo, desde
ropa hasta una TSI de turista comprada en el distrito del que se
supone que vienes. Nos vemos otra vez dentro de dos días para
revisar lo que tienes.
-Muy bien. ¿Nos vemos
en persona?
-Sí. ¿Puedes decirme
por qué?
-La ciberesfera se
puede controlar aunque codifiquemos los mensajes; de hecho, sobre
todo si los codificamos. Las reuniones se pueden ver y vigilar,
pero es una cuestión de sopesar las cosas. Es obvio que crees que
es la opción menos arriesgada, dada la ubicación y la
situación.
-Muy bien. Me alegro
de ver que Stig me estaba escuchando, después de todo. Aún podremos
convertirte en un buen operativo clandestino, Kazimir
McFoster.
Kazimir se había
pasado la tarde revisando la lista y tomando notas. Hizo propuestas
sencillas, la complejidad en ese tipo de operaciones podía acabar
contigo. Estaba seguro de que la clave era la sencillez. Sería
interesante oír lo que Elvin tenía que decir sobre su forma de ver
el oficio.
La mayor parte del
tiempo lo había pasado buscando en la unisfera. Cientos de
consultas independientes le habían proporcionado docenas de
respuestas. Solo era cuestión de cribarlas y decidir cómo se podían
aplicar. Stig siempre le había advertido que durante el noventa y
nueve por ciento del tiempo el trabajo sería muy aburrido.
Volvió a cruzar el
parque, alerta por si había alguna señal de algún equipo de
observación que lo estuviera rodeando. Por supuesto, había una
consulta que se había resistido estoicamente a lanzar a la unisfera
desde que había recibido su primer implante. Y además, no podía
descubrirse para ponerse en contacto con un civil mientras estaba
en una misión tan importante como aquella. No podía.
Llegó al final del
parque de los Acantilados y cruzó a la avenida de Colorado. Cinco
minutos después había vuelto a su habitación del hotel. El aire
acondicionado reducía la temperatura y convertía la habitación en
un sitio más cómodo. El cristal oscurecido de la ventana dejaba
pasar unas cuantas motas de luz que insinuaban la red urbana del
exterior. Apenas se oían los sonidos del tráfico. Se quitó las
deportivas con un par de patadas y se dejó caer sobre el colchón de
gel de la cama. Era demasiado temprano para dormir. Un buen miembro
de los Guardianes, una persona fiable, seguiría planeando para
adquirir los artículos que se necesitaban en Tierra Lejana.
Kazimir cerró los
ojos y vio la oscuridad de la tienda después de que la noche cayera
sobre el monte Herculano. La luz de las estrellas mostraba el
perfil moreno del rostro del ángel cuando se alzaba sobre él. Le
sonreía, orgullosa de él, excitada por él, por las cosas que le
confesaba en susurros que quería que le hiciera.
Nada en su vida se
había acercado a la gloria de aquel momento. Ninguna chica había
llegado a su altura, ninguna podría, en ningún aspecto. Kazimir
había continuado con su vida, había aceptado que nada volvería a
ser así, sabía que podía dejarlo todo atrás porque nunca la
volvería a ver. Ella estaba en la Tierra y él estaba en Tierra
Lejana, a cuatrocientos años luz de distancia. Y así seguiría
siendo. Para siempre.
-Maldita sea -le
gritó a la habitación. Se levantó de golpe y estuvo a punto de
abofetearse, pero en lugar de eso, cogió aire, se encaramó al borde
de la cama y le dijo a su mayordomo electrónico que abriera un
enlace con la ciberesfera planetaria.
-Quiero hacer una
comprobación de identidad sobre un ciudadano de la Tierra -le dijo
a su mayordomo electrónico-. Mira a ver si hay alguna referencia
disponible sobre Justine Burnelli.
Debería estar
acostumbrándome a esto, pensó Paula. Pero no se acostumbraba. Y eso
era mucho más doloroso que cualquier ironía.
Por una vez había
sido ella la que había ido al despacho de Mel Rees. Aquel desastre
era suyo y la responsabilidad también. Una vez más.
No es que fuera un
consuelo, pero a Mel Rees parecía hacerle tan poca gracia la
reunión como a ella. Su despacho era solo un poco más grande que el
que ella ocupaba. Aunque la vista que tenía de la torre Eiffel era
mucho mejor. La puerta se cerró tras ella y el hombre se sentó tras
un gran escritorio antiguo de nogal en el que el desorden brillaba
por su ausencia.
-Bueno, ¿y qué pasó?
-preguntó Mel.
-No lo sé.
-Por el amor de Dios,
Paula. Un psicópata se carga media manzana de Costa de Venecia,
mata a diecinueve personas en el proceso, ¿y tú no lo sabes? Esto
no es un buen comienzo para la Agencia. Columbia exige resultados y
no los está pidiendo por favor.
-Soy consciente de la
situación de la Agencia. Pero lo que pasó ahí fuera me preocupa
mucho más.
-Entiendo lo
preocupada que estás. -El investigador dudó, después se puso tenso,
como un médico preparándose para dar una mala noticia-. Llevas
mucho tiempo en este caso. Quizá...
-No -dijo Paula,
tajante-. No ha llegado el momento de que siga adelante y se lo
pase a otra persona.
Rees no discutió.
Pareció encogerse un poco más tras el escritorio.
-De acuerdo, pero
estás advertida, Paula, se está planteando si eres la persona más
adecuada. Las cosas han cambiado mucho y van a cambiar todavía más.
Si llega la orden de arriba de que pases a otra cosa, no voy a
poder protegerte. Si no fuera por el historial que tienes fuera del
caso de los Guardianes...
-Soy consciente de
que me protege mi reputación. Y tú sabes que ninguno de tus otros
investigadores podría cazar a Johansson.
-Sí. -Era obvio que
aquella idea lo preocupaba-. ¿Y qué puedes contarme sobre Costa de
Venecia?
-He estado
supervisando la operación forense, intentando reconstruir la
secuencia de acontecimientos. Lo que no ha añadido mucho más a lo
que ya sabíamos. -Paula le dijo a su mayordomo electrónico que
pusiera un archivo en el pequeño portal montado en el muro que
tenía el director adjunto. Produjo una imagen de uno de los
sensores del equipo de observación que mostraba al hombre colocado
en el alféizar de la ventana destrozada de Rigin un momento antes
de que saltara al canal-. La cara no se encuentra en ninguna de las
bases de datos, así que suponemos que es perfilamiento celular. No
hay ninguna imagen de ningún sensor visual que lo muestre llegando
o saliendo de Anacona por la estación del TEC.
-¿Un nativo del
planeta, entonces?
-Es poco probable,
pero no hemos descartado la posibilidad. Por lo que hemos podido
determinar, su sistema armamentístico estaba electrificado y
conectado a su cuerpo, con la excepción de un simple dispensador de
brazo. Recuperamos la célula de memoria de la recepcionista y
leímos los últimos diez minutos. Yo misma la obtuve. -Un recuerdo
tan claro como cualquiera de los suyos. Recordaba al hombre
entrando en la galería. Se había erguido un poco más tras el
mostrador de recepción y había sonreído al observar la juventud y
el buen aspecto del intruso. Después, el brazo masculino se había
levantado y algo se movía bajo la manga de la chaqueta...
Y no quedaba nada
más, no había tenido tiempo de sentir dolor, horror ni miedo. La
muerte había sido instantánea.
-Tuvimos mucha suerte
de conseguirlo -dijo Paula-. Por el modo en que estaba construida
la galería el piso bajo quedó un poco más protegido de la oleada de
plasma tras la explosión. Había otros cuerpos allí abajo, pero
estaban vaporizados en un noventa por ciento. Y el guardaespaldas,
Roberto, él también tuvo suerte. No es que su armadura estuviera
diseñada con una carga supertérmica, pero el campo deflector sí que
le proporcionó cierta protección. Los procesadores de la armadura
contenían unos archivos interesantes. Justo antes de la explosión
se las había arreglado para desviar una pulsación de iones y
después la armadura recibió unos impactos físicos terribles.
Alguien utilizó al pobre Roberto como saco de arena. Nuestro
intruso era un chico muy sofisticado. Les he preguntado a nuestros
nuevos colegas de la Junta Directiva de Seguridad del Estado qué
haría falta para poner a alguien a ese nivel. De hecho, no les
resultó nada fácil elaborar las especificaciones para dármelas. Los
campos de fuerza conectados al organismo son lo último en
tecnología.
Mel le lanzó una
larga mirada de desaprobación a la imagen del portal.
-¿Crees que Johansson
tiene muchos como él?
-No creo que sea
Johansson. Elvin no dispone todavía de ese tipo de potencial.
Además, se ha cargado la operación de Elvin. No, lo ha enviado otra
persona.
-¿Alguna
conjetura?
-En buena lógica hay
tres posibilidades. Lo envió un departamento secreto de seguridad
de la Federación, un departamento que desconocemos porque no
tenemos las credenciales. Siempre se ha rumoreado que el Ejecutivo
tenía su propio departamento de inteligencia. Para qué querrían
utilizar un operativo en este caso, yo no lo sé, a menos que fuera
para enviarle un mensaje muy claro a Johansson, que ya no vamos a
seguir tolerándolo. Lo mismo se aplica al TEC. No cabe duda de que
podrían preparar a alguien así y no es muy probable que perdonen u
olviden el intento de sabotaje contra el Segunda Oportunidad.
-¿Y la tercera
posibilidad?
-Lo envió el aviador
estelar.
-¡Eh, venga ya!
-Es una opción,
tienes que admitirlo.
-Pues no, no lo
admito. ¿Qué hay de los enemigos de Rigin? Era un traficante de
armas, por el amor de Dios. Los de su calaña no solucionan sus
desacuerdos con una comida y una buena botella de vino.
-Un rival no se
molestaría en destruir el equipo que estaba reuniendo Rigin, ni
siquiera sabrían nada de él. No, el momento indica que ha sido
alguien que tenía la misma información que nosotros. Eso encaja con
las dos primeras posibilidades. Nuestras operaciones las conoce el
Ejecutivo. Incluso podría encajar con la tercera.
-¡No, Paula, no! No
hay tercera opción. Lo del aviador estelar es una teoría de culto
de la conspiración. No la incluyas en ningún informe oficial. Si lo
haces, no cuentes con que yo te cubra el culo. ¿Pero no ves que
esto es una cuestión política? Tuvo que ser la presidenta o el TEC.
Podemos investigar muchas cosas, pero no a ellos.
-Nadie está por
encima de la ley.
-Maldita sea. Si la
operación la autorizó el Ejecutivo, entonces es legal. Y lo mismo
con el TEC; ¡Por Dios!, Sheldon y Ozzie poseen planetas enteros,
incluyendo uno de los Quince Grandes, son Gobiernos.
-Eso no hace lícito
lo que ha pasado. Han matado a gente.
-No me hagas esto,
Paula. -Mel casi le rogaba-. Déjame hablar con Columbia, déjame
averiguar si es seguro. Nunca se sabe, puede que tenga razón yo.
Podría haber sido uno de los enemigos de Rigin.
Paula consideró la
petición.
-Muy bien, terminaré
la investigación de la explosión de la galería en sí. Cómo se
continúa después de eso y a quién se le asigne, será cosa
tuya.
-¿En serio?
-Sí.
-¿Por qué? -preguntó
el otro con suspicacia.
-Si lo que bloquea la
investigación es una cuestión política, será porque fueron el TEC o
el Ejecutivo los que ordenaron el asalto, en cuyo caso no me
interesa. No es que no quiera ver que se hace justicia, pero no
sería posible lograr que se hiciera justicia en esas
circunstancias. Sería perder un tiempo precioso que podría utilizar
para perseguir a Johansson y a Elvin. Si Columbia quiere que
sigamos adelante, eso sería otra historia.
-Si nos dan luz
verde, será para ver con quién estaba Rigin en guerra. ¿De verdad
quieres invertir tiempo en eso? Ahora tienes los recursos
necesarios para rastrear a Johansson.
-Si nos dan luz
verde, tú y yo querremos saber cuál de los dos tiene razón.
-¿Entonces quieres el
caso?
-Ya te diré algo
cuando traigas una respuesta de Columbia. Hasta entonces, sigo
dedicando el equipo a la búsqueda de Johansson.
-Muy bien, puedo
vivir con eso.
-Hay una cosa más que
quiero que le plantees a Columbia.
-¿Sí?
-Elvin iba detrás de
equipo muy avanzado. Creo que ya es hora de que se registren todas
las exportaciones que van a Tierra Lejana. Nuestra política actual
de comprobaciones aleatorias ha dejado de ser aceptable,
sencillamente. Y no es que alguna vez lo fuera para mí.
-Lo pondré en la
agenda.
-Bien.
Hoshe Finn acababa de
sentarse a cenar cuando los sensores de la puerta del apartamento
le mostraron quién se acercaba.
-¡Joder! -murmuró y
se levantó de golpe. Su mujer, Inima, le lanzó una mirada
sorprendida y después contempló la pequeña pantalla que mostraba la
imagen de la cámara.
-¿Esa no es...?
-Sí. -Hoshe atravesó
el salón y llegó a la puerta al mismo tiempo que Paula Myo-. ¿Pasa
algo? -preguntó después de invitarla a entrar.
-No, todo va bien,
gracias. -Paula lo miró de arriba abajo-. Ha perdido peso.
-Y ya era hora -dijo
Inima-. Estamos considerando la posibilidad de tener un hijo.
Paula esbozó una
sonrisa sincera.
-Felicidades. ¿Lo va
a tener usted?
-Cielos, no -dijo
Inima-. Será un embarazo con un útero in vitro.
-Ya.
Y con eso pareció
agotarse la capacidad de la investigadora para hablar de
nimiedades. Hoshe e Inima intercambiaron una mirada algo
perpleja.
-¿Le gustaría cenar
con nosotros? -preguntó Inima.
-No, gracias, en
París es media tarde. He cogido el expreso.
-Podemos hablar en la
terraza, si lo prefiere -dijo Hoshe cuando su mujer le lanzó una
mirada desesperada.
-Si no les importa
-dijo Paula.
-Yo voy a adelantar
un poco de trabajo -la tranquilizó Inima.
El balcón del pequeño
apartamento apenas tenía espacio para la mesita redonda y las dos
sillas que se apretaban contra la barandilla. Hoshe rodeó la mesa
con cierto esfuerzo y se sentó. Paula permaneció junto a la
barandilla, observando las vistas. Aquel bloque de apartamentos de
treinta pisos se encontraba en el distrito Malikoi de Ciudad Lago
Oscuro, muy lejos de la costa. Paula podía mirar y ver los parques
y los elaborados edificios que serpenteaban a lo largo de la
orilla, incluso podía distinguir la torre situada detrás del puerto
deportivo en la que había vivido Morton.
-Tiene una casa muy
bonita, Hoshe.
-¿Por qué está
aquí?
Paula dejó la
barandilla y se sentó enfrente de él.
-Necesito que me
investigue algo. No es una petición oficial, es...
-Un favor -la ayudó
el detective con suavidad.
-Sí.
-A usted no le gusta
trabajar fuera de los canales oficiales, ¿verdad, Paula?
-En este caso
concreto no me queda más remedio. Creo que mi agencia está
comprometida. Por eso he acudido a usted y a unos cuantos más con
los que he trabajado fuera de la vieja Junta Directiva. Usted puede
hacer unas cuantas investigaciones que no quedarán registradas en
su oficina.
-¿Comprometida por
culpa de quién?
-No estoy segura.
Pero ocupan puestos muy altos dentro del Gobierno de la Federación,
quizá incluso en el propio Ejecutivo. Si averiguan algo de esto, no
creo que le ayude mucho en su carrera.
-¿Qué han
hecho?
-Lo que hacen
siempre, jugar a la política y maniobrar entre los suyos. Pero esta
vez el resultado ha sido que ha muerto gente.
-Está bien. ¿Qué
necesita?
-¿Ha visto las
grabaciones del atentado de Costa de Venecia?
-Joder, sí. Mellanie
no para de ponerlas.
-¿Mellanie? -Paula
dudó un momento-. ¿Mellanie Rescorai?
-La misma. A veces
creo que cometí un error cuando dejé salir al demonio de la
botella.
-Son los genios los
que salen de las botellas, Hoshe, no los demonios.
-No en este caso,
créame. Después del juicio hizo un biodrama de TSI, una cosa
bastante blanda, Seducción Asesina. ¿Entró en ella?
-No.
-Tuvo un índice de
audiencia enorme. El actor que me interpretaba a mí parecía un
luchador de sumo, por el amor de Dios. Pero a usted casi la
clavaron. En fin, que Mellanie llamó la atención de los medios,
sobre todo locales, así que Alessandra Baron la contrató como
corresponsal de Oaktier para su programa. La verdad es que es
bastante buena. Creo que también tiene su propia línea, las
chorradas habituales, trajes de baño, hologramas, publicaciones
mensuales de TSI, perfumes, comida, hasta hay un cóctel que se
llama Seducción Asesina. Tiene todo un club de fans.
-Qué raro. No parecía
de esas. Por lo general, no subestimo tanto a las personas.
-Sí, hay algunos
políticos a los que entrevistó que cometieron el mismo error cuando
empezó a salir. Pero ya no.
-¿Y ha estado
mostrando las grabaciones de Costa de Venecia?
-Como todos los
programas. Yo vi el suyo porque es la que consigue las entrevistas
decentes; fue uno de los adjuntos de Rafael Columbia, creo.
-Después le lanzó a Paula una mirada cauta-. Mellanie no dejaba de
insistir en que usted no hacía más que meter la pata con el caso de
Johansson. Y son palabras suyas.
-No me cabe
duda.
-¿Y dónde encajo yo
con lo que ocurrió en Costa de Venecia?
-Esto no lo sabe todo
el mundo, pero no todo el equipo que estaba reuniendo Rigin quedó
destruido en la explosión. Había varios artículos almacenados abajo
y conseguimos recuperarlos.
-¿Qué clase de
artículos?
-Uno era un modulador
de microfase superconductor de alta potencia. El programa regulador
estaba modificado con un parche que al parecer procedía de
Shansorel Asociados, que es una casa especializada en programas
informáticos afincada justo aquí, en Ciudad Lago Oscuro. Elvin no
podría haber hecho un pedido normal, es un material muy técnico.
Necesitarían las instrucciones de un experto. Y, Hoshe, habrían
sabido que no era un contrato legítimo.
-¿Para qué se
utilizaba el modulador?
Un ligero ceño cruzó
la frente de Paula.
-No estamos seguros.
Por los artículos que sabemos que se entregaron, lo mejor que se
les ocurrió a los forenses es que es una especie de campo de fuerza
a medida. Aunque eso no explica la mitad de los componentes.
-Está bien, ¿así que
quiere que le eche un vistazo a Shansorel Asociados?
-Por favor, sí.
-¿Qué es lo que estoy
buscando, exactamente? ¿Y hasta qué punto quiere que presione a
esos tipos?
-Quiero saber si
tienen mucho contacto con Elvin, si es un asunto a largo plazo o si
solo andaban cortos de dinero y aceptaron un contrato sin hacer
preguntas para quitarse al banco de encima. Espero que sea algo a
largo plazo, por supuesto, de ese modo puedo ponerle un rastreador
camuflado a su contacto con el equipo de Elvin. Cómo lo haga es
cosa suya, siempre hay un punto flaco en cualquier grupo de
personas, a ver si puede averiguar cuál es el de Shansorel y hágalo
sudar un poco.
-Está bien. Pero hay
algo que no entiendo. Usted va a por Elvin. ¿Cómo va a ayudarle eso
con la filtración interna de la Agencia?
-Trampa estándar por
eliminación. A cada sospechoso se le da una información diferente y
aislada, después me pongo cómoda y veo quién reacciona.
Décadas antes,
Thompson Burnelli había cometido un gran error. Había supuesto que
porque era hombre y estaba relativamente en forma, su alcance y
fuerza le daban ventaja y podría vencer a Paula Myo al squash. Y
además se le daba bien, sin falsa modestia. Siempre que estaba en
Washington, visitaba la Propiedad Clinton, un club social y
deportivo ultraexclusivo donde se llevaba a cabo un porcentaje nada
desdeñable de los negocios del Gobierno intersolar. Dos o tres
veces por semana jugaba con sus compañeros del Senado o con los
ayudantes de estos, con el presidente de algún comité o con un
representante de una gran familia. El nivel era alto y el
entrenador de la Propiedad era excelente.
Con Paula Myo había
aprendido que la colocación y la precisión lo eran todo. La
investigadora apenas se movía del centro de la cancha, desde donde
lanzaba la pelota a sitios en los que él nunca estaba, y así con
cada tiro. Y él había salido de allí tambaleándose, con la cara
roja, sudoroso y temiendo por su corazón, que no dejaba de
aporrearle en el pecho. Tardó once años en ganarle al fin un
partido y fue dos años después de un rejuvenecimiento, cuando se
encontraba en el mejor momento de su forma física y a ella solo le
faltaban tres años para someterse al suyo. Y así siguió el ciclo
durante las siguientes décadas.
En esos momentos no
hacía ni diez años que ella había salido de su rejuvenecimiento y a
él le daban igual los puntos, lo único que le preocupaba era evitar
el infarto antes de perder tras haber ido disparado de un lado a
otro de la cancha detrás de los tranquilos disparos de la
detective. Cualquier otra persona contra la que él jugara y que
careciera quizá de su posición o su rango (ayudantes, cabilderos,
senadores recién llegados), quizá le permitiera ganar algún que
otro juego. No todos, pero sí los suficientes para que se sintiera
bien. Era una simple cuestión de política. Pero eso nunca se
aplicaría a Paula. Le llevó un tiempo, pero terminó averiguando por
qué. Dejarse ganar en un juego no sería honesto, era algo que
aquella mujer jamás podría hacer.
Cuando se terminó el
tormento, cogió una toalla y se secó los ríos de sudor que le
bajaban por la cara. Por el dolor que tenía en los músculos de las
piernas, sabía que iba a tener agujetas una semana entera.
-Te veo en el bar
-gruñó y se dirigió poco a poco al santuario de los vestuarios de
los hombres.
Cuarenta minutos
después, con al menos parte del dolor aliviado por el masaje de una
ducha caliente, entró en el bar. La Propiedad Clinton apenas tenía
dos siglos y medio, pero por los paneles oscuros de roble y las
sillas de cuero de respaldo alto, el bar podría haberse remontado a
finales del siglo XIX. Hasta el personal parecía de ese siglo, con
sus chaquetas escarlatas y sus guantes blancos.
Paula ya estaba
sentada en un gran sillón de cuero, ante uno de los grandes
ventanales que ofrecía una magnífica vista de los jardines formales
de la Propiedad. Con aquel traje elegante y el cabello
perfectamente peinado que le llegaba justo por debajo de los
hombros, exhibía ese aplomo natural que las mujeres de las grandes
familias se pasaban décadas intentando lograr.
-Burbon -le dijo
Thompson al camarero mientras se sentaba en el sillón que tenía la
detective enfrente.
Una sonrisa ligera
rozó los labios de Paula al oír el tono de la orden, como si se
hubiera apuntado otro tanto.
-¿Así que Rafael te
ha hecho pasar un mal rato por lo de Costa de Venecia? -le preguntó
a Paula.
-Digamos que se me
hizo saber que no estaba muy contento. La gente lo ve como otra
victoria de Elvin y Johansson sobre mí. No se dan cuenta de lo que
significa en realidad.
-Que hay un nuevo
chico en la ciudad.
-No es nuevo. Pero ha
salido a la luz por primera vez.
-¿Sigues creyendo que
hay un topo en la oficina del Ejecutivo?
-O en una gran
familia, o en una dinastía intersolar. Después de todo, sois
vosotros los que tenéis los contactos permanentes.
-Por el comedor del
Senado corre el rumor de que le dijiste a Mel Rees que podría ser
el aviador estelar.
-Es una
posibilidad.
-Estoy seguro de que
es lógica, pero, Paula, no es popular. Solo para que lo sepas. Hay
algunos parlamentos planetarios que han elegido a personas que
apoyan a los Guardianes, no son muchas y fueron todos votos de
representación proporcional. Pero el hecho de que alguien así pueda
conseguir apoyos es preocupante.
-Bueno, ya sé que no
es muy popular. No es algo que esté persiguiendo de forma
activa.
-Eso no parece muy
propio de ti.
-No puedo hacer mi
trabajo si no tengo trabajo.
Thompson recibió la
llegada de su burbon con una sonrisa de alivio.
-A todos terminan
arrinconándonos. Lo siento. Para ti debe de ser especialmente
difícil.
-He dicho que no lo
estoy persiguiendo de forma activa. Como se decía en las viejas
cárceles, es solo el cuerpo lo que meten entre rejas.
-Ya veo. ¿Y qué puedo
hacer yo para ayudar?
-Necesito saber si
hay una sección secreta que se encarga de la seguridad y solo
responde ante el Ejecutivo.
-No, no la hay. Y si
no lo sé yo, no lo sabe nadie; nuestra familia se remonta a antes
de la Federación. Puedo preguntarle a mi padre para estar seguro
del todo.
-Hazlo, por favor. Es
importante.
No era lo que
Thompson esperaba, a él no lo cuestionaba nadie, pero eso era lo
que hacía de Paula una persona tan refrescante. Habían comenzado su
asociación muchos años atrás con un intercambio rápido de
información. Paula iba detrás de un miembro del personal del primer
ministro de Zarin, mientras que él estaba intentando que se
aprobara en el Senado una ley sobre créditos de impuestos en
infraestructuras a la que Zarin se oponía. Desde entonces habían
intercambiado datos y cotilleos sobre política y delincuentes.
Thompson no sabía muy bien si eran amigos, pero no cabía duda de
que la relación había sido gratificante para ambos. Y él sabía que
podía confiar en Paula sin reservas, cosa que era casi única en los
círculos en los que él se movía.
-Está bien. ¿Y si la
hay? ¿Vas a intentar arrestar a la presidenta? La pobre Doi acaba
de empezar y solo gracias a un porcentaje miserable.
-El hecho de que
Columbia no haya bloqueado la investigación sobre Costa de Venecia
sugiere que no se va a plantear esa situación. En esta fase solo
estoy eliminando posibilidades, eso es todo.
-Entonces déjame
decirte que no conozco a ninguna gran familia capaz de hacer algo
así. No hay razón para hacerlo. Tierra Lejana y los terroristas de
los Guardianes no tienen ningún impacto sobre nuestras actividades,
ni sobre nuestro dinero.
-Lo que nos deja con
Nigel Sheldon.
-Al que nunca
arrestarás.
-Lo sé.
-De todos modos, esa
orden tampoco procedería del propio Sheldon. Algún ejecutivo de la
familia, un pariente de quinto nivel que está intentando marcarse
unos cuantos puntos.
-Cosa que no me
sorprendería. Aunque no tenemos ninguna prueba sólida de que Rigin
estuviera trabajando en realidad para Adam Elvin.
-¿No la tenéis?
-No. Lo que
observábamos se parecía a uno de sus envíos de contrabando, eso es
todo. Aunque hay una diferencia muy importante, la naturaleza del
equipo que estaba reuniendo Rigin.
-Solo ojeé el
informe. ¿Era todo material de alta tecnología?
-Sí. Pero nada de
armas. Si era de verdad un envío de Elvin, eso sugeriría que
Johansson está entrando en una nueva fase de actividad. No tengo ni
idea de qué es, pero hay una forma muy sencilla de evitarlo.
-¿Cómo?
-Un registro completo
de todos los cargamentos enviados a Tierra Lejana. Llevo años,
décadas en realidad, pidiendo lo mismo. Y siempre recibo la misma
respuesta, cuesta demasiado y los retrasos hacen estragos con los
horarios, sobre todo con el ciclo del agujero de gusano de Medio
Camino.
-¿Qué dijo
Rafael?
-Que insistiría. Pero
no han movido nada. Necesito que alguien con influencia de verdad
aplique esa política. Tú.
-Rafael tiene
influencia de verdad, créeme. A algunos empieza a preocuparnos toda
la que tiene.
-Entonces lo único
que puedo decir es que no la está utilizando para apoyar mi
petición.
-Es probable que esté
cabreado contigo por lo de Costa de Venecia. Su reluciente agencia
nueva no ha quedado en muy buen lugar. ¿Has visto algunos de los
programas de noticias? Los artículos de opinión no se han mostrado
muy amables. Alessandra Baron incluso te lanzó una andanada a ti,
personalmente.
-Eso he oído -dijo
Paula con sequedad-. Pero eso no debería influir en el criterio de
Columbia en este tema. ¿Te importaría presionar a la presidenta por
mí en esto, Thompson?
-A los Halgarth no
les va a hacer gracia. Son la única dinastía intersolar que tiene
una relación real con Tierra Lejana. Pero si me aseguras que es
necesario, por supuesto que utilizaré la influencia que tenemos.
Ahora mismo Doi nos debe unas cuantas.
-Gracias.