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Así que allí estaba,
en plena madrugada de una mañana desapacible, bien sujeta a la
reducida cabina de un hiperdeslizador atado al suelo rocoso y árido
del cañón Vigilancia, a la espera de que llegara la tormenta con
sus vientos de ciento ochenta kilómetros por hora. A su edad y con
el legado de su familia respaldándola, seguro que Justine Burnelli
podría estar haciendo cosas mucho mejores. Y la mayoría de las que
se le ocurrían en ese momento incluían camas con sábanas de seda (a
ser posible compartidas con un hombre), baños en un balneario,
restaurantes carísimos, o quizá algún suntuoso club nocturno. Pero
en esos instantes los únicos lujos que había en unos mil quinientos
kilómetros a la redonda se alejaban de ella a la velocidad que el
personal de apoyo conducía las caravanas del convoy por aquel
penoso terreno. Y todo gracias a su última mejor amiga: Estella
Fenton.
Se habían conocido en
el salón de día de la exclusiva clínica de rejuvenecimiento de
Washington que siempre usaba; las dos acababan de salir del tanque
y estaban sometiéndose a fisioterapia, hidroterapia, masaje y
aromaterapia de hierbas, entre otros remedios que les devolvieran
un poco de vida a unos miembros y unos músculos que llevaban
catorce meses sin usarse. Se movían como los pacientes de los
antiguos geriátricos, una ironía que no hacía más que empeorar el
aspecto adolescente de sus cuerpos.
Todo lo que hacían en
el salón era sentarse en los profundos sillones con cojines de gel
y quedarse mirando el parque boscoso que había tras los ventanales.
Unas cuantas de las residentes más robustas utilizaban matrices de
mano para trabajar un poco, leían las pantallas y hablaban con los
programas. Nadie conservaba la capacidad de comunicarse
directamente con la ciberesfera. Durante el proceso de
rejuvenecimiento habían purgado de sus cuerpos la mayor parte de
los implantes que llevaban, como procesadores y tatuajes CO, y
todavía no habían recibido los nuevos. A Estella la habían llevado
al bien ventilado salón dos enfermeras, cada una de las cuales
sujetaba un brazo de la espléndida joven pelirroja que se
tambaleaba con paso inseguro entre ellas. La joven se hundió en el
sillón con un suspiro agradecido.
-Volveremos a
buscarla para su sesión de hidromasaje a las tres en punto -dijo la
enfermera de más rango.
-Muchas gracias -dijo
Estella con una sonrisa forzada que desapareció en cuanto las
enfermeras salieron del salón-. ¡Joder!
-¿Acabas de salir?
-preguntó Justine.
-Hace dos días.
-Yo, tres.
-¡Dios! Y aún quedan
otros diez días así.
-Pero merece la pena.
-Justine levantó la pantalla del semanario que estaba leyendo;
todavía repasaba los artículos y las fotos de la revista de moda a
la que había accedido-. Llevo diez años sin poder ponerme nada así
de bonito.
Aunque muchas de sus
amigas rejuvenecían religiosamente cada veinte años (o menos),
Justine tendía a esperar hasta que su cuerpo tenía unos cincuenta
años antes de someterse otra vez a todo el proceso. Tampoco se
debía llevar la vanidad demasiado lejos.
-Yo ni siquiera estoy
en la etapa en la que se empieza a pensar en ropa -dijo Estella. Se
pasó una mano por el cabello despeinado, que en ese momento era un
casquete de cinco centímetros que le cubría la cabeza entera-.
Primero tengo que ir a la peluquería. Y odio tener el pelo tan
corto, yo suelo llevarlo muy largo, hasta la cintura y siempre
tarda un par de años en crecerme -refunfuñó.
-Debe de ser
precioso.
-No se me dan mal los
hombres. -Echó un vistazo por el salón-. Dios, ahora mismo ni eso
me apetece. -La clínica era solo para mujeres, aunque eso no
siempre impedía que las clientas que se acercaban al final de su
periodo de terapia física se permitieran alguna aventurita ilícita
en sus habitaciones. No era solo la apariencia juvenil lo que
recuperaban después del proceso, sus recién adquiridos cuerpos
adolescentes rezumaban hormonas y vitalidad. El sexo ocupaba el
primer lugar de la agenda de casi todo el mundo al salir de la
clínica de rejuvenecimiento y tendía a quedarse allí durante cierto
tiempo.
Justine esbozó una
sonrisa.
-No falta mucho.
Antes de que te des cuenta habrás salido disparada al Mundo
Silencioso más cercano.
-Eso ya lo he hecho
cien veces. No quiero decir que no vaya a pasar por alguno de
camino, pero para esta vez tengo planeado algo mucho más
estimulante.
-¿Sí? ¿Y qué tienes
planeado?
Pues lo que tenía
planeado había resultado ser un safari de dos meses por Tierra
Lejana. Justine casi había rechazado de plano la idea de unirse a
ella, pero cuanto más hablaba Estella de ello, y hablaba sobre muy
pocas cosas más, más empezaba a metérsele en la cabeza el
proyecto.
Después de todo,
Tierra Lejana era el único «mundo salvaje» de verdad que había en
la Federación, allí el puño de la civilización apenas apretaba a
sus habitantes. Llegar allí era difícil y caro, el clima y el
entorno eran extraños y la enigmática nave alienígena Marie Celeste
seguía allí, confundiendo a los investigadores tanto como el día
que la habían descubierto. Y luego estaba el desafío geológico
definitivo, la Gran Tríada, los tres volcanes más grandes de la
galaxia conocida que formaban un triángulo exacto.
Habían atado el
hiperdeslizador de Justine justo a la entrada de la gran abertura
del cañón Vigilancia y el morro de su aparato apuntaba al este, lo
que dejaba al monte Zeus a su izquierda. Durante el día, mientras
la tripulación de tierra aparejaba el hiperdeslizador, todo lo que
Justine había podido ver de aquel coloso era la rocosa ladera
inferior, que formaba un costado de aquel enorme cañón con forma de
embudo. El cráter de la cima no se podía ver desde la base, estaba
a diecisiete kilómetros de distancia.
A la derecha tenía el
monte Titán, el único de los tres volcanes que estaba activo en ese
momento; el borde de su cráter se encontraba fuera de la atmósfera,
a veintitrés kilómetros de distancia. A veces, por la noche, y si
la erupción era especialmente violenta, se podía ver desde las
pampas que había al sur la corona de un color rosa dorado que
rielaba sobre la lava resplandeciente, como si una enana roja
acabara de ponerse tras el horizonte. Y justo delante de ella,
formando el extremo inmenso e increíblemente romo del cañón, estaba
el monte Herculano. Con una base de setecientos once kilómetros de
anchura, el volcán tenía una forma más o menos cónica y una cumbre
de calderas dobles que se alzaba a treinta y dos kilómetros por
encima del nivel del mar, lo que lo ponía muy por encima de la
troposfera de Tierra Lejana. Por fortuna, los geólogos lo habían
clasificado como semiactivo; jamás había entrado en erupción en los
ciento ochenta y pico años de colonización humana, aunque durante
ese tiempo había provocado unos cuantos estremecimientos
espectaculares.
Que el vulcanismo
pudiera producir unas montañas tan inmensas en un planeta tan
pequeño como Tierra Lejana era un enigma maravilloso para Justine,
que había leído artículos científicos sobre todo ello, por
supuesto: lo que permitía que existiera algo tan gigantesco como el
monte Herculano era el hecho de que solo hubiera un cuarenta por
ciento de gravedad estándar. En un mundo con una gravedad normal,
como la de la Tierra, se desplomaría bajo su propio peso. Y la
falta de placas tectónicas significaba que la lava se limitaba a
seguir acumulándose en el mismo punto, eón tras eón.
Pero ninguno de esos
fríos razonamientos podía arrebatarle nada a la realidad del
monstruoso paisaje que ella había ido a experimentar. El poder y el
ímpetu que se acumulaban a su alrededor eran elementales, la fuerza
de un planeta que era visible a primera vista, como en ningún otro
lugar. Y allí estaba ella, sentada en su patético aparatito en un
lunático intento de domesticar aquel poder, de obligarlo a
someterse a su voluntad.
Las manos le
temblaron un poco dentro del traje de vuelo cuando surgieron las
primeras luces del amanecer, con un esbozo de cielo gris pizarra
materializándose muy por encima del extremo del cañón. Maldijo a la
maldita Estella Fenton por aquella visión. No la ayudó a calmarse
saber que Estella estaba en un hiperdeslizador parecido, atada a
una roca, a un par de kilómetros de allí, contemplando los mismos
puntiagudos e inhóspitos peñascos.
-Está empezando -dijo
alguien por la radio.
No había ciberespacio
en Tierra Lejana; de hecho, no existía ningún tipo de comunicación
moderna fuera de Ciudad Armstrong y los pueblos más grandes. Unos
cientos de años antes había habido unos cuantos satélites que le
proporcionaban cierta cobertura al campo y al océano, pero los
Guardianes del Ser habían abatido el último mucho tiempo atrás. Lo
único que tenían por allí era una simple radio y la turbulenta
ionosfera de Tierra Lejana no era de gran ayuda con eso.
-Aquí fuera hay algo
de movimiento. Se está levantando el viento.
Justine echó un
vistazo por la resistente capota transparente de la cabina, pero no
vio nada moviéndose en la roca desnuda que tenía debajo. No había
nada que mover. Las tormentas que llegaban barriéndolo todo desde
el océano Hondu, al oeste, eran canalizadas y recortadas por Zeus y
Titán y rugían por ese único cañón que corría entre ellos. Hacía
una eternidad geológica que lo habían despojado de cualquier tipo
de arena suelta o guijarros.
-¿Derrick? -exclamó
Justine-. ¿Me oyes?
La única respuesta
fue un zumbido fluctuante de electricidad estática, el amanecer iba
vertiendo poco a poco una luz pálida por el cañón.
-¿Derrick?
La caravana de
camiones, todoterrenos y casas rodantes debía de estar ya en lugar
seguro, comprendió Justine con gesto sombrío; ya habrían salvado
las estribaciones de Zeus y se habrían refugiado en alguna
hondonada profunda para protegerse de la tormenta matinal. Los
chiflados pilotos de los hiperdeslizadores estaban solos. No había
forma de escapar.
Por alguna razón, esa
parte de la experiencia era algo que no se mencionaba jamás en
aquellos hábiles anuncios ni en las sesiones de información, tan
intensas como tranquilizadoras. Ni siquiera lo incluían en la
ejecución de la memoria de pilotaje. La espera impotente mientras
el viento del océano iba arreciando y pasando de una suave brisa a
un huracán desquiciado. Esperar sin poder hacer nada. Esperar y
mirar. Esperar y preocuparse. Esperar mientras el miedo surgía de
algún lugar primario oculto en las profundidades del cerebro y
comenzaba a crecer.
-¿Cómo lo llevas,
cariño? -preguntó Estella.
-Bien -puta-. La
verdad es que me estoy poniendo un poquito nerviosa.
-¿Nerviosa? Pero qué
suerte tienes, cabrona. Yo estoy cagada de miedo.
Justine le pidió a su
mayordomo electrónico que volviera a revisar los procedimientos de
la cabina y que comprobara los sistemas del hiperdeslizador.
Incluso con la limitada capacidad de la matriz que había a bordo,
el mayordomo electrónico consiguió una comunicación perfecta con
los controles. La revisión fue instantánea, unos iconos traslúcidos
parpadearon en el interior de la visión virtual de Justine, todo
estaba conectado y en perfecto funcionamiento.
-Recuérdame otra vez
por qué quiero hacer esto.
-Porque es mil veces
mejor que un puñetero desayuno en la cama -le dijo Estella.
-En un hotel de cinco
estrellas.
-En una isla del
Caribe con una terraza con vistas a la playa.
-Donde hay delfines
jugando en el agua.
Fuera se iba haciendo
de día. Justine pudo ver al fin unas finas serpentinas de arena que
pasaban flotando junto al hiperdeslizador. Debía de haberlas
arrastrado el viento que llegaba de la costa, pensó. Conectó el
radar del tiempo a la pantalla principal del panel y estudió las
manchas de vívidos colores que se hinchaban y chocaban unas contra
otras. La tormenta estaba en camino, desde luego; las cintas de
color escarlata que representaban el aire denso que se desplazaba a
alta velocidad se colaban en la pantalla como una especie de herida
recién hecha, sin dejar de expandirse un momento.
En cierto modo se
alegraba de que la tormenta llegara del oeste y la sorprendiera por
detrás. Eso significaba que no podría ver las nubes que, como peces
martillo, empezarían a devorar el cielo. Ya estaba bastante
asustada. En ese instante ni siquiera sabía si quería hacer el
vuelo. Siempre tenía la opción de quedarse donde estaba; en esos
momentos el hiperdeslizador se encontraba configurado con la forma
de un puro grueso y liso, y las yemas de las alas confinadas bajo
el fuselaje principal; podía limitarse a mantener las sogas atadas
y dejar que los vientos rugieran a su alrededor hasta que todo
terminara. Muchos lo habían hecho, según le habían dicho, había
muchos que se habían rajado en el último momento. Estaban en plena
estación de tormentas, así que la espera media sería de unas cinco
horas hasta que pasara el vendaval.
Veinte minutos
después el viento era lo bastante fuerte como para empezar a
sacudir el hiperdeslizador. Si había arena, Justine ya no la veía.
Las oleadas rojas cruzaban de continuo la pantalla del radar de
tiempo.
-¿Todavía ahí?
-preguntó Estella.
-Todavía aquí.
-Ya no falta
mucho.
-Ya. ¿Estás
recibiendo las mismas lecturas en tu radar? Algunas de esas
corrientes de aire superan ya los ciento cincuenta kilómetros por
hora.
Los dígitos de la
velocidad del viento se volvían borrosos de lo rápido que iban
subiendo. A ese paso, la mole central de la tormenta estaría sobre
sus cabezas en cuarenta o cincuenta minutos y esos eran los vientos
que ella quería. Si despegaba antes, los elementos se limitarían a
empujar al hiperdeslizador contra la base del monte
Herculano.
La conexión por radio
parecía plagada de chistes malos y bravatas de gente nerviosa.
Justine no se sumó a la charla general, aunque escucharla suponía
un extraño consuelo. La ayudaba a mantener a raya la sensación de
aislamiento.
Las nubes empezaban a
cruzar el cielo a toda velocidad y cada vez eran más bajas.
Obstruían los rayos del sol naciente y cortaban la iluminación,
convirtiendo la mañana en un crepúsculo lúgubre, aunque Justine
todavía podía ver los jirones hinchados de lluvia que se alejaban a
toda velocidad. Las rocas que rodeaban al hiperdeslizador
comenzaban a brillar con una capa fina de agua.
-El viento está
alcanzando los ciento cincuenta -exclamó Estella. En su voz había
miedo mezclado con anticipación-. Estoy a punto de soltarme. Te veo
al otro lado, cariño.
-Allí estaré -chilló
Justine. El fuselaje estaba sacudiéndose con violencia y producía
un sonido constante, un sonido vibrante y alto; hasta el aullido
del viento penetraba en la cabina, a pesar de lo bien aislada que
estaba. Los monitores del panel que tenía delante estaban revueltos
por culpa de las líneas de color temblorosas e inquietas,
totalmente desenfocadas. Justine tuvo que confiar casi por completo
en la información más básica del interior de su visión virtual. La
bruma gris era un borrón constante en el exterior y le impedía
vislumbrar cualquier parte del cielo o de las paredes del
cañón.
Y entonces llegó el
momento. Los vientos que barrían el suelo del cañón Vigilancia
superaban los ciento cincuenta kilómetros por hora. El radar
mostraba que la cabeza de la tormenta estaba estallando en monte
Herculano, delante de ella, y ese era el factor crítico. Esos
vientos tenían que estar allí para llevarla muy, muy lejos. Sin
ellos, aquel podía ser un viaje muy corto con un final muy
abrupto.
Posó las manos en los
puntos-i del panel y rodeó con los dedos las barras; el plástico
contrachapado fluyó a su alrededor y los envolvió para lo que
prometía ser un vuelo turbulento. Los tatuajes CO que tenía en las
muñecas completaron la conexión entre los puntos-i y sus nervios
principales, poniéndola así en comunicación directa con la matriz
de a bordo. Aparecieron unas manos virtuales dentro de su visión
virtual. Las había personalizado dándoles unos dedos largos y
esbeltos y uñas verdes, en todos los dedos resplandecían anillos
azules de neón. Se materializó una palanca de mando entre los
iconos y Justine movió la mano virtual para sujetarla. Con la otra
mano empezó a pulsar los iconos para iniciar una última
comprobación de los sistemas. Cuando todo apareció con una luz
verde, la joven le ordenó a la matriz de a bordo que desplegara las
alas.
Los brotes de
plástico contrachapado se fueron hinchando y alargando para
convertirse en unas alas delta pequeñas y gruesas. La vibración se
incrementó de una forma notable cuando las alas captaron el viento,
que forzó las sogas casi hasta su límite de tolerancia. Justine
rezó para que las anclas de titanio reforzado con carbono, unos
puntales hundidos cincuenta metros en la roca desnuda por el equipo
de apoyo, aguantaran los próximos minutos.
En su interior, un
pequeño demonio dijo, Última oportunidad de quedarse, y
vivir.
Justine movió la mano
virtual y giró el icono de las cuerdas de proa. Los topes se
desconectaron y de inmediato el hiperdeslizador coleó y se vio
sacudida con violencia de un lado a otro. Una respuesta instintiva
de la memoria de adiestramiento que le habían implantado acudió en
su ayuda. Giró la palanca y las alas se doblaron hacia abajo varios
grados. Un toque en el icono de la cuerda de atrás y los dos
ramales se extendieron. El hiperdeslizador se alzó veinte metros en
el aire sin dejar de temblar con frenesí, como si estuviera
desesperado por deshacerse de sus últimas ataduras. Justine detuvo
la extensión de las cuerdas y empezó a comprobar sus superficies de
control. La parte posterior del hiperdeslizador no tardó en
transformarse en una aleta estabilizadora vertical. Las alas se
extendieron un poco más y se ladearon para producir más propulsión.
Al fin, al alejarse del suelo, la ensordecedora vibración se
desvaneció un poco, aunque no llegó a interrumpirse del todo. Ya
solo tenía que enfrentarse al asombroso rugido del viento, que
empezaba a alcanzar los ciento ochenta kilómetros por hora.
En ese punto, el
hiperdeslizador no era más que una cometa gigante. Empezó a
extender un poco más y con mucho cuidado las cuerdas posteriores,
que se alargaron tras ella. El hiperdeslizador se alzó del suelo
con impaciencia. Después de dos minutos de cuidadosa extensión,
Justine estaba a cien metros de altura. El suelo no era visible,
cosa que ella agradecía de una forma confusa. Los jirones de
neblina pasaban a su lado tan rápido que no podía ver nada a más de
veinte o treinta metros de distancia. Las gotas de lluvia que
golpeaban la transparencia de la cabina salían disparadas de
inmediato, arrastradas por la tremenda velocidad del aire. Sin
dejar de flexionar las alas para compensar las turbulencias,
Justine empezó a extender otra vez las cuerdas.
Veinticinco minutos
después de dejar el suelo se encontraba a mil cuatrocientos metros
de altura. Era un ascenso cauto, pero los dos cables de sujeción
estaban temblando con un sonido armónico que le ponía los nervios
de punta. Justine configuró el hiperdeslizador de plástico
contrachapado para el vuelo libre. Las alas salieron y se
extendieron hasta alcanzar una extensión total de ciento diez
metros, al tiempo que se curvaban para adoptar una forma de
medialuna; desde arriba, el hiperdeslizador parecía una hoja de
cimitarra gigante, con la bala de la cabina sobresaliendo del
vértice. Tras ella, el fuselaje posterior se estiró en vertical y
se convirtió en un profundo estabilizador triangular cuyas puntas
se contraían con un movimiento casi subliminal para mantener la
nave alineada con precisión en medio de la corriente de aire.
Justine alcanzó los
mil quinientos metros de altitud. Las alas se inclinaron solo una
fracción en toda su longitud para darle al viento el ángulo de
propulsión más eficaz. Al mirar las cifras de la pantalla del
panel, la joven no pudo creer la tensión de los cables de sujeción,
había usado casi todo el margen de seguridad.
Justine respiró hondo
cuando los elementos, en su estado más puro, chillaron a su
alrededor. Si tenía valor, aquel debería ser el viaje de su vida.
Si..., pensó en todos los años que había vivido y desde aquel
extraño punto de vista, todos le parecieron dolorosamente
idénticos, aburridos.
Estiró un dedo
virtual y casi de mala gana tocó el icono de desconexión.
La fuerza de la
gravedad la clavó de golpe en el asiento cuando el hiperdeslizador
quedó en libertad y le devolvió el peso que no había sentido desde
que había llegado a Tierra Lejana. La nave salió disparada hacia el
extremo romo del cañón Vigilancia a ciento ochenta kilómetros por
hora. De inmediato dio una sacudida hacia estribor y empezó a
descender. Justine giró la palanca para compensar, (rápido no, un
movimiento armonioso y positivo) y cambió de posición las alas para
alterar el flujo del aire. La respuesta fue asombrosamente rápida y
la envió en picado hacia arriba. Estuvo a punto de entrar en
barrena y tiró de las puntas del estabilizador para contrarrestar
el movimiento.
Cada momento exigía
una concentración absoluta y eso solo para mantener algo parecido a
la estabilidad. No era solo la anodina capa de nubes lo que la
aislaba del mundo exterior. Su atención estaba centrada
exclusivamente en el monitor de posición y en el radar. A medida
que se iba estrechando el cañón Vigilancia, Justine tenía que
mantener el rumbo justo por el centro. Las paredes de roca no
dejaban de cerrarse y hacerse más escarpadas en el proceso y el
furioso zarandeo aumentaba de forma proporcional. Las salvajes
turbulencias no dejaban de intentar hacer girar la nave y que
entrara en barrena, o bien hundirla en el vacío.
Justine ni siquiera
era consciente de que el tiempo pasaba, solo de la lucha
desesperada y agotadora por mantener el rumbo del hiperdeslizador.
Si lo dejaba ascender demasiado, las inmensas corrientes de aire
superiores que se alzaban y precipitaban se llevarían la nave por
encima de los costados del cañón al expandirse buscando el alivio
de la presión creciente de la base de las paredes. Justine
terminaría en algún lugar de las laderas centrales de Zeus o
Titania, algún sitio sacudido por los elementos y salpicado de
cantos rodados, a cientos de kilómetros de los vehículos de
salvamento de la caravana.
Sin previo aviso, el
radar captó el final del cañón, a veinticinco kilómetros de
distancia. En ese punto, donde se cruzaban los tres volcanes, el
monte Herculano no era más que un risco vertical de seis kilómetros
de altura. La altitud de Justine era de tres kilómetros y medio.
Fuera, la velocidad del viento seguía incrementándose dentro del
estrecho espacio. La pantalla del radar del tiempo destellaba con
un color escarlata chillón alrededor de los bordes al captar las
corrientes letales y las ondas de choque que retumbaban en la roca.
La oscuridad se profundizó a su alrededor cuando el viento aplastó
los jirones de nubes.
Justine retrajo un
poco las alas, sacrificó el impulso propulsor que generaban para
conseguir un poco más de margen de maniobra. Había empezado a
llover sin parar fuera de la cabina, gruesas gotas que caían en una
línea oblicua a su lado. Por paradójico que pareciera, la
visibilidad comenzó a mejorar. Las nubes se estaban volviendo a
condensar bajo la presión. Las gotas empezaron a fundirse durante
un instante antes de que los vientos enfurecidos las desgarraran.
Un segundo más tarde volvían a formarse, más grandes todavía a
medida que la presión seguía aumentando sin descanso. Varios
chorros de agua horizontales y semicohesivos se revolvían y
formaban espuma alrededor del fuselaje del hiperdeslizador.
El risco estaba a
doce kilómetros de distancia y ella había bajado un poco, estaba a
tres kilómetros del suelo del cañón. El agua se había hecho tan
densa que era como si el hiperdeslizador estuviera haciendo surf en
la cresta de una absurda ola aérea. El sol se había alzado sobre
las laderas del volcán e iluminaba la parte superior del cañón. De
repente, la luz golpeó la espuma caótica que azotaba el
hiperdeslizador y el mundo entero estalló en mil arco iris de
jirones y chispas, arco iris que nacían y morían, que chocaban y
colisionaban. Justine se echó a reír, aturdida y agradecida por
aquella pasmosa visión.
Tres kilómetros más
adelante, los virulentos riachuelos se fundían hasta convertirse en
un único torrente que se retorcía a dos kilómetros por encima del
suelo del cañón Vigilancia. Estaba a un par de kilómetros del
risco. La garganta de roca estaba en su punto más estrecho y la
presión en el más alto. Solo había una forma de escapar para aquel
río revuelto.
Justine deslizó el
hiperdeslizador sobre el agua y la miró sin poder creérselo. Los
arco iris se apagaron de repente. Los sustituyó de golpe una
extensión de roca que apareció delante de ella, paredes enormes y
aterradoras que iban subiendo casi hasta el cielo. Justo delante de
Justine, el río volador se curvó hacia arriba y empezó una escalada
larga e imposible hacia la libertad, al tiempo que la tormenta
entera se convertía en un ente vertical. Con un bramido eterno, el
viento alcanzó los trescientos kilómetros por hora. Justine sabía
que estaba chillando sin decir nada, pero no podía oírse por encima
de la cacofonía que bombardeaba la cabina.
El viento hizo subir
el hiperdeslizador de un tirón. La fuerza de la gravedad volvió a
clavar a Justine en el asiento. Los nudillos se le pusieron blancos
cuando se aferró a las barras por miedo a perder el contacto con
los puntos-i. Luchó con las superficies de las alas para que la
obedecieran en un desesperado intento de mantener la estabilidad
dentro de aquel géiser. El agua se alzaba con ella, desafiaba la
gravedad y subía disparada, paralela al risco. Incluso con el
hiperdeslizador exigiéndole toda su dedicación solo para sobrevivir
a aquellas corrientes de aire enloquecidas, Justine se tomó un
momento, un par de valiosos segundos, para contemplar aquel
increíble fenómeno. Una cascada que caía hacia arriba.
A cinco kilómetros de
altitud, la espumosa sábana de agua empezaba a separarse otra vez.
La inmensa tormenta vertical estaba empezando a extenderse al
llegar a la parte superior del cañón. La presión y la velocidad del
viento se debilitaban. Justine no dejó ni un solo momento de guiar
al hiperdeslizador justo por la ruta central. El agua y las nubes
se apartaron cuando ella salió como una tromba sobre la roca, dos
inmensas oleadas de vapor quedaron atrás y cayeron dibujando curvas
como alas de cisne que se estrellaban contra las laderas inferiores
del volcán. Solo en el centro del torbellino seguía aullando el
viento, lanzando a Justine hacia delante y hacia arriba.
La gigantesca masa
del monte Herculano quedó visible allí abajo, un terreno desolado
de piedras hechas añicos y gravilla empapada que se extendía a lo
largo de decenas de kilómetros alrededor de la parte superior del
cañón. Poco a poco, la dureza comenzó a dar paso a manchas más
alegres de tonos ocres y verde aguacate a medida que las plantas se
iban reafirmando. Hierbas diminutas se enraizaban con fuerza en las
fisuras arrugadas y un musgo resistente y tropical se soldaba a los
cantos rodados. La tormenta seguía bramando sobre ellos, buscando
una forma de huir hacia los cielos más tranquilos del este rodeando
las laderas del norte y el sur.
Justine modificó otra
vez la combadura de las alas, sin dejar de mantener la velocidad
pero elevándose todavía más. Buscaba una línea recta entre el cañón
y la cumbre, pero sin desviarse hacia ninguno de los lados. Bajo
ella pasaban praderas llenas de hierba con matorrales bajos y
fuertes. Tierras templadas, con plantas azotadas y atemorizadas por
las continuas tormentas, pero que nunca dejaban de florecer. Había
dejado a quince kilómetros de distancia las cataratas gemelas de
agua que salían del cañón y las nubes comenzaban a separarse, a
dirigirse a izquierda y derecha para encontrar una ruta que les
permitiese rodear el volcán. Justine buscó otro sendero por el
cielo despejado y luminoso que tenía delante. La velocidad que
llevaba era colosal, suficiente para alejarla de la tormenta, pero
no lo bastante para lograr el objetivo definitivo. La joven empezó
a examinar el radar del tiempo.
Como si la sección
media occidental del volcán todavía no tuviera bastante a lo que
enfrentarse, había tornados rozando las laderas arrugadas, un
legado de las turbulencias limpias del aire de la tormenta. Justine
los vio a través de la cubierta de la cabina, hebras larguiruchas
de fenómenos efímeros de color beis que azotaban la tierra con
violencia e iban de un lado a otro. Los había de todos los tamaños,
desde suaves espirales de polvo a torbellinos brutales, densos, que
alcanzaban kilómetros de altura. La matriz de a bordo trazó sus
trayectorias y eliminó los que eran demasiado débiles o estaban
demasiado lejos para sus propósitos. No era que el comportamiento
de ninguno de ellos se pudiera predecir en realidad. Ahí era donde
entraba el factor de predicción humana... y la suerte.
Había uno, estaba a
veinte kilómetros de ella y un poco más hacia el sur de lo que
hubiera preferido, pero tenía una altura de casi cinco kilómetros y
levantaba rocas del tamaño de coches en su errático camino. Justine
se ladeó y alineó el morro del hiperdeslizador con el torbellino.
Adquirió todavía más velocidad cuando la nave se acercó un poco más
al suelo. Las alas y el estabilizador vertical se encogieron e
hicieron más densos a la vez. Justine estaba hipnotizada por las
piruetas salvajes de la base del tornado que la dejaban con ganas
de encontrar una pauta, alguna pista que le indicara hacía dónde
giraría después.
El descenso del
hiperdeslizador se convirtió en una barrena temible. Justine lo
hizo girar a la vez que la base del tornado, juzgó bien y se
anticipó. Las alas y el estabilizador se redujeron a meros cabos,
proporcionándole un control mínimo. El suelo estaba a apenas
quinientos metros de distancia. Por delante de ella, el tornado
volvió a cambiar de rumbo. La joven sabía que se mantendría durante
quizá un par de segundos y empujó la palanca hacia delante para
dirigir la nave directamente hacia allí. En el último momento lo
levantó y observó que el morro trazaba una pronunciada curva. El
horizonte cayó y la dejó con un cielo del que desaparecía el color
turquesa deslumbrante para adquirir un fabuloso tono índigo
profundo.
Y entonces, el
hiperdeslizador entró en el tornado. Nubes de polvo colérico y
torbellinos de grava rodearon el fuselaje y lo sujetaron con
fuerza. Las alas y los estabilizadores traseros se redondearon y
formaron una hélice achaparrada cuando el morro terminó de dibujar
el arco y apuntó directamente al corazón inestable y tembloroso del
torbellino de aire. Las hojas de las alas se hundieron hasta el
fondo, hicieron girar el fuselaje y lo llevaron hacia arriba con un
único movimiento lleno de potencia. Un millón de partículas, desde
arena hasta piedras de un tamaño alarmante, golpearon el fuselaje.
Todos aquellos impactos hacían que tuviera la sensación de que la
estaban ametrallando. Los niveles de tensión estructural se
dispararon de inmediato a alerta naranja. Justine se estremecía
casi de continuo cuando las piedras se estrellaban contra la cabina
transparente, a menos de treinta centímetros de su cara.
A pesar de todo,
aquel era el momento de la verdad, lo que la había llevado allí. No
todo el mundo llegaba a ese punto. Algunos se estrellaban contra el
suelo o las paredes del cañón Vigilancia. Había otros que
conseguían subir por la catarata, pero no encontraban ningún
tornado o metían la pata al entrar. Pero le habían implantado los
recuerdos de otro, recuerdos que le habían servido y le habían dado
la habilidad necesaria. Todo lo que tenía que poner ella era la
determinación para respaldarlos. Para eso había ido allí, para
averiguar si seguía siendo la misma persona impetuosa y
despreocupada que recordaba de su primera vida.
Los motores se
quejaron con energía y contrarrestaron el giro del fuselaje
delantero. Lo que la ayudaba a estabilizarse además de sujetar la
cabina. Al menos en teoría. Justine estaba mareada y revuelta,
aunque tampoco había ninguna referencia visual para comprobar si
seguía girando. Los gráficos de visión virtual mostraban una
rotación modesta que la matriz de a bordo estaba intentando
compensar. La aceleración la hundía de una forma dolorosa en su
asiento.
Fue momentos más
tarde cuando el hiperdeslizador salió disparado de la parte
superior del tornado como un misil de su tubo de lanzamiento.
Aunque solo había estado dentro unos minutos, la velocidad de la
nave casi se había duplicado. Los motores del fuselaje se forzaron
de nuevo y detuvieron la contrarrotación. Las alas y el
estabilizador posterior del hiperdeslizador se alargaron y esa vez
adoptaron una forma más normal: alas rectas y estrechas y una cola
cruciforme. Ya no quedaba mucha atmósfera que pudiera afectarles,
el hiperdeslizador cruzaba veloz y suavemente la estratosfera. Sin
embargo, Justine lo ladeó un poco para que la trayectoria se
inclinara un tanto. La nave perseguía una simple curva balística
cuyo vértice estaría a nueve kilómetros por encima de la cumbre del
monte Herculano.
La joven observó que
las cifras del monitor de presión iban reduciéndose hasta que
registraron un vacío real en el exterior del fuselaje. El cielo
había cambiado de color y el azul había dado paso al negro de la
medianoche. Las estrellas brillaban con fuerza a su alrededor
mientras la luz del sol entraba a raudales, cegadora, en la
cabina.
El contraste era
asombroso. Del terror agónico de la tormenta a la serenidad y el
silencio absoluto del espacio en solo unos segundos. Si bien aquel
entorno era igual de letal que la tormenta para un ser humano,
Justine se sentía extrañamente segura allí arriba. Los quejidos de
su corazón comenzaron a remitir. Se aflojó un poco las correas que
le sujetaban los hombros y estiró el cuello para echar un buen
vistazo.
Estaba casi al mismo
nivel que la cumbre del monte Herculano y seguía subiendo. El
volcán se extendía bajo ella. Las laderas inferiores se perdían
bajo las nubes. Muy por detrás de la cola del hiperdeslizador, la
tormenta salía del cañón Vigilancia para evaporarse con furia
alrededor de la inmensa barrera rocosa. Giró la cabeza hacia
estribor y contempló el interior del cráter del monte Titán. Justo
en el fondo se veía el demoníaco fulgor escarlata del lago de lava,
oscurecido en parte por telarañas de humo negro y denso. Unos
zarcillos anchos se alzaban al aire, reduciéndose a medida que
alcanzaban el borde para dispersarse en una calima que dejaba caer
copos de ceniza gris por las laderas superiores. Le desilusionó un
poco que no hubiera una erupción; los vecinos que trabajaban en la
caravana habían hablado con entusiasmo del monte Condenación (como
lo llamaban ellos, solo medio en broma) en plena ebullición.
Ocho kilómetros y
medio por encima de la cumbre del monte Herculano, el
hiperdeslizador alcanzó la cima de su arco. Su trayectoria decrecía
a medida que la gravedad baja de Tierra Lejana comenzaba a
reafirmarse poco a poco. El horizonte del planeta se alzó ante el
morro de la nave. Una curva blanca y nítida contra el negro del
espacio. Justo debajo de ella estaban las calderas gemelas, dos
muescas gigantescas en una planicie rojiza y monótona de ondas de
lava solidificada y escoria rota.
La radio de Justine
captó unas cuantas palabras entrecortadas, repletas de electricidad
estática, de las expediciones que recorrían a pie la superficie sin
aire. Caminar hasta la cima del Herculano era otra de las
principales atracciones turísticas de Tierra Lejana. No era
difícil, las laderas no eran excesivamente escarpadas y la gravedad
baja les facilitaba las cosas a los visitantes de otros mundos.
Pero la última mitad se tenía que cubrir con trajes de presión
compensada y la única vista verdadera, por muy sensacional que
fuera, era la de la Silla de Afrodita, los acantilados que estaban
justo debajo de la meseta de las calderas. Los que quisieran llegar
a lo que de verdad era al punto más alto, un túmulo bastante
insignificante en la pared del cráter septentrional, se enfrentaban
a una caminata larga y pesada por un paisaje lunar.
El morro del
hiperdeslizador se hundió un poco y Tierra Lejana llenó la mayor
parte del universo al este del volcán. Desde la magnífica
perspectiva que tenía, Justine podía ver la cordillera Dessault
extendiéndose por delante de ella, hacia el sur. Pequeños pináculos
puntiagudos apuñalaban el suave torbellino de las nubes. Protegían
el desierto alto del sur del ecuador, una tierra fría casi
desprovista de nubes. Al este, Justine vio una mancha de colores
verdes y profundos, donde las estepas comenzaban su largo viaje
hacia el mar del Norte y Ciudad Armstrong.
La pronunciada curva
del horizonte le proporcionaba la ilusión de que estaba viendo un
hemisferio entero del planeta, como un antiguo dios mitológico que
contemplara la Tierra. Aunque Tierra Lejana era en realidad más
grande que Marte, el tamaño, si bien limitaba su campo real de
visión, no empañaba la aparente perspectiva de omnipotencia. Y
Tierra Lejana carecía de las texturas más suaves concedidas a los
viejos dioses del monte Olimpo. Las nubes blancas cubrían un
espectro graduado de marrones y grises apagados. A pesar de casi
dos siglos de esfuerzo humano, la superficie terrestre del planeta
casi no se había recuperado de la gigantesca, y letal, llamarada
solar que había llevado allí a los seres humanos. Unos colonos
duros e independientes habían salido de Ciudad Armstrong y habían
plantado semillas y rociado kilómetros y kilómetros vacíos de arena
polvorienta con bacterias energéticas y saludables, pero la
biosfera seguía siendo frágil y su progreso hacia la fertilización
completa del planeta, lento. Casi todo seguía siendo desierto o
tierra inhóspita; pocos, muy pocos representantes de la flora y la
fauna original del planeta habían sobrevivido a la radiación. El
follaje que veía Justine era ajeno a aquel planeta y los invasores
colonizaban un mundo casi muerto.
La joven se elevó en
silencio y sin mayores dificultades sobre los imponentes
acantilados de la Silla de Afrodita, que custodiaban la vía
oriental que llevaba a la cumbre del Herculano. Muchos kilómetros
por debajo de ellos estaba el glaciar que rodeaba el volcán entero
y que se extendía por la roca desnuda a lo largo de cientos de
metros. La luz del sol se reflejaba en el hielo fracturado y
granuloso y producía una especie de halo en el límite superior de
la atmósfera. Refugiados bajo la luz deslumbradora se hallaban los
bosques alpinos, pinos terrestres transgénicos que se habían
introducido como un faro de vida y color que podía verse a cientos
de kilómetros de distancia. Justine les sonrió, como le sonreiría a
un viejo amigo, agradeciéndoles el consuelo que siempre
proporcionaba la familiaridad.
Unas ondas
fantasmales de color azul y verde empezaron a rielar en la pantalla
del radar del tiempo cuando el hiperdeslizador volvió a hundirse en
la atmósfera superior, la pantalla le mostró la presión que
aumentaba en el exterior del fuselaje. Justine volvió a extender
las alas y les dio la forma de una amplia ala delta. Después de un
rato, la cabina empezó a temblar cuando los bordes anteriores
fueron hundiéndose cada vez más en el aire. Las fuerzas
aerodinámicas empezaron a hacerse cargo de la trayectoria
balística.
Justine se desprendió
poco a poco del ensueño que se había apoderado de ella mientras
sobrevolaba el volcán. Había que tomar decisiones prácticas; desde
esa altitud podía planear sin esfuerzo a lo largo de cuatrocientos
o quinientos kilómetros, lo que la apartaría lo suficiente del
volcán. Pero de esa forma se metería en las montañas que tenía
delante, la cordillera Dessault, mientras que si giraba al norte o
al sur, volvería a meterse en las alas de la tormenta. También
tenía que tener en cuenta la distancia: cuanto más volara, más
tiempo le llevaría a la caravana volver a recogerla. Alteró la
inclinación del hiperdeslizador y levantó el morro para que el aire
empezara a frenarla. Aumentó su velocidad de descenso, que la joven
equilibró fijándose en la ladera que tenía delante para mantenerse
a la misma distancia del suelo. Las nubes destellaron junto a ella,
ardían con una luz brillante y monocroma cuando atravesó el nivel
del glaciar. Cuando el hiperdeslizador descendió por debajo de su
nivel, Justine se encontró sobrevolando bosques de pinos. Vio una
pradera que se extendía un poco más allá. No sería difícil
aterrizar allí, pero seguía a mucha altura. Haría frío.
Las praderas se
fueron haciendo más exuberantes y verdes a medida que seguía
volando. Las ráfagas de viento de las laderas inferiores empezaron
a afectar al hiperdeslizador, al que sacudían con una fuerza
creciente. La hierba estaba salpicada de arbustos y árboles que
fueron aumentando a toda prisa hasta convertirse en una densa selva
tropical que formaba una falda ininterrumpida alrededor de la base
oriental del volcán. Al mirar hacia abajo, la joven vio los
pequeños puntos de los pájaros que revoloteaban entre las copas de
los árboles. Ya estaba a ochocientos kilómetros de distancia del
punto de partida y eso en línea recta. La caravana tendría que
rodear todo el monte Zeus antes de alcanzar siquiera el Herculano.
Justine suspiró e inclinó el hiperdeslizador hacia el dosel que
formaba la selva.
Así de cerca no era
tan densa como había pensado. Había varios claros, valles poco
profundos con arroyos rápidos y plateados que apenas tenían
árboles, solo hileras de peñascos peligrosos. Varias veces vio
animales que cruzaban corriendo los espacios abiertos. No cabía
duda de que el proyecto de revitalización de la biosfera
patrocinado por el Consejo de la Federación había dado grandes
resultados en aquella zona.
El radar cambió de
función y mostró un mapa del terreno. Justine buscaba un trozo
razonable en el que aterrizar. Aunque, en el peor de los casos, el
hiperdeslizador siempre podía bajar en un trozo de apenas cien
metros de longitud, a la joven no le apetecía intentarlo. Por
fortuna, el escáner reveló un lugar bastante recto unos tres
kilómetros más allá, hacia el norte. Justine le dio la vuelta al
hiperdeslizador y lo alineó. El terreno despejado se veía con
claridad entre los árboles. Parecía que había un trozo de roca a un
tercio del camino. Nada grave. Cuando puso el radar en la función
de más alta resolución, el aparato le mostró una hondonada estrecha
y poco profunda que cruzaba un extremo del terreno abierto. La
joven activó la baliza de aterrizaje, volvió a recoger las alas y
aumentó la combadura. El borde del largo claro se precipitó hacia
ella. Tres de los monitores del panel se distorsionaron convertidos
en un embrollo de colores aleatorios.
-¡Mierda!
El mayordomo
electrónico de Justine tardó en responder e informó de que varios
procesadores habían desaparecido de la matriz de a bordo, hasta los
implantes de la joven estaban mermados.
-¿Qué está pasando?
-quiso saber. Las manos virtuales parpadearon y
desaparecieron.
Una ráfaga de aire
ladeó el hiperdeslizador a estribor. La joven gruñó consternada
cuando se inclinó la cabina. Las lecturas de las pantallas del
panel no tenían ningún sentido.
-Fallo múltiple del
sistema electrónico -dijo su mayordomo electrónico-. Compensando
para restablecer las funciones fundamentales. -Las manos regresaron
con una oscilación a su visión virtual-. Ya tiene el control.
Justine contrarrestó
de forma automática el peligroso balanceo con un simple giro del
ala. La pequeña nave respondió con pereza, lo que la obligó a
acentuar la maniobra. Cuando levantó la vista del panel, lanzó una
maldición. Ya estaba por encima del terreno abierto y perdía
altitud a toda prisa. Todas las pantallas se habían corregido. Las
respuestas del control de superficie volvían a ser
instantáneas.
Inició la secuencia
de aterrizaje. Las alas rotaron casi noventa grados y redujeron
casi al mínimo la velocidad del hiperdeslizador, que empezó a
hundirse como si estuviera hecho de plomo. A veinte metros del
suelo y ya casi sin impulso, Justine volvió a alterar las alas.
Estas salieron disparadas, convertidas en unos enormes triángulos,
finos y cóncavos que generaron toda la propulsión posible a pesar
de la falta de velocidad. El tren de aterrizaje se posó y rebotó y
después Justine se encontró rebotando por el accidentado terreno,
recorrió cuarenta metros antes de que las ruedas se detuvieran por
fin. Las alas y el estabilizador volvieron a hundirse en el
fuselaje.
Justine dejó escapar
un gran suspiro de alivio. La cubierta exterior de la cabina siseó
al soltarse el sello y alzarse. El plástico contrachapado le liberó
las manos y la joven soltó las barras. Soltó los cierres del casco
y se lo quitó. Una risa un poco nerviosa se le escapó de los labios
cuando se sacudió el cabello sudoroso. Todos los sistemas
electrónicos del hiperdeslizador volvían a estar conectados.
La nave se había
detenido en una ligera pendiente de hierba con unas plantas de
hojas moradas que eran lo bastante grandes como para rozar la parte
inferior del fuselaje. Un arroyo burbujeaba a su izquierda, a unos
veinte metros de distancia. El aire húmedo y caliente ya la estaba
haciendo sudar. Los pájaros gritaban por encima de su cabeza. El
muro de selva que la rodeaba estaba envuelto en gruesas enredaderas
de las que surgían un millón de flores diminutas de color
lavanda.
Justine trepó por el
costado de la cabina y se dejó caer al suelo dibujando una curva
que la gravedad baja hizo más sencilla. Solo entonces empezó a
comprender la enormidad de lo que había hecho. Le flaquearon las
piernas y cayó de rodillas. Las lágrimas la cegaron y empezó a reír
y llorar al mismo tiempo, mientras le temblaban los hombros sin
control.
-Oh, Dios mío, lo he
conseguido -sollozó-. Lo he conseguido, lo he conseguido, lo he
conseguido, maldita sea.
Las carcajadas se
estaban haciendo histéricas. Se aferró a unas briznas de hierba e
intentó calmarse. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que
había sucumbido a una emoción tan pura como aquella, una señal
clara de juventud.
Se fue calmando y se
pasó el dorso de la mano por los ojos para secarse las lágrimas.
Después se puso de pie con cuidado de no hacer ningún movimiento
brusco. Con aquella gravedad, la inercia hacía estragos en todos
los movimientos normales. Por encima de su cabeza había unos
cuantos pájaros aleteando un poco, pero ese era el único movimiento
que había. El sol brillaba con fuerza y la hacía entrecerrar los
ojos. El calor le hacía arder la piel de la cara. ¡Y cuánta
humedad!
Resopló un poco y
empezó a quitarse con cierto esfuerzo el correoso traje de vuelo.
Su mayordomo electrónico conectó el localizador del
hiperdeslizador. Una pequeña sección del fuselaje que había detrás
de la cabina abierta se abrió como un iris y se fueron deslizando
por el aire los pliegues brillantes de la tela de un globo, que se
infló a toda prisa y se elevó por el brillante cielo de color
zafiro, arrastrando tras él una fina antena de cable de
carbono.
Justine comprobó que
funcionaba el transmisor mientras se untaba la crema para el sol.
Se dejó las botas puestas, pero el traje de vuelo lo desechó a toda
prisa, sustituido por unos simples pantalones cortos blancos y una
camiseta a juego. En el convoy, todos juraban que no había animales
peligrosos, y menos en la Gran Tríada. Y los barsoomianos y sus
extrañas criaturas estaban a miles de kilómetros de distancia, al
otro lado del mar del Roble. Así que no debería tener problemas así
vestida.
Se puso la matriz de
muñeca multifunción, un brazalete de malmetal de bronce con
esmeraldas incrustadas en la montura, un regalo de su último
marido. Él se había reído diciendo que podía utilizar todas sus
considerables funciones para sobrevivir a las rebajas. El sentido
del humor de su ex se había ido deteriorando hasta tal punto que
había acelerado varios años el inevitable divorcio.
El brazalete se
contrajo con suavidad y conectó su punto-i con el tatuaje CO de
Justine. El mayordomo electrónico pasó de los implantes de la joven
a esa matriz más grande y aumentó su capacidad una magnitud.
Justine le ordenó que abriera el compartimento de carga del
hiperdeslizador, situado debajo de la cabina, y comprobó el equipo
y las provisiones que llevaba. A los vehículos de salvamento
seguramente les llevaría unos tres días llegar hasta allí; tenía
comida decente para una semana y raciones deshidratadas para otros
treinta días aunque esperaba no tener que recurrir a ellas.
En la parte anterior
del compartimento había un obsequio del turoperador, una botella
fría de champán dentro de una funda térmica y una caja de bombones.
Se sintió tentada, pero lo primero que sacó Justine de su bolsa
personal fueron las gafas de sol, una costosa banda de acero de
diseño que se adaptaba a la perfección a su rostro y se le pegaba a
la piel. Lo siguiente fue un viejo sombrero flexible de bosquimano.
Lo había comprado en Australia décadas atrás y aquella baratija
absurda había estado en más planetas que la mayor parte de la
gente, muchos soles diferentes le habían comido casi todo el
color.
-Muy bien, ¿que le
pasó al equipo electrónico? -le preguntó al mayordomo electrónico
mientras le quitaba el envoltorio a los bombones. Con el calor,
habían empezado a derretirse.
-La causa del fallo
de los sistemas es desconocida. La matriz de a bordo carece de los
instrumentos de diagnóstico necesarios para hacer un análisis
detallado.
-Tiene que haber
alguna indicación.
-Podría ser un
incidente externo. El efecto recogido era similar al de un impulso
electromagnético.
Justine miró a su
alrededor, conmocionada, con una fresa de chocolate a medio
comer.
-¿Alguien me estaba
disparando?
-Se desconoce la
respuesta.
-¿Podría haber sido
un fenómeno natural?
-Se desconoce la
respuesta.
-¿Pero es
posible?
-Esta matriz no tiene
ningún dato sobre posibles causas naturales.
-¿Percibes alguna
actividad electromagnética?
-No.
Justine le lanzó a
los árboles que rodeaban el espacio abierto una mirada más
cauta.
No estaba asustada,
más bien irritada. No estaba acostumbrada a no recibir una
respuesta definitiva de su mayordomo electrónico. En cualquier
sitio de la Federación el conocimiento humano estaba disponible en
tiempo real. Pero en aquel planeta desconectado de la unisfera, los
datos eran un lujo bastante más escaso y por tanto más valioso. Y
que te dispararan era una posibilidad, por remota que fuera.
En primer lugar
estaban los Guardianes del Ser, que vagaban por el planeta como se
les antojaba. Como todo el mundo sabía, estaban bien armados y
tenían tendencia a ser violentos. Después estaban los demás,
nativos de la zona que podían ganar mucha pasta si recuperaban el
implante de células de memoria de un piloto muerto. Las familias le
pagarían una buena comisión al que lo encontrase para garantizar la
continuidad de la conciencia de su ser querido mientras maduraba el
clon que lo haría revivir. Pilotar un hiperdeslizador era una
experiencia única y peligrosa, y cada año se mataban docenas de
pilotos. La mayor parte eran recuperados por la agencia de viajes y
sus células de memoria se enviaban a casa. Pero cualquiera cuyo
vuelo se desviara de una forma espectacular antes de estrellarse se
arriesgaba a seguir perdido durante mucho tiempo. Los nativos que
se encontraran con el accidente podían embolsarse una fortuna una
vez que se hubieran quitado de delante la espantosa tarea de
arrancar la célula de memoria del cadáver. Así que entraba dentro
de lo posible que hubiera grupos que provocaran algún que otro
accidente.
Pero si con aquel
impulso electromagnético habían intentado que se estrellara, no
valían un duro, pensó Justine.
Al fondo del
compartimento de carga había una pequeña pistola de iones para su
«seguridad personal», por si el lugar del aterrizaje resultaba ser
hostil. En la caravana nadie había definido muy bien el término
«hostil», la implicación tácita era que se trataba de animales
salvajes. La joven le lanzó a la caja de seguridad una mirada
pensativa y después le ordenó al compartimento que se cerrara con
llave. Si era una banda criminal lo que iba a por ella, lo llevaba
claro, armada o no.
-Hora de averiguarlo
-le dijo Justine al hiperdeslizador. Su voz sonó muy alta en medio
de aquel claro largo y tranquilo.
Llenó la botella de
agua en el arroyo. El tapón semiorgánico aspiró el líquido
ligeramente cenagoso, lo filtró y lo enfrió de inmediato. Luego
partió rumbo a los árboles, para lo que utilizó la función de guía
inercial de la matriz de la muñeca.
Le llevó un buen rato
volver sobre sus pasos y cubrir los mil metros, más o menos, que la
separaban del lugar donde había calculado que se había producido la
interferencia. La maleza podía ser bastante vigorosa y allí donde
era baja, las enredaderas y las parras llenaban los huecos que
quedaban entre los árboles. Toda su ruta parecía ser solo un rodeo
gigantesco. Desde luego no había señal de rastro alguno, ni animal
ni humano. Y tampoco oía ninguna voz.
Al llegar a la zona
general empezó a sentirse un poco avergonzada. Había sacado muchas
conclusiones precipitadas. Al parecer, la habían invadido los
piratas y las conspiraciones, combinados con el subidón de
adrenalina. Pero por fin había regresado a la realidad. Tenía
calor, estaba sudando y las hojas de las enredaderas no dejaban de
metérsele por la cara; además, las botas se le hundían en aquel
suelo húmedo de turba. Lo único bueno de vagabundear por aquella
selva era la falta de insectos, al menos de las variedades que se
daban los grandes banquetes con los seres humanos; el equipo de
revitalización no había introducido ninguno. Aunque había un montón
de escarabajos diminutos, todos con un montón de patas, rondándole
entre los pies y muchos le parecieron alienígenas. Y desde luego
muchas de las especies vegetales no eran terrestres, seguro.
Después de unos
veinte minutos, Justine se detuvo. Empezaba a sentirse ridícula. No
había señales de actividad humana. Y si había una banda de piratas
a la caza de incautos, una banda que se arrastrara entre los
árboles con sigilo para caer sobre el lugar del aterrizaje, los
tíos no valían una mierda, ni siquiera eran capaces de rastrearla
cuando se estaba dirigiendo directamente hacia ellos.
-¿Percibes algo? -le
preguntó a su mayordomo electrónico.
-Los sensores de esta
unidad registran alguna actividad electromagnética, pero es débil
-respondió el mecanismo-. Es difícil ubicar el punto de origen.
Parece funcionar con un ciclo regular.
-¿Una especie de
señal de radio?
-No. Es una emisión
de bandas múltiples, no hay ninguna modulación identificable.
-¿Una ráfaga de
energía, entonces?
-Esa es una fuente
que encajaría con los datos de los sensores.
-¿Qué clase de equipo
sería capaz de generar eso?
-Se desconoce la
respuesta.
-De acuerdo, ¿de qué
dirección viene? Hazme un gráfico.
El mayordomo
electrónico desplegó un sencillo mapa en su visión virtual y
Justine empezó a caminar apartando las enredaderas.
-La emisión se acaba
de repetir -dijo su mayordomo electrónico después de que ella
avanzara unos cincuenta metros-. Ha sido mucho más fuerte. Los
sensores registran cierto grado de actividad residual. No hay un
patrón claro.
-¿Sigo yendo en la
dirección correcta?
-Sí.
-¿Y la duración del
impulso? ¿Se corresponde con la que golpeó al
hiperdeslizador?
-Es muy
parecida.
Los árboles parecían
estar un poco más separados. Aunque podría haber sido su
imaginación. La maleza y las enredaderas no disminuían desde luego.
Tenía las piernas llenas de largos arañazos.
El mapa superpuesto
se desvaneció delante de ella.
-¿Qué está
pasando?
Su mayordomo
electrónico no respondió. Justine se detuvo y miró el brazalete. La
lucecita de potencia que había detrás de una de las esmeraldas
estaba roja y parpadeaba.
-Reinicialización
completada -anunció de repente su mayordomo electrónico.
-¿Te ha golpeado el
impulso?
-No se han conservado
datos del incidente. Otro impulso es la explicación más
obvia.
-¿Puedes protegerte
de otra?
Solo le respondió el
silencio.
-Maldita sea -murmuró
Justine. Pero estaba intrigada. Había algo muy cerca y no eran
piratas. Estuvo a punto de no verlo. Las parras habían cubierto por
completo los muros bajos, haciendo que el pequeño edificio
pareciera otro impenetrable montón de follaje. Pero la puerta se
había hundido un poco y había dejado una brecha oscura entre las
hojas.
Justine se levantó
las gafas de sol para estudiar la estructura durante un momento.
Estaba claro que no era una casa, era demasiado pequeña: un simple
refugio cuadrado de cinco por cinco, con un tejado inclinado de no
más de tres metros en el punto más alto. Cuando apartó las gruesas
enredaderas de la pared que rodeaban la puerta, se encontró con que
la superficie que había debajo estaba hecha de un compuesto de un
color gris apagado. Simples paneles sujetos con tornillos a un
armazón de metal y montados en solo unas horas. Podría haberse
hecho en cualquier sitio de la Federación, hasta Tierra Lejana
tenía los recursos necesarios para hacerlo. Por el aspecto del
material y la vegetación que se aferraba a él, el refugio llevaba
décadas allí.
No había cerrojo, así
que Justine aplicó el hombro a la puerta combada y empujó. La
puerta se abrió de golpe después de unos cuantos empujones. La luz
entró a raudales por la abertura, no había ventanas. El suelo era
una simple lámina de hormigón amalgamado por enzimas, húmeda y
deshecha. En el medio había un cilindro negro de algo más de un
metro de diámetro y ochenta centímetros de altura. Cuando se
acercó, vio que estaba incrustado en el hormigón así que no pudo
saber cuánto medía en realidad. Parecía estar hecho de algún metal
oscuro. Dos grupos de cables finos y rojos sobresalían de la parte
superior y recorrían el suelo entero hasta desaparecer en un disco
traslúcido de medio metro de anchura. Al examinarlo, Justine
descubrió que el disco también estaba incrustado en el hormigón.
Resplandecía con una leve luz bermeja que se originaba en el
interior, a bastante profundidad, muy por debajo del suelo de
hormigón, al parecer.
Justine entrecerró
los ojos al ver el disco, empezaba a recordar algo. Ni siquiera
estaba segura de por qué había conservado unos tiempos tan antiguos
al rejuvenecer. Pero no era la primera vez que veía aquello, muchos
edificios de la Tierra los utilizaban como fuentes de energía
suplementaria, sitios como hospitales y centros de mando de la
policía y el transporte. Un sólido cable estatal de intercambio de
calor se hundía varios kilómetros en el interior de la corteza
terrestre, desde donde se podía derivar la energía geotérmica. No
generaba una gran cantidad de electricidad, solo lo suficiente para
mantener en funcionamiento los sistemas básicos en caso de
emergencia.
¿Pero qué coño está
haciendo uno de estos en medio de una selva, a medio camino de la
cumbre del volcán más grande de Tierra Lejana?
Se quedó mirando los
cables, que se suponía que eran superconductores. El cilindro al
que le administraban la energía debía de ser la fuente de los
impulsos electromagnéticos. Y era obvio que todo aquel montaje
llevaba mucho tiempo allí, al menos un par de décadas, y quizá
mucho más. Desde luego hacía siglos que nadie pasaba por allí, el
hormigón no se deshacía de la noche a la mañana. ¿Pero qué podría
utilizar o absorber tanta electricidad año tras año?
La sorpresa se llevó
la confusión cuando se dio cuenta de que aquel cilindro solo podía
ser una cosa: un depósito-d de balance cero. Era lo último en
mecanismos de almacenamiento y como tales tenían muy pocos usos
dentro de la Federación, sencillamente porque muy pocas personas
necesitaban almacenar tanta energía. El TEC los utilizaba como
suministros auxiliares para las salidas de sus agujeros de gusano,
pero no recordaba ninguna otra organización, ni comercial ni
gubernamental, que les diera algún uso. Eran un capricho de la
física, un depósito de tamaño cero en el espacio-tiempo que se
podía llenar sin parar de energía. En teoría, cualquier nivel de
energía se podía contener siempre que el campo cuántico que lo
limitase fuese lo bastante fuerte. Y después de varias décadas
ininterrumpidas cargándose con el cable de intercambio de calor,
ese depósito tendría un nivel de energía acumulado que no se
mediría tanto en kilovatios hora como en kilotoneladas.
Así que era un
depósito-d de balance cero que emitía un impulso
electromagnético... ¡Y sin protección!
Justine salió a toda
prisa del refugio. Si de verdad carecía de protección, la emisión
electromagnética tendría la intensidad suficiente como para dañarle
el sistema nervioso cuando el campo cuántico completara el ciclo y
estuviera listo para admitir la siguiente carga de energía.
Se apresuró a
alejarse, más confusa todavía después de encontrar la fuente.
Empezó a llover cuando todavía no se había alejado ni cien metros.
La tormenta que se había partido para rodear el volcán por fin la
había alcanzado.
Kazimir McFoster vio
que la chica sacaba una bola de plástico azul y brillante del
compartimento que había abierto bajo la cabina del hiperdeslizador,
tenía el tamaño de un puño. Él se refugiaba detrás de un finicus, a
cincuenta metros del lugar en el que había aterrizado la lustrosa
máquina. La lluvia salpicaba por igual la cabeza de Kazimir y las
hojas largas y carmesíes, pero el joven no le prestó mayor
atención; se había criado con ese tiempo, en esa época del año las
tormentas siempre llegaban por la mañana. En una hora o así las
nubes de tormenta continuarían su camino hacia el este y dejarían
el resto del día sumido en un calor húmedo e implacable.
La chica tiró la bola
con gesto despreocupado por encima del hombro y luego sacó una gran
bolsa cilíndrica del mismo compartimento. Kazimir estaba
impresionado, era una bolsa grande y era obvio que pesada. Pero a
pesar del modo torpe que tenía de llevarla, la muchacha la había
levantado con facilidad. Era fuerte. Todos los nativos de otros
mundos eran fuertes, eso lo sabía. Lo que no se había esperado era
su belleza.
Había visto pasar el
deslizador por encima de su cabeza una hora antes, una sencilla
forma cruciforme, de un color negro que contrastaba con el
deslumbrante azul zafiro del cielo. Aquella visión lo había
cautivado, era tan armoniosa, tan elegante. Ninguna de las
historias que había oído, nada de lo que había aprendido sobre la
Fundación y sus costumbres, lo habían preparado para eso. Que una
máquina pudiera ser tan equilibrada, y no solo en la forma, sino
también en la función, era toda una revelación. Las máquinas que
Kazimir conocía eran grandes y funcionales.
Lo había visto cuando
se había lanzado en picado sobre la selva desde su atalaya sobre un
afloramiento de lava. Solo una vez se tambaleó de una forma
bastante desgarbada y fue solo por un instante. Las alas se habían
movido como las de un ágil pájaro al posarse en el espacio abierto.
Kazimir se había quedado mirando el lugar en el que se había
perdido de vista tras los árboles con una sonrisa idiota en la
cara. Le llevó un buen rato darse cuenta que estaba muy expuesto
sobre aquella roca. Harvey habría sido implacable con él por
semejante fallo, lo habría reñido y, además, le habría reducido las
raciones para que aprendiera la lección. Se suponía que ya no
cometía unos errores tan estúpidos; por eso estaba allí solo,
realizando la travesía definitiva, la que demostraría que había
dominado a la naturaleza. Cuando regresara al clan, quince días
después, estaría listo para unirse a la guerra contra el monstruo
alienígena. Pero no si se quedaba allí plantado como un novato de
primero, ofreciéndole un objetivo fácil a cualquier enemigo que
pasara.
Kazimir se bajó de la
roca y volvió a meterse entre los matorrales. Se quedó pensando un
momento y ubicó mentalmente la posición del deslizador. Tras eso
estaba listo para encontrar el camino entre los árboles, alerta por
si aparecía algún enemigo, consciente de cuál era su
objetivo.
Para cuando se acercó
con sigilo a los límites del largo claro donde había aterrizado el
deslizador, estaba lloviendo con fuerza. No vio a nadie así que
buscó un lugar seguro para esconderse y se acomodó para observar la
elegante nave. La chica había aparecido un par de minutos después,
con la cara arrugada para defenderse de la lluvia al salir
corriendo de entre los árboles. Estaba vestida de blanco, pero
apenas se aferraban a su esbelto cuerpo unos cuantos trozos de
tela. Y era tan guapa. Como un ángel, pensó Kazimir. Un ángel
bajado del cielo.
La bola azul que la
chica había tirado al suelo empezó a hincharse, unos pliegues finos
de plástico sobresalían con formas raras. La masa entera rodó por
el suelo como si fuera una criatura viva agonizando de dolor. Un
minuto después se había convertido en un refugio semiesférico lleno
de bultos de cuatro metros de base y con una única abertura, como
una tienda de campaña hinchada. Kazimir asintió con gesto admirado.
Su refugio nocturno era un saco membranoso que cambiaba de forma y
que podía inflar con una pequeña corriente eléctrica. Era un sitio
seco y caliente para resguardarse por las noches, pero no era lo
bastante grande para moverse en él. En comparación, aquello era un
palacio.
La chica entró
corriendo en el refugio. Kazimir la vio hacer una mueca cuando se
quitó un sombrero andrajoso y empapado y se pasó las manos por un
cabello rubísimo igual de mojado. Metió la mano en la bolsa
cilíndrica y sacó una toalla, con la que se frotó con gestos
vigorosos.
Cada uno de sus
movimientos fascinaba a Kazimir. La joven tenía unos miembros
largos y perfectamente formados. La manera que tenía de alzar la
cabeza, orgullosa pero nunca arrogante. Ella no. El ángel no.
La joven dejó por fin
la toalla y fue a asomarse a la abertura de la gran tienda. Kazimir
contuvo el aliento cuando la muchacha miró el tupido matorral que
lo ocultaba. Sonrió con coquetería y el universo se convirtió en un
lugar mejor.
Durante un
segundo.
-Debe de ser muy
incómodo tener que agazaparse detrás de ese arbusto -exclamó la
chica-. ¿Por qué no sales a terreno abierto?
El corazón de Kazimir
se disparó. Tenía que estar dirigiéndose a él, seguro que ya hacía
rato que sabía que estaba allí. Se puso furioso, le molestaba que
se burlaran así de su falta de aptitud. Y sin embargo, el ángel
seguía mirándolo, con la cabeza ladeada y una expresión expectante.
En realidad no se estaba burlando, decidió Kazimir.
Se puso en pie y miró
a ambos lados, casi esperaba encontrarse allí a los cazadores del
enemigo, esperando y sonriendo. Pero solo estaba la lluvia. Así que
Kazimir solo tenía que elegir, podía darse la vuelta e irse, y no
volver a ver jamás su belleza, o acercarse y dejar que lo viera,
cosa que al parecer podía hacer de todos modos.
El joven se acercó a
la semiesfera azul, todavía con cuidado. El ángel lo observó con
expresión cauta cuando empezó a acercarse. En una mano sostenía un
cilindro delgado que el muchacho sabía que tenía que ser algún tipo
de arma.
-No tendrás ningún
amigo cerca, ¿verdad? -preguntó la joven.
-Camino solo por
estos bosques. No me hace falta ayuda para sobrevivir aquí.
A ella pareció
divertirle la respuesta.
-Por supuesto. -El
arma se metió con discreción en una saquita que llevaba en el
cinturón-. ¿Te gustaría refugiarte de la lluvia? Aquí hay espacio
de sobra.
-Eres muy amable.
Muchas gracias.
Cuando se metió en el
interior, Kazimir se sintió de repente, sin saber por qué, abrumado
por la presencia de la joven. Sus ojos recorrieron los detalles
lisos del interior, deteniéndose en todas partes salvo en
ella.
-Me llamo Justine
-dijo con dulzura. Había cierta vacilación en su voz, como si se
sintiera tan insegura como él.
-Kazimir -le contestó
él-. ¿Cómo sabías que estaba allí?
La joven alzó un
brazo esbelto y con un dedo se dio unos golpecitos justo por debajo
del ojo derecho.
-Mis implantes tienen
una función de infrarrojos. Brillabas bastante. -Se le contrajeron
los labios-. Emites mucho calor, sabes.
-¡Ah!
Pero había seguido
como un tonto el movimiento de la mano femenina y ya no pudo
apartar los ojos de su rostro. Vio que tenía los ojos de color
verde claro y unas cejas finas. Tenía unos pómulos largos y
prominentes y una mandíbula un poco plana; una nariz chata y
delgada sobre unos labios húmedos y amplios. Cada uno de sus rasgos
era delicado, pero juntos le proporcionaban una sofisticación que
Kazimir estaba seguro que jamás podría igualar. Y su piel era
inmaculada, de un suave color dorado como la miel que él no había
visto jamás. Se dio cuenta, sorprendido; era muy joven, podría
tener su edad, diecisiete años. Y sin embargo había atravesado el
corazón de la tormenta pilotando el deslizador. El valor y el
talento que había que tener para hacer eso... Volvió a mirarse los
pies, consciente de la distancia que se abría entre ellos.
-Anda, toma -le dijo
el ángel con tono amable al tiempo que le tendía la toalla que
tenía en la mano-. La verdad es que estás más mojado que yo.
Kazimir la miró por
un momento, confuso, antes de quitarse la pequeña mochila que
llevaba.
-Gracias.
Se secó la humedad de
la cara y después se desprendió con un encogimiento de hombros del
chaleco de cuero. La tela fina de la toalla parecía absorber las
gotas de lluvia cuando se frotó el pecho y la espalda, que quedaron
perfectamente secos.
Justine metió la mano
en su bolsa y sacó otra toalla para ella. Kazimir era consciente de
que la joven lo miraba con los ojos entrecerrados y una expresión
divertida en la cara mientras él se secaba las pantorrillas. Se
detuvo en las rodillas y prefirió no levantarse la falda escocesa
para secarse los muslos, aunque tampoco estaban tan mojados, el
kilt era bastante impermeable.
-¿Qué tartán es ese?
-preguntó la joven.
Kazimir bajó la
cabeza y miró los cuadros de color bronce y verde esmeralda, y
sonrió con orgullo.
-Soy un
McFoster.
Justine emitió un
sonido que se parecía de una forma bastante sospechosa a un bufido
de burla.
-Lo siento -dijo con
tono arrepentido-. Pero con ese color de piel, es un poco difícil
imaginarte siendo un miembro nativo del clan.
Kazimir frunció el
ceño. Su piel era de un exquisito color marrón, complementado por
un cabello de color negro azabache que llevaba largo y atado a la
espalda con una única cinta escarlata; ¿cómo iba a evitar un color
que existía en el clan? Los clanes de su tierra tenían miembros de
la mayor parte de los grupos raciales de la Tierra. Su abuela
siempre le contaba historias maravillosas de los primeros años de
la abuela de ella, la tatarabuela de Kazimir, que era de la
India.
-No lo entiendo. Mis
ancestros fueron una de las primeras familias que salvó Bradley
Johansson.
-¿Johansson? Aquí no
estamos hablando de clanes escoceses, ¿verdad?
-¿Qué es un
escocés?
-No importa. -La
joven se asomó a la entrada y observó la lluvia cálida y constante
que caía-. Parece que vamos a pasar un buen rato juntos. Háblame de
tu clan, Kazimir.
-Las lluvias solo van
a durar una hora más.
-¿Es una historia muy
larga?
El joven esbozó una
amplia sonrisa, animado por la mirada alegre con la que le había
contestado ella. El ángel era tan bello que dolía y cualquier
excusa era buena para permanecer a su lado. Como si lo supiera, la
pared de la tienda que tenía al lado cambió de forma y se extendió
para crear un sofá. Se sentaron los dos en él.
-Cuéntame -lo alentó
la joven-. Quiero saber cosas de tu mundo.
-¿Me hablarás de tu
vuelo?
-Claro.
El muchacho asintió,
contento con el intercambio prometido.
-Hay siete clanes
viviendo en Tierra Lejana. Juntos formamos los Guardianes del
Ser.
-He oído hablar de
ellos -murmuró Justine.
-Nos interponemos
entre el aviador estelar y la destrucción humana. Solo nosotros, de
toda nuestra raza, vemos el peligro que ha traído el alienígena con
sus sombras de engaño y su manipulación de hombres y mujeres vanos.
Bradley Johansson nos abrió los ojos a la verdad hace mucho tiempo.
Algún día, gracias a él, ayudaremos a este planeta a
vengarse.
-Eso parece algo que
te han enseñado, Kazimir.
-Desde el momento en
que tomé mi primer aliento, he sabido quién soy y a qué debo
enfrentarme. La nuestra es una carga dura, fuera de nuestro mundo
nadie cree en nuestra causa, os ciega el veneno del alienígena.
Pero nosotros resistimos por fe y gratitud. Bradley Johansson es
nuestro salvador y, un día, la humanidad entera lo reconocerá
también como su salvador.
-¿Cómo os
salvó?
-Igual que lo
salvaron a él. Por medio de la decencia y la amabilidad. Fue de los
primeros en llegar a este mundo y empezó a investigar la nave del
alienígena.
-Lo había oído -dijo
Justine-. Fue el primer director del Instituto de Investigación del
Marie Celeste, ¿no?
-Sí. La gente dice
que está desierto, que solo son restos, que está abandonado y
vacío. No es así; eso es lo que el alienígena quiere que crea la
humanidad. Él sobrevivió al accidente.
-¿Hay un alienígena
vivo aquí, en el arca espacial?
-Antes estaba aquí,
hace ya mucho tiempo que se introdujo en la Federación y allí se
mueve entre nosotros, oculto y maléfico.
-¿No me digas? ¿Así
que tú nunca lo has visto?
-Yo nunca he salido
de Tierra Lejana. Pero un día el aviador estelar volverá, cuando
sus ardides den resultado. Espero llegar a verlo. Me gustaría
formar parte de su caída.
-¿Qué aspecto
tiene?
-Nadie sabe el
aspecto que tiene, ni siquiera Bradley Johansson está seguro. Es
posible que lo haya visto, no se acuerda. Muchos de sus viejos
pensamientos se perdieron cuando lo liberaron.
-Muy bien, así que el
aviador estelar sobrevivió al choque. ¿Qué pasó después?
-Prendió la llamarada
del sol de Tierra Lejana para atraer a los incautos. Y cuando
Bradley Johansson hurgó entre los secretos de la nave, despertó al
aviador estelar y este lo esclavizó. Durante muchos años se afanó
bajo su control y contribuyó a extender su influencia por la
Federación, susurrando en los corazones de los que ostentaban el
poder, repartiendo falsas promesas y dando forma a la marea de
acontecimientos. Pero el aviador estelar desconocía esta parte de
la galaxia y lo inquietaban las otras razas que vivían aquí, temía
que desbaratasen sus objetivos. No todas son tan ignorantes y
orgullosas como nosotros. El alienígena envió a Bradley a
Silvergalde para que pudiera experimentar con los silfen de primera
mano y volver para informarle de lo que había averiguado. Pero los
silfen son más sabios que los humanos y el aviador estelar; se
dieron cuenta de las cadenas que había tendido en la mente de
Bradley y lo liberaron.
-Ah, la
liberación.
-Sí. Lo curaron.
Algunos hombres, tras ser liberados, huirían de semejante horror
para poder permanecer libres. Pero Bradley sabía que con eso se
corría un peligro mayor, dijo que para que la maldad triunfe solo
es necesario que las personas decentes no hagan nada.
-¿Así que Bradley
Johansson dijo eso, eh?
-Sí. Regresó a Tierra
Lejana y liberó a otros que habían sido esclavizados por el aviador
estelar. Fueron las siete familias que se convirtieron en
clanes.
-Ya veo. -La voz de
Justine era muy seria.
Kazimir la miró
angustiado. La expresión de su rostro era muy sombría y eso lo
entristecía, ese hermoso rostro debería conocer solo la felicidad.
¿Acaso no había dedicado su vida a protegerla a ella y a su
raza?
-No te preocupes -le
dijo entonces-. Te protegeremos del aviador estelar. No podrá
triunfar. Este planeta quedará vengado.
La cabeza de la joven
se ladeó un momento mientras le dedicaba una mirada larga y
pensativa.
-Hablas en serio,
¿verdad?
-Sí.
Por alguna razón
aquella respuesta la inquietó.
-Es muy noble lo que
haces, Kazimir. La nobleza establece un vínculo que es difícil de
romper.
-El aviador estelar
jamás podrá corromper la lealtad que le debo a mi clan y a nuestra
causa.
Justine le posó una
mano en el brazo.
-Eso lo
respeto.
Kazimir intentó
ofrecerle una sonrisa llena de seguridad, pero la joven todavía
parecía triste y aquel roce, ligero como era, lo distraía
muchísimo. La tenía tan cerca. Y ninguno de los dos llevaba
demasiada ropa. Unos pensamientos llenos de lujuria, pero
maravillosos, empezaron a filtrarse en la mente de Kazimir.
Justine le dio al
brazo del muchacho un apretón rápido y, de repente, miró a su
alrededor.
-Anda, mira, ha
dejado de llover. -Se incorporó y se acercó a la entrada-. Ha
vuelto a salir el sol. -Tenía una sonrisa maravillosa. Volvía a ser
el ángel.
Kazimir se levantó y
se tomó un momento para volver a ponerse el chaleco. Salió y se
quedó detrás de ella mientras la joven se ponía una banda de acero
alrededor de la cara. Le desilusionó ver que ya no podía verle los
ojos. El sol hacía que la camiseta blanca de la muchacha fuera casi
transparente. Era casi tan alta como él.
-¿De verdad
sobrevolaste el volcán? -le preguntó Kazimir a toda prisa.
-Ajá.
-Debe de hacer falta
mucho valor.
Ella se echó a
reír.
-Solo estupidez,
creo.
-No. Tú no eres
estúpida, Justine. Eso nunca.
Enganchó un dedo en
la parte superior de las gafas de sol y la joven las bajó un
instante para mirarlo por encima del borde.
-Gracias, Kazimir.
Eso es muy bonito.
-¿Y cómo fue?
-¡Una locura!
¡Maravilloso! -Volvió a subirse las gafas y empezó a hablarle del
vuelo.
Kazimir la escuchó,
fascinado por un mundo y una vida tan ajenos a la suya como los del
aviador estelar. Justine disfrutaba de una existencia perfecta. Al
muchacho le alegraba saber que esa vida era real, que los seres
humanos podían alcanzar ese estado. Algún día, quizá, cuando se
derrotara al aviador estelar, todos vivirían como ella.
Tuvo que ser el
destino, decidió Kazimir, el que dictó que la conociera. Esa
visión, su propio ángel personal, había ido a demostrarle que tenía
razón al intentar proteger la vida humana. Esa joven era su
inspiración, su milagro privado.
-Debes de ser muy
rica -dijo Kazimir cuando Justine terminó de contarle el
aterrizaje-. Para permitirte disponer de una nave que no tiene más
propósito que proporcionarte la oportunidad de disfrutar.
La joven se encogió
de hombros con gesto despreocupado. Holgazaneaban en la orilla del
arroyuelo que cruzaba el claro borboteando.
-Todos los que
visitan Tierra Lejana son ricos, supongo. No es fácil llegar aquí.
-La joven inclinó la cabeza para admirar las nubes copetudas que
cruzaban flotando la cuenca de color azul zafiro del cielo-. Pero
desde luego merece la pena. Vives en un mundo extraño y
maravilloso, Kazimir.
-¿Qué piensan tus
padres de que vengas aquí sola? ¿Y de que corras semejantes
riesgos? Ese vuelo era muy peligroso.
Justine giró la
cabeza de repente, como si la pregunta la hubiera
sorprendido.
-¿Mis padres? Ah,
bueno, veamos. Mis padres siempre me han animado a que sea yo
misma. Querían que viviera mi vida de la mejor forma posible. Y
esto, el monte Herculano, tú, esto tiene que ser uno de esos
momentos clásicos por los que merece la pena vivir, de los que te
dan la confianza para continuar y experimentar lo que tiene que
ofrecer el universo.
-¿Yo? No creo.
-Sí, tú. Aquí estás,
viviendo tu propia aventura, enfrentándote tú solo a lo que el
volcán y la tierra pongan ante ti. Eso te convierte en una persona
mucho más valiente que yo.
-No.
-¡Sí!
-¡No!
Los dos se echaron a
reír. Justine se quitó las gafas de sol y esbozó una sonrisa
cálida.
-Me muero de hambre
-dijo-. ¿Te apetece probar algo de comida de la decadente madre
Tierra?
-¡Sí, por
favor!
Justine se levantó de
un salto y echó a correr hacia el deslizador. Kazimir se apresuró
tras ella, maravillado al ver cómo flotaba sobre el suelo al correr
aquel cuerpo perfecto y esbelto.
Se sentaron en el
suelo con las piernas cruzadas y ella le fue dando bocaditos de
comida, impaciente por ver su reacción. Algunos alimentos eran
deliciosos, otros solo extraños; como la carne picante con curri,
Kazimir arrugó la cara al tragar.
-Trágalo con esto -le
dijo Justine. El vino blanco que le dio era ligero y dulce, y el
joven tomó unos sorbos agradecido.
Por la tarde
exploraron la selva que rodeaba el borde del claro y jugaron a
adivinar los nombres de las plantas. Kazimir le explicó el
propósito de su travesía, le contó que lo preparaba para las
difíciles campañas contra el enemigo en todo tipo de terrenos y que
también demostraba que había aprendido todo lo que sus profesores
podían enseñarle.
-Un rito de paso
-dijo Justine.
A Kazimir le pareció
que había admiración en la voz de la joven. Claro que la había
visto mirarlo varias veces cuando pensaba que no se daba cuenta. Él
no se había atrevido a hacer lo mismo.
-Debemos saber que
podemos hacer lo que tenemos que hacer.
-Kazimir, por favor,
no hagas nada precipitado. No tienes que demostrar lo que vales
arriesgándote. La vida es demasiado importante. Y también es
demasiado corta, sobre todo aquí.
-Tendré cuidado.
Aprenderé a no ser impetuoso.
-Gracias. No quiero
pasarme la vida preocupándome por ti.
-¿Quieres hacerme un
favor?
La sonrisa de la
joven era maliciosa.
-Hay muchas cosas que
quiero hacer por ti, Kazimir.
La respuesta lo
sorprendió. Sabía que debía estar ruborizándose cuando le dio su
propia interpretación a la frase, una interpretación que estaba
seguro que no era la que ella pretendía, no alguien tan dulce y
amable como ella.
-Por favor, no
visites el Marie Celeste. Sé que muchos turistas lo hacen. Me
preocuparía por tu seguridad si lo hicieses. La influencia del
aviador estelar es muy fuerte alrededor de su nave.
Justine fingió
sopesar el ruego. Por fortuna, la vieja arca espacial no estaba en
el itinerario, de todos modos. Quizá fuera extraño, pero por culpa
de la ferviente creencia de Kazimir, que realmente había
sobrevivido a un alienígena, un pequeño escalofrío de preocupación
se coló en la cabeza de Justine y se negó a irse. Todo aquel asunto
era una de esas leyendas ridículas utilizadas por viejos malvados
como Johansson para mantener a raya a sus seguidores y obligarlos a
que cumplieran con su deber. Y sin embargo, al mismo tiempo,
parecía tan plausible...
-No iré -le prometió
al muchacho con tono solemne. La expresión de alivio que apareció
en el rostro del joven la hizo sentirse culpable.
Hicieron una hoguera
al llegar el atardecer. Kazimir llevaba una hoja eléctrica bastante
vieja en la mochila y parecía decidido a impresionarla haciendo
alarde de sus habilidades de supervivencia, quería demostrarle que
era capaz de vivir de la tierra. Así que Justine se puso cómoda y
lo observó mientras juntaba un gran montón de madera. El joven se
quitó el pequeño chaleco de cuero y el sudor le hizo brillar la
piel por el esfuerzo de llevar los troncos de un sitio a otro. Era
una imagen que elevó varios grados la temperatura del cuerpo
femenino. Era obvio que la gravedad baja del planeta no había
impedido que el cuerpo del muchacho desarrollara la excelencia
típica del final de la adolescencia. Por suerte, el joven no tuvo
mayor interés en demostrar su hombría derribando pájaros del cielo
para asarlos ensartados en un espetón. Kazimir se conformaba con
seguir abriendo los paquetes de comida que había traído Justine. La
hoguera era solo para estar calientes y cómodos. Justine descorchó
al fin el champán y los dos lo bebieron con el reflejo de las
doradas llamas saltarinas en las activas burbujas del precioso
líquido.
Kazimir no quería que
aquella noche terminara jamás. Se sentaron muy juntos en una manta
mientras el sol abandonaba el cielo. Luego solo quedó un nimbo de
bordes violeta resplandeciendo por el oeste, muy por encima del
horizonte, cuando el glaciar difractó los últimos rayos por la
estratosfera. La luz se fue difuminando y dejando que las llamas
chispeantes de la hoguera fueran la única iluminación. Unas
estrellas de color platino brillaban sobre sus cabezas y, por
primera vez en su vida, Kazimir no las vio como una amenaza.
Charlaron, bebieron y
mordisquearon la exótica comida. Y durante todo ese tiempo Kazimir
no dejó de adorar en silencio y con todo su corazón a aquel ángel
sonriente y maravilloso. Un rato después de que el sol se hundiera
en el horizonte, las llamas salvajes de la hoguera se fueron
apagando y dejaron un montículo de carbones que emitían una luz
suave. Bajo ese resplandor burlón, el ángel se incorporó y se quedó
a su lado, de pie. La camiseta y los pantalones cortos
resplandecían con un color magenta a la luz del fuego casi apagado,
mientras su cabello se había convertido en aquel halo dorado que la
mente de Kazimir nunca había dejado de percibir. Sin una sola
palabra, la joven se acercó a la tienda semiesférica y desapareció
entre las sombras que embrujaban el interior.
-Kazimir.
Al joven le temblaban
las piernas cuando se acercó a la entrada. La luz parpadeante de
las estrellas le mostró que la mitad del suelo se había alzado para
convertirse en un colchón gigante. Su ángel se encontraba ante él,
una simple silueta. La camiseta yacía arrugada en el suelo, a sus
pies. Ante los ojos de Kazimir, Justine se fue quitando los
pantalones.
-No tengas
miedo.
Kazimir se adentró en
la oscuridad. Unas manos dulces, sensuales, le quitaron el chaleco.
Las yemas de unos dedos invisibles le acariciaron el pecho y fueron
bajando hasta la cintura, haciéndolo gemir, incapaz de contenerse.
Esas manos le desabrocharon el cinturón y le quitaron la falda.
Sentía la piel caliente del ángel contra la suya cuando la joven se
apretó contra él.
Los asombrados gritos
de éxtasis de Kazimir resonaron por todo el claro y duraron hasta
mucho después de que se consumieran al fin las últimas brasas
relucientes del fuego.
Ni siquiera el
material aislante de la cabina podía proteger a Estella Fenton del
rugido del poderoso motor diesel. La joven sujetaba la copa alta en
el aire, la suspensión sacudía el explorador Telmar con tracción a
las cuatro ruedas de un lado a otro y Estella intentaba no derramar
el sofisticado cóctel de frutas. Pero no funcionaba, así que se
terminó el resto de la copa en un par de tragos. Aquello llevaba
vodka, no cabía duda, la joven sintió el escalofrío característico
del licor quemándole la garganta.
Los vehículos de
rescate enviados por el convoy principal la habían recogido veinte
horas atrás. Lo que había sido un auténtico alivio: dos días y
medio sola en aquel bosque templado era una aventura un poco más
silvestre de lo que hubiera preferido. Ya solo quedaba por
encontrar a su amiga Justine. El convoy había captado la señal de
la baliza de su hiperdeslizador. La ubicación había provocado un
pequeño revuelo entre el personal; al parecer, pocas personas
conseguían cubrir tanta distancia como Justine.
Así que una vez que
cargaron el hiperdeslizador de Estella en su contenedor, los cinco
vehículos de salvamento restantes salieron en busca de su último
cliente. Si bien la población de Tierra Lejana había dejado el
monte Herculano como parque natural, había muchos caminos que
atravesaban las selvas de las laderas inferiores y que usaban los
vehículos como los Telmar en los recorridos turísticos. De esos
caminos salían otras pistas que se utilizaban menos. Y luego
estaban las líneas que en el mapa se marcaban como «rutas
transitables». Llevaban en una de esas rutas tres horas seguidas,
abriéndose camino entre las enredaderas y los matorrales de la
selva. Y después empezó el trabajo duro de verdad, cuando hubo que
abrir una nueva ruta entre los árboles.
El vehículo
explorador iba cincuenta metros por delante y sus cuchillas
armónicas iban soltando nubes densas de virutas fracturadas a
medida que podaba. Observar su lento progreso había enviado a
Estella a la parte posterior de la cabina, donde empezó a saquear
el bar refrigerado.
-Con un par de
minutos más debería bastar -exclamó el conductor, Cam Tong.
Estella dejó la copa
vacía, se asomó a la cubierta exterior de burbujas y observó la
ringlera abierta de vegetación que iba dejando el explorador. Los
gruesos muros verdes de árboles y enredaderas se terminaron de
repente cuando los vehículos salieron tambaleándose a un largo
claro. El hiperdeslizador de Justine estaba intacto y reposaba en
medio de una suntuosa alfombra de césped. La tienda se encontraba
unos metros más allá.
-Parece que está bien
-dijo Cam Tong muy contento.
-Jamás se me había
ocurrido dudarlo.
Los vehículos de
salvamento aceleraron un poco, lo que no hizo sino aumentar el
balanceo. Todos empezaron a hacer sonar el claxon.
Una cabeza se asomó a
la tienda.
-Ese no es ella
-exclamó Estella.
Era un adolescente
con el viejo y andrajoso sombrero de bosquimano de Justine. El
muchacho se quedó con la boca abierta al ver los grandes vehículos
que se precipitaban hacia él, después chilló algo hacia el interior
de la tienda. Un segundo después había recogido una pequeña mochila
del suelo y corría a toda velocidad hacia la línea más cercana de
árboles. Estella se lo quedó mirando asombrada. Vestía una falda
larga naranja y verde. No, se corrigió, era una falda escocesa, un
kilt, pensó al ver las tablas. La mochila que llevaba a la espalda
tenía una prenda de cuero de algún tipo atada a ella. El chico no
dejaba de mirar por encima del hombro para vigilar a los vehículos.
Con una mano se sujetaba el sombrero, el cabello negro le
sobresalía por debajo del ala.
Cam Tong se estaba
riendo cuando detuvo el gran Telmar detrás del hiperdeslizador. La
sonrisa de Estella le cubría la cara entera cuando abrió la puerta
para bajar. Justo en ese momento salió Justine de la tienda. No
vestía más que un tanga rojo muy pequeño y unas gafas de sol.
-Vuelve -gritó
Justine por encima del estruendo de los cláxones y los quejidos de
los motores-. No te asustes. Son amigos míos. ¡Joder! -Se puso las
manos en las caderas y miró furiosa los vehículos de
salvamento.
Estella se dejó caer
al suelo con ligereza. A esas alturas, la sonrisa ya se había
convertido en una carcajada casi histérica. Se habían abierto las
puertas de otro vehículo y el sonriente personal comenzaba a salir.
Los conductores seguían tocando el claxon con entusiasmo. El
despavorido muchacho ya casi había llegado a la selva perseguido
por los gritos de ánimo de los trabajadores.
-Buenas tardes,
querida -exclamó Estella muy animada.
-Lo habéis asustado
-la acusó Justine, y en su voz había una nota ofendida.
Estella se llevó la
mano a la garganta con un gesto teatral.
-Por Dios, gracias al
cielo que hemos llegado justo a tiempo, por lo que parece. -Era
incapaz de contener la risa-. Es obvio que te hemos salvado de un
destino peor que la muerte.
-¡Maldita sea!
-Justine miró al fugado por última vez, el chico desaparecía entre
el follaje. Después levantó la mano sin mucho entusiasmo con la
esperanza de que Kazimir viera su melancólico gesto. Los cláxones
se callaron y los conductores apagaron los motores, pero las
carcajadas de los trabajadores siguieron resonando en medio del
bochorno.
Justine volvió a
entrar en la tienda con grandes zancadas y recogió una chaqueta
ligera del suelo. Estella entró detrás de ella. El colchón seguía
inflado y varios paquetes vacíos de comida cubrían el suelo a su
alrededor, junto con un par de botellas de vino.
-No me puedo creer la
suerte que has tenido -se rió Estella-. Pienso quejarme a la
agencia de viajes. A mí lo único que me esperaba cuando aterricé
era una ardilla, y estoy casi segura de que era gay.
Justine empezó a
abrocharse la camisa.
-No empieces -le dijo
a la otra con tono irritado-. Kazimir era un chico muy dulce.
-Exacto, era.
-No lo entiendes. -Se
puso los pantalones cortos-. No era solo eso. Quería mostrarle una
visión diferente del universo, hacer que se cuestionara lo que
ve.
-Ah, por ejemplo:
¿cómo se llama esta postura? Y también: no sabía que se podía hacer
así.
Justine le gruñó y
volvió a salir. Después le ordenó a la tienda que se contrajera, lo
que obligó a Estella a salir corriendo. Los trabajadores estaban
acercando un camión vacío al hiperdeslizador y para eso tenían que
llevarlo marcha atrás. Varios le dedicaron grandes sonrisas de
complicidad, unos cuantos le guiñaron un ojo. Justine tuvo que
poner los ojos en blanco, era consciente de lo que les debía de
haber parecido todo aquello. Una sonrisita avergonzada se asomó
también a sus labios cuando empezó a recuperar el sentido del
humor.
-¿Qué estaba haciendo
aquí ese chico? -preguntó Estella-. Estamos en medio de ninguna
parte.
-Pues ahora ya es
alguna parte -respondió Justine con aspereza.
-Dios, qué suerte
tienes. Me muero de celos. Parecía divino.
Justine apretó los
labios con modestia.
-Lo era.
-Venga, vamos a
buscar una botella, deberíamos celebrar tu magnífica victoria: el
vuelo más largo y el aterrizaje más espectacular. Y además, supongo
que te hará falta sentarte un poco, no debe de ser nada fácil
caminar después de todas las lecciones que le has dado a ese chico.
-Estella miró con intención la tienda, que había terminado de
contraerse. Los paquetes vacíos y las botellas yacían a su
alrededor, expulsadas por las paredes al encogerse-. ¿Tuviste
oportunidad siquiera de ver el mundo exterior?
-¿Es que hay un mundo
exterior?
Estella lanzó una
carcajada salvaje y empezó a trepar por la corta escalerilla que
llevaba a la cabina del Telmar.
-Bueno, ¿es verdad?
¿Es cierto que todo se levanta más cuando hay poca gravedad?
Justine no le hizo
caso y examinó el denso muro de la selva por última vez. No se le
veía por ninguna parte, ni siquiera utilizando los infrarrojos. Al
menos le había enseñado eso, aunque no le hubiera enseñado nada
más.
-Adiós, Kazimir
-susurró.
El muchacho estaría
allí fuera, en algún sitio. Observando. Lo más probable era que se
sintiera un poco ridículo. Pero puede que fuera lo mejor. Una
ruptura rápida y limpia, y un recuerdo maravilloso para los dos.
Sin remordimientos.
Y quizá, solo quizá,
le he enseñado algo sobre la vida real. Quizá empiece a cuestionar
esa doctrina absurda de los Guardianes.
Se oyó un ruidoso
taponazo cuando el corcho del champán saltó por la cabina. Justine
trepó al interior y cerró la puerta para disfrutar del frescor del
aire acondicionado que desterraba el calor crudo de la selva.