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    Así que allí estaba, en plena madrugada de una mañana desapacible, bien sujeta a la reducida cabina de un hiperdeslizador atado al suelo rocoso y árido del cañón Vigilancia, a la espera de que llegara la tormenta con sus vientos de ciento ochenta kilómetros por hora. A su edad y con el legado de su familia respaldándola, seguro que Justine Burnelli podría estar haciendo cosas mucho mejores. Y la mayoría de las que se le ocurrían en ese momento incluían camas con sábanas de seda (a ser posible compartidas con un hombre), baños en un balneario, restaurantes carísimos, o quizá algún suntuoso club nocturno. Pero en esos instantes los únicos lujos que había en unos mil quinientos kilómetros a la redonda se alejaban de ella a la velocidad que el personal de apoyo conducía las caravanas del convoy por aquel penoso terreno. Y todo gracias a su última mejor amiga: Estella Fenton.
    Se habían conocido en el salón de día de la exclusiva clínica de rejuvenecimiento de Washington que siempre usaba; las dos acababan de salir del tanque y estaban sometiéndose a fisioterapia, hidroterapia, masaje y aromaterapia de hierbas, entre otros remedios que les devolvieran un poco de vida a unos miembros y unos músculos que llevaban catorce meses sin usarse. Se movían como los pacientes de los antiguos geriátricos, una ironía que no hacía más que empeorar el aspecto adolescente de sus cuerpos.
    Todo lo que hacían en el salón era sentarse en los profundos sillones con cojines de gel y quedarse mirando el parque boscoso que había tras los ventanales. Unas cuantas de las residentes más robustas utilizaban matrices de mano para trabajar un poco, leían las pantallas y hablaban con los programas. Nadie conservaba la capacidad de comunicarse directamente con la ciberesfera. Durante el proceso de rejuvenecimiento habían purgado de sus cuerpos la mayor parte de los implantes que llevaban, como procesadores y tatuajes CO, y todavía no habían recibido los nuevos. A Estella la habían llevado al bien ventilado salón dos enfermeras, cada una de las cuales sujetaba un brazo de la espléndida joven pelirroja que se tambaleaba con paso inseguro entre ellas. La joven se hundió en el sillón con un suspiro agradecido.
    -Volveremos a buscarla para su sesión de hidromasaje a las tres en punto -dijo la enfermera de más rango.
    -Muchas gracias -dijo Estella con una sonrisa forzada que desapareció en cuanto las enfermeras salieron del salón-. ¡Joder!
    -¿Acabas de salir? -preguntó Justine.
    -Hace dos días.
    -Yo, tres.
    -¡Dios! Y aún quedan otros diez días así.
    -Pero merece la pena. -Justine levantó la pantalla del semanario que estaba leyendo; todavía repasaba los artículos y las fotos de la revista de moda a la que había accedido-. Llevo diez años sin poder ponerme nada así de bonito.
    Aunque muchas de sus amigas rejuvenecían religiosamente cada veinte años (o menos), Justine tendía a esperar hasta que su cuerpo tenía unos cincuenta años antes de someterse otra vez a todo el proceso. Tampoco se debía llevar la vanidad demasiado lejos.
    -Yo ni siquiera estoy en la etapa en la que se empieza a pensar en ropa -dijo Estella. Se pasó una mano por el cabello despeinado, que en ese momento era un casquete de cinco centímetros que le cubría la cabeza entera-. Primero tengo que ir a la peluquería. Y odio tener el pelo tan corto, yo suelo llevarlo muy largo, hasta la cintura y siempre tarda un par de años en crecerme -refunfuñó.
    -Debe de ser precioso.
    -No se me dan mal los hombres. -Echó un vistazo por el salón-. Dios, ahora mismo ni eso me apetece. -La clínica era solo para mujeres, aunque eso no siempre impedía que las clientas que se acercaban al final de su periodo de terapia física se permitieran alguna aventurita ilícita en sus habitaciones. No era solo la apariencia juvenil lo que recuperaban después del proceso, sus recién adquiridos cuerpos adolescentes rezumaban hormonas y vitalidad. El sexo ocupaba el primer lugar de la agenda de casi todo el mundo al salir de la clínica de rejuvenecimiento y tendía a quedarse allí durante cierto tiempo.
    Justine esbozó una sonrisa.
    -No falta mucho. Antes de que te des cuenta habrás salido disparada al Mundo Silencioso más cercano.
    -Eso ya lo he hecho cien veces. No quiero decir que no vaya a pasar por alguno de camino, pero para esta vez tengo planeado algo mucho más estimulante.
    -¿Sí? ¿Y qué tienes planeado?
    Pues lo que tenía planeado había resultado ser un safari de dos meses por Tierra Lejana. Justine casi había rechazado de plano la idea de unirse a ella, pero cuanto más hablaba Estella de ello, y hablaba sobre muy pocas cosas más, más empezaba a metérsele en la cabeza el proyecto.
    Después de todo, Tierra Lejana era el único «mundo salvaje» de verdad que había en la Federación, allí el puño de la civilización apenas apretaba a sus habitantes. Llegar allí era difícil y caro, el clima y el entorno eran extraños y la enigmática nave alienígena Marie Celeste seguía allí, confundiendo a los investigadores tanto como el día que la habían descubierto. Y luego estaba el desafío geológico definitivo, la Gran Tríada, los tres volcanes más grandes de la galaxia conocida que formaban un triángulo exacto.
    Habían atado el hiperdeslizador de Justine justo a la entrada de la gran abertura del cañón Vigilancia y el morro de su aparato apuntaba al este, lo que dejaba al monte Zeus a su izquierda. Durante el día, mientras la tripulación de tierra aparejaba el hiperdeslizador, todo lo que Justine había podido ver de aquel coloso era la rocosa ladera inferior, que formaba un costado de aquel enorme cañón con forma de embudo. El cráter de la cima no se podía ver desde la base, estaba a diecisiete kilómetros de distancia.
    A la derecha tenía el monte Titán, el único de los tres volcanes que estaba activo en ese momento; el borde de su cráter se encontraba fuera de la atmósfera, a veintitrés kilómetros de distancia. A veces, por la noche, y si la erupción era especialmente violenta, se podía ver desde las pampas que había al sur la corona de un color rosa dorado que rielaba sobre la lava resplandeciente, como si una enana roja acabara de ponerse tras el horizonte. Y justo delante de ella, formando el extremo inmenso e increíblemente romo del cañón, estaba el monte Herculano. Con una base de setecientos once kilómetros de anchura, el volcán tenía una forma más o menos cónica y una cumbre de calderas dobles que se alzaba a treinta y dos kilómetros por encima del nivel del mar, lo que lo ponía muy por encima de la troposfera de Tierra Lejana. Por fortuna, los geólogos lo habían clasificado como semiactivo; jamás había entrado en erupción en los ciento ochenta y pico años de colonización humana, aunque durante ese tiempo había provocado unos cuantos estremecimientos espectaculares.
    Que el vulcanismo pudiera producir unas montañas tan inmensas en un planeta tan pequeño como Tierra Lejana era un enigma maravilloso para Justine, que había leído artículos científicos sobre todo ello, por supuesto: lo que permitía que existiera algo tan gigantesco como el monte Herculano era el hecho de que solo hubiera un cuarenta por ciento de gravedad estándar. En un mundo con una gravedad normal, como la de la Tierra, se desplomaría bajo su propio peso. Y la falta de placas tectónicas significaba que la lava se limitaba a seguir acumulándose en el mismo punto, eón tras eón.
    Pero ninguno de esos fríos razonamientos podía arrebatarle nada a la realidad del monstruoso paisaje que ella había ido a experimentar. El poder y el ímpetu que se acumulaban a su alrededor eran elementales, la fuerza de un planeta que era visible a primera vista, como en ningún otro lugar. Y allí estaba ella, sentada en su patético aparatito en un lunático intento de domesticar aquel poder, de obligarlo a someterse a su voluntad.
    Las manos le temblaron un poco dentro del traje de vuelo cuando surgieron las primeras luces del amanecer, con un esbozo de cielo gris pizarra materializándose muy por encima del extremo del cañón. Maldijo a la maldita Estella Fenton por aquella visión. No la ayudó a calmarse saber que Estella estaba en un hiperdeslizador parecido, atada a una roca, a un par de kilómetros de allí, contemplando los mismos puntiagudos e inhóspitos peñascos.
    -Está empezando -dijo alguien por la radio.
    No había ciberespacio en Tierra Lejana; de hecho, no existía ningún tipo de comunicación moderna fuera de Ciudad Armstrong y los pueblos más grandes. Unos cientos de años antes había habido unos cuantos satélites que le proporcionaban cierta cobertura al campo y al océano, pero los Guardianes del Ser habían abatido el último mucho tiempo atrás. Lo único que tenían por allí era una simple radio y la turbulenta ionosfera de Tierra Lejana no era de gran ayuda con eso.
    -Aquí fuera hay algo de movimiento. Se está levantando el viento.
    Justine echó un vistazo por la resistente capota transparente de la cabina, pero no vio nada moviéndose en la roca desnuda que tenía debajo. No había nada que mover. Las tormentas que llegaban barriéndolo todo desde el océano Hondu, al oeste, eran canalizadas y recortadas por Zeus y Titán y rugían por ese único cañón que corría entre ellos. Hacía una eternidad geológica que lo habían despojado de cualquier tipo de arena suelta o guijarros.
    -¿Derrick? -exclamó Justine-. ¿Me oyes?
    La única respuesta fue un zumbido fluctuante de electricidad estática, el amanecer iba vertiendo poco a poco una luz pálida por el cañón.
    -¿Derrick?
    La caravana de camiones, todoterrenos y casas rodantes debía de estar ya en lugar seguro, comprendió Justine con gesto sombrío; ya habrían salvado las estribaciones de Zeus y se habrían refugiado en alguna hondonada profunda para protegerse de la tormenta matinal. Los chiflados pilotos de los hiperdeslizadores estaban solos. No había forma de escapar.
    Por alguna razón, esa parte de la experiencia era algo que no se mencionaba jamás en aquellos hábiles anuncios ni en las sesiones de información, tan intensas como tranquilizadoras. Ni siquiera lo incluían en la ejecución de la memoria de pilotaje. La espera impotente mientras el viento del océano iba arreciando y pasando de una suave brisa a un huracán desquiciado. Esperar sin poder hacer nada. Esperar y mirar. Esperar y preocuparse. Esperar mientras el miedo surgía de algún lugar primario oculto en las profundidades del cerebro y comenzaba a crecer.
    -¿Cómo lo llevas, cariño? -preguntó Estella.
    -Bien -puta-. La verdad es que me estoy poniendo un poquito nerviosa.
    -¿Nerviosa? Pero qué suerte tienes, cabrona. Yo estoy cagada de miedo.
    Justine le pidió a su mayordomo electrónico que volviera a revisar los procedimientos de la cabina y que comprobara los sistemas del hiperdeslizador. Incluso con la limitada capacidad de la matriz que había a bordo, el mayordomo electrónico consiguió una comunicación perfecta con los controles. La revisión fue instantánea, unos iconos traslúcidos parpadearon en el interior de la visión virtual de Justine, todo estaba conectado y en perfecto funcionamiento.
    -Recuérdame otra vez por qué quiero hacer esto.
    -Porque es mil veces mejor que un puñetero desayuno en la cama -le dijo Estella.
    -En un hotel de cinco estrellas.
    -En una isla del Caribe con una terraza con vistas a la playa.
    -Donde hay delfines jugando en el agua.
    Fuera se iba haciendo de día. Justine pudo ver al fin unas finas serpentinas de arena que pasaban flotando junto al hiperdeslizador. Debía de haberlas arrastrado el viento que llegaba de la costa, pensó. Conectó el radar del tiempo a la pantalla principal del panel y estudió las manchas de vívidos colores que se hinchaban y chocaban unas contra otras. La tormenta estaba en camino, desde luego; las cintas de color escarlata que representaban el aire denso que se desplazaba a alta velocidad se colaban en la pantalla como una especie de herida recién hecha, sin dejar de expandirse un momento.
    En cierto modo se alegraba de que la tormenta llegara del oeste y la sorprendiera por detrás. Eso significaba que no podría ver las nubes que, como peces martillo, empezarían a devorar el cielo. Ya estaba bastante asustada. En ese instante ni siquiera sabía si quería hacer el vuelo. Siempre tenía la opción de quedarse donde estaba; en esos momentos el hiperdeslizador se encontraba configurado con la forma de un puro grueso y liso, y las yemas de las alas confinadas bajo el fuselaje principal; podía limitarse a mantener las sogas atadas y dejar que los vientos rugieran a su alrededor hasta que todo terminara. Muchos lo habían hecho, según le habían dicho, había muchos que se habían rajado en el último momento. Estaban en plena estación de tormentas, así que la espera media sería de unas cinco horas hasta que pasara el vendaval.
    Veinte minutos después el viento era lo bastante fuerte como para empezar a sacudir el hiperdeslizador. Si había arena, Justine ya no la veía. Las oleadas rojas cruzaban de continuo la pantalla del radar de tiempo.
    -¿Todavía ahí? -preguntó Estella.
    -Todavía aquí.
    -Ya no falta mucho.
    -Ya. ¿Estás recibiendo las mismas lecturas en tu radar? Algunas de esas corrientes de aire superan ya los ciento cincuenta kilómetros por hora.
    Los dígitos de la velocidad del viento se volvían borrosos de lo rápido que iban subiendo. A ese paso, la mole central de la tormenta estaría sobre sus cabezas en cuarenta o cincuenta minutos y esos eran los vientos que ella quería. Si despegaba antes, los elementos se limitarían a empujar al hiperdeslizador contra la base del monte Herculano.
    La conexión por radio parecía plagada de chistes malos y bravatas de gente nerviosa. Justine no se sumó a la charla general, aunque escucharla suponía un extraño consuelo. La ayudaba a mantener a raya la sensación de aislamiento.
    Las nubes empezaban a cruzar el cielo a toda velocidad y cada vez eran más bajas. Obstruían los rayos del sol naciente y cortaban la iluminación, convirtiendo la mañana en un crepúsculo lúgubre, aunque Justine todavía podía ver los jirones hinchados de lluvia que se alejaban a toda velocidad. Las rocas que rodeaban al hiperdeslizador comenzaban a brillar con una capa fina de agua.
    -El viento está alcanzando los ciento cincuenta -exclamó Estella. En su voz había miedo mezclado con anticipación-. Estoy a punto de soltarme. Te veo al otro lado, cariño.
    -Allí estaré -chilló Justine. El fuselaje estaba sacudiéndose con violencia y producía un sonido constante, un sonido vibrante y alto; hasta el aullido del viento penetraba en la cabina, a pesar de lo bien aislada que estaba. Los monitores del panel que tenía delante estaban revueltos por culpa de las líneas de color temblorosas e inquietas, totalmente desenfocadas. Justine tuvo que confiar casi por completo en la información más básica del interior de su visión virtual. La bruma gris era un borrón constante en el exterior y le impedía vislumbrar cualquier parte del cielo o de las paredes del cañón.
    Y entonces llegó el momento. Los vientos que barrían el suelo del cañón Vigilancia superaban los ciento cincuenta kilómetros por hora. El radar mostraba que la cabeza de la tormenta estaba estallando en monte Herculano, delante de ella, y ese era el factor crítico. Esos vientos tenían que estar allí para llevarla muy, muy lejos. Sin ellos, aquel podía ser un viaje muy corto con un final muy abrupto.
    Posó las manos en los puntos-i del panel y rodeó con los dedos las barras; el plástico contrachapado fluyó a su alrededor y los envolvió para lo que prometía ser un vuelo turbulento. Los tatuajes CO que tenía en las muñecas completaron la conexión entre los puntos-i y sus nervios principales, poniéndola así en comunicación directa con la matriz de a bordo. Aparecieron unas manos virtuales dentro de su visión virtual. Las había personalizado dándoles unos dedos largos y esbeltos y uñas verdes, en todos los dedos resplandecían anillos azules de neón. Se materializó una palanca de mando entre los iconos y Justine movió la mano virtual para sujetarla. Con la otra mano empezó a pulsar los iconos para iniciar una última comprobación de los sistemas. Cuando todo apareció con una luz verde, la joven le ordenó a la matriz de a bordo que desplegara las alas.
    Los brotes de plástico contrachapado se fueron hinchando y alargando para convertirse en unas alas delta pequeñas y gruesas. La vibración se incrementó de una forma notable cuando las alas captaron el viento, que forzó las sogas casi hasta su límite de tolerancia. Justine rezó para que las anclas de titanio reforzado con carbono, unos puntales hundidos cincuenta metros en la roca desnuda por el equipo de apoyo, aguantaran los próximos minutos.
    En su interior, un pequeño demonio dijo, Última oportunidad de quedarse, y vivir.
    Justine movió la mano virtual y giró el icono de las cuerdas de proa. Los topes se desconectaron y de inmediato el hiperdeslizador coleó y se vio sacudida con violencia de un lado a otro. Una respuesta instintiva de la memoria de adiestramiento que le habían implantado acudió en su ayuda. Giró la palanca y las alas se doblaron hacia abajo varios grados. Un toque en el icono de la cuerda de atrás y los dos ramales se extendieron. El hiperdeslizador se alzó veinte metros en el aire sin dejar de temblar con frenesí, como si estuviera desesperado por deshacerse de sus últimas ataduras. Justine detuvo la extensión de las cuerdas y empezó a comprobar sus superficies de control. La parte posterior del hiperdeslizador no tardó en transformarse en una aleta estabilizadora vertical. Las alas se extendieron un poco más y se ladearon para producir más propulsión. Al fin, al alejarse del suelo, la ensordecedora vibración se desvaneció un poco, aunque no llegó a interrumpirse del todo. Ya solo tenía que enfrentarse al asombroso rugido del viento, que empezaba a alcanzar los ciento ochenta kilómetros por hora.
    En ese punto, el hiperdeslizador no era más que una cometa gigante. Empezó a extender un poco más y con mucho cuidado las cuerdas posteriores, que se alargaron tras ella. El hiperdeslizador se alzó del suelo con impaciencia. Después de dos minutos de cuidadosa extensión, Justine estaba a cien metros de altura. El suelo no era visible, cosa que ella agradecía de una forma confusa. Los jirones de neblina pasaban a su lado tan rápido que no podía ver nada a más de veinte o treinta metros de distancia. Las gotas de lluvia que golpeaban la transparencia de la cabina salían disparadas de inmediato, arrastradas por la tremenda velocidad del aire. Sin dejar de flexionar las alas para compensar las turbulencias, Justine empezó a extender otra vez las cuerdas.
    Veinticinco minutos después de dejar el suelo se encontraba a mil cuatrocientos metros de altura. Era un ascenso cauto, pero los dos cables de sujeción estaban temblando con un sonido armónico que le ponía los nervios de punta. Justine configuró el hiperdeslizador de plástico contrachapado para el vuelo libre. Las alas salieron y se extendieron hasta alcanzar una extensión total de ciento diez metros, al tiempo que se curvaban para adoptar una forma de medialuna; desde arriba, el hiperdeslizador parecía una hoja de cimitarra gigante, con la bala de la cabina sobresaliendo del vértice. Tras ella, el fuselaje posterior se estiró en vertical y se convirtió en un profundo estabilizador triangular cuyas puntas se contraían con un movimiento casi subliminal para mantener la nave alineada con precisión en medio de la corriente de aire.
    Justine alcanzó los mil quinientos metros de altitud. Las alas se inclinaron solo una fracción en toda su longitud para darle al viento el ángulo de propulsión más eficaz. Al mirar las cifras de la pantalla del panel, la joven no pudo creer la tensión de los cables de sujeción, había usado casi todo el margen de seguridad.
    Justine respiró hondo cuando los elementos, en su estado más puro, chillaron a su alrededor. Si tenía valor, aquel debería ser el viaje de su vida. Si..., pensó en todos los años que había vivido y desde aquel extraño punto de vista, todos le parecieron dolorosamente idénticos, aburridos.
    Estiró un dedo virtual y casi de mala gana tocó el icono de desconexión.
    La fuerza de la gravedad la clavó de golpe en el asiento cuando el hiperdeslizador quedó en libertad y le devolvió el peso que no había sentido desde que había llegado a Tierra Lejana. La nave salió disparada hacia el extremo romo del cañón Vigilancia a ciento ochenta kilómetros por hora. De inmediato dio una sacudida hacia estribor y empezó a descender. Justine giró la palanca para compensar, (rápido no, un movimiento armonioso y positivo) y cambió de posición las alas para alterar el flujo del aire. La respuesta fue asombrosamente rápida y la envió en picado hacia arriba. Estuvo a punto de entrar en barrena y tiró de las puntas del estabilizador para contrarrestar el movimiento.
    Cada momento exigía una concentración absoluta y eso solo para mantener algo parecido a la estabilidad. No era solo la anodina capa de nubes lo que la aislaba del mundo exterior. Su atención estaba centrada exclusivamente en el monitor de posición y en el radar. A medida que se iba estrechando el cañón Vigilancia, Justine tenía que mantener el rumbo justo por el centro. Las paredes de roca no dejaban de cerrarse y hacerse más escarpadas en el proceso y el furioso zarandeo aumentaba de forma proporcional. Las salvajes turbulencias no dejaban de intentar hacer girar la nave y que entrara en barrena, o bien hundirla en el vacío.
    Justine ni siquiera era consciente de que el tiempo pasaba, solo de la lucha desesperada y agotadora por mantener el rumbo del hiperdeslizador. Si lo dejaba ascender demasiado, las inmensas corrientes de aire superiores que se alzaban y precipitaban se llevarían la nave por encima de los costados del cañón al expandirse buscando el alivio de la presión creciente de la base de las paredes. Justine terminaría en algún lugar de las laderas centrales de Zeus o Titania, algún sitio sacudido por los elementos y salpicado de cantos rodados, a cientos de kilómetros de los vehículos de salvamento de la caravana.
    Sin previo aviso, el radar captó el final del cañón, a veinticinco kilómetros de distancia. En ese punto, donde se cruzaban los tres volcanes, el monte Herculano no era más que un risco vertical de seis kilómetros de altura. La altitud de Justine era de tres kilómetros y medio. Fuera, la velocidad del viento seguía incrementándose dentro del estrecho espacio. La pantalla del radar del tiempo destellaba con un color escarlata chillón alrededor de los bordes al captar las corrientes letales y las ondas de choque que retumbaban en la roca. La oscuridad se profundizó a su alrededor cuando el viento aplastó los jirones de nubes.
    Justine retrajo un poco las alas, sacrificó el impulso propulsor que generaban para conseguir un poco más de margen de maniobra. Había empezado a llover sin parar fuera de la cabina, gruesas gotas que caían en una línea oblicua a su lado. Por paradójico que pareciera, la visibilidad comenzó a mejorar. Las nubes se estaban volviendo a condensar bajo la presión. Las gotas empezaron a fundirse durante un instante antes de que los vientos enfurecidos las desgarraran. Un segundo más tarde volvían a formarse, más grandes todavía a medida que la presión seguía aumentando sin descanso. Varios chorros de agua horizontales y semicohesivos se revolvían y formaban espuma alrededor del fuselaje del hiperdeslizador.
    El risco estaba a doce kilómetros de distancia y ella había bajado un poco, estaba a tres kilómetros del suelo del cañón. El agua se había hecho tan densa que era como si el hiperdeslizador estuviera haciendo surf en la cresta de una absurda ola aérea. El sol se había alzado sobre las laderas del volcán e iluminaba la parte superior del cañón. De repente, la luz golpeó la espuma caótica que azotaba el hiperdeslizador y el mundo entero estalló en mil arco iris de jirones y chispas, arco iris que nacían y morían, que chocaban y colisionaban. Justine se echó a reír, aturdida y agradecida por aquella pasmosa visión.
    Tres kilómetros más adelante, los virulentos riachuelos se fundían hasta convertirse en un único torrente que se retorcía a dos kilómetros por encima del suelo del cañón Vigilancia. Estaba a un par de kilómetros del risco. La garganta de roca estaba en su punto más estrecho y la presión en el más alto. Solo había una forma de escapar para aquel río revuelto.
    Justine deslizó el hiperdeslizador sobre el agua y la miró sin poder creérselo. Los arco iris se apagaron de repente. Los sustituyó de golpe una extensión de roca que apareció delante de ella, paredes enormes y aterradoras que iban subiendo casi hasta el cielo. Justo delante de Justine, el río volador se curvó hacia arriba y empezó una escalada larga e imposible hacia la libertad, al tiempo que la tormenta entera se convertía en un ente vertical. Con un bramido eterno, el viento alcanzó los trescientos kilómetros por hora. Justine sabía que estaba chillando sin decir nada, pero no podía oírse por encima de la cacofonía que bombardeaba la cabina.
    El viento hizo subir el hiperdeslizador de un tirón. La fuerza de la gravedad volvió a clavar a Justine en el asiento. Los nudillos se le pusieron blancos cuando se aferró a las barras por miedo a perder el contacto con los puntos-i. Luchó con las superficies de las alas para que la obedecieran en un desesperado intento de mantener la estabilidad dentro de aquel géiser. El agua se alzaba con ella, desafiaba la gravedad y subía disparada, paralela al risco. Incluso con el hiperdeslizador exigiéndole toda su dedicación solo para sobrevivir a aquellas corrientes de aire enloquecidas, Justine se tomó un momento, un par de valiosos segundos, para contemplar aquel increíble fenómeno. Una cascada que caía hacia arriba.
    A cinco kilómetros de altitud, la espumosa sábana de agua empezaba a separarse otra vez. La inmensa tormenta vertical estaba empezando a extenderse al llegar a la parte superior del cañón. La presión y la velocidad del viento se debilitaban. Justine no dejó ni un solo momento de guiar al hiperdeslizador justo por la ruta central. El agua y las nubes se apartaron cuando ella salió como una tromba sobre la roca, dos inmensas oleadas de vapor quedaron atrás y cayeron dibujando curvas como alas de cisne que se estrellaban contra las laderas inferiores del volcán. Solo en el centro del torbellino seguía aullando el viento, lanzando a Justine hacia delante y hacia arriba.
    La gigantesca masa del monte Herculano quedó visible allí abajo, un terreno desolado de piedras hechas añicos y gravilla empapada que se extendía a lo largo de decenas de kilómetros alrededor de la parte superior del cañón. Poco a poco, la dureza comenzó a dar paso a manchas más alegres de tonos ocres y verde aguacate a medida que las plantas se iban reafirmando. Hierbas diminutas se enraizaban con fuerza en las fisuras arrugadas y un musgo resistente y tropical se soldaba a los cantos rodados. La tormenta seguía bramando sobre ellos, buscando una forma de huir hacia los cielos más tranquilos del este rodeando las laderas del norte y el sur.
    Justine modificó otra vez la combadura de las alas, sin dejar de mantener la velocidad pero elevándose todavía más. Buscaba una línea recta entre el cañón y la cumbre, pero sin desviarse hacia ninguno de los lados. Bajo ella pasaban praderas llenas de hierba con matorrales bajos y fuertes. Tierras templadas, con plantas azotadas y atemorizadas por las continuas tormentas, pero que nunca dejaban de florecer. Había dejado a quince kilómetros de distancia las cataratas gemelas de agua que salían del cañón y las nubes comenzaban a separarse, a dirigirse a izquierda y derecha para encontrar una ruta que les permitiese rodear el volcán. Justine buscó otro sendero por el cielo despejado y luminoso que tenía delante. La velocidad que llevaba era colosal, suficiente para alejarla de la tormenta, pero no lo bastante para lograr el objetivo definitivo. La joven empezó a examinar el radar del tiempo.
    Como si la sección media occidental del volcán todavía no tuviera bastante a lo que enfrentarse, había tornados rozando las laderas arrugadas, un legado de las turbulencias limpias del aire de la tormenta. Justine los vio a través de la cubierta de la cabina, hebras larguiruchas de fenómenos efímeros de color beis que azotaban la tierra con violencia e iban de un lado a otro. Los había de todos los tamaños, desde suaves espirales de polvo a torbellinos brutales, densos, que alcanzaban kilómetros de altura. La matriz de a bordo trazó sus trayectorias y eliminó los que eran demasiado débiles o estaban demasiado lejos para sus propósitos. No era que el comportamiento de ninguno de ellos se pudiera predecir en realidad. Ahí era donde entraba el factor de predicción humana... y la suerte.
    Había uno, estaba a veinte kilómetros de ella y un poco más hacia el sur de lo que hubiera preferido, pero tenía una altura de casi cinco kilómetros y levantaba rocas del tamaño de coches en su errático camino. Justine se ladeó y alineó el morro del hiperdeslizador con el torbellino. Adquirió todavía más velocidad cuando la nave se acercó un poco más al suelo. Las alas y el estabilizador vertical se encogieron e hicieron más densos a la vez. Justine estaba hipnotizada por las piruetas salvajes de la base del tornado que la dejaban con ganas de encontrar una pauta, alguna pista que le indicara hacía dónde giraría después.
    El descenso del hiperdeslizador se convirtió en una barrena temible. Justine lo hizo girar a la vez que la base del tornado, juzgó bien y se anticipó. Las alas y el estabilizador se redujeron a meros cabos, proporcionándole un control mínimo. El suelo estaba a apenas quinientos metros de distancia. Por delante de ella, el tornado volvió a cambiar de rumbo. La joven sabía que se mantendría durante quizá un par de segundos y empujó la palanca hacia delante para dirigir la nave directamente hacia allí. En el último momento lo levantó y observó que el morro trazaba una pronunciada curva. El horizonte cayó y la dejó con un cielo del que desaparecía el color turquesa deslumbrante para adquirir un fabuloso tono índigo profundo.
    Y entonces, el hiperdeslizador entró en el tornado. Nubes de polvo colérico y torbellinos de grava rodearon el fuselaje y lo sujetaron con fuerza. Las alas y los estabilizadores traseros se redondearon y formaron una hélice achaparrada cuando el morro terminó de dibujar el arco y apuntó directamente al corazón inestable y tembloroso del torbellino de aire. Las hojas de las alas se hundieron hasta el fondo, hicieron girar el fuselaje y lo llevaron hacia arriba con un único movimiento lleno de potencia. Un millón de partículas, desde arena hasta piedras de un tamaño alarmante, golpearon el fuselaje. Todos aquellos impactos hacían que tuviera la sensación de que la estaban ametrallando. Los niveles de tensión estructural se dispararon de inmediato a alerta naranja. Justine se estremecía casi de continuo cuando las piedras se estrellaban contra la cabina transparente, a menos de treinta centímetros de su cara.
    A pesar de todo, aquel era el momento de la verdad, lo que la había llevado allí. No todo el mundo llegaba a ese punto. Algunos se estrellaban contra el suelo o las paredes del cañón Vigilancia. Había otros que conseguían subir por la catarata, pero no encontraban ningún tornado o metían la pata al entrar. Pero le habían implantado los recuerdos de otro, recuerdos que le habían servido y le habían dado la habilidad necesaria. Todo lo que tenía que poner ella era la determinación para respaldarlos. Para eso había ido allí, para averiguar si seguía siendo la misma persona impetuosa y despreocupada que recordaba de su primera vida.
    Los motores se quejaron con energía y contrarrestaron el giro del fuselaje delantero. Lo que la ayudaba a estabilizarse además de sujetar la cabina. Al menos en teoría. Justine estaba mareada y revuelta, aunque tampoco había ninguna referencia visual para comprobar si seguía girando. Los gráficos de visión virtual mostraban una rotación modesta que la matriz de a bordo estaba intentando compensar. La aceleración la hundía de una forma dolorosa en su asiento.
    Fue momentos más tarde cuando el hiperdeslizador salió disparado de la parte superior del tornado como un misil de su tubo de lanzamiento. Aunque solo había estado dentro unos minutos, la velocidad de la nave casi se había duplicado. Los motores del fuselaje se forzaron de nuevo y detuvieron la contrarrotación. Las alas y el estabilizador posterior del hiperdeslizador se alargaron y esa vez adoptaron una forma más normal: alas rectas y estrechas y una cola cruciforme. Ya no quedaba mucha atmósfera que pudiera afectarles, el hiperdeslizador cruzaba veloz y suavemente la estratosfera. Sin embargo, Justine lo ladeó un poco para que la trayectoria se inclinara un tanto. La nave perseguía una simple curva balística cuyo vértice estaría a nueve kilómetros por encima de la cumbre del monte Herculano.
    La joven observó que las cifras del monitor de presión iban reduciéndose hasta que registraron un vacío real en el exterior del fuselaje. El cielo había cambiado de color y el azul había dado paso al negro de la medianoche. Las estrellas brillaban con fuerza a su alrededor mientras la luz del sol entraba a raudales, cegadora, en la cabina.
    El contraste era asombroso. Del terror agónico de la tormenta a la serenidad y el silencio absoluto del espacio en solo unos segundos. Si bien aquel entorno era igual de letal que la tormenta para un ser humano, Justine se sentía extrañamente segura allí arriba. Los quejidos de su corazón comenzaron a remitir. Se aflojó un poco las correas que le sujetaban los hombros y estiró el cuello para echar un buen vistazo.
    Estaba casi al mismo nivel que la cumbre del monte Herculano y seguía subiendo. El volcán se extendía bajo ella. Las laderas inferiores se perdían bajo las nubes. Muy por detrás de la cola del hiperdeslizador, la tormenta salía del cañón Vigilancia para evaporarse con furia alrededor de la inmensa barrera rocosa. Giró la cabeza hacia estribor y contempló el interior del cráter del monte Titán. Justo en el fondo se veía el demoníaco fulgor escarlata del lago de lava, oscurecido en parte por telarañas de humo negro y denso. Unos zarcillos anchos se alzaban al aire, reduciéndose a medida que alcanzaban el borde para dispersarse en una calima que dejaba caer copos de ceniza gris por las laderas superiores. Le desilusionó un poco que no hubiera una erupción; los vecinos que trabajaban en la caravana habían hablado con entusiasmo del monte Condenación (como lo llamaban ellos, solo medio en broma) en plena ebullición.
    Ocho kilómetros y medio por encima de la cumbre del monte Herculano, el hiperdeslizador alcanzó la cima de su arco. Su trayectoria decrecía a medida que la gravedad baja de Tierra Lejana comenzaba a reafirmarse poco a poco. El horizonte del planeta se alzó ante el morro de la nave. Una curva blanca y nítida contra el negro del espacio. Justo debajo de ella estaban las calderas gemelas, dos muescas gigantescas en una planicie rojiza y monótona de ondas de lava solidificada y escoria rota.
    La radio de Justine captó unas cuantas palabras entrecortadas, repletas de electricidad estática, de las expediciones que recorrían a pie la superficie sin aire. Caminar hasta la cima del Herculano era otra de las principales atracciones turísticas de Tierra Lejana. No era difícil, las laderas no eran excesivamente escarpadas y la gravedad baja les facilitaba las cosas a los visitantes de otros mundos. Pero la última mitad se tenía que cubrir con trajes de presión compensada y la única vista verdadera, por muy sensacional que fuera, era la de la Silla de Afrodita, los acantilados que estaban justo debajo de la meseta de las calderas. Los que quisieran llegar a lo que de verdad era al punto más alto, un túmulo bastante insignificante en la pared del cráter septentrional, se enfrentaban a una caminata larga y pesada por un paisaje lunar.
    El morro del hiperdeslizador se hundió un poco y Tierra Lejana llenó la mayor parte del universo al este del volcán. Desde la magnífica perspectiva que tenía, Justine podía ver la cordillera Dessault extendiéndose por delante de ella, hacia el sur. Pequeños pináculos puntiagudos apuñalaban el suave torbellino de las nubes. Protegían el desierto alto del sur del ecuador, una tierra fría casi desprovista de nubes. Al este, Justine vio una mancha de colores verdes y profundos, donde las estepas comenzaban su largo viaje hacia el mar del Norte y Ciudad Armstrong.
    La pronunciada curva del horizonte le proporcionaba la ilusión de que estaba viendo un hemisferio entero del planeta, como un antiguo dios mitológico que contemplara la Tierra. Aunque Tierra Lejana era en realidad más grande que Marte, el tamaño, si bien limitaba su campo real de visión, no empañaba la aparente perspectiva de omnipotencia. Y Tierra Lejana carecía de las texturas más suaves concedidas a los viejos dioses del monte Olimpo. Las nubes blancas cubrían un espectro graduado de marrones y grises apagados. A pesar de casi dos siglos de esfuerzo humano, la superficie terrestre del planeta casi no se había recuperado de la gigantesca, y letal, llamarada solar que había llevado allí a los seres humanos. Unos colonos duros e independientes habían salido de Ciudad Armstrong y habían plantado semillas y rociado kilómetros y kilómetros vacíos de arena polvorienta con bacterias energéticas y saludables, pero la biosfera seguía siendo frágil y su progreso hacia la fertilización completa del planeta, lento. Casi todo seguía siendo desierto o tierra inhóspita; pocos, muy pocos representantes de la flora y la fauna original del planeta habían sobrevivido a la radiación. El follaje que veía Justine era ajeno a aquel planeta y los invasores colonizaban un mundo casi muerto.
    La joven se elevó en silencio y sin mayores dificultades sobre los imponentes acantilados de la Silla de Afrodita, que custodiaban la vía oriental que llevaba a la cumbre del Herculano. Muchos kilómetros por debajo de ellos estaba el glaciar que rodeaba el volcán entero y que se extendía por la roca desnuda a lo largo de cientos de metros. La luz del sol se reflejaba en el hielo fracturado y granuloso y producía una especie de halo en el límite superior de la atmósfera. Refugiados bajo la luz deslumbradora se hallaban los bosques alpinos, pinos terrestres transgénicos que se habían introducido como un faro de vida y color que podía verse a cientos de kilómetros de distancia. Justine les sonrió, como le sonreiría a un viejo amigo, agradeciéndoles el consuelo que siempre proporcionaba la familiaridad.
    Unas ondas fantasmales de color azul y verde empezaron a rielar en la pantalla del radar del tiempo cuando el hiperdeslizador volvió a hundirse en la atmósfera superior, la pantalla le mostró la presión que aumentaba en el exterior del fuselaje. Justine volvió a extender las alas y les dio la forma de una amplia ala delta. Después de un rato, la cabina empezó a temblar cuando los bordes anteriores fueron hundiéndose cada vez más en el aire. Las fuerzas aerodinámicas empezaron a hacerse cargo de la trayectoria balística.
    Justine se desprendió poco a poco del ensueño que se había apoderado de ella mientras sobrevolaba el volcán. Había que tomar decisiones prácticas; desde esa altitud podía planear sin esfuerzo a lo largo de cuatrocientos o quinientos kilómetros, lo que la apartaría lo suficiente del volcán. Pero de esa forma se metería en las montañas que tenía delante, la cordillera Dessault, mientras que si giraba al norte o al sur, volvería a meterse en las alas de la tormenta. También tenía que tener en cuenta la distancia: cuanto más volara, más tiempo le llevaría a la caravana volver a recogerla. Alteró la inclinación del hiperdeslizador y levantó el morro para que el aire empezara a frenarla. Aumentó su velocidad de descenso, que la joven equilibró fijándose en la ladera que tenía delante para mantenerse a la misma distancia del suelo. Las nubes destellaron junto a ella, ardían con una luz brillante y monocroma cuando atravesó el nivel del glaciar. Cuando el hiperdeslizador descendió por debajo de su nivel, Justine se encontró sobrevolando bosques de pinos. Vio una pradera que se extendía un poco más allá. No sería difícil aterrizar allí, pero seguía a mucha altura. Haría frío.
    Las praderas se fueron haciendo más exuberantes y verdes a medida que seguía volando. Las ráfagas de viento de las laderas inferiores empezaron a afectar al hiperdeslizador, al que sacudían con una fuerza creciente. La hierba estaba salpicada de arbustos y árboles que fueron aumentando a toda prisa hasta convertirse en una densa selva tropical que formaba una falda ininterrumpida alrededor de la base oriental del volcán. Al mirar hacia abajo, la joven vio los pequeños puntos de los pájaros que revoloteaban entre las copas de los árboles. Ya estaba a ochocientos kilómetros de distancia del punto de partida y eso en línea recta. La caravana tendría que rodear todo el monte Zeus antes de alcanzar siquiera el Herculano. Justine suspiró e inclinó el hiperdeslizador hacia el dosel que formaba la selva.
    Así de cerca no era tan densa como había pensado. Había varios claros, valles poco profundos con arroyos rápidos y plateados que apenas tenían árboles, solo hileras de peñascos peligrosos. Varias veces vio animales que cruzaban corriendo los espacios abiertos. No cabía duda de que el proyecto de revitalización de la biosfera patrocinado por el Consejo de la Federación había dado grandes resultados en aquella zona.
    El radar cambió de función y mostró un mapa del terreno. Justine buscaba un trozo razonable en el que aterrizar. Aunque, en el peor de los casos, el hiperdeslizador siempre podía bajar en un trozo de apenas cien metros de longitud, a la joven no le apetecía intentarlo. Por fortuna, el escáner reveló un lugar bastante recto unos tres kilómetros más allá, hacia el norte. Justine le dio la vuelta al hiperdeslizador y lo alineó. El terreno despejado se veía con claridad entre los árboles. Parecía que había un trozo de roca a un tercio del camino. Nada grave. Cuando puso el radar en la función de más alta resolución, el aparato le mostró una hondonada estrecha y poco profunda que cruzaba un extremo del terreno abierto. La joven activó la baliza de aterrizaje, volvió a recoger las alas y aumentó la combadura. El borde del largo claro se precipitó hacia ella. Tres de los monitores del panel se distorsionaron convertidos en un embrollo de colores aleatorios.
    -¡Mierda!
    El mayordomo electrónico de Justine tardó en responder e informó de que varios procesadores habían desaparecido de la matriz de a bordo, hasta los implantes de la joven estaban mermados.
    -¿Qué está pasando? -quiso saber. Las manos virtuales parpadearon y desaparecieron.
    Una ráfaga de aire ladeó el hiperdeslizador a estribor. La joven gruñó consternada cuando se inclinó la cabina. Las lecturas de las pantallas del panel no tenían ningún sentido.
    -Fallo múltiple del sistema electrónico -dijo su mayordomo electrónico-. Compensando para restablecer las funciones fundamentales. -Las manos regresaron con una oscilación a su visión virtual-. Ya tiene el control.
    Justine contrarrestó de forma automática el peligroso balanceo con un simple giro del ala. La pequeña nave respondió con pereza, lo que la obligó a acentuar la maniobra. Cuando levantó la vista del panel, lanzó una maldición. Ya estaba por encima del terreno abierto y perdía altitud a toda prisa. Todas las pantallas se habían corregido. Las respuestas del control de superficie volvían a ser instantáneas.
    Inició la secuencia de aterrizaje. Las alas rotaron casi noventa grados y redujeron casi al mínimo la velocidad del hiperdeslizador, que empezó a hundirse como si estuviera hecho de plomo. A veinte metros del suelo y ya casi sin impulso, Justine volvió a alterar las alas. Estas salieron disparadas, convertidas en unos enormes triángulos, finos y cóncavos que generaron toda la propulsión posible a pesar de la falta de velocidad. El tren de aterrizaje se posó y rebotó y después Justine se encontró rebotando por el accidentado terreno, recorrió cuarenta metros antes de que las ruedas se detuvieran por fin. Las alas y el estabilizador volvieron a hundirse en el fuselaje.
    Justine dejó escapar un gran suspiro de alivio. La cubierta exterior de la cabina siseó al soltarse el sello y alzarse. El plástico contrachapado le liberó las manos y la joven soltó las barras. Soltó los cierres del casco y se lo quitó. Una risa un poco nerviosa se le escapó de los labios cuando se sacudió el cabello sudoroso. Todos los sistemas electrónicos del hiperdeslizador volvían a estar conectados.
    La nave se había detenido en una ligera pendiente de hierba con unas plantas de hojas moradas que eran lo bastante grandes como para rozar la parte inferior del fuselaje. Un arroyo burbujeaba a su izquierda, a unos veinte metros de distancia. El aire húmedo y caliente ya la estaba haciendo sudar. Los pájaros gritaban por encima de su cabeza. El muro de selva que la rodeaba estaba envuelto en gruesas enredaderas de las que surgían un millón de flores diminutas de color lavanda.
    Justine trepó por el costado de la cabina y se dejó caer al suelo dibujando una curva que la gravedad baja hizo más sencilla. Solo entonces empezó a comprender la enormidad de lo que había hecho. Le flaquearon las piernas y cayó de rodillas. Las lágrimas la cegaron y empezó a reír y llorar al mismo tiempo, mientras le temblaban los hombros sin control.
    -Oh, Dios mío, lo he conseguido -sollozó-. Lo he conseguido, lo he conseguido, lo he conseguido, maldita sea.
    Las carcajadas se estaban haciendo histéricas. Se aferró a unas briznas de hierba e intentó calmarse. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había sucumbido a una emoción tan pura como aquella, una señal clara de juventud.
    Se fue calmando y se pasó el dorso de la mano por los ojos para secarse las lágrimas. Después se puso de pie con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco. Con aquella gravedad, la inercia hacía estragos en todos los movimientos normales. Por encima de su cabeza había unos cuantos pájaros aleteando un poco, pero ese era el único movimiento que había. El sol brillaba con fuerza y la hacía entrecerrar los ojos. El calor le hacía arder la piel de la cara. ¡Y cuánta humedad!
    Resopló un poco y empezó a quitarse con cierto esfuerzo el correoso traje de vuelo. Su mayordomo electrónico conectó el localizador del hiperdeslizador. Una pequeña sección del fuselaje que había detrás de la cabina abierta se abrió como un iris y se fueron deslizando por el aire los pliegues brillantes de la tela de un globo, que se infló a toda prisa y se elevó por el brillante cielo de color zafiro, arrastrando tras él una fina antena de cable de carbono.
    Justine comprobó que funcionaba el transmisor mientras se untaba la crema para el sol. Se dejó las botas puestas, pero el traje de vuelo lo desechó a toda prisa, sustituido por unos simples pantalones cortos blancos y una camiseta a juego. En el convoy, todos juraban que no había animales peligrosos, y menos en la Gran Tríada. Y los barsoomianos y sus extrañas criaturas estaban a miles de kilómetros de distancia, al otro lado del mar del Roble. Así que no debería tener problemas así vestida.
    Se puso la matriz de muñeca multifunción, un brazalete de malmetal de bronce con esmeraldas incrustadas en la montura, un regalo de su último marido. Él se había reído diciendo que podía utilizar todas sus considerables funciones para sobrevivir a las rebajas. El sentido del humor de su ex se había ido deteriorando hasta tal punto que había acelerado varios años el inevitable divorcio.
    El brazalete se contrajo con suavidad y conectó su punto-i con el tatuaje CO de Justine. El mayordomo electrónico pasó de los implantes de la joven a esa matriz más grande y aumentó su capacidad una magnitud. Justine le ordenó que abriera el compartimento de carga del hiperdeslizador, situado debajo de la cabina, y comprobó el equipo y las provisiones que llevaba. A los vehículos de salvamento seguramente les llevaría unos tres días llegar hasta allí; tenía comida decente para una semana y raciones deshidratadas para otros treinta días aunque esperaba no tener que recurrir a ellas.
    En la parte anterior del compartimento había un obsequio del turoperador, una botella fría de champán dentro de una funda térmica y una caja de bombones. Se sintió tentada, pero lo primero que sacó Justine de su bolsa personal fueron las gafas de sol, una costosa banda de acero de diseño que se adaptaba a la perfección a su rostro y se le pegaba a la piel. Lo siguiente fue un viejo sombrero flexible de bosquimano. Lo había comprado en Australia décadas atrás y aquella baratija absurda había estado en más planetas que la mayor parte de la gente, muchos soles diferentes le habían comido casi todo el color.
    -Muy bien, ¿que le pasó al equipo electrónico? -le preguntó al mayordomo electrónico mientras le quitaba el envoltorio a los bombones. Con el calor, habían empezado a derretirse.
    -La causa del fallo de los sistemas es desconocida. La matriz de a bordo carece de los instrumentos de diagnóstico necesarios para hacer un análisis detallado.
    -Tiene que haber alguna indicación.
    -Podría ser un incidente externo. El efecto recogido era similar al de un impulso electromagnético.
    Justine miró a su alrededor, conmocionada, con una fresa de chocolate a medio comer.
    -¿Alguien me estaba disparando?
    -Se desconoce la respuesta.
    -¿Podría haber sido un fenómeno natural?
    -Se desconoce la respuesta.
    -¿Pero es posible?
    -Esta matriz no tiene ningún dato sobre posibles causas naturales.
    -¿Percibes alguna actividad electromagnética?
    -No.
    Justine le lanzó a los árboles que rodeaban el espacio abierto una mirada más cauta.
    No estaba asustada, más bien irritada. No estaba acostumbrada a no recibir una respuesta definitiva de su mayordomo electrónico. En cualquier sitio de la Federación el conocimiento humano estaba disponible en tiempo real. Pero en aquel planeta desconectado de la unisfera, los datos eran un lujo bastante más escaso y por tanto más valioso. Y que te dispararan era una posibilidad, por remota que fuera.
    En primer lugar estaban los Guardianes del Ser, que vagaban por el planeta como se les antojaba. Como todo el mundo sabía, estaban bien armados y tenían tendencia a ser violentos. Después estaban los demás, nativos de la zona que podían ganar mucha pasta si recuperaban el implante de células de memoria de un piloto muerto. Las familias le pagarían una buena comisión al que lo encontrase para garantizar la continuidad de la conciencia de su ser querido mientras maduraba el clon que lo haría revivir. Pilotar un hiperdeslizador era una experiencia única y peligrosa, y cada año se mataban docenas de pilotos. La mayor parte eran recuperados por la agencia de viajes y sus células de memoria se enviaban a casa. Pero cualquiera cuyo vuelo se desviara de una forma espectacular antes de estrellarse se arriesgaba a seguir perdido durante mucho tiempo. Los nativos que se encontraran con el accidente podían embolsarse una fortuna una vez que se hubieran quitado de delante la espantosa tarea de arrancar la célula de memoria del cadáver. Así que entraba dentro de lo posible que hubiera grupos que provocaran algún que otro accidente.
    Pero si con aquel impulso electromagnético habían intentado que se estrellara, no valían un duro, pensó Justine.
    Al fondo del compartimento de carga había una pequeña pistola de iones para su «seguridad personal», por si el lugar del aterrizaje resultaba ser hostil. En la caravana nadie había definido muy bien el término «hostil», la implicación tácita era que se trataba de animales salvajes. La joven le lanzó a la caja de seguridad una mirada pensativa y después le ordenó al compartimento que se cerrara con llave. Si era una banda criminal lo que iba a por ella, lo llevaba claro, armada o no.
    -Hora de averiguarlo -le dijo Justine al hiperdeslizador. Su voz sonó muy alta en medio de aquel claro largo y tranquilo.
    Llenó la botella de agua en el arroyo. El tapón semiorgánico aspiró el líquido ligeramente cenagoso, lo filtró y lo enfrió de inmediato. Luego partió rumbo a los árboles, para lo que utilizó la función de guía inercial de la matriz de la muñeca.
    Le llevó un buen rato volver sobre sus pasos y cubrir los mil metros, más o menos, que la separaban del lugar donde había calculado que se había producido la interferencia. La maleza podía ser bastante vigorosa y allí donde era baja, las enredaderas y las parras llenaban los huecos que quedaban entre los árboles. Toda su ruta parecía ser solo un rodeo gigantesco. Desde luego no había señal de rastro alguno, ni animal ni humano. Y tampoco oía ninguna voz.
    Al llegar a la zona general empezó a sentirse un poco avergonzada. Había sacado muchas conclusiones precipitadas. Al parecer, la habían invadido los piratas y las conspiraciones, combinados con el subidón de adrenalina. Pero por fin había regresado a la realidad. Tenía calor, estaba sudando y las hojas de las enredaderas no dejaban de metérsele por la cara; además, las botas se le hundían en aquel suelo húmedo de turba. Lo único bueno de vagabundear por aquella selva era la falta de insectos, al menos de las variedades que se daban los grandes banquetes con los seres humanos; el equipo de revitalización no había introducido ninguno. Aunque había un montón de escarabajos diminutos, todos con un montón de patas, rondándole entre los pies y muchos le parecieron alienígenas. Y desde luego muchas de las especies vegetales no eran terrestres, seguro.
    Después de unos veinte minutos, Justine se detuvo. Empezaba a sentirse ridícula. No había señales de actividad humana. Y si había una banda de piratas a la caza de incautos, una banda que se arrastrara entre los árboles con sigilo para caer sobre el lugar del aterrizaje, los tíos no valían una mierda, ni siquiera eran capaces de rastrearla cuando se estaba dirigiendo directamente hacia ellos.
    -¿Percibes algo? -le preguntó a su mayordomo electrónico.
    -Los sensores de esta unidad registran alguna actividad electromagnética, pero es débil -respondió el mecanismo-. Es difícil ubicar el punto de origen. Parece funcionar con un ciclo regular.
    -¿Una especie de señal de radio?
    -No. Es una emisión de bandas múltiples, no hay ninguna modulación identificable.
    -¿Una ráfaga de energía, entonces?
    -Esa es una fuente que encajaría con los datos de los sensores.
    -¿Qué clase de equipo sería capaz de generar eso?
    -Se desconoce la respuesta.
    -De acuerdo, ¿de qué dirección viene? Hazme un gráfico.
    El mayordomo electrónico desplegó un sencillo mapa en su visión virtual y Justine empezó a caminar apartando las enredaderas.
    -La emisión se acaba de repetir -dijo su mayordomo electrónico después de que ella avanzara unos cincuenta metros-. Ha sido mucho más fuerte. Los sensores registran cierto grado de actividad residual. No hay un patrón claro.
    -¿Sigo yendo en la dirección correcta?
    -Sí.
    -¿Y la duración del impulso? ¿Se corresponde con la que golpeó al hiperdeslizador?
    -Es muy parecida.
    Los árboles parecían estar un poco más separados. Aunque podría haber sido su imaginación. La maleza y las enredaderas no disminuían desde luego. Tenía las piernas llenas de largos arañazos.
    El mapa superpuesto se desvaneció delante de ella.
    -¿Qué está pasando?
    Su mayordomo electrónico no respondió. Justine se detuvo y miró el brazalete. La lucecita de potencia que había detrás de una de las esmeraldas estaba roja y parpadeaba.
    -Reinicialización completada -anunció de repente su mayordomo electrónico.
    -¿Te ha golpeado el impulso?
    -No se han conservado datos del incidente. Otro impulso es la explicación más obvia.
    -¿Puedes protegerte de otra?
    Solo le respondió el silencio.
    -Maldita sea -murmuró Justine. Pero estaba intrigada. Había algo muy cerca y no eran piratas. Estuvo a punto de no verlo. Las parras habían cubierto por completo los muros bajos, haciendo que el pequeño edificio pareciera otro impenetrable montón de follaje. Pero la puerta se había hundido un poco y había dejado una brecha oscura entre las hojas.
    Justine se levantó las gafas de sol para estudiar la estructura durante un momento. Estaba claro que no era una casa, era demasiado pequeña: un simple refugio cuadrado de cinco por cinco, con un tejado inclinado de no más de tres metros en el punto más alto. Cuando apartó las gruesas enredaderas de la pared que rodeaban la puerta, se encontró con que la superficie que había debajo estaba hecha de un compuesto de un color gris apagado. Simples paneles sujetos con tornillos a un armazón de metal y montados en solo unas horas. Podría haberse hecho en cualquier sitio de la Federación, hasta Tierra Lejana tenía los recursos necesarios para hacerlo. Por el aspecto del material y la vegetación que se aferraba a él, el refugio llevaba décadas allí.
    No había cerrojo, así que Justine aplicó el hombro a la puerta combada y empujó. La puerta se abrió de golpe después de unos cuantos empujones. La luz entró a raudales por la abertura, no había ventanas. El suelo era una simple lámina de hormigón amalgamado por enzimas, húmeda y deshecha. En el medio había un cilindro negro de algo más de un metro de diámetro y ochenta centímetros de altura. Cuando se acercó, vio que estaba incrustado en el hormigón así que no pudo saber cuánto medía en realidad. Parecía estar hecho de algún metal oscuro. Dos grupos de cables finos y rojos sobresalían de la parte superior y recorrían el suelo entero hasta desaparecer en un disco traslúcido de medio metro de anchura. Al examinarlo, Justine descubrió que el disco también estaba incrustado en el hormigón. Resplandecía con una leve luz bermeja que se originaba en el interior, a bastante profundidad, muy por debajo del suelo de hormigón, al parecer.
    Justine entrecerró los ojos al ver el disco, empezaba a recordar algo. Ni siquiera estaba segura de por qué había conservado unos tiempos tan antiguos al rejuvenecer. Pero no era la primera vez que veía aquello, muchos edificios de la Tierra los utilizaban como fuentes de energía suplementaria, sitios como hospitales y centros de mando de la policía y el transporte. Un sólido cable estatal de intercambio de calor se hundía varios kilómetros en el interior de la corteza terrestre, desde donde se podía derivar la energía geotérmica. No generaba una gran cantidad de electricidad, solo lo suficiente para mantener en funcionamiento los sistemas básicos en caso de emergencia.
    ¿Pero qué coño está haciendo uno de estos en medio de una selva, a medio camino de la cumbre del volcán más grande de Tierra Lejana?
    Se quedó mirando los cables, que se suponía que eran superconductores. El cilindro al que le administraban la energía debía de ser la fuente de los impulsos electromagnéticos. Y era obvio que todo aquel montaje llevaba mucho tiempo allí, al menos un par de décadas, y quizá mucho más. Desde luego hacía siglos que nadie pasaba por allí, el hormigón no se deshacía de la noche a la mañana. ¿Pero qué podría utilizar o absorber tanta electricidad año tras año?
    La sorpresa se llevó la confusión cuando se dio cuenta de que aquel cilindro solo podía ser una cosa: un depósito-d de balance cero. Era lo último en mecanismos de almacenamiento y como tales tenían muy pocos usos dentro de la Federación, sencillamente porque muy pocas personas necesitaban almacenar tanta energía. El TEC los utilizaba como suministros auxiliares para las salidas de sus agujeros de gusano, pero no recordaba ninguna otra organización, ni comercial ni gubernamental, que les diera algún uso. Eran un capricho de la física, un depósito de tamaño cero en el espacio-tiempo que se podía llenar sin parar de energía. En teoría, cualquier nivel de energía se podía contener siempre que el campo cuántico que lo limitase fuese lo bastante fuerte. Y después de varias décadas ininterrumpidas cargándose con el cable de intercambio de calor, ese depósito tendría un nivel de energía acumulado que no se mediría tanto en kilovatios hora como en kilotoneladas.
    Así que era un depósito-d de balance cero que emitía un impulso electromagnético... ¡Y sin protección!
    Justine salió a toda prisa del refugio. Si de verdad carecía de protección, la emisión electromagnética tendría la intensidad suficiente como para dañarle el sistema nervioso cuando el campo cuántico completara el ciclo y estuviera listo para admitir la siguiente carga de energía.
    Se apresuró a alejarse, más confusa todavía después de encontrar la fuente. Empezó a llover cuando todavía no se había alejado ni cien metros. La tormenta que se había partido para rodear el volcán por fin la había alcanzado.
    
    Kazimir McFoster vio que la chica sacaba una bola de plástico azul y brillante del compartimento que había abierto bajo la cabina del hiperdeslizador, tenía el tamaño de un puño. Él se refugiaba detrás de un finicus, a cincuenta metros del lugar en el que había aterrizado la lustrosa máquina. La lluvia salpicaba por igual la cabeza de Kazimir y las hojas largas y carmesíes, pero el joven no le prestó mayor atención; se había criado con ese tiempo, en esa época del año las tormentas siempre llegaban por la mañana. En una hora o así las nubes de tormenta continuarían su camino hacia el este y dejarían el resto del día sumido en un calor húmedo e implacable.
    La chica tiró la bola con gesto despreocupado por encima del hombro y luego sacó una gran bolsa cilíndrica del mismo compartimento. Kazimir estaba impresionado, era una bolsa grande y era obvio que pesada. Pero a pesar del modo torpe que tenía de llevarla, la muchacha la había levantado con facilidad. Era fuerte. Todos los nativos de otros mundos eran fuertes, eso lo sabía. Lo que no se había esperado era su belleza.
    Había visto pasar el deslizador por encima de su cabeza una hora antes, una sencilla forma cruciforme, de un color negro que contrastaba con el deslumbrante azul zafiro del cielo. Aquella visión lo había cautivado, era tan armoniosa, tan elegante. Ninguna de las historias que había oído, nada de lo que había aprendido sobre la Fundación y sus costumbres, lo habían preparado para eso. Que una máquina pudiera ser tan equilibrada, y no solo en la forma, sino también en la función, era toda una revelación. Las máquinas que Kazimir conocía eran grandes y funcionales.
    Lo había visto cuando se había lanzado en picado sobre la selva desde su atalaya sobre un afloramiento de lava. Solo una vez se tambaleó de una forma bastante desgarbada y fue solo por un instante. Las alas se habían movido como las de un ágil pájaro al posarse en el espacio abierto. Kazimir se había quedado mirando el lugar en el que se había perdido de vista tras los árboles con una sonrisa idiota en la cara. Le llevó un buen rato darse cuenta que estaba muy expuesto sobre aquella roca. Harvey habría sido implacable con él por semejante fallo, lo habría reñido y, además, le habría reducido las raciones para que aprendiera la lección. Se suponía que ya no cometía unos errores tan estúpidos; por eso estaba allí solo, realizando la travesía definitiva, la que demostraría que había dominado a la naturaleza. Cuando regresara al clan, quince días después, estaría listo para unirse a la guerra contra el monstruo alienígena. Pero no si se quedaba allí plantado como un novato de primero, ofreciéndole un objetivo fácil a cualquier enemigo que pasara.
    Kazimir se bajó de la roca y volvió a meterse entre los matorrales. Se quedó pensando un momento y ubicó mentalmente la posición del deslizador. Tras eso estaba listo para encontrar el camino entre los árboles, alerta por si aparecía algún enemigo, consciente de cuál era su objetivo.
    Para cuando se acercó con sigilo a los límites del largo claro donde había aterrizado el deslizador, estaba lloviendo con fuerza. No vio a nadie así que buscó un lugar seguro para esconderse y se acomodó para observar la elegante nave. La chica había aparecido un par de minutos después, con la cara arrugada para defenderse de la lluvia al salir corriendo de entre los árboles. Estaba vestida de blanco, pero apenas se aferraban a su esbelto cuerpo unos cuantos trozos de tela. Y era tan guapa. Como un ángel, pensó Kazimir. Un ángel bajado del cielo.
    La bola azul que la chica había tirado al suelo empezó a hincharse, unos pliegues finos de plástico sobresalían con formas raras. La masa entera rodó por el suelo como si fuera una criatura viva agonizando de dolor. Un minuto después se había convertido en un refugio semiesférico lleno de bultos de cuatro metros de base y con una única abertura, como una tienda de campaña hinchada. Kazimir asintió con gesto admirado. Su refugio nocturno era un saco membranoso que cambiaba de forma y que podía inflar con una pequeña corriente eléctrica. Era un sitio seco y caliente para resguardarse por las noches, pero no era lo bastante grande para moverse en él. En comparación, aquello era un palacio.
    La chica entró corriendo en el refugio. Kazimir la vio hacer una mueca cuando se quitó un sombrero andrajoso y empapado y se pasó las manos por un cabello rubísimo igual de mojado. Metió la mano en la bolsa cilíndrica y sacó una toalla, con la que se frotó con gestos vigorosos.
    Cada uno de sus movimientos fascinaba a Kazimir. La joven tenía unos miembros largos y perfectamente formados. La manera que tenía de alzar la cabeza, orgullosa pero nunca arrogante. Ella no. El ángel no.
    La joven dejó por fin la toalla y fue a asomarse a la abertura de la gran tienda. Kazimir contuvo el aliento cuando la muchacha miró el tupido matorral que lo ocultaba. Sonrió con coquetería y el universo se convirtió en un lugar mejor.
    Durante un segundo.
    -Debe de ser muy incómodo tener que agazaparse detrás de ese arbusto -exclamó la chica-. ¿Por qué no sales a terreno abierto?
    El corazón de Kazimir se disparó. Tenía que estar dirigiéndose a él, seguro que ya hacía rato que sabía que estaba allí. Se puso furioso, le molestaba que se burlaran así de su falta de aptitud. Y sin embargo, el ángel seguía mirándolo, con la cabeza ladeada y una expresión expectante. En realidad no se estaba burlando, decidió Kazimir.
    Se puso en pie y miró a ambos lados, casi esperaba encontrarse allí a los cazadores del enemigo, esperando y sonriendo. Pero solo estaba la lluvia. Así que Kazimir solo tenía que elegir, podía darse la vuelta e irse, y no volver a ver jamás su belleza, o acercarse y dejar que lo viera, cosa que al parecer podía hacer de todos modos.
    El joven se acercó a la semiesfera azul, todavía con cuidado. El ángel lo observó con expresión cauta cuando empezó a acercarse. En una mano sostenía un cilindro delgado que el muchacho sabía que tenía que ser algún tipo de arma.
    -No tendrás ningún amigo cerca, ¿verdad? -preguntó la joven.
    -Camino solo por estos bosques. No me hace falta ayuda para sobrevivir aquí.
    A ella pareció divertirle la respuesta.
    -Por supuesto. -El arma se metió con discreción en una saquita que llevaba en el cinturón-. ¿Te gustaría refugiarte de la lluvia? Aquí hay espacio de sobra.
    -Eres muy amable. Muchas gracias.
    Cuando se metió en el interior, Kazimir se sintió de repente, sin saber por qué, abrumado por la presencia de la joven. Sus ojos recorrieron los detalles lisos del interior, deteniéndose en todas partes salvo en ella.
    -Me llamo Justine -dijo con dulzura. Había cierta vacilación en su voz, como si se sintiera tan insegura como él.
    -Kazimir -le contestó él-. ¿Cómo sabías que estaba allí?
    La joven alzó un brazo esbelto y con un dedo se dio unos golpecitos justo por debajo del ojo derecho.
    -Mis implantes tienen una función de infrarrojos. Brillabas bastante. -Se le contrajeron los labios-. Emites mucho calor, sabes.
    -¡Ah!
    Pero había seguido como un tonto el movimiento de la mano femenina y ya no pudo apartar los ojos de su rostro. Vio que tenía los ojos de color verde claro y unas cejas finas. Tenía unos pómulos largos y prominentes y una mandíbula un poco plana; una nariz chata y delgada sobre unos labios húmedos y amplios. Cada uno de sus rasgos era delicado, pero juntos le proporcionaban una sofisticación que Kazimir estaba seguro que jamás podría igualar. Y su piel era inmaculada, de un suave color dorado como la miel que él no había visto jamás. Se dio cuenta, sorprendido; era muy joven, podría tener su edad, diecisiete años. Y sin embargo había atravesado el corazón de la tormenta pilotando el deslizador. El valor y el talento que había que tener para hacer eso... Volvió a mirarse los pies, consciente de la distancia que se abría entre ellos.
    -Anda, toma -le dijo el ángel con tono amable al tiempo que le tendía la toalla que tenía en la mano-. La verdad es que estás más mojado que yo.
    Kazimir la miró por un momento, confuso, antes de quitarse la pequeña mochila que llevaba.
    -Gracias.
    Se secó la humedad de la cara y después se desprendió con un encogimiento de hombros del chaleco de cuero. La tela fina de la toalla parecía absorber las gotas de lluvia cuando se frotó el pecho y la espalda, que quedaron perfectamente secos.
    Justine metió la mano en su bolsa y sacó otra toalla para ella. Kazimir era consciente de que la joven lo miraba con los ojos entrecerrados y una expresión divertida en la cara mientras él se secaba las pantorrillas. Se detuvo en las rodillas y prefirió no levantarse la falda escocesa para secarse los muslos, aunque tampoco estaban tan mojados, el kilt era bastante impermeable.
    -¿Qué tartán es ese? -preguntó la joven.
    Kazimir bajó la cabeza y miró los cuadros de color bronce y verde esmeralda, y sonrió con orgullo.
    -Soy un McFoster.
    Justine emitió un sonido que se parecía de una forma bastante sospechosa a un bufido de burla.
    -Lo siento -dijo con tono arrepentido-. Pero con ese color de piel, es un poco difícil imaginarte siendo un miembro nativo del clan.
    Kazimir frunció el ceño. Su piel era de un exquisito color marrón, complementado por un cabello de color negro azabache que llevaba largo y atado a la espalda con una única cinta escarlata; ¿cómo iba a evitar un color que existía en el clan? Los clanes de su tierra tenían miembros de la mayor parte de los grupos raciales de la Tierra. Su abuela siempre le contaba historias maravillosas de los primeros años de la abuela de ella, la tatarabuela de Kazimir, que era de la India.
    -No lo entiendo. Mis ancestros fueron una de las primeras familias que salvó Bradley Johansson.
    -¿Johansson? Aquí no estamos hablando de clanes escoceses, ¿verdad?
    -¿Qué es un escocés?
    -No importa. -La joven se asomó a la entrada y observó la lluvia cálida y constante que caía-. Parece que vamos a pasar un buen rato juntos. Háblame de tu clan, Kazimir.
    -Las lluvias solo van a durar una hora más.
    -¿Es una historia muy larga?
    El joven esbozó una amplia sonrisa, animado por la mirada alegre con la que le había contestado ella. El ángel era tan bello que dolía y cualquier excusa era buena para permanecer a su lado. Como si lo supiera, la pared de la tienda que tenía al lado cambió de forma y se extendió para crear un sofá. Se sentaron los dos en él.
    -Cuéntame -lo alentó la joven-. Quiero saber cosas de tu mundo.
    -¿Me hablarás de tu vuelo?
    -Claro.
    El muchacho asintió, contento con el intercambio prometido.
    -Hay siete clanes viviendo en Tierra Lejana. Juntos formamos los Guardianes del Ser.
    -He oído hablar de ellos -murmuró Justine.
    -Nos interponemos entre el aviador estelar y la destrucción humana. Solo nosotros, de toda nuestra raza, vemos el peligro que ha traído el alienígena con sus sombras de engaño y su manipulación de hombres y mujeres vanos. Bradley Johansson nos abrió los ojos a la verdad hace mucho tiempo. Algún día, gracias a él, ayudaremos a este planeta a vengarse.
    -Eso parece algo que te han enseñado, Kazimir.
    -Desde el momento en que tomé mi primer aliento, he sabido quién soy y a qué debo enfrentarme. La nuestra es una carga dura, fuera de nuestro mundo nadie cree en nuestra causa, os ciega el veneno del alienígena. Pero nosotros resistimos por fe y gratitud. Bradley Johansson es nuestro salvador y, un día, la humanidad entera lo reconocerá también como su salvador.
    -¿Cómo os salvó?
    -Igual que lo salvaron a él. Por medio de la decencia y la amabilidad. Fue de los primeros en llegar a este mundo y empezó a investigar la nave del alienígena.
    -Lo había oído -dijo Justine-. Fue el primer director del Instituto de Investigación del Marie Celeste, ¿no?
    -Sí. La gente dice que está desierto, que solo son restos, que está abandonado y vacío. No es así; eso es lo que el alienígena quiere que crea la humanidad. Él sobrevivió al accidente.
    -¿Hay un alienígena vivo aquí, en el arca espacial?
    -Antes estaba aquí, hace ya mucho tiempo que se introdujo en la Federación y allí se mueve entre nosotros, oculto y maléfico.
    -¿No me digas? ¿Así que tú nunca lo has visto?
    -Yo nunca he salido de Tierra Lejana. Pero un día el aviador estelar volverá, cuando sus ardides den resultado. Espero llegar a verlo. Me gustaría formar parte de su caída.
    -¿Qué aspecto tiene?
    -Nadie sabe el aspecto que tiene, ni siquiera Bradley Johansson está seguro. Es posible que lo haya visto, no se acuerda. Muchos de sus viejos pensamientos se perdieron cuando lo liberaron.
    -Muy bien, así que el aviador estelar sobrevivió al choque. ¿Qué pasó después?
    -Prendió la llamarada del sol de Tierra Lejana para atraer a los incautos. Y cuando Bradley Johansson hurgó entre los secretos de la nave, despertó al aviador estelar y este lo esclavizó. Durante muchos años se afanó bajo su control y contribuyó a extender su influencia por la Federación, susurrando en los corazones de los que ostentaban el poder, repartiendo falsas promesas y dando forma a la marea de acontecimientos. Pero el aviador estelar desconocía esta parte de la galaxia y lo inquietaban las otras razas que vivían aquí, temía que desbaratasen sus objetivos. No todas son tan ignorantes y orgullosas como nosotros. El alienígena envió a Bradley a Silvergalde para que pudiera experimentar con los silfen de primera mano y volver para informarle de lo que había averiguado. Pero los silfen son más sabios que los humanos y el aviador estelar; se dieron cuenta de las cadenas que había tendido en la mente de Bradley y lo liberaron.
    -Ah, la liberación.
    -Sí. Lo curaron. Algunos hombres, tras ser liberados, huirían de semejante horror para poder permanecer libres. Pero Bradley sabía que con eso se corría un peligro mayor, dijo que para que la maldad triunfe solo es necesario que las personas decentes no hagan nada.
    -¿Así que Bradley Johansson dijo eso, eh?
    -Sí. Regresó a Tierra Lejana y liberó a otros que habían sido esclavizados por el aviador estelar. Fueron las siete familias que se convirtieron en clanes.
    -Ya veo. -La voz de Justine era muy seria.
    Kazimir la miró angustiado. La expresión de su rostro era muy sombría y eso lo entristecía, ese hermoso rostro debería conocer solo la felicidad. ¿Acaso no había dedicado su vida a protegerla a ella y a su raza?
    -No te preocupes -le dijo entonces-. Te protegeremos del aviador estelar. No podrá triunfar. Este planeta quedará vengado.
    La cabeza de la joven se ladeó un momento mientras le dedicaba una mirada larga y pensativa.
    -Hablas en serio, ¿verdad?
    -Sí.
    Por alguna razón aquella respuesta la inquietó.
    -Es muy noble lo que haces, Kazimir. La nobleza establece un vínculo que es difícil de romper.
    -El aviador estelar jamás podrá corromper la lealtad que le debo a mi clan y a nuestra causa.
    Justine le posó una mano en el brazo.
    -Eso lo respeto.
    Kazimir intentó ofrecerle una sonrisa llena de seguridad, pero la joven todavía parecía triste y aquel roce, ligero como era, lo distraía muchísimo. La tenía tan cerca. Y ninguno de los dos llevaba demasiada ropa. Unos pensamientos llenos de lujuria, pero maravillosos, empezaron a filtrarse en la mente de Kazimir.
    Justine le dio al brazo del muchacho un apretón rápido y, de repente, miró a su alrededor.
    -Anda, mira, ha dejado de llover. -Se incorporó y se acercó a la entrada-. Ha vuelto a salir el sol. -Tenía una sonrisa maravillosa. Volvía a ser el ángel.
    Kazimir se levantó y se tomó un momento para volver a ponerse el chaleco. Salió y se quedó detrás de ella mientras la joven se ponía una banda de acero alrededor de la cara. Le desilusionó ver que ya no podía verle los ojos. El sol hacía que la camiseta blanca de la muchacha fuera casi transparente. Era casi tan alta como él.
    -¿De verdad sobrevolaste el volcán? -le preguntó Kazimir a toda prisa.
    -Ajá.
    -Debe de hacer falta mucho valor.
    Ella se echó a reír.
    -Solo estupidez, creo.
    -No. Tú no eres estúpida, Justine. Eso nunca.
    Enganchó un dedo en la parte superior de las gafas de sol y la joven las bajó un instante para mirarlo por encima del borde.
    -Gracias, Kazimir. Eso es muy bonito.
    -¿Y cómo fue?
    -¡Una locura! ¡Maravilloso! -Volvió a subirse las gafas y empezó a hablarle del vuelo.
    Kazimir la escuchó, fascinado por un mundo y una vida tan ajenos a la suya como los del aviador estelar. Justine disfrutaba de una existencia perfecta. Al muchacho le alegraba saber que esa vida era real, que los seres humanos podían alcanzar ese estado. Algún día, quizá, cuando se derrotara al aviador estelar, todos vivirían como ella.
    Tuvo que ser el destino, decidió Kazimir, el que dictó que la conociera. Esa visión, su propio ángel personal, había ido a demostrarle que tenía razón al intentar proteger la vida humana. Esa joven era su inspiración, su milagro privado.
    -Debes de ser muy rica -dijo Kazimir cuando Justine terminó de contarle el aterrizaje-. Para permitirte disponer de una nave que no tiene más propósito que proporcionarte la oportunidad de disfrutar.
    La joven se encogió de hombros con gesto despreocupado. Holgazaneaban en la orilla del arroyuelo que cruzaba el claro borboteando.
    -Todos los que visitan Tierra Lejana son ricos, supongo. No es fácil llegar aquí. -La joven inclinó la cabeza para admirar las nubes copetudas que cruzaban flotando la cuenca de color azul zafiro del cielo-. Pero desde luego merece la pena. Vives en un mundo extraño y maravilloso, Kazimir.
    -¿Qué piensan tus padres de que vengas aquí sola? ¿Y de que corras semejantes riesgos? Ese vuelo era muy peligroso.
    Justine giró la cabeza de repente, como si la pregunta la hubiera sorprendido.
    -¿Mis padres? Ah, bueno, veamos. Mis padres siempre me han animado a que sea yo misma. Querían que viviera mi vida de la mejor forma posible. Y esto, el monte Herculano, tú, esto tiene que ser uno de esos momentos clásicos por los que merece la pena vivir, de los que te dan la confianza para continuar y experimentar lo que tiene que ofrecer el universo.
    -¿Yo? No creo.
    -Sí, tú. Aquí estás, viviendo tu propia aventura, enfrentándote tú solo a lo que el volcán y la tierra pongan ante ti. Eso te convierte en una persona mucho más valiente que yo.
    -No.
    -¡Sí!
    -¡No!
    Los dos se echaron a reír. Justine se quitó las gafas de sol y esbozó una sonrisa cálida.
    -Me muero de hambre -dijo-. ¿Te apetece probar algo de comida de la decadente madre Tierra?
    -¡Sí, por favor!
    Justine se levantó de un salto y echó a correr hacia el deslizador. Kazimir se apresuró tras ella, maravillado al ver cómo flotaba sobre el suelo al correr aquel cuerpo perfecto y esbelto.
    Se sentaron en el suelo con las piernas cruzadas y ella le fue dando bocaditos de comida, impaciente por ver su reacción. Algunos alimentos eran deliciosos, otros solo extraños; como la carne picante con curri, Kazimir arrugó la cara al tragar.
    -Trágalo con esto -le dijo Justine. El vino blanco que le dio era ligero y dulce, y el joven tomó unos sorbos agradecido.
    Por la tarde exploraron la selva que rodeaba el borde del claro y jugaron a adivinar los nombres de las plantas. Kazimir le explicó el propósito de su travesía, le contó que lo preparaba para las difíciles campañas contra el enemigo en todo tipo de terrenos y que también demostraba que había aprendido todo lo que sus profesores podían enseñarle.
    -Un rito de paso -dijo Justine.
    A Kazimir le pareció que había admiración en la voz de la joven. Claro que la había visto mirarlo varias veces cuando pensaba que no se daba cuenta. Él no se había atrevido a hacer lo mismo.
    -Debemos saber que podemos hacer lo que tenemos que hacer.
    -Kazimir, por favor, no hagas nada precipitado. No tienes que demostrar lo que vales arriesgándote. La vida es demasiado importante. Y también es demasiado corta, sobre todo aquí.
    -Tendré cuidado. Aprenderé a no ser impetuoso.
    -Gracias. No quiero pasarme la vida preocupándome por ti.
    -¿Quieres hacerme un favor?
    La sonrisa de la joven era maliciosa.
    -Hay muchas cosas que quiero hacer por ti, Kazimir.
    La respuesta lo sorprendió. Sabía que debía estar ruborizándose cuando le dio su propia interpretación a la frase, una interpretación que estaba seguro que no era la que ella pretendía, no alguien tan dulce y amable como ella.
    -Por favor, no visites el Marie Celeste. Sé que muchos turistas lo hacen. Me preocuparía por tu seguridad si lo hicieses. La influencia del aviador estelar es muy fuerte alrededor de su nave.
    Justine fingió sopesar el ruego. Por fortuna, la vieja arca espacial no estaba en el itinerario, de todos modos. Quizá fuera extraño, pero por culpa de la ferviente creencia de Kazimir, que realmente había sobrevivido a un alienígena, un pequeño escalofrío de preocupación se coló en la cabeza de Justine y se negó a irse. Todo aquel asunto era una de esas leyendas ridículas utilizadas por viejos malvados como Johansson para mantener a raya a sus seguidores y obligarlos a que cumplieran con su deber. Y sin embargo, al mismo tiempo, parecía tan plausible...
    -No iré -le prometió al muchacho con tono solemne. La expresión de alivio que apareció en el rostro del joven la hizo sentirse culpable.
    Hicieron una hoguera al llegar el atardecer. Kazimir llevaba una hoja eléctrica bastante vieja en la mochila y parecía decidido a impresionarla haciendo alarde de sus habilidades de supervivencia, quería demostrarle que era capaz de vivir de la tierra. Así que Justine se puso cómoda y lo observó mientras juntaba un gran montón de madera. El joven se quitó el pequeño chaleco de cuero y el sudor le hizo brillar la piel por el esfuerzo de llevar los troncos de un sitio a otro. Era una imagen que elevó varios grados la temperatura del cuerpo femenino. Era obvio que la gravedad baja del planeta no había impedido que el cuerpo del muchacho desarrollara la excelencia típica del final de la adolescencia. Por suerte, el joven no tuvo mayor interés en demostrar su hombría derribando pájaros del cielo para asarlos ensartados en un espetón. Kazimir se conformaba con seguir abriendo los paquetes de comida que había traído Justine. La hoguera era solo para estar calientes y cómodos. Justine descorchó al fin el champán y los dos lo bebieron con el reflejo de las doradas llamas saltarinas en las activas burbujas del precioso líquido.
    Kazimir no quería que aquella noche terminara jamás. Se sentaron muy juntos en una manta mientras el sol abandonaba el cielo. Luego solo quedó un nimbo de bordes violeta resplandeciendo por el oeste, muy por encima del horizonte, cuando el glaciar difractó los últimos rayos por la estratosfera. La luz se fue difuminando y dejando que las llamas chispeantes de la hoguera fueran la única iluminación. Unas estrellas de color platino brillaban sobre sus cabezas y, por primera vez en su vida, Kazimir no las vio como una amenaza.
    Charlaron, bebieron y mordisquearon la exótica comida. Y durante todo ese tiempo Kazimir no dejó de adorar en silencio y con todo su corazón a aquel ángel sonriente y maravilloso. Un rato después de que el sol se hundiera en el horizonte, las llamas salvajes de la hoguera se fueron apagando y dejaron un montículo de carbones que emitían una luz suave. Bajo ese resplandor burlón, el ángel se incorporó y se quedó a su lado, de pie. La camiseta y los pantalones cortos resplandecían con un color magenta a la luz del fuego casi apagado, mientras su cabello se había convertido en aquel halo dorado que la mente de Kazimir nunca había dejado de percibir. Sin una sola palabra, la joven se acercó a la tienda semiesférica y desapareció entre las sombras que embrujaban el interior.
    -Kazimir.
    Al joven le temblaban las piernas cuando se acercó a la entrada. La luz parpadeante de las estrellas le mostró que la mitad del suelo se había alzado para convertirse en un colchón gigante. Su ángel se encontraba ante él, una simple silueta. La camiseta yacía arrugada en el suelo, a sus pies. Ante los ojos de Kazimir, Justine se fue quitando los pantalones.
    -No tengas miedo.
    Kazimir se adentró en la oscuridad. Unas manos dulces, sensuales, le quitaron el chaleco. Las yemas de unos dedos invisibles le acariciaron el pecho y fueron bajando hasta la cintura, haciéndolo gemir, incapaz de contenerse. Esas manos le desabrocharon el cinturón y le quitaron la falda. Sentía la piel caliente del ángel contra la suya cuando la joven se apretó contra él.
    Los asombrados gritos de éxtasis de Kazimir resonaron por todo el claro y duraron hasta mucho después de que se consumieran al fin las últimas brasas relucientes del fuego.
    
    Ni siquiera el material aislante de la cabina podía proteger a Estella Fenton del rugido del poderoso motor diesel. La joven sujetaba la copa alta en el aire, la suspensión sacudía el explorador Telmar con tracción a las cuatro ruedas de un lado a otro y Estella intentaba no derramar el sofisticado cóctel de frutas. Pero no funcionaba, así que se terminó el resto de la copa en un par de tragos. Aquello llevaba vodka, no cabía duda, la joven sintió el escalofrío característico del licor quemándole la garganta.
    Los vehículos de rescate enviados por el convoy principal la habían recogido veinte horas atrás. Lo que había sido un auténtico alivio: dos días y medio sola en aquel bosque templado era una aventura un poco más silvestre de lo que hubiera preferido. Ya solo quedaba por encontrar a su amiga Justine. El convoy había captado la señal de la baliza de su hiperdeslizador. La ubicación había provocado un pequeño revuelo entre el personal; al parecer, pocas personas conseguían cubrir tanta distancia como Justine.
    Así que una vez que cargaron el hiperdeslizador de Estella en su contenedor, los cinco vehículos de salvamento restantes salieron en busca de su último cliente. Si bien la población de Tierra Lejana había dejado el monte Herculano como parque natural, había muchos caminos que atravesaban las selvas de las laderas inferiores y que usaban los vehículos como los Telmar en los recorridos turísticos. De esos caminos salían otras pistas que se utilizaban menos. Y luego estaban las líneas que en el mapa se marcaban como «rutas transitables». Llevaban en una de esas rutas tres horas seguidas, abriéndose camino entre las enredaderas y los matorrales de la selva. Y después empezó el trabajo duro de verdad, cuando hubo que abrir una nueva ruta entre los árboles.
    El vehículo explorador iba cincuenta metros por delante y sus cuchillas armónicas iban soltando nubes densas de virutas fracturadas a medida que podaba. Observar su lento progreso había enviado a Estella a la parte posterior de la cabina, donde empezó a saquear el bar refrigerado.
    -Con un par de minutos más debería bastar -exclamó el conductor, Cam Tong.
    Estella dejó la copa vacía, se asomó a la cubierta exterior de burbujas y observó la ringlera abierta de vegetación que iba dejando el explorador. Los gruesos muros verdes de árboles y enredaderas se terminaron de repente cuando los vehículos salieron tambaleándose a un largo claro. El hiperdeslizador de Justine estaba intacto y reposaba en medio de una suntuosa alfombra de césped. La tienda se encontraba unos metros más allá.
    -Parece que está bien -dijo Cam Tong muy contento.
    -Jamás se me había ocurrido dudarlo.
    Los vehículos de salvamento aceleraron un poco, lo que no hizo sino aumentar el balanceo. Todos empezaron a hacer sonar el claxon.
    Una cabeza se asomó a la tienda.
    -Ese no es ella -exclamó Estella.
    Era un adolescente con el viejo y andrajoso sombrero de bosquimano de Justine. El muchacho se quedó con la boca abierta al ver los grandes vehículos que se precipitaban hacia él, después chilló algo hacia el interior de la tienda. Un segundo después había recogido una pequeña mochila del suelo y corría a toda velocidad hacia la línea más cercana de árboles. Estella se lo quedó mirando asombrada. Vestía una falda larga naranja y verde. No, se corrigió, era una falda escocesa, un kilt, pensó al ver las tablas. La mochila que llevaba a la espalda tenía una prenda de cuero de algún tipo atada a ella. El chico no dejaba de mirar por encima del hombro para vigilar a los vehículos. Con una mano se sujetaba el sombrero, el cabello negro le sobresalía por debajo del ala.
    Cam Tong se estaba riendo cuando detuvo el gran Telmar detrás del hiperdeslizador. La sonrisa de Estella le cubría la cara entera cuando abrió la puerta para bajar. Justo en ese momento salió Justine de la tienda. No vestía más que un tanga rojo muy pequeño y unas gafas de sol.
    -Vuelve -gritó Justine por encima del estruendo de los cláxones y los quejidos de los motores-. No te asustes. Son amigos míos. ¡Joder! -Se puso las manos en las caderas y miró furiosa los vehículos de salvamento.
    Estella se dejó caer al suelo con ligereza. A esas alturas, la sonrisa ya se había convertido en una carcajada casi histérica. Se habían abierto las puertas de otro vehículo y el sonriente personal comenzaba a salir. Los conductores seguían tocando el claxon con entusiasmo. El despavorido muchacho ya casi había llegado a la selva perseguido por los gritos de ánimo de los trabajadores.
    -Buenas tardes, querida -exclamó Estella muy animada.
    -Lo habéis asustado -la acusó Justine, y en su voz había una nota ofendida.
    Estella se llevó la mano a la garganta con un gesto teatral.
    -Por Dios, gracias al cielo que hemos llegado justo a tiempo, por lo que parece. -Era incapaz de contener la risa-. Es obvio que te hemos salvado de un destino peor que la muerte.
    -¡Maldita sea! -Justine miró al fugado por última vez, el chico desaparecía entre el follaje. Después levantó la mano sin mucho entusiasmo con la esperanza de que Kazimir viera su melancólico gesto. Los cláxones se callaron y los conductores apagaron los motores, pero las carcajadas de los trabajadores siguieron resonando en medio del bochorno.
    Justine volvió a entrar en la tienda con grandes zancadas y recogió una chaqueta ligera del suelo. Estella entró detrás de ella. El colchón seguía inflado y varios paquetes vacíos de comida cubrían el suelo a su alrededor, junto con un par de botellas de vino.
    -No me puedo creer la suerte que has tenido -se rió Estella-. Pienso quejarme a la agencia de viajes. A mí lo único que me esperaba cuando aterricé era una ardilla, y estoy casi segura de que era gay.
    Justine empezó a abrocharse la camisa.
    -No empieces -le dijo a la otra con tono irritado-. Kazimir era un chico muy dulce.
    -Exacto, era.
    -No lo entiendes. -Se puso los pantalones cortos-. No era solo eso. Quería mostrarle una visión diferente del universo, hacer que se cuestionara lo que ve.
    -Ah, por ejemplo: ¿cómo se llama esta postura? Y también: no sabía que se podía hacer así.
    Justine le gruñó y volvió a salir. Después le ordenó a la tienda que se contrajera, lo que obligó a Estella a salir corriendo. Los trabajadores estaban acercando un camión vacío al hiperdeslizador y para eso tenían que llevarlo marcha atrás. Varios le dedicaron grandes sonrisas de complicidad, unos cuantos le guiñaron un ojo. Justine tuvo que poner los ojos en blanco, era consciente de lo que les debía de haber parecido todo aquello. Una sonrisita avergonzada se asomó también a sus labios cuando empezó a recuperar el sentido del humor.
    -¿Qué estaba haciendo aquí ese chico? -preguntó Estella-. Estamos en medio de ninguna parte.
    -Pues ahora ya es alguna parte -respondió Justine con aspereza.
    -Dios, qué suerte tienes. Me muero de celos. Parecía divino.
    Justine apretó los labios con modestia.
    -Lo era.
    -Venga, vamos a buscar una botella, deberíamos celebrar tu magnífica victoria: el vuelo más largo y el aterrizaje más espectacular. Y además, supongo que te hará falta sentarte un poco, no debe de ser nada fácil caminar después de todas las lecciones que le has dado a ese chico. -Estella miró con intención la tienda, que había terminado de contraerse. Los paquetes vacíos y las botellas yacían a su alrededor, expulsadas por las paredes al encogerse-. ¿Tuviste oportunidad siquiera de ver el mundo exterior?
    -¿Es que hay un mundo exterior?
    Estella lanzó una carcajada salvaje y empezó a trepar por la corta escalerilla que llevaba a la cabina del Telmar.
    -Bueno, ¿es verdad? ¿Es cierto que todo se levanta más cuando hay poca gravedad?
    Justine no le hizo caso y examinó el denso muro de la selva por última vez. No se le veía por ninguna parte, ni siquiera utilizando los infrarrojos. Al menos le había enseñado eso, aunque no le hubiera enseñado nada más.
    -Adiós, Kazimir -susurró.
    El muchacho estaría allí fuera, en algún sitio. Observando. Lo más probable era que se sintiera un poco ridículo. Pero puede que fuera lo mejor. Una ruptura rápida y limpia, y un recuerdo maravilloso para los dos. Sin remordimientos.
    Y quizá, solo quizá, le he enseñado algo sobre la vida real. Quizá empiece a cuestionar esa doctrina absurda de los Guardianes.
    Se oyó un ruidoso taponazo cuando el corcho del champán saltó por la cabina. Justine trepó al interior y cerró la puerta para disfrutar del frescor del aire acondicionado que desterraba el calor crudo de la selva.